sábado, 13 de septiembre de 2008

Las Gafas de Rino


Las Gafas de Rino
- Rino…¿me ves?.
La cuestión podría sorprendernos, teniendo en cuenta que Rino rozaba ya los once años y era su madre quien se lo preguntaba.
Pero Rino, afectado desde muy chico por una miopía injusta y galopante, estaba condenado a la peor ceguera, esa que se recrea avinagrando la miel, sin permitir distinguir algo más que una mancha borrosa de lo que se tiene justo delante de los ojos.
Madre había sufrido hasta el ahogo cada vez que su hijo le extendía las manos, tratando de palparle el propio rostro, el de su padre o hermanos para intuir cuanto menos como eran.
- Debes ser hermosa mama…..muy hermosa.
Y ella se comía los llantos para no despreciarle el halago.
Rino no era de familia rica.
En el altiplano casi nadie lo era.
De esto tan solo presumían los dueños de las saladas, los que organizaban tours para turistas gringos o los que andaban explotando minas de cobre o bolsas de petróleo.
El resto, sino buscaba pasto para las llamas, echaban sudores para el patrono.
Lo uno y lo otro evitaban las hambres pero no toleraban que se saliera de pobres.
En ese ambiente, el calor en invierno, la carne en el cocido o unas gafas, eran demasiados lujos.
Por eso Rino tuvo que acercarse hasta los once para que el padre Ricardo le encontrara unas.
El cura, era un sacerdote barbudo pero sonriente, con un aire de bestia arrinconada que sin embargo, sonsacaba su expresión más ufana y confiada cuando le agradaba la compañía y su plática.
Otra cosa era si el que tuviera de frente fuera uno de los potentados.
Entonces al padre se le arrugaban los “cejones” y lo que antes era conversación, se convertía en monosílabo.
- Usted…cura – le señalaba uno de los mandamases –….usted es de los de la liberación. Curita rojo – añadía mientras se echaba una risa sarcástica y amenazante.
A Rino le hacía gracia Ricardo.
En parte porque contaba chistes impropios de un hombre dedicado a lo santo y en parte, porque la monumental barba bajo la que se ocultaba, lo hacía fácilmente reconocible al tacto de sus manos.
- ¿Y cuantas dioptrías tiene tu chico? – preguntó a madre cuando esta acudió a la sacristía para demandarle ayuda.
- ¡Ah padrecito!....el chico no tiene un solo centavo.
- No mujer, no…me refiero cuantos grados de miopía padece.
- Bufff….pues es que nunca me explicaron como iba esto – respondía la mujer, avergonzaba de las pocas cosas que del mundo sabía.
- Despreocúpate – animaba mostrando una risa blanca entre la poblada barba – Veré que es lo que puedo terciar en la capital.
El viaje le duró tres meses, que le fueron fructíferos pues tras su regreso, puso en las manos de Rino unas gafas espantosas, de cristal grueso y montura de pasta espesa y negra, esas que se usaban cuando los Jacksons eran Five y Charlie tenía ángeles.
El padre Ricardo lo sabía, como también sabía que para sus feligreses, aquello se convertiría desde ese preciso momento, en la más preciada de sus posesiones.
- ¿Estas seguro de que quieres ponérselas? – preguntó padre cuando ya de noches, todos se agazapaban en torno al calor de las piedras donde se terminaban de asar las tortas de maíz.
- ¡No seas tonto!. ¿Cómo no se las va a poner?.
- ¿Acaso quieres que vea lo que somos?.
Madre supo comprender.
No hacía falta demasiado para hacerlo.
Apenas echar un vistazo a aquella casa, en realidad chabola, donde se malvivía mirando a un norte que les helaba más que al resto de la aldea.
Las paredes eran de chapa y cartón, las maderas recicladas, los clavos oxidados, las esquinas reforzadas de ladrillos afanados y sacos cementeros rellenos de arena y tierra.
El techo andaba ennegrecido, pues allí se cocinaba en el centro, con el riesgo que daba dejar escapar los humos por un rácano agujero.
El silencio era imposible pues las toses sustituían a la palabra cuando esta escaseaba.
Miró luego sus manos, sus cabellos, y se asustó descubriéndoselos sucios, rotos, viejos y malmetidos, mala costura hilada en base a partos, hambrunas, frío y disgusto…muchos disgustos.
Contempló a sus hijos, flacos, tristes, mal nutridos, agazapados bajo los ponchos con los que intentaban retener el escaso calor que era capaz de generar aquella piel y hueso que eran sus cuerpos.
- Mama…..- Rino la interrumpió apoyando la cabeza en su costado -….¿acaso crees que me importa?.
Bucardo


1 comentario:

Unknown dijo...

Oooohh! Que tieeeerno. Me pasaba por aquí, para que veas que te sigo leyendo a ratitos!!
Un besito muy gordo. Ali.