sábado, 14 de mayo de 2011

Traslúcida


Traslúcida

Para que entiendas, me haces feliz así, opaca.

Solo tenemos que derramar y unir los labios.

Un beso fugaz, agudo, con los ojos fundidos, bien prietos.

Solo así regreso, tú lo sabes, a la tierra donde nos inventamos.

Me haces feliz así…con brilló, con carisma.

Con lo que tú quieras.

Menos traslúcida.

Bucardo

miércoles, 11 de mayo de 2011

Shugâ


Shugâ

Shugâ era azúcar en su idioma de ojos rasgados.

La que bajaba su mirada a poco que, solo con ella, nos rozáramos.

Shugâ vino con una maleta.

Una de esas enormes, rodante y metalizada, asfixia de pegatinas, solitaria y certificada, pasaporte indiscreto del recorrido que nos había reunido.

Un paseo largo hasta estar allí, sobre el sillón giratorio y acolchado.

Shugâ se sentaba acogotada, como si en torno a su discreta estampa, una inmensa presión pretendiera marchitarla.

Y sin embargo, no se como, en un español de acento tokiota y escasa mácula, pidió un su “Old Fashioned” con el reborde de azúcar caramelizado.

Cada sorbito, traía a Shugâ una inexplicable sonrisa mientras yo, fingiendo ineptamente mi indiferencia, no sabía como preguntarle lo que le ocurría.

- Cada vez que bebo, me bebo un poco de mi misma.

Fue así como supe lo que significaba.

Y aunque yo de japonés ni aun las justas, cogí el cuchillo, lo agarré por el mango y de un corte limpio desgajé al limón un gajo.

No pedí licencia.

Solo lo exprimí sobre la mezcla.

En el empeño dos gotas se escaparon. Una a mis manos con olor a torrefacto y la otra a esas suyas, tan asépticas y blancas que movía como si no quisiera tenerlas ni de cerca ni alejadas.

Ninguno de los dos recurrimos a una servilleta.

Ninguno pidió disculpas ni fingió ceguera.

Ambos llevamos a la boca el sabor ácido que se nos había acoplado.

Y Shugâ volvió a reír.

- ¿Te llamas limón? – preguntó.

- No. ¿Por qué?.

- Porque nos sale bien el combinado.

Bucardo


jueves, 5 de mayo de 2011

"Si"

“Si”

- ¿Estas cansado?.

Ella se lo preguntaba.

Dos o tres veces, todos los días.

Y el, paralizado por lo cotidiano, apenas balbuceaba un “si” apagado del que luego se arrepentía.

Un “si” que lo alejaba, que lo postergaba de sincerarse contra aquello que lo sitiaba.

Podría haber dicho “No” y luego cerrar los ojos para que no llorara.

Explicarle que su resistencia estaba finita, que el sofá, que su despacho eran los dos barrotes de su vida que por mucho que lo abroncara, para abrir las ventanas por la mañana, aquello, con esas trazas, ya no se refrescaba.

Airear.

¿Para airear a quien?.

¿A setenta metros cuadrados o a ellos?.

Ella también se lo preguntaba.

Y el mentía.

Mentía por la misma causa.

Mentía por miedo a dañarla, por deshacerle como los cristales de Bohemia, recordándole que por encima de su aburrimiento, aun la quería.

Y que por eso mismo el “no”, la hubiera ayudado a comprender que ella también lo hacía.

Bucardo