miércoles, 10 de diciembre de 2008

La Sonrisa sin Encías


La Sonrisa sin Encías
- Si no tuvo usted infancia, oposite para registrador.
Eso dijeron las cartas y eso aconsejó la vidente.
En la ciudad los vi de todo tipo.
Se registraban casas y chamizos, tierra y piedras, puentes, bosques enteros o jardines orientales. Se registraba un nacimiento o un muerto, una herencia, un disgusto, un vaso de agua y hasta una nueva receta.
Todo tiene valor y dueño.
Pero sin infancia, yo elegí registrar a quienes la disfrutaban.
Hoy fue mi hijo.
Me vio allí, con el papel y las gafas de pasta y sonrío mostrando aquellas mitades de dientes temblones y encías.
- !Mira! - exclamé - Esto si merece la pena.

Bucardo

martes, 9 de diciembre de 2008

La Boina


La Boina
El cambio de siglo le sentó mal a Antuán.
Con los cincuenta casi olvidados, era consciente de que su suerte ya no podía dar más de si y que más pronto que tarde, lo encajonarían frío con los pies camino del camposanto.
Hacía ya algún tiempo que la hacienda quedó en manos del hijo y aunque todavía era incapaz de acostarse sin que antes hubiera reparado los amojonamientos o revisado los cortes en la oreja del caprino, lo cierto era que Carlos decidía bien y demostraba ser digno heredero.
Antuán era consciente de que los días se descontaban, de que cada vez comía menos y le era más difícil ocultar a la nuera los temblores de sus manos.
Dormía peor y de menos, temeroso más no cobarde, traicionado por unos recuerdos que le llenaban el sueño con imágenes de una mocedad asfixiada entre frustraciones y banderas rotas.
No quedaba mucho.
La decisión la tomó una noche en insomnio, receloso de sus pesadillas, despierto y viudo contemplando las cañas encaladas que le hacían un techo.
Una vez más – se convenció – Será la última.
Con la amanecida Carlos lo esperaba junto al Camino Real, con el morral lleno, los perros atentos y el rebaño bien agrupado.
Cuando Antuán apareció, el hijo saltó de un brinco y solo el sacrosanto respeto evitó que se lo arrancara a bastonazos de la cabeza.
- Padre no nos comprometa. !Sáquese eso de encima!.
- Siempre la llevé...aunque ni tu ni nadie lo vierais.
Antuán sorprendió a la luz con una desgastada boina roja sustituyendo a otra, igual de desgastada solo que imparcialmente negra.
- Padre si la autoridad nos echa ojo....
- No pases apuro que esta será la definitiva. Ya no tengo huesos para acompañarte más a Horta.
Cuando con las horas, atisbaron el caserío del pueblo y aquel muro estirado que era San Joan, Carlos se convenció de que esa misma noche, la pasaría dando explicaciones en el cuartelillo en lugar de hacerlo en Casa Racó, donde con las migas siempre había risas, confesiones y confianza.
Los más abuelos, nunca del todo desmemoriados, los miraban de refilón y cautelosos.
A las mujeres se les caía la colada mientras los “Jesuscristos” se les escapaban como a la acequia el agua.
Incluso algún hombre hizo requiebro a sus propios pasos para evitar verse comprometido con el saludo.
Solo los niños, que no sabían y a los que no contaban, jugaban sin percatarse en como se coronaba la cabeza de Antuán.
- Marcho a saludar.
Al hijo le vino algo de mala conciencia al sentirse agradecido quitándose de encima semejante capricho.
Diciendo adiós, arreó las ovejas camino del marchante con el que había apalabrado.
- !Que no te paguen a menos de 60 reales! - lo escuchó gritar ya algo alejado.
Antuán callejeó hasta que las alpargatas descendieron hacia la plaza.
Allí paró un momento bajos los imponentes soportarles de aquel Ayuntamiento que parecía más fortaleza o cárcel que la Casa de todo un pueblo.
Aspiró hondo.
El sitio ya no le olía a pólvora, ni a miedo, ni a tenso.
Al lugar lo flanqueaban arcos inmensos, todos medio apuntados y bajo ellos, cobijaban la faena del sol mujeres en parloteo y algún ambulante, pregonando que lo mismo afilaba cuchillos que sabía encontrarle remedio a cualquier catarro.
Tras uno de ellos, jalonado por una ristra colgante de cebollas, encontró el portal que buscaba.
Avanzó imponiendo silencio, sin devolver miradas y se metió olvidando tocar la aldaba.
Agradeció la sombra fresca que acogía en aquella casa.
No hizo saludo.
Allí no hacía falta.
Siguió el aroma a viejo hasta reencontrarse con el, apretujado y doliente, con el bastón entre las piernas, sujeta con las dos manos, la espalda humillada frente al mundo y los ojos empeñados en la inevitable espera.
Se alegró al descubrirle sobre la cabeza una boina roja, tan raída y achacosa como lo estaba la suya.
- Bon día Antuán.
- Bon día Paul – respondió – Andas anticuado como yo.....pero no sordo.
- Anoche andaba desvelado...pude escucharte sobre el puerto. Como ves.... – el catalán señaló lo que llevaba encima de la frente –....te hice caso.
Bucardo

La Carta


La Carta
Sobre su cabeza, resonaba la tormenta metalizada y Louis, conformado, escondió la carta en el saco del cartero. El hombre, aliviado por librarse del mal tiempo, se dejó diluir entre la bruma sin que esta pudiera evitar que sus pasos, resonaran entre el omnipresente barro. Sonó el pito y todos a una, saltaron gritando fuera del parapeto. Luego resonó el tableteo. Nunca más volvimos a saber de Louis. Su carta se limitaba a apenas siete palabras: "No consigo recordar que es un hada". Yo tampoco. Y me da rabia.

Bucardo