miércoles, 17 de septiembre de 2008

Doña Lucrecia


Doña Lucrecia
Doña Lucrecia dejó de pagar la mensualidad a poco de quedarse sin trabajo.
- Andamos mal de encargos.
Con esa excusa se libraron de ella y de sus lumbagos, de las horas perdidas entre colegios y pediatras y de las pagas extras que por falta de experiencia, no les cobraría la niñata a la que en su lugar contrataron.
Como la escasa beneficencia apenas alcanzaba para poner miga en la olla, tuvo que economizar, sisar de aquí y de allá, reducir peluquerías, cortados y caprichos, todo con tal de no escuchar el berreo de sus hijos.
Su marido era buen hombre.
Pero precisamente por eso, por hombre, solía alardear de testosterona cuando la nómina llegaba y arrugarse como una hoja marchita en cuanto llegaba la sequía.
Doña Lucrecia lo amaba con devoción, aunque supiera que no sería el quien le sacaría de ahogos.
Por eso y porque el casero andaba ya tras un guardia, una tarde, escuchando las mentiras de los telediarios, se le agotó la paciencia y con un “Yo no soy una criminal”, agarró las escaleras directa al economato.
Delante del expositor donde se conservaban paquetes presurizados de carne lechal, pensó en cuanto tiempo hacía que la boca de sus hijos no paladeaban el sabor de la carne.
Ni tan siquiera procuró por si la vigilaban.
Estiró el brazo y lo escondió en el bolso.
Caminando por la acera, imaginaba como haría el guiso, en si le quedaba harina para la salsa o simplemente lo adobaría con patatas.
Ni tan siquiera pensó en sentirse ladrona.
- Yo no soy una criminal.
Bucardo



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