miércoles, 28 de noviembre de 2007

La Ilusión tras la Tecla


La Ilusión tras la Tecla

¿Quien le iba a decir que noventa y nueve vulgares teclas, iban a conseguir que se sintiera tan guapa?.
Ella que cuando podía sacarle tiempo al campo para marchar a la escuela, le hacía los deberes a la maestra con una pizarra y un taco de tiza desgastado. En aquellos años el papel andaba tan caro que entre comprar pan o escribir, no solía discutirse demasiado.
Una noche más, son casi veintidos años, son sus ronquidos profundos los que la desvelan y la dejan contemplando la lámpara del techo, una de esas de cristal y arañadas, tan desfasadas con eso de las modas como ella se sentía cuando le echaba una mirada al que le dormitaba al lado.
Tienes que ir al médico para que te mire eso de los ronquidos – le insistió cuando la barriga le alcanzó lustre y con ella le vino la respiración forzada y las nocturnas en blanco.
!Yo no ronco!.
Con alzar el tono un par de grados bastaba. Luego era una larga callada, una cena sin palabras donde se engullía, no se masticaba, donde la servilleta desaparecía en la manga y la camisa terminaba por coleccionar todo tipo de manchas.
Seis meses antes de la tecla, cuando trataba de conciliar el insomnio, pensaba en el día que la pusieron.
Venía de serie, con la hipoteca y la casa, pero mientras ellos iban entrando cajas de cartón repletas de poca cosa y mucha ilusión, el electricista aun andaba subido a la escalera, uniendo cables.
Esa misma noche la encendieron e hicieron el amor por fin casados, bajo ella.
Pero ahora, algo había cambiado y, salvo los hijos, echando un vistazo masoca y repetitivo hacia las espaldas pasadas, tan solo le quedaban los hijos, como el mejor recuerdo.
Y de lo demás, con las brasas apagadas y las grasas acumuladas, ya no que le quedaba nada.
Quedaba media hora para que se levantara.
Lo hacía con un brinco desganado, incontables bostezos, alguna ventosidad de última hora, largo rato en el baño y luego, mal afeitado, peor “encorbatado”, lanzaba un....”me voy cariño”....sonido de ascensor y si la madrugada surgía callada, aun podía escuchar el coche arrancando, la puerta del garage y el motor que se va alejando.
Ya no se escucharían hasta que regresara.
Al cerrar la puerta, apenas lo sintiera respirar, sabría si esa noche podría hablarle o volverían de nuevo a saber lo que el uno desea del otro a base de silencios, gestos con la barbilla y un mando hacia una pantalla, que termina imponiendo su superior volumen.
Y ella que seguro lo miraría, pensando en confesarle las ganas que le entraban de hacer juntos un viajes, de ir a un buen restaurante que le saciara por sus atenciones el hambre, de encontrarse con una flor a deshora, una palabra tierna en tinta o un “te quiero” que le hiciera renacer los calambres.
Anda que ya somos mayores para esas tonterías – sentenció cuando años atrás, le recordó lo mucho que llevaban sin decirse ternuras cuando se solazaban bajo una sabana.
Sin embargo, les pesaban tanto los inviernos, las tormentas de beso corto y ducha larga, cena enjuta y tele impuesta, programa soez que gritaba sin ella escucharle.
Cuando se acostaba, era madrugada y lo hacía ganándose un hueco entre el colchón y sus ronquidos....noche en vela....noche con lámpara de araña.
Así se veía, sentencia, hasta que le surgió la tecla.
Mamá que me lo piden en el Instituto.
En realidad, se lo exigían las modas, las amigas y el chateo.
Si, la tecla y el cable que hicieron trizas el cristal grueso que la aislaba para conectarla con un mundo desbordante, vivo, exterior y palpitante, que no agonizaba atricherado entre cuatro paredes y se movía a un ritmo trepidante.
“Es curioso” - pensaba bajo la araña - “A mis años y descubriendo a miles como yo”.
Miles, cientos de miles como ella, meando de pie o sentados, convencidos todos que la vida, era algo mucho mejor que ver pasar los días animados porque estos se acaben, como una condena impuesta por normas no escritas, leyes divinas y falsas morales.
¿Estas allí?.
Te esperaba.
¿Solo?.
Como tu sola.
Marchó hace un par de horas.
¿Has dormido bien?.
Dios....¿por que el no se lo preguntaba?.
Hoy tendrá que hacer alguna hora extra.
Bueno, también yo las hago a diario, no más que por hablar contigo.
¿Por que el no me habla, por que no me pregunta que siento, por que no se interesa por mis lágrimas, por mis ruegos, por que nada le inquieta, por que no le dice....”reina, ¿que es lo que te inquieta?”
Últimamente, ando tan cansada?.
Siempre sabes donde tengo las fuerzas guardadas guapa.
De olvidar escucharlo, pensaba que ya no lo era.
¿Por que creyó que ante el altar se terminaba todo cortejo, por que hizo de su amor pura piedra y ahora ya no le salían caricias que validaran sin palabras lo que pensaba?. ¿Acaso ella era tan solo una fregona, un vientre, un desahogo, una casa limpia...comida caliente?.
Eso me lo dices de lejos. Con las arrugas cerca....
Tienes tantos años como yo tengo, tantos disgutos, tantas canas...tantas ganas de rejuvenecernos.
Calla insensato...no digas eso.
Mujer...son solo deseos.
A mi se me hacen raros, malos, pecado, incluso con tanta distancia entre medio. ¿Quien me iba a contar esto hace apenas un año?.
¿Acaso lo piensas alguna vez?.
¿El que?.
Dejarlo.
¿Y tu?. ¿Dejarías acaso tus hijos, tu vida, tu sitio....tu mujer...si incluso tu mujer?.
Mis hijos ya andan bien criados, mi vida suplica cambio, mi sitio....donde tu digas y sobre mi mujer...bien sabes que anda más alejada de mi de lo que tu estás alli, al otro lado.
No tientes la suerte, no debemos malcriarlo.
¿A quien?.
A este deseo mutuo.
¿Pero tan malo es soñarlo?.
¿Es que no aprendiste la lección de nuestro fracaso?. ¿Es que jamás amaste a tu mujer como yo amé a mi marido?.
La amé si....¿entonces?.
Entonces ya sabes que todo tiene un fin y si ahora vencemos los kilómetros, callamos los rumores, firmamos divorcios, superamos miedos y nos hacemos sordos a los ataques, todo por encontrarnos, desde el mismo momento en que nos rocemos, empezara nuestro propio final. La ilusión y el tiempo, se liman el uno al otro.
Mujer...
Calla...deja la tecla que nos une...no sabes la ilusión que me regalas, sabiendo que eres tu el que escribe.
Pulsa las cinco, si, las cinco que más me gustan.
Tonto – le dice mientras sonríe a la cámara – A veces me parece que volvemos a ser dos niños- Y mientras le habla, las escribe.
Yo también Carmiña – ahora es el quien le sonríe.

Bucardo


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martes, 27 de noviembre de 2007

La Última Blanca


La Última Blanca

Cuando Ian oyó el clic, supo aun sin verlo, que había captado justo lo que quería.
Ahora a las cámaras, las ideaban con pantallitas, diminutas y funcionales, rodeadas de teclas incitando a borrar, retocar y empecinar, siempre insatisfecho de la perfección digital.
Pero Ian, alumno de la analogía fotográfica, no necesitó echar un ojo a la siembra para saber que la cosecha, le había salido perfecta.
Frente a el, enhiesta pero discreta, quedaba una de las últimas blancas que le aleteaban al Pirineo.
Lo hacía en su propio clima, esa ventisca huracanada que la acogía bajo su seno gélido, alejándola del mercurio creciente que pugnaba por subir desde el valle, arrinconándola hasta matarla.
Aun no moría la noche cuando Ian, sorteando la fetidez de los pies y los ronquidos montañeros, disculpando las quejas de los despertados y la mirada somnolienta del guarda, se había entregado al frío.
Lo hacía seguro de sentirse en su reino, aun sabiendo que ninguno de los que allí pugnaban por el calor, saldría para seguirle las huellas.
Nadie estaba tan loco como para encarar la cima cuando las nubes amanecían carbonizadas, nubes escampadas tan solo cuando el viento salía voraz, descendiendo dominante hasta azotar como si de arbustos neonatos se tratara, a los pinares negros, centenarios que el refugio compartía con los urogallos.
Ian gustaba de entregarse siempre a la contra.
Era el gusto de quien holla sobre nieve virgen, dejar estampa sobre donde nadie pisa, poner la pieza donde antes no se pensaba....y el resabio placentero de echárselo a la cara a quienes andan pavoneando sus diferencias por eso de seguir la senda facilona y bien señalizada.
Ándate con cuidado zagal – se despidió el portero antes de cerrar el portón y devolverse a si mismo al jergón.
Estaba agotado.
Pero andaba decidido y no pensaba darse el gustazo de flaquear.
Media hora de caminata para perder la protección del pinar, esos pinares rugosos, viejos tipos de acículas largas que incrementaban la sensación de que no eran solo sus ojos los que andaban contemplándolos.
Luego giraba sobre el pastizal, salpicado de hierba carcomida del pasado verano y cientos de excrementos bovinos resecados, para sumergirse en la piedra y el musgo, los canchales, los derrubios, las cuencas sin glaciares y los ríos semicongelados.....era el monte recio, ese que por tener tres cero sobre la cota, se le tomaba por serio, ese que le gustaba vestirse de novia aunque le apretara el verano.
Aun gigante, orgulloso y cabreado, nadie le quitó la cruz de su cima, esa dichosa manía que tienen los humanos, de andarle poniendo banderitas y nombres a todo lo que les parezca más alto, como si al hacerlo, lo creyeran sometido...dominado.
“Pronto escamparás”:
Escampar cuando el viento socarra los labios, no viene a ser otra cosa que ver asomar un sol con haces de luz infantiles y enclenques, acobardado en un recreo de abusones, acojonado ante la primera nube que le plantara cara.
Con la nieve fresca rascándole la rodilla, con las raquetas vencidas, los brazos congelados y diminutos pinganillos de hielo dibujándole el bigote, Ian fue, paso a paso avanzando, rascándole la barriga al más grande...ese que le contemplaba aburrido, con desidia, decidiendo si lo ahogaba bajo un alud, lo mataba de frío o se lo tragaba a través de las heridas abiertas en sus glaciares y barranqueras.
Tirando del cuerpo, sentía el sudor frío y desapacible que le recorría la espalda, aun bajo cuatro capas de tela y una mochila saturada. Tirando del cuerpo se sentía ya minado, a punto de izar la bandera blanca, con los pies amoratados, los dedos tiesos, la mirada ennegrecida y las costillas resquebrajadas.
Pensó en dejarse caer, recuperar resuello, regresar el refugio para tomarse una crema de puerros enlatada pero caliente, algo de pan duro, nueces y una manzana. Si la generosidad abundara, un sitio junto a la estufa....pequeñita pero !que bien tiraba!.
Le vino a la memoria la risotada de aquellos críos venidos a la montaña, en busca de miradas alejadas que ocultaran sus borracheras, un refugio convertido en negocio, objeto de fiesta, teatro de burla y chanza.
Recordó la brusca ira de esa señora de segundas pieles prediseñadas quien no comprendía muy bien como es que en aquel lugar no llegaba la civilización de la jacuzzi, el pay per view, la cama king size y el colchón de agua.
Siguió adelante.
El viento le hacía adorno la bufanda y esta, ya congelada, era capaz de pegarse a la piel con tan mala saña que al intenar arrancarla, se deshacía en pedacitos, llevándose consigo varios jirones de cara.
El aliento se comprimía, caldeando brevemente sus labios, los músculos se contraían a la involuntaria, el dolor se enseñoreaba, las articulaciones se tornaban rígidas e incluso hubo un instante en que creyó que de tanto que le dolía respirar, su corazón se había parado y no le daba ya gana.
Estaba cansado.
Eso era lo único que notaba.
Y sin embargo su otro sentido ese que jamás le fallaba, le daba punzadas advirtiéndole que cerca, bien cerca andaba.
Ya podía sentirse muerto que aquel extraño ruido, le respondía al aleteo de la criatura.
Echó rodilla al suelo, desperezó la mochila, sacó trípode, lo ayuntó a la cámara tratando de hacer entender a la batería que había sido diseñada para dar de si a veintitantos bajo cero, agachó el pescuezo y rezó porque la luz, el aire, su equilibrio, la lente, el dedo, sus nervios y los del bicho no le fallaran.
Quedó quieto, como una parte más de la montaña, con los cristales de hielo sacudiéndole la piel, la nariz, los labios, los mofletes, a modo de diminutos alfileres a miles lanzados.
La mirada fija, el ojo guiñado, la ceja blanquecina, a solo veinte pasos de donde otras miradas lo miraban...el lo sabía y solo debía descubrirlo.
Blanco inmaculado en forma de olas inertes y la vencida racheada de aquella ventisca, ululando dolorida, brotando desde y hasta la cima para cabrearse extendiéndose por toda la falda hasta llegar a un valle demasiado alejado como para descubrir el duelo de pequeñas distancias que sobre ellas se libraba.
Ian agazapado, rodeado por una burbuja de cristal fino y transparente que el mismo, se había fabricado. No había nada fuera de ella que el no quisiera.
No existía el dolor, ni el acoso de lo inhóspito, no le socarraba la vista, nada más que el dedo sobre el pulsor, solo eso.
Uno de los dos fallaría y a el no se le resquebrajaban las tripas de semejante forma como para salir de aquel lugar con la partida perdida.
Fue un movimiento leve y no intencionado.
Una pluma algo suelta a la que el viento le jugaba la mala pasada de mecerla hacia donde no debería.
Al final, la pluma tornó al ala y el ala a un corpachón pequeño pero campechano, dibujando un blanco grisáceo y en la oquedad acurrucado, finiquitado en un pico diminuto y trinangular, negro bajo una coqueta ceja roja, fina pero ancha.
El dedo dejó de temblar...sin llevar guante.
Cuando sonó el clic respiró y lo que parecía ralentizado, mutado en silencio, convertido en hierro, volvió a recobrar su normal aliento.
¿Para que mirar como quedaba?.
Era imposible que lo irrepetible....pudiera salirle mal.


Bucardo


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Muerte de una Amiga


Muerte de una Amiga
Cuando se marchó, ninguno de los dos le dedicó un solo llanto.
Durante todos aquellos años, nos fue fiel como compañera, amiga grata de estas que de vez en cuando atosigaban, más siempre de esa manera risueña que la hacía ser bien recibida...cercana.
Hasta el punto que aun siendo dos y en pareja, era tercera a la que con dos o tres horas de ausencia, inevitablemente, nos llamaba para decirnos cuantos nos echaba en falta.
Pero como todo lo que se estima, la edad le hizo ir entrando en canas y a fuerza de mil achaques, esos que todos a una, maquilló de normalidad lo que no es más que desgana.
Nunca le hicimos fiesta ni reverencia.
Ni una postrera liturgia que nos la recordara.
Al darnos cuenta, menuda ingrata, descubrimos que nos había dejado solos, sin dejarnos brindar para festejar la última.
Es lo malo de andar tantos años, cubiertos bajo la misa sábana.
Una mañana te levantas y aun dormido, desperezando las legañas, percibes sin angustias que la pasíon se nos ha muerto....entre los dos....asfixiada.


Bucardo


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La Rosa


La Rosa

La veo.
Mírala, está allí mismo, delante, diminuta, rosácea, simétricamente numerada...robóticamente medida.
Empiezo a leer. El primero resulta ser un cero.
La vista se cansa...no sigo.
!Que putada!.
La temo.
Si, allí mismo, frente a mis ojos, sobre la repisa del baño, reflejada como lo estoy yo, sobre un espejo salpicado de gotitas recientes, todavía frescas, que resbalan silenciosamente, dejando un surco sobre la cortinilla blanquecina....surco húmedo.
Mi cara está empapada.
No la sequé.
Necesito encontrar en la salpicadura una excusa, cualquiera que me valga, a la que asir la conciencia para justificar esta nuevo recaída en la cobardía, este paso destemplado con la vista puesta en retaguardia.
Tanto camino andado.....penoso y con los nervios temblando.
Otro empezar, otro maldito....temido.
Y todo por culpa tuya.
Miento.
La rosácea no contesta.
Suele pasar cuando no se tiene voz ni lengua.
Tampoco es que le sean precisas.
Auna a una, por millones, todas numeradas, aderezadas del prospecto que le hace de tarjeta introductoria.....se miden en gramos, se miden en letras, se miden sus fechas, se miden todas sus procedencias, direcciones y patentes.
Incluso parece extraño que lleguen a medirse sus efectos.
Fuera taquicardias, fuera esternón en carne viva, malgastando mi fortaleza hasta hacerme caminar desnudo, fuera recuerdos turbios, inoportunos, fuera temblores lívidos ante un cliente, un jefe, una mirada inquisita del compañero que reza por descubrir tu pie débil......solo templanza, autodominio.
Ser uno sin llegar nunca a serlo.
Y sin embargo es un paso atrás.
Hace ya meses que te dejé olvidada, entre potingues y tiritas, entre botas de colonia nunca abiertos y medicamentos caducados. Hace ya meses que lo único que hacías, era acumular la desidia de las telarañas.
Pero los miedos, mis miedos, son una peonza desbocada, loca, peligrosa...jodidamente puñetera.
Nunca olvidan donde queda el camino de regreso, jamás dejan de recordar en que lugar clavar su dardo, puede llegar a ser más doloroso.
Luego se retuercen...corriéndose con ello.
La cojo.
Apenas igual de larga que la más nimia de mis uñas.
Plástica e industrial, indiferente y sistemática, un puro diseño de la eficacia en ingeniería psicotrópica.
Cuando dudo de si la necesito, los miedos asaltan y esos miedos, son el hambre que solo la rosa amiga es capaz de saciar.
Cuando trago, el agua fresca la arrastra hasta el fondo del estómago.
Pronto hará de la bilis una más de sus prendas y quedaré rehen de sus alquimias, secuestrado de sus rarezas.
Es eso...¿no?.
Poseído y narcotizado.
Cuando salga de la ducha lo haré desnudo y desapasionado, con el corazón faenando apenas lo justo para mantener las constantes vitales en sano funcionamientos.
Latiendo a ritmo de abuelo....solo que a los treinta y tantos.


Bucardo


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El Frío de Berlín


El Frío de Berlín
El frío berlinés no es un frío a lo castellano.
Cuando la llanura es leonesa y le hiela al secano, lo hace como si se tratara de un sainete plomizo y repentino.
Durante el día luce el sol tan en lo alto, que incluso le llega a hacer creer a uno que es posible echarle al invierno buena cara.
Pero en cuanto sale la anochecida, todos los termógrafos se aterran, pensando en la que se les está cayendo encima.
Sin embargo el berlinés, del cual dicen que es más sano, lo hace al contínuo, sin tregua, de frente y sin fisuras, como si se tratara de una gigantesca armada, todopoderosa y presionando el frente enemigo, sabiendo que ese frente está hecho de piel y nervio y que la carne, ya se sabe, no suele estar demasiado bien avenida con eso de pasarse el día congelado.
De Berlín, su frío es lo único seguro cuando pasamos de Todos los Santos.
Es ese fiel compañero que te acoge bajo la Unter der Lindel, que te hace de guía en la Museum Insel, que se aferra al actor congelado, disfrazado de yankee que se gana a euro la foto, la sopa de cada día.
Se te aferra a la espalda en la ribera del Sperr, te recorre el cuello por la FrierichstraBe, te encuentra cualquier agujero que exista entre el ropaje y tu piel, estés en la Bergmans Avenue o en Alexander Platz, consigue arrugarte hasta las retinas mientras esperas la llegada del tren en la Karl Marx.
El frío y Frank, el de la flauta, son buenos amigos.
A Frank le gustaba comenzar el día cerca del río.
Se imaginaba, pues aunque pedigüeño era hombre de letra, que antes de someterse, el Sperr sería agua de castores y linde de germanos, que siglos atrás, cuando los muros y el cemento no existían, sus riadas eran temidas por quienes con el convivían y era el quien dominaba las lindes y no como ahora, que aun debía mostrarse agradecido de que no le hubieran cubierto a la vista, soterrándolo a base de ponerle hormigón armado encima.
A Frank, el de la flauta, le gustaba ganarse el hueco que había frente a la entrada del Deutsche Gesichte Museum.
Con puntualidad germana, entre las once y las siete en punto, sacaba pecho para robarle notas al aire....notas casi siempre desfasadas, sin ritmo ni tono, sin gracia y a deshora, notas que le ganaban tres o cuatro euros, raspados entre la piedad de quienes no dudaban en gastarse diez euros para pagar la entrada, para ver letra latina y piedra vieja.
Durante las primeras semanas, a los guardias se les ponía blanco el uniforme nada más verlo.
Solían con educación, rodearlo entre tres o cuatro para convencerle de que al otro lado de la StraBe, donde un Starbucks prometía idéntica tarta y café insípido y caro que ofrecía en Madrid, Londres o Peralejos, sacaría más cuartos e incluso alguna galleta rancia, de las que por caducadas, ya no se vendían.
Pero Frank, creo que ya lo he dicho, era en algo letrado y sabía que mientras conservara el pelo rubio y el pasaporte germano, por sucia que estuviera su ropa, ninguno de ellos tenía derecho a cogerle por las axila y ponerle al otro lado, en la otra esquina.
Pero el tiempo terminó por arreglarlo y los guardas...el flautista, dejaron de echarse mutuamente el ojo, los unos sabedores que cuando la flauta tocaba Polka Vienesa era que se acercaba el final de la jornada y el otro tranquilizado, pues el uniforme de los primero,s solía asustar a esas pandas de niñatos que por verlo pobre y desharrapado, pensaban en hacerle pagar a sus costillas cada una de sus frustraciones.
Pero Frank no estaba indefenso.
Junto a el andaba Brot, uno tan mezclado, tan poco ario como el lo era, solo que andaba con cuatro patas y sin rabo...rabo que se quedó colgado y sanguinolento en un mal atropello, obligando a Frank a convertir su estómago en piedra y arrancárselo de un tirón, sordo a los chillidos doloridos del cano.
El chucho andaba hurgando entre las bolsas de basura que sus generadores dejan rodeando los contenedores cuando estos revientan por los costados.
Aquella noche, esa en la que ambos se encontraron, el cánido no había andado afortunado y Frank, que pudo costearse un sandwich de pavo y una napolitana endurecida, decidió compartir su tesoro con su nuevo amigo.
Desde el pavo...ya no se separaron.
Los sauces y arbustos del Tiergarten eran la morada nocturna de Frank.
El enorme jardín, antaño gigantesco zoo hasta que los rusos llegaron con tanta mala leche como para comerse hasta los camellos que allí se alimentaban, comentaba en el Reichstag, tantas veces quemado, baleado, ametrallado, derruído, símbolo no se sabe bien de que Alemania, cuyos guardines, los mismo procuraban por la vieja piedra que evitaban la presencia de nazis, de “rots”, de gamberros entretenidos en zumbarle por la renal a un harapiento con perro.
La mayor parte de los berlineses, al buscar verde entre el negro, no se salían de la senda, no miraban más allá de los árboles que limitaban sus trazados, no se daban cuenta que entre los matorrales, pululaban jabilinas con crías, torcecuellos, zorros en busca de topos, picapinos agujereando maderos.
Era el último rincón que no se había doblegado al ritmo.
Si, el ritmo de la ciudad, de sus estaciones, le marcaba al pobre Frank su propio ritmo, el de su flauta.
Esta, buscaba sones más móvidos, más alegres, sobrecargados de notas, acumuladas de primavera, donde los jardines de Postdam, los que recordaba de sus infantiles veranos, se acercaban al Judische Holocausto, las flores crecían en la arena y los cortos veranos berlineses, casualidad, se alargaban.
La gente andaba de mejor humor y, tal vez a causa de ello, no le hacía demasiada gracia que aquel barbado de uñas mugrientas y napia claveteada, les recordara que a poco que les finiquitara el contrato, en cuanto la renta no les saliera en su empresa, si se quedaran embarazadas, si la enfermedad les sometiera, ellos podrían terminar buscando su propia esquina, su propio museo de historia.
Por eso, de mayo a octubre, tenía que madrugar y doblar las horas hasta rozar el cierre de su bar de siempre.
Si afortunado, conseguía entre euros sumar los cuatro, entonces tenía bocadillo, cinco y tenía schwartz Kaffe, seis y el dueño accedía a echarle gotitas de anís al puro y negro colombiano.
Klaus, el dueño, era viejo conocido más no amigo.
Los amigos no se disgustan cuando se encuentran con el bar acumulado de clientela en busca del último trago y ven aparecer a Frank con sus cuatro euros bien ganados.
Sin embargo Klaus, a quien al llegar a casa tan solo la televisión le esperaba, sentía idéntico pánico que quienes en estivo, intentaban evitar aquella flauta.
Bajo los sauces, Frank y Brot se acurrucaban, a veces comidos, a veces comiendo en sueño, intentado el uno al otro recordarse, que por lo menos, solos no estaban.
A finales de octubre, la gente recordaba el uso de la bufanda y el cuello les desaparecía, embutido bajo el anorak para que no les sucumbiera al asedio del norte.
Era el invierno, mala época para perder la menta y sin embargo, cosas tiene eld estino, buen tiempo para sacudir la conciencia de ese turismo que se prendaba de la mirada triste de Brot y los falsos tonos de la flauta.
Llevado por la incredulidad de quienes pensaban imposible compaginar la vida en la StraBe con semejantes temperaturas, los céntimos afloraban y el frío, le salía a Frank como buen aliado.
El calor se añadía a la comida...alguna Wurstchaf con Kartoffel, alguna fritanga de pescado, vino caliente de los mercadillos navideños, rosquillas anisadas, patatas fritas con mucha mayonesa y poco Kepchut.
!Que delicia darle cuenta a semejante pitanza entre cartones, entre trapos!.
Hoy Frank se encuentra de todo, pero sobre todo, se encuentra extgraño.
Cerca del Sperr el frío cala aun más hondo, pero acostumbrado, hacía mucho que no le llegaba tan al alma.
Se siente cansado, famélico y bajo las cuatro capas, entre el aire y el pecho, no encuentra ninguna razón que consiga borrarle de la piel ese jodido sabor a gélido.
Son cincuenta y dos, neblina de febrero, la lengua hinchada, los pies pétreos...todo le parece como si ya tuviera setenta y tantos.
Hace un gesto dolorido, algo parecido a intentar cambiar de lado y entonces, siente algo yermo que topa con el suelo, cayendo a plomo, cayendo tieso.
Los ojos se mantienen bien cerrados.
No, no quiere hacerlo.
Sabe de sobras que es lo que cayó al suelo....al suelo helado.
Brot anduvo la noche anterior con el pulmón apurado y por primera vez, le hizo un asco al pescado refritado.
Estamos viejos amigo – le dijo antes sentirlo sobre sus riñones....acurrucado.
Por lo visto al pobre, tenía más años que los que sufría su amo.

Bucardo


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La Bella Albina


La Bella Albina
Al valiente rey de todas las tierras vistas y por ver, nada le provocaba miedo.
El, todopoderoso entre los todopoderosos, ostentaba sobre su testa la corona de la realeza y la prepotencia, del egoismo y la sapiencia que da el saber como cada mañana, apenas despertara entre sábanas de raso y alhohadas de pluma, encontraría el desayuno caliente y sus caprichos servidos sin que nadie osara jamás llevarle la contraria por extraños, inservibles y funestos que estos fueran.
Al valiente rey de todas las tierras vistas y por ver, la riqueza le era innata, el lujo diario y la ostentación, propio de su naturaleza.
Poseía un palacio para cada mes, una cama con dosel y cortinas finas para cada día, una mesa de caoba o ébano, de roble viejo e incrustaciones de haya para cada comida, un tenedor bañado en oro para cada plato, una hoguera rebosante para cada invierno y una dama que le convirtiera la soledad en compañía para cada noche.
El rey desde infante sin apenas vello sobre la cara, había sido comprometido con una princesa de muchos títulos tras el nombre, si bien ella permitía los deslices de su obligado esposo, tan solo por el placer de sentirse la segunda en el segundo peldaño, mirando a los demás por encima de su largo y blanquecino cuello, ostentando los privilegios innamovibles de su corona y cargo.
La soberbia del rey le llevaba a dar largos paseos por los jardines de sus palacios, con los escribientes, pluma y mueble en mano, tratando de seguir el camino de sus pasos y el ritmo de sus dictados.....largos decretos, extensos pliegos que eran una y mil veces copiados para luego entregarlos a sus heraldos que cabalgaban por todas las plazas públicas del reino para proclamarlas por todo lo alto.
Y así, convocados por los trompeteros, bajo la mirada tensa y fría de los alabarderos, daba fe ante sus vasallos de las grandes victorias que sus banderas obtenían....de los castillos enemigos tomados, de sus valles fértiles saqueados, de sus tesoros robados, de los varones muertos o rendidos, de los niños y mujeres vendidos como esclavos, de que Dios le protegía a el entre los demás soberanos por ser su corona la más divina y verdadera.
Y aquellos siervos ignorantes y sumisos, con el rostro sucio y las prendas desgarradas, aplaudían con las manos infladas y encallecidas, agradecidos por tener un monarca tan sabio y poderoso como para librarles de los peligros que una frontera lejana, guarnecida por enemigos que ellos jamás habían visto.
Si el rey apetecía de hielo para su limonada, aun siendo verano tórrido y enhiesto, sus emisarios cabalgaban destrozando las pezuñas y quijadas de los caballos, hasta alcanzar las montañas más norteñas y escarpadas, esas donde sus profundas barranqueras e inalcanzables alturas resultaban inhóspitas incluso para las gamuzas.
Solo allí la nieve era capaz de soportar el deshielo hasta el regreso de los primeros fríos.
Esa nieve la recogían los montañeses, sostenidos al mismo borde del abismo por endebles y crujientes cuerdas, regresando luego desfallecidos ante la copa de su señor, impacientado por tanta tardanza.
Si su real estómago se encariñaba de probar el manjar más costoso y extraño, a sus cocineros les palidecían las manos y marchaban presurosos de mercado en mercado, tanteando a los comerciantes de ropa y aspecto más extravagante, aquellos cuyas lenguas sonaban más incompresibles y sus pieles, negras desde el nacimiento, garantizaban que sus condimentos fuera los más exóticos, los más raros.
El monarca, con el tenedor desanimadamente cogido entre dos dedos de la mano, cumplidor del protocolo, tomaba un ligero bocado y lo mordisqueaba levemente, casi como si bostezara, para luego dar por entendido que se encontraba saciado y que los restos, restos que eran todo, les fueran dados a sus perezosos y obesos canes.
Y los cocineros respiraban aliviados. Después de tantos sudores y desprecios, conservarían algo más que su sueldo y cargo.
Sin embargo llegó el día, ese, en el que el rey de todas las tierras vistas y por ver, sintió por la vida hartazgo y que, soberanamente aburrido, surgió de entre sus ideas, la de poseer algo, lo más extraño, que nadie antes poseido hubiera.
Y para ello llamó a sus sabios, aquellos ignorantes muy letrados, de barbas tan espesas como la hierba de mayo y cejas tan juntas como los desfiladeros helados, los cuales se presentaron sumisamente ante el monarca, con la cerviz humillada y la cara de humildes que suelen poner, aquellos que de ello tienen más bien poco.
-Decidme...¿que puedo tener que nadie jamás halla tenido nunca?. Algo único, en suma raro, que me envidien los monarcas y me admiren sus vasallos. Hablad.
Los viejos rumorearon largamente formando un redil.
Finalmente, uno de ellos, que portaba un esbelto sombrero con plumas teñidas de pavo, surgió del grupo para decir....
-No conocemos señor en esta tierra tan poderoso como para haber poseído la sutil y casi extinta belleza de los albinos.
-¿Albinos?.....- preguntó intrigado -....¿donde viven esos albinos?.
-Oh mi señor – argumentó, inflado por sentirse centro de la atención real – Los albinos no son un pueblo majestad. Más bien Sire....son una rareza del destino, un capricho del divino hacedor. Nacen sin advertirlo, sin que ningún signo así marque su destino y tan solo cuando las parteras los sostienen sanguinolentos entre sus manos, advierten de su anomalía. Algunas incluso, llegan a advertir a sus progenitores para que los arrojen al vacío o los ahoguen piadosamente en el fondo del río. Hacerlo desde luego no sería insensato pues raros son los que llegan a la madurez. Entre sus ignorantes iguales los consideran malditos, a causa de sus rasgos claro, por lo que se han dado casos en que la multitud los acusa de la muerte de algún recién nacido, de la mala cosecha, de la plaga de bandoleros o de las mismas pestes, por lo que terminan ahorcados a la entrada de cualquier poblado o huyendo para vivir malamente mendigando hasta que sucumben al hambre y las miserias.
-Sus mujeres – interrumpió el rey, con la lascivia más irritante insertada entre sus ojos – hablame de sus mujeres.
-Oh mi señor – continuó inventando pues el más sabio entre los sabios o el más osado entre ellos, hablaba sin haber visto jamás mayor mundo que el que se escondía entre los libros de la Biblioteca del Reino – de ellas cuentan de sus pieles y cabellos canos, incluso cuando son neonatos, de sus uñas largas y sus cejas finas, de un blanco calizo y de una pureza extrema, de esos ojos que cuando son verde hace rebrotar la virilidad del anciano. Aseguran incluso que quienes consiguen contemplarla....jamás vuelven a admirar mayor belleza que la contemplada.
-Dicho sea – su majestad se alzó y con el brazo en todo lo alto, señalando hacia el enorme ventanal desde el que se vislumbraban los jardines, como si estuviera ordenando que sus soldados cargaran contra el enemigo, dió señal a sus escriban para un nuevo decreto – Que la busquen, donde sea, pagando lo que sea, cometiendo lo que sea. Que mis correos y emisarios partan por todo el Reino, que entren en todas las aldeas, en todas la villas, castillos y pueblos, que busquen entre los puertos e islas, bajo los secarrales, en los llanos y en mis montañas, que me traigan a la más bella de entre las albinas.
Día tras día fue pasando el tiempo, las semanas y los meses y uno tras otro, la impaciencia del Rey era pagada por aquellos de sus heraldos que osaban regresar sin noticias, agotados, polvorientos, atemorizados, asegurando que sus maestros eran más magos que sabios y que si los albinos en algún tiempo existieron, por fortuna Dios los había extinguido pues no era demasiado cristiano que semejantes seres vivieran.
Sin embargo, llegó el día en que las iras reales se tornaron en desbocada alegría, tanto como para levantarse de madrugadas, faltando a su costumbre de hacerlo cuando ya la corte se hartaba de esperarlo y encontrarse como, entre dos de sus mercenarios germanos, los más altos, rubios y fieles a quien les pagara, se situaba el secreto oculto tanto tiempo anhelado, oculto bajo una capa fina y brillante de tela negra.
-Me la hacéis parecer un dominico – dijo, oculto en una discreta sala secreta, riéndo su gracia y contemplando a la corte para comprobar quien si y quien no lo acompasaba- Hacedla esperad....no deseo que me contemple si no es como yo lo deseo.
Al capricho dominico del rey de todas las tierras vistas y por ver, lo llevaron a la Sala de Audiencias, la más grande y lujosa que siempre era reservada para acoger a aquellos aliados que se pretendía mantener como tales o a aquellos enemigos a los que se intentara avisar contra sus alardes.
Era un salón regio, decorado con paredes doradas y lámparas de cristal venecianos, donde los escasos huecos que dejaban los angelotes alados, las parras, las hojas de acanto y las imitaciones de árbol, eran ocupados por enormes cuadros, escenas de monstruosas batallas en las que los antepasados y el mismo soberano, aparecían sobre caballos enrabietados, ensartando sin esfuerzo a sus adversarios mientras les eran presentadas banderas capturadas y nuevos y sumisos esclavos, todos con el rostro compungido por el terror, suplicando por una clemencia que nunca les iba a ser concedida.
Su regalo quedó a solas durante largo rato, hasta que las dos hojas de la puerta principal se abrieron, apareciendo tras ellas una carroza de ruedas rimbobantes y miles de bolas y cabriolas, tirada por seis monumentales negros, casi desnudos salvo por los pañales de gasa gris y los turbantes orientales, a quienes escoltaban guerreros alto como pino del norte, anchos como llano del sur y bellas mujeres que lanzaban pétalos rosados a medida que el carruaje avanzaba sobre el crujiente entarimado.
Sobre ella, el rey de todas las tierras vistas y por ver, vestía traje en hilo fino de oro, con cetro largo y espada incrustada en gemas rojas y verdes, la cual sostenía sin mirarla pues sus ojos, fríos y soberbios, lo contemplaban todo con aire de tenerlo ya dominado.
El cortejo avanzó a ritmo de trompetas hasta que se detuvo a dos pasos escasos del manto negro, que no parecía retroceder o temblar ante aquel espectáculo magno.
-He ordenado ante mi tu presencia – expresó con magnaminidad – Quítadle el manto
Y al caer el sayo sobre el enlosado, las trompetas callaron, los portadores temblaron, los fieros guerreros se compungieron, el silencio se impuso y tan solo la boca abierta de toda la corte, parecían querer exhalar una unánime exclamación de asombro.
La Bella Albina era una luna caída en tierra, de ojos verdes intensos como la hierba de mayo, de cabellos puros y largos, de talle esculpido, pies delicados, cuello de cisne, caderas pomposas, espaldas en mármol y pechos armoniosos....la Bella Albina era un ángel sin alas, tal vez a causa de ello vino a caer entre aquellos asombrados cortesanos.
-Yo soy tu rey, el rey de tus padres y abuelos, el rey de tus hermanos, el rey de todo lo que pisas, de todo lo que respiras, bebes, comes, el rey de tu lecho, el rey de tus rebaños....móstrate ante mi agradecida y postrada – añadió señalando con un dedo el suelo para incitar a que le obedeciera.
Y sin embargo la Bella Albina, apenas una chiquilla que no alcanzaría las veinte primaveras, parecía tan fría como la tez de su piel, valiente y de mirada fija, tan fija como la de aquel monarca que contemplaba obscenamente el color de su tez mientras apretaba los puños soliviantado por la actitud orgullosa de la chica.
-!Yo soy tu rey! - gritó, resonando sus palabras por las amplias paredes del salón - !El rey de tu vida, de la vida de tus padres y abuelos, de la vida de tus hermanos y de todo lo que pisas!. !Postrate!.
Pero la Bella Albina continuó desnuda....de pie.
-¿Es que acaso las de tu extraña raza no son capaces de oir? - preguntó el afeminado y aterrorizado chambelán.
-¿Que potestad posees para creer que no te cortaremos las piernas por negarte a humillarte ante tu legítimo soberano?.
-El que por no tener, no tengo ni miedo.
-!Que le corten la cabeza! - exclamó el rebaño con un ojo posado sobre su dueño para ver si les acariciaba.
-!No! - exclamó su amo, contrariando el gesto de sus serviles - ¿No me temes?. No te preocupes....conseguiré que te aterrorices hasta de mi sombra.
La Bella Albina soportó tres largas noches en las celdas reales.
Las celdas, solitarias y frías, espesas, más negras que grises, húmedas y férreas, parecían querer echarse sobre ella aun cuando la bien alimentaban y le proporcionaban abrigo y cuidados que los demás presos envidiaban.
La mañana del cuarto día, la llevaron ante la escalinata principal de Palacio, la que daba a la gran explanada desde la que se entraba a través de los jardines reales.
Frente a ella, el rey, sentado en un trono siempre dorado dio la orden para que durante toda la mañana, desfilaran ante sus ojos fieros soldados con alabardas bien afiladas, caballeros acorazados con la pica en alza, monturas enrabietadas que hacían ademán para cocearla, todos acompasados por el ruido de los cañonazos y el espeso humo sabor a azufre de una pólvora que todo lo impregnaba.
Cuando todo hubo terminado, la liberaron de sus cadenas para ver si sus rodillas cedían ante la magnificencia del monarca.
Pero ante la sorpresa general, no solo se negó a claudicar sino que su postura se irguió todavía más, orgullosa y firme, mayestática y valiente ante la acobardada audiencia.
De vuelta a los calabozos, pasó tres noches más añorando la luz de la luna, como si esta fuera el alimento del inexplicable color de su piel.
La mañana del cuarto día, la llevaron hasta los zoológicos reales donde le mostraron unas vulgares ovejas, atadas a estacas que permanecían firmemente clavadas en el suelo. Desde las vergas situadas a su derecha se abrieron unas verjas de donde salieron unos leones con cara de estar tan fieros como hambrientos y que antes de emitir rugido o gesto alguno, se abalanzaron sobre las pobres e indefensas presas que intentaron desesperadamente escapar lanzando aterradores balidos.
La corte contemplaba aquella escena sin atreverse a nada....las damas a vomitar su repugnancia, los varones a bajar la mirada...pero la Bella Albina, apenas la soltaron, encrespó todavía más su mirada y con el cuello tan en lo alto como podía, le dijo al rey con las retinas, sus retinas, no cedían.
Cuando tres días más tarde, ambos se reencontraron, lo hicieron en un lógebro patio, recubierto con telas rojas, donde sobre un patíbulo, se alzaba un enorme tronco ante el cual, un obeso verdugo encapuchado aguardaba, con el hacha entre las manos.
Rododeando al absoluto, nobles, consejeros, mercenarios, escribas, secretarios, señoras y damas, cortesanas, sirvientes y lacayos, todos alentando a su señor para que la decapitara.
-Esa – señaló el rey.
Los esclavos prendieron a una de aquellas bellas cortesanas, de las que pululaban pugnando por la primera fila y medraban con cuchicheos entre las salas de palacio.
Y la desgraciada, al comprender lo que de ella se pretendía, lloró y suplicó, se zafó del abrazo de sus apresadores para postrarse ante los pies del monarca para rogar clemencia, se agarró a las piedras, se resistió ante cada peldaño y así hasta que el hacha hizo de su filo sangre y los gritos cesaron.
Pero la Bella Albina, venciendo toda su repugnancia, estampó todo su enfurecido gesto sobre la del sanguinario monarca.
Era de madrugada cuando la volvieron a sacar de la celda.
Pero cuando tornó a estar ante el rey....nadie lo acompañaba.
Solo una mesa en madera noble de incrustaciones, una hoguera cálida, un candelabro con cuatro velas encendidas y el viento ululante que golpeaba la ventana, haciendo temblar levemente los cristales que la formaban.
- Nadie, nunca, nadie jamás me ha llevado la contraria – habló dominando el genido – Desde que era delfín, desde la misma cuna, aquel que lo osara, terminaba en la fosa de los leones, aplastado por mis ejércitos, devorado por el hacha....Todos ante mi se postran, todos ante mi se humillan, todos ante mi callan. Los reyes me juran fidelidad, los infieles se acobardan, los guerreros me reverencian, los sierves no ven jamás cual es mi cara....¿se puede saber quien te crees?....¿como te atreves tan siquiera mirarme a los ojos?.
-Tu dices ser el rey de todas las tierras vistas y por ver.....pero ¿acaso has visto alguna vez esas tierras de las que aseguras ser rey?.
-Insensata – el monarca parecía comenzar a perder su paciencia.
-Yo nací entre el frío...si entre el frío porque tus leyes prohibían cortar leña ni aun cuando el invierno se ganaba a pulso su nombre. Un pellejo de oveja fue mi única vestimenta hasta que pude gatear y aun con todo, tuve mucha suerte. Ese mismo invierno, mis hermanos, todos sin excepción, murieron por no tener nada con que alimentarlos mientras yo tenía los pechos de mi madre. Crecí con el hambre por esposo, la soledad por compañía y el dolor como único amo...con las manos de niña que nunca conocí, despellejadas a diario lavando trapos de otros en el río congelado, con los dedos encallecidos de recoger la mies de extraños y los pies descosidos y sucios, de tanto recorrer los senderos en pos del recado ajeno. Y todo para ver como cuando acababa el verano, aparecían tus emisarios para quitarnos el trigo que luego alimentaba tus ejércitos y los engordaba la panza de tus nobles cebados. Y con ellos marchaban los mozos más jóvenes para pelear en guerras que ni conocíamos y que cuando por un milagro regresaban, lo hacían sin un brazo, sin un ojo, con la mente ida, con el pecho quebrado. Tenía diez años pero la edad no importaba cuando debía bajar a vigilar el rebaño, a espantar a pedradas al lobo del cordero, al jabalí del huerto, quince cuando me maldijeron en la iglesia por este color extraño, dos años más el día que a mis padres se lo llevaron las fiebres y veinte cuando dejé mi hogar tan solo porque era yo otro capricho más de quien dice ser mi amo. ¿Pretendes que tenga miedo?. Nada poseo, puedes hacer conmigo lo que quieras. Pero tu....tu tienes miedo...miedo a la gente ....por eso entre nosotros siempre habrá espadas y cañones, verdugos, escribientes, heraldos, castillos, guardianes, las verjas y los leones de tus palacios. Por eso serás siempre rey de lo que no conoces, dueño de todo lo ignorado....por eso el miedo será por siempre tu amo.
Al valiente rey de todas las tierras vistas y por ver se le quedó el sentido nublado y el cuerpo, derrumbado sobre el sofá, parecía muerto mientras el pensamiento quedaba lejos de aquella sala, ausente de la Bella Albina, que marchó sin reverencia ante la mirada sorprendida de los guardianes que la intentaban retener, cubriéndole el paso con sus alabardas ante la puerta abierta.
Nunca más la volvieron a ver.
Cuando al rey de todas las tierras vistas y por ver le caducó la vida, lo enterraron bajo el mismo roble, ahora grueso y amplio, que plantara con sus propias manos el mismo día que descubrió la verdad de labios de la Bella Albina.
No quiso que enclaustraran sus restos en el panteón de granito que levantaran sus antepasados bajo las losas de los monasterios reales ni que sus letras estuvieran impresas en oro y su retrato colgado con orlas negras de todas las iglesias y plazas públicas.
No quiso cañonazos ni plañideras, ni costosas misas, ni monumentos ni homenajes florares...su féretro no lo portaron los nobles más nobles ni sus guardianes más fieles sino sencillos campesinos vestidos con humildes prendas.
Cuando el fúnebre cortejo pasaba por alguna aldea, sus habitantes acudían ante el camino para postrarse con el sombrero en la mano y la mirada agradecida...agradecida porque les devolviera la esperanza de poseer sus propias tierras, porque sus hijos crecieran con la mirada limpia, porque las despensas se les saciaran y sus muchachos no conocieran lo que era una guerra....porque hubiera en cada pueblo una escuela y no supusiera gran esfuerzo pagar los servicios del licenciado cuando uno de ellos en cama cayera.
Su sepelio no fue conocido por los embajadores de aquellos reyes derrotados, sorprendidos ahora de que durante todos aquellos años lo que antes había sido impuesto, ahora les resultara paz eterna y que quienes vivían en la frontera, podían mirar hacia adelante sin temer por la tormenta que pudiera venirles del otro lado.
La corte se disipó en cuanto los cocineros se quedaron en uno y los ricos platos en duras carnes, huevos fritos, hogazas de pan negro y sencillos caldos...en cuanto los comerciantes de tela fina se vieron sustituidos por vendedores labriegos de gruesos paños...en cuanto ya no se medraba por privilegios o beneficios sino por conseguir que se les apreciara por sus buenos oficios, por el talento, el intelecto o el duro trabajo.
Cuando la cruz de madera con su nombre en punzón grabado, quedó plantada sobre el cesped, todos rezaron un sencillo responso, las más piadosas algo más largo y los hubo incluso que lloraron temerosos de que el próximo, no les saliera tan buen amo.
Luego todos marcharon.
Pero en una esquina, bajo un negro sayo, había una figura firme e indoblegable, aun cuando la cara era casi arruga y los ojos tristes el desvelo doloroso de tantos malos tragos.
La Bella Albina, aun más blanca con el paso de los años, quedó con la mirada tierna frente a la cruz de madera, inclinándose esta vez para regalarle un beso a la sepultura removida.
- Mi rey....ahora si que eres amo de tu propia tierra.


Bucardo


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