lunes, 31 de diciembre de 2007

El Viejo que no Sabía Leer


El Viejo que no Sabía Leer

El viejo que no sabía leer, caminaba escapando de la plaza, calle abajo, alejándose a la contraría de la marea que acudía borreguil a postrarse frente al reloj.
Al punto de la medianoche, cuando se “campanearan” las doce, los zumbidos del bronce sacudido, iría indicando el ritmo a la uva.
El viejo que no sabía leer, nunca se avergonzó por ello.
En lugar de eso, como si los iluminara un enorme foco carcelero, había sido capaz, desde bien chico, de entrever los pensamientos de las personas, de descubrir sin ser descubierto, todos sus secretos y vicios, sus mentiras y anhelos, los sueños que nunca fueron y las desdichas que los maldijeron.
A libro abierto y con letra gorda solo que el, era el único capaz de leerlo.
Por esa razón rehuía.
Al principio asustado por la anomalía, sintiéndose como un monstruo victoriano, buscaba refugio entre sus seres queridos.
Pero luego, cuando descubrió que ellos también mentaban y que sus pensamientos podrían llegar a ser más dolorosos que los ajenos, pensó que encontrarse con la soledad, era de todos, su mejor remedio.
Al comenzar con la calle, donde un grupo de desbocados sementales piropeaban a una mujer cuya tez y pelambrera revelaban un origen más norteño que el Pirineo, echo la mirada sobre una pareja que apenas sobrepasaba la treintena y que había tenido el valor o la imprudencia de desafiar la marabunta, trayéndose consigo el carrito con su correspondiente bebe.
El la contemplaba con ojos mimados, embaucándola con miradas tiernas y caricias estudias que ella agradecía autómata, sin quitarle los ojos al sueño de su niño.
“Este año la parejita” – pensaba el.
“De este año no pasa” – le respondía sin palabra – “Tengo que confesárselo”.
Un poco más adelante, allí donde quedaba el puesto de la ONCE y una tapa de alcantarilla partida, frente al escaparate de una mercería, estaba la pareja joven, ilusionaba, contemplando pícaramente el alarde de hilado fino y costoso que se les prometía.
“Ummmmm…..anda que si tuviera para ese picardías negro” – rumiaba el.
“Anda que cuando te enteres que no llevo nada debajo” – sorprendía ella.
Diez pasos más adelantados, topó con unas señoras en edad sobradamente madura, embutidas en piel sintética, rediseñadas más que maquilladas y emperifolladas bajo una permanente crónica que les tornó en alambre el capilar
Paseaban al ritmo del gentío, paso brioso como briosa tenían la lengua mientras una de ellas pregonaba lo poquita cosa que le resultaba su marido.
“Un monumento deberías ponerle zorrona” – se las callaba una entre ellas – “!La paciencia que te tuvo con lo golfa que has sido!”.
“A esta deslenguada le salen arrugas hasta en las encías. Así le va al sueldo de marido, todo invertido en potingues”.
Frente al inmenso centro comercial, catedral del único Dios verdadero, un jovencito, parapetado empecinadamente en el zaguán de entrada, miraba entre nervioso y apesumbrado en dirección a la cercana boca de metro, la cual, vomitaba una multitud de caras…todas menos la que el deseaba contemplar.
“Nada Rafa…..otra que te deja como un pino…verderón y plantado”.
Al final de la escalinata del metro, un emigrante subsahariano se ganaba el aguinaldo vendiendo gorritos importados del Papa Noel a un euro la unidad y tres euros cinco si te salía por los costados el espíritu navideño.
Con sus cuatro palabras de castellano, mal entrelazado, invitaba a un animoso público que le quitaba de las manos el género para luego tirarlo a las pocas horas, cuando se dieran cuenta que tenían un trasto inútil más y un euro de menos.
“Ojalá estuvieran aquí conmigo” – pensaba mientras no comprendía las quejas de una mocosa repintada, de falda corta o cinturón ancho que le discutía el precio del insípido capricho.
“¿Este negro de mierda me va a engañar?”.
Parapetado tras el enorme cartel de una actriz, anunciando perfume de a doscientos el tapón del frasco, bajo tamaño perfeccionismo, un orondo castañero de manos ennegrecidas por el oficio, pregonaba la mercancía entre una clientela no del género sino del calor que desprendía su caseta.
“Toda la vida tirada por tres míseros euros la docena”.
Ya asomaba al aire fresco.
Ya comenzaba a ver trechos cada vez más anchos y claros entre el asfalto.
Y descendiendo, un nutrido grupo de veinteañeros, universitarios, pelucas brillantes sobre la testa, uniforme de brookers sobre ellos, ellas como día de boda o puterío vario, hablando en grito, bebiendo con el grifo a chorro que les daba las botellas que sostenían ligeras entre las manos……
“Esta noche me la follo…….modérate que como papá me enganche termino trabajando en la ferretería….como le digo yo a Luis lo de mi retraso……este año como que me llamo Luis me hago el tatuaje….con veintidós y virgen…mejor callado….otra noche más aquí apartado….si por lo menos alguno de estos me mirara…..estoy harto…..casi tengo ganas de tirarme por un puente…..¿por que tengo que estar aquí si no me apetece”.
Sentados en la escalinata que daba entrada al teatro Alcázar, unos niños, hermanos, esperan a que sus padres terminaran de discutir con un policía, cuyo blog les regala la multa que su coche en decimocuarta fila se ha merecido.
“Estos dos siempre están enfadados” – pensaba la mayor mientras los contemplaba con cara de saber muy bien porque chillaban a un oficial que tan solo cumplía con su deber…..y encima tenía razón.
Cuando ya se las veía con el portal, el viejo que no sabía leer, sacó la llave.
La cerradura era algo tosca y tuvo que hacer sus esfuerzos para convencerla de que era el.
Aunque no vio al desconocido que silenciosamente se le acercó por la derecha, no se asustó al verlo.
En realidad su pensamiento le había traicionado varios metros antes.
“Vamos Juan, valor, es solo un paso, un paso y ya está hecho. No te conoce, no sabe quien eres, no podrán decirte nada”.
El desconocido, sobredimensionado por las mantas y harapos que lo camuflan, con el rostro ahogado bajo una barba espesa y sobrecargada, temblaba, mantenía la mirada cobarde y huidiza, olía mal y sostenía una actitud oculta y tensa.
Durante unos segundos se quedó mirando al anciano.
- Ánimo hombre – le dijo el viejo que no sabía leer - ¿Qué es lo que tanto te cuesta?.
Y el desconocido, cerrando los ojos, sacó una mugrienta mano de sus bolsillos, dejando caer con ello un pañuelo sucio y la extendió hacia donde intuía, quedaba el anciano.
- Por favor – tragó saliva buscando valor - ¿No podría darme algo?.
- Claro – dijo mientras se sacaba uno de 20 sabiendo que con el se irían los cortados de todo el mes – Eres el único hoy que tiene agallas para decir lo que piensa.

Bucardo


Registro de la Propiedad Intelectu@l





viernes, 28 de diciembre de 2007

La Nota


La Nota

El inmigrante, negro, había malgastado otro día más, tratando inútilmente de encontrar trabajo entre los mentideros de la ciudad.
De plaza en plaza, con el rostro medio oculto, agazapado tras los setos, esperaba a que aparecieran los coches en evidente intención….velocidad ralentizada, ventanilla bajada y un conductor con aires de prepotencia, invitando al acercamiento.
- Necesito cuatro….necesito tres….necesito cinco.
El inmigrante, negro, apenas sabía gesticular dos o tres palabras del idioma, lo cual no facilitaba en exceso el ser uno de los elegidos.
A los capataces no les hacía gracia eso de entenderse a fuerza de gestos y por eso preferían a los que podían comprender las cuatro ordenes básicas….”aquí…..allí….así no….si no te gusta ya sabes donde esta la puerta”.
El inmigrante, negro, supo, a las diez de la mañana, que ese día no iba a comer.
Por suerte la familia no existía y la poca sangre que le quedaba, languidecía en una lejanía que favorecía el mutuo olvido….sin lágrimas….sin arrepentimientos.
Decidió pasear por las callejas del barrio.
Buscaba las más estrechas, allí donde la policía se hacía el vago a la hora de renunciar a la calefacción del coche patrulla.
El inmigrante, negro, no encontraba en sus bolsillos ningún papel que lo justificara, ningún permiso para respirar el aire de su adoptiva patria.
De tanto que lo había buscado, de tanto tiempo que llevaba sin el, casi le costaba recordar cual era su verdadero nombre….la única herencia que sus padres le habían dado.
A media tarde, con el invierno imponiendo la luz nocturna, algo menos desconfiado, se parapetaba entre la masa para dejarse llevar por esta a través de las calles, saturadas por la iluminación navideña.
En su aldea natal recordaba una única bombilla, en torno a la cual giraba la existencia de sus paisanos y que funcionaba a fuerza de pierna y bicicleta cuyas cadenas, accionaban el generador que la alimentaba.
Allí no había bicicletas.
De haberlas, tendrían que contarse por millones.
Rodeado por la marabunta, descubrió rostros a medio camino entre la risa, el agobio y los moquillos, manos enguantadas aferrando bolsas sobrecargadas por los regalos, música melosa e invasora, un gitano pidiendo al son de su brazo manco, un igual coronado y atestado de niños, cientos de barbudos orondos del traje rojo y aspecto risueño.
- Ho, ho, ho….
El inmigrante, negro, avanzaba avanzado por la inercia, rodeado de miradas hostiles que no comprendían porque no se incorporaba al ritmo, porque ocupaba tan precioso espacio sobre la acera, porque sus manos no exhibían bolsas atestadas, sus labios no canturreaban letras facilotas y su rostro renunciaba a la felicidad navideña.
Cuando el frío tensó cuerda, el inmigrante, negro, rebuscó entre el reciclaje, algunos cartones que le ayudaran a menguar el efecto de la noche.
Llevaba tiempo sin poder arrendar un techo, un colchón, un espacio.
- ¡Feliz Navidad!, ¡Feliz Navidad!...escuchaba mientras agradecía el sándwich con un solo mordisco y un “tetra-brik” con medio contenido en vino.
Comió ávido y prefirió beber discreto.
A los que como el sufren todas las taras, solo faltaba le echaran la carga del borracho, cuando hasta su religión no le permitía mayor trago que el agua.
Pero Dios siempre duerme bajo manta y cuando la garganta pica, esta no le hace ascos al pecado.
Esperó hasta la media noche, medio escondido tras un contenedor que supuraba por los costados toneladas de papel para regalo.
A esas horas aparecía el vecino ignoto pero consciente que siempre sin girar el cuello, liberaba al pestillo y se hacía lo que menos era; el tonto.
El inmigrante, negro, no sabía porque, pero lo agradecía.
Las oportunidades eran pocas como para andar cuestionándolas.
Abrió la puerta, sintiendo sobre el rostro la calidez del artificio calefactorio.
En todo lo que llevaba de día, era la primera vez que recuperaba algo de temperatura.
Esperó media hora, parapetado entre las sombras del entrepiso, desconfiando de que alguna vecina chismosa o algún amigo del “no hay derecho”, le vinieran reclamando.
Hubo suerte.
Bajó sin hacer ruido, contento mientras veía el sofá limpio y confortable de la portería.
Aunque prestado, era un buen sitio.
De la noche anterior, recordaba el cuero rojo que lo forraba, pero no la sencilla notita que ahora lo recibía…….
”Se ha visto a un mendigo durmiendo en el rellano, Si algún vecino lo ve, sírvase llamar al 091…Feliz Navidad”.
El inmigrante, negro, no comprendió más que las dos últimas palabras.
Sonriendo, crédulo y aun con todas creyendo, pensó que alguien se las estaba felicitando.
Agradecido, enfundada la chaqueta hasta la misma nariz, se acurrucó para retener calor y dormir en espera de mayor suerte y mejores jornadas.

“Esta nota existió realmente. Yo mismo tuve la decepción enorme de leerla. Quisiera recalcar el hondo pesar que siento, al reconocer que un semejante fuera capaz de escribirla. La nota del cinismo y la hipocresía, la nota del egoísmo y la profunda injusticia que dominan el corazón que quienes la teclearon. Profundo, muy profundo asco”

Bucardo


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jueves, 27 de diciembre de 2007

"Goodbye"


“Goobye”

Antes de despedirme, pensé que tal vez sería posible un último adiós.
Luego terminé por desecharlo.
Habían sido tantos años al amparo que uno no sabe muy bien donde encontrar las palabras que dicen “goodbye”.
Cerré los ojos…hasta ellos me dolían y giré el cuello hacia donde tocaba la ventana.
Con las persianas bien izadas.
“Y si fuera verano, abiertas…bien abiertas”.
Nunca me gustaron las paredes cerradas.
Sabía que estaba allí porque la escuchaba respirar.
Y sin embargo, aun a pesar de las circunstancias, del “nunca más” que se nos imponía, prefería no malgastar en tiempo mirándola.
Hacerlo hubiera sido un acto de masoquismo puro.
Mi memoria tenía retenidas todas sus proporciones, todos los recónditos de su cuerpo, cada detalle, cada rasgo superfluo, algún que otro defecto y el innato aroma que estuviera donde estuviera, la predecía antes de que hiciera entrada por cualquier puerta.
Cierro los ojos y aspiro profundamente.
Afuera hiela.
Lo hace fuerte como siempre cuando diciembre agoniza.
Sobre la hierba de jardín, la humedad mutará en escarcha hasta congelarse y morir, tan solo por unas horas, hasta que el amanecer la desperece y vuelva a palpitar.
Para entonces, apenas tres o cuatro horas, ya habré dado razones a las plañideras y se despertará por primera vez sola…sin saber muy bien para quien son las dos tazas de desayuno que dejó preparadas sobre la mesa.
La ventana es un televisor invendible, sin mando, con un solo canal, “monoprograma” mil veces repetido.
Y sin embargo, aun con tanta tara, siempre ha sido capaz de acoger el ritmo a mis palpitaciones.
Esa primera vez que descorrer la cortina y ves lo que te ha ocultado.
Un páramo extenso, terruño fructífero, poco arbolado sobre el que durante todo lo que compartido, trabajé hasta el hartazgo para teñirlo de verde en junio, de amarillo anaranjado a final de verano para luego hacerle la esquilada, atar las pacas, soportar la mala venta, los muchos números, ritmo tras ritmo, así…año tras año.
Aguanto la tos.
No deseo despertarla.
Me duele.
Parece tener prisas.
Aun con todo, prefiero no girar la cabeza para mirarla.
Sería una lágrima baldía.
Se que ha suspirado, reubicándose en el sofá, que la espalda, siempre esa dichosa espalda, la sigue martilleando.
Pero también se que deseo ahorrarle el sufrimiento de encontrarme mañana con los ojos abiertos y velados, pétreos, con la mirada fija sobre ella en el estertor agónico de la despedida.
No quiero que piense en una última súplica que ni voy a dar ni deseo.
Es lo bueno de saberlo…aunque vosotros nunca tuvisteis el valor para confesármelo.
Morirse no es tan duro como la vida.
Sencillamente supone asumir que serás mentado en verbo pasado.
Me gusta el llano de esta Castilla.
Leonesa o castellana, verlo me hace sufrir de menos.
Buena forma de despedirme.

Bucardo


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sábado, 22 de diciembre de 2007

En Mala Hora


En Mala Hora

- ¡No puedo acercarme más!. ¡Me van a socarrar!.
- ¡Soltadlo pibe!. ¡Soltadlo!.
Las explosiones apenas le permiten intuir la orden.
No hace falta escucharla.
El espinazo solo le ruega salir de allí ileso, siquiera vivo.
“Hunde a ese hijo de mil putas”.
El visor le dicta las coordenadas.
Solo será un instante.
Hundir el puto rojo y picar espuelas hacia arriba hasta superar el techo de los jodidos antiaéreos. Va de cerca.
Tanto como para distinguirle las siluetas de los marinos, los enemigos, que buscan cualquier resguardo.
Su pulgar queda seco, tenso, a unas décimas de iniciar el dispositivo.
“El objetivo”.
Es a la corta cuando se confunde e intenta imaginar el estrago.
Un “Exocet” patriótico rugiendo bajo la barriga cebada del “Tupac”, la sacudida del mortífero ingenio con el primer empujón, la rienda suelta, el avance tecnológico, la ingeniería castrense efectiva, milimétrica, el agua que levantan sus motores rozando la superficie del océano, los agónicos disparos, desesperados de los “Bofors”…sentenciados.
Impacto.
Silencio iluminado, el mar ondulado, la onda expansiva y por último, un monumental petardazo.
Huracán de fuego químicos, el barco convertido en caldero, el hierro resquebrajado mutado en metralla, los cuerpos carbonizándose, el pañol de municiones vomitado entre las entrañas del leviatán, azuzadas por el combustible, los fluidos internos desparramándose y el miedo.
Si, el miedo del destructor, el miedo de su tripulación hecha hombre, olvidada del deber, mutada de soldados a maridos, hijos, padres y nietos, sufriendo por sobrevivir o morir pronto hasta que dejan de gritar, de moverse y pasar así a ser una línea más sobre el parte de bajas, letra dorada en el mármol, una cruz a la gloria de los caídos que nunca quisieron ser.
Una guerra….no la última.
Los que debieron decidirlo, se encargarán de ello.
Al comandante se le ha quedado el brazo agarrotado, el oído sordo del combate efectivo, brutal, olvidándose de lo cerca que se intuyen los destellos sincronizados que brotan del costado del destructor…automáticos, efectivos…marcialmente dirigidos.
- ¡Sube desgraciado!. ¡Sube!.
El “Tupac” revienta y sus pedazos quedan esparcidos, flotando sobre el el océano.
- Tarde boludo – suspira el superior – Pensaste demasiado.
Bucardo

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Llegué a Pensarlo


Llegué a pensarlo
Durante unos segundos hasta lo pensé.
Ella dormía estirada sobre un sueño profundo y yo, sentado al borde de la cama, con las legañas pegadas y la espalda aterida, recordaba porque razón tenía unas y porque la otra me dolía tanto
Había sido noche corta, ahuyentada por las risas entreveladas, los gemidos mordisqueados, los gritos mudos, el sudor, las arremetidas de su cuerpo....la rendición de ambos.
Si, estoy seguro.
Durante unos segundos llegué a pensarlo.
Era demasiado perfecto como para que, de puertas afuera, algo no pudiera derrumbarlo.
Son tantas las veces en que los castillos más rudos han sucumbido al peso de una pluma....
Suspira.
Durante unos segundos temo haberla despertado.
Contengo la respiración mientras se gira, ofreciendo el dibujo de su espalda que me parece ahora tan alejada, aun a pesar de que estirando la mano, podría escribir con los dedos, sobre ella, mi nombre.
Mañana por hoy, al despertar, afrontaríamos juntos un primer día.
Uno de miles, aguantando sobre nosotros el lijado constante y empecinado de la convivencia.
Mañana por hoy, el ascensor sería lo último que nos uniera antes de separar caminos, cada uno a sus deberes, deberes que no comprenden de deseos, presiones que reniegan del cariño, objetivos que envidian nuestro tiempo, sueldos reclamando la atención que nos regalamos, saludos falsos y cenas de conveniencia por cargos ambicionados, ritmo de otros, impuesto, amoldarnos al molde de todos, caminar sin resuello, desaforados, ganar desbocadamente, derrochar sin tiento, triunfar en lo que juvenales renegamos, pisar al caído, humillar al indefenso, consumir, pagar...más.
Así hasta que un día, sentado al borde de la cama, no reconozca a esa persona, si esa, que consiguió durante unos segundos, que me lo pensara.
Me levantó.
Llamame – suplicas con los ojos medio abiertos.
Claro.
Al sentir cerrarse el portal, caminé alejándome, sabiendo que no había preguntado tu nombre.

Bucardo


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martes, 18 de diciembre de 2007

La Niña y la Caja


La Niña y la Caja
A la niña Clara le encantaba correr durante los recreos.
Aquello no le hacía ninguna gracia a Doña Rosalía la cual, en cuanto le chivaban quien se había escapado del patio, lo perseguía y castigaba con saña propia de solterona.
Pero a la niña poco o nada le importaba.
Doña Rosalía no sabía correr y sus gritos no podían hacerlo por ella.
En cambio la niña Clara, era capaz de hacerlo como si un perro la estuviera persiguiendo, como si los niños del barrio pretendieran embarrarle el traje, como si se escondiera de alguna raiz cuadrada, de la cara agriada del portero, de los pescozones que regalaban los mayores o de la agotadora clase de gimnasia.
Apenas intuía el sonido del timbre, con la maestra tratando inutilmente de imponer los últimos deberes, anticipándose a la jauría de compañeros que saldrían en tropel, chillando, empujando, estirando las coletas, arañando, agotando la voz y paciencia de la rectora, la niña Clara esquivaba con habilidad felina, saltaba como una gamuza por las escaleras, resbalaba con decoro sobre el suelo recién fregado para levantarse con agilidad de niña, abrir la puerta y correr delante de la estampida.
Corría desbocada, respirando ansiosa a causa de la carrera, sedienta de aire, dejando con la boca abierta a quien le preguntara adonde iba.
¿Como iba a responder si ni siquiera ella lo sabía?.
Los niños nunca planean el futuro y las decisiones importantes, esas, siempre se toman por el camino.
Unas veces se dejaba caer bajo la alameda, en el parque sin verde, cerca de la fuente que no sabe lo que es el agua y los bancos que ignoran al niño, donde tan solo los abuelos se sentaban, hambrientos de recuerdos y del sol que los caldeaba.
Las menos guiaba los pasos hasta el acueducto...romano por supuesto, el cual, aun ajado, partido y con algún arco desparramado por los suelos, todavía levantaba enhiesto, orgulloso, disfrutando, eso
se notaba, al acoger bajo su sombra algo joven y fresco.
Sin embargo, era el río quien más la acaparaba.
Aun rancio de caudal, bajando negro y emponzoñado, sin truchas, ranas ni nutrias que lo achisparan, oliendo en verano a todo lo putrefacto, el curso aun era capaz de imponer sus respetos, sobre todo si se era niña con diez años y cuando le crecía el caudal, era capaz de limpiarse el solito la ribera.
Allí le tiraba piedras, tratando de acertar con las pocas badinas que ofrecía, intentando contar sus rebotes sobre la superficie del agua hasta que esta tragaba.
Una vez, rebuscando bajo un sofá abandonado, encontró un pedrusco pequeño, diminuto, fino, plano y pulido casi a idea humana, con un color negro y brillante que lo hacía parecer casi obsidiana.
Al aferrarlo, aquello le pareció su nuevo tesoro más preciado y por eso decidió entregárselo al río.
Para ti amigo.
El tiro resultó tan preciso o el ancho tan poquita cosa, que de bote en bote, atravesó el río hasta ir detenerse a los pies de un viejo que, tranquilamente, estaba sentado al otro lado.
El anciano, al que aun de lejos se le podía ver alto y fornido, bajo su boina negra, la chaqueta de pana, dos zapatos con bastón como calzado, recogió la negra piedra y, mirando a la niña Clara, izó la mano para saludarla.
Y esta, adoctrinada en el “con arrugas y desconocido mejor a distancia que amigo”, salió a escape, temiendo que la conociera por vivir en el mismo barrio y que le fuera con el cuento a sus padres por eso de andar apedreando abuelos a la vera del río.
La niña Clara necesitó dos días para reunir valor y regresar.
Cuando lo hizo, se topó con el viejo, sentado y pacíficio, esperándola paciente justo donde ella le había lanzado sin quererlo, su obsidiana.
Esto es tuyo, niña Clara.
Gracias – estiró la mano desconfiada - ¿Como es que sabes mi nombre?.
Yo lo se todo.
Nadie lo sabe todo. Ni siquiera Doña Rosario.
Si niña Clara. Los años son el libro a través del cual todo puede ser visto. Y yo con noventa y tantos, lo se todo sobre tu pasado, todo sobre tu presente y todo, si, todo sobre tu futuro.
Aunque la niña Clara no terminaba de creérselo, se encontraba a gusto junto al anciano.
Con sus ojos claros bajo las cejas espesas y prietas, con sus manos finas y algo azuladas y su aspecto algo desastrado, el le contaba cuando en los tiempos del blanco y negro, solía bajar con la caña y algo de hilo justo hasta ese mismo sitio, para ver si había suerte y picaban, para vigilar la trampa del cangrejo y andarse con cuidado, pues el guardia siempre andaba al acecho y la multa podía ser de las gordas.
Así hasta que una mañana, lo encontró con que entre sus manos, el anciano sostenía una sencilla caja de madera gruesa, sin pulido ni dibujo, sin ornamento, cerrojo o candado.
¿Que es eso?.
¿No lo ves? - respondió – Una caja.
¿Y que guardas en esa caja?.
Es el futuro niña Clara.
¿El futuro?. El futuro no se guarda porque no se ve.
Te equivocas niña Clara. Yo si puedo verlo y lo guardo aquí dentro....mi futuro, el futuro de Doña Rosario, el futuro de tus amigos, el futuro del río y de la piedra y si...también guardo aquí tu futuro.
¿Y por que no la abres para que pueda verlo?.
!Oh no!. Eso está prohibido. La vida dice que debes ser tu, solamente tu quien lo descubra....sola...niña Clara.
Tras lo cual se levantó y, tras limpiarse el polvo de los pantalones, sin decir adios ni regalar una última mirada, se marchó, dejando a la niña en silencio...frente a un río reseco.
Aquella tarde, sentada y ausente en los asientos más resguardados, mientras la profesora hablaba de Viriato y los romanos, la niña Clara, mirando hacia el camino, no podía dejar de pensar en la caja, en todo lo que dentro de ella se ocultaba....oscilando....entre las manos del viejo.
Fue al día siguiente, apenas levantada, mientras su madre calentaba la leche, que robó de la despensa una bolsa de galletas inglesas, que por sabrosas y recargadas de mantequilla, gustaban tanto a sus amigas.
Toma – le dijo – Te cambio las galletas por tu caja.
Gracias niña Clara – respondió con una sonrisa – Pero vengo ya comido de casa y no me interesa.
!Pero aquí tienes galletas!. !Míralas! - exclamó abriéndo la bolsa - !Te las doy!. !Todas!.
No...te lo agradezco. Pero prefiero esta caja...mi caja.
La niña Clara se enfadó.
!Vaya si lo hizo!.
Aun exhausta, la noche se le hizo día y no fue capaz de concebir el sueño.
Apenas se vio sola, abrió la librería de su padre y de allí, extrajo el libro más raro de los que contenia, uno de tapas rojas, papel fino y letras doradas impresas sobre el cuero.
Toma – le dijo – A cambio de tu caja.
No niña Clara. Soy viejo y apenas veo. Pero la caja me hace sentirme seguro así que me quedo con ella.
Sin embargo con cada negativa, la niña Clara se tornaba más y más agria, cegada por el ansia de poseer lo único que se le negaba.
¿Que encontraría una vez estuviera abierta?.
¿Que era lo que más deseaba?.
Tal vez muñecas de porcelana de tez clara y labios rojos, vestidas con mil tipos diferentes de telas....a lo mejor inagotables entradas al circo, cuentos con ilustraciones coloreadas, una guitarra, una bicicleta de montaña, unos zapatos nuevos, la videoconsola, una tarta cada domingo, un aprobado en matemáticas o mejor aún....la cara se tornaba ansia a poco que lo imaginaba....dinero.
Si, dinero, dinero con el que tenerlo todo....las muñecas, todos sus vestidos, zapatos y tartas para cada día, una guitarra y si, entradas, entradas y mucho circo.
Si – se aseguraba a si misma.
La caja estaba llena de dinero.
Debía conseguirla como fuera, al precio que costara y si era necesario, incluso robarla.
Oculta tras el tronco de un roble, la niña Clara contemplaba al viejo, sentado sobre una enorme piedra, con el río de frente y la caja depositada descuidadamente en su costado.
Desamparada.
Descalza para que el ruido de las suelas no la delatara, pasito a pasito consiguió acariciar su presa e incluso levantarla.
¿Que haces niña Clara?.
Y la niña, asustada más no por ser descubierta, sino por temer que le fuera arrebatado lo que más ansiaba ahora que lo tenía allí, entre sus dedos, gritó, propinando un tremendo empujón al viejo, apartándolo hasta lograr ventaja...ventaja con la que puso distancia suficiente para abrirla sin que nadie se lo impidiera.
Y una vez abierta, dentro....no había nada.
!No hay nada! - gritó - !Nada!.
La caja dió mil vueltas entre sus manos desesperadas, sin encontrar pista alguna que la guiara y mientras lo hacía, el anciano caminaba hacia donde se encontraba.
!Me has mentido viejo! - le gritó - !Aquí no hay nada!.
No Clara, no te he mentido- contestó con rostro triste y conciliador - Ese es el futuro...nada.
Fue así como la niña Clara, dejó de ser niña para ser conocida desde entonces, sencillamente, como Clara.

Bucardo


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miércoles, 12 de diciembre de 2007

Las Mayores Mentiras


Las Mayores Mentiras


Te he querido, te quiero y siempre te querré.
Estos han sido las mayores mentiras que me han soltado.
Lo hizo ella, la primera vez que le expuse mis dudas sobre si lo nuestro marchaba por buen camino.
Lo hizo mirándome directamente a los ojos, sin arrugar los suyos, sin fruncir el ceño ni hacer lo que se suponen hacen aquellos que conscientemente mienten.....no se, pestañear descoordinadamente, rascarse el lóbulo de la oreja izquierda, jugar entrelazando la punta de los dedos, echar los pies hacia dentro.....
Lo malo de las mentiras es que terminan germinando y somos nosotros mismos, sus víctimas, quienes las regamos.
Al querer, perdemos poco a poco el concepto de la realidad hasta que la amoldamos a nuestra conveniencia.
En mi caso, justificaba sus injustificados retrasos, consentía las excusas para no hacer el amor, la animaba a ponerse de pies puntilla por eso de la autoestima, nunca le echaba en cara que el cariño fuera bandera blanca, no preguntaba cuando su piel no olía ni a su colonia ni a la mía.
Se había enamorado.
No de mi claro.
Y un día, mientras hablaba con Don Silvestre, un cliente de medio kilo en fondo depósito, sonó el móvil y era ella que así, con distancia, a 0,30 céntimos minuto, lo confesó todo.
Era su profesor de yoga, un tipo raro de barba larga y desorganizada, fino como un alambre oxidado pero que parecía haber encontrado sobre su cuerpo, todos los puntos del abecedario.
Colgué y continué atendiento a Don Silvestre y a su urgencia de beneficio.
Nada admitía mi sangrado.
Desde entonces, apenas lo veo asomar por la sucurlas, arrugo el cuello, invento la urgencia del informe más rancio, rezo porque alguien lo atienda antes que me recuerde aquella llamada y el día en que descubrí sus tres mentiras.
Cambié el tono del móvil al día siguiente de regresar a casa.
Antes era Queen al ritmo del “I wanna all” quien me advertía de sus llamabas.
Y como me sentía traicionado y soberanamente tonto, bajé de la televisión el politono más estupido que me ofrecieron.
Ahora ya no tengo móvil.
Lo tiré a la basura junto con la mitad del frigorífico.
Eran los estantes de arriba, los de sus verduritas, las pechugas de pavo, las patatas cocidas, la leche desnatada, la ensalada medio comida y los yogures bajos en calorías.
Ella nunca necesitó subalimentarse para andar con dos buenas caderas por parentesis.
Me gustaba que al sentarse, la cintura le dibujara una línea generosa.
Me atraía que fuera normal, sencilla, sin alardes, sin obsesiones por el centímetro perfecto y por ello, a diario y tozudo, la alagaba.
Pero ella ya no me hacía ningún caso.
Una mañana, paseando y mirando escaparates como domingueros, un desconocido le silfó al paso sin hacer caso a nuestras manos.
En lugar de aparentar ofensa, izó las gafas de sol y plantó una sonrisa coqueta y agradecida.
Nunca fuí gallo de pelea.
Con aquel desgraciado alejándose y nosotros continuándo paseo, ya no comprendía porque si todoslo mío era de diario, ella no lo veía.
No se – contestó esa misma noche, medio dormida – No es lo mismo.
Pero ella ya sabía que estaba enamorada, que no era de mi y que todo lo que decía...era mentira.


Bucardo


Registro Propied@l Intelectual

martes, 11 de diciembre de 2007

Lo que no puede ser...además es imposible


Lo que no puede ser.....además es imposible

A mediados de marzo recibí tu carta.
Aun no terminaba de sacarla del buzón y ya sabía, sin duda, que algo haber pasado.
Eres tan vago para la pluma, tan incapaz con tinta o tecla, que cuando te empeñas en cogerlas es que la cosa debe tener su importancia.
Pero te equivocaste.
No la tenía.
Tan solo anunciabas que se había casado.
Si suponías que anunciándomelo ibas a reabrir la herida, entonces supusiste por camino errado.
El tiempo no es mas que la distancia de la memoria, la cicatriz de toda herida y aunque puedes de vez en cuando sentirla por lo bajo, latiendo, lo cierto es que a la hora de medirnos, ella y yo andábamos ya demasiado alejados.
Pero me salió la ironía por algún lado y no pude pensar en el curioso círculo que en ocasiones es la vida al convertirte a ti en el principio y final de todo lo que no había sucedido.
¿Te acuerdas para cuando Santa Elena?.
Y este mozo de tan buena presencia....- siempre gustabas de aderezarlo todo con bombo y platillo, de hacerte derrogar entre que abrías la boca e ibas directamente a lo que convenía - ....es Alberto – concluíste, regalándome una buena palmada entre los omoplatos, de esas que lo mismo resaltan lo buenos amigos que éremos que tumban largo a uno de esos toros blancos, torpes y mansos – Solo tiene algo de feo....y es que nos ha salido urbano – dijiste, bajando la voz, como pretendiendo avergonzarte al confesarlo.
Tenías, aunque te supiera mal el decirlo, semilla de buen cómico.
Tal vez por eso nos llevábamos ta a buenas.
Sin embargo, esa noche de presentaciones, andaba ya para pocas bromas, con la escasa sapiencia de los dieciocho concentrada en arramblar con la Selectividad y dar con la nota justa que me ayudara entrar por la puerta de Económicas.
Mis padre apretaban las cejas a causa de la poca afición que mostraba hacia las matemáticas y, concientes del peligro que corrían de verme sirviendo en restaurantes o peor aun, entrando en Bellas Artes, me enviaron al pueblo a que preparara los exámenes lejos de cualquier cobertura, lejos de videjuegos y garitos, con toda la atención desplegada en dilucidar el eterno dilema de los logaritmos.
Se olvidaron eso si, de lo santa que era Elena y que a la beata en cuestión, le dió por morirse a saber cuando, pero cuando ya se le da tierra a mayo.
Por eso mientras las abuelas más beatas marchaban de romería, parando cada rato a rezar sus letanias, mientras el cura aderezaba el sermón y la parroquia le respondía con “avesmarías”, los que por aquel entonces estábamos convencidos de que la vida no caducaba, esperábamos en la diminuta explanada frente a la ermita, sacándole rojo a la brasa, tentando sobre ella la costilla, calmando la fresca a fuerza de pacharán casero, con la bota de vino en alto y la hogaza enjamonada a punta de buen bocado. La boca se nos hacía tan agua como nerviosos nos poníamos ante cualquier mujer que moviera de más los paréntesis que le ponen al pandero.
Fue así como le alcanzamos la chispa justa al ánimo y con ese mismo, fuimos a la verbena.
En ella, un envejecido “Duo Silvestre”, se ganaba con dignidad las cuatro perras que le pagaban por sacarle al órgano y a la carrasposa voz de su cantante, los cuatro éxitos del momento.
A mis ojos, menos que veinteañeros, aquello resultaba patético pero para San Miguel, era oportunidad única.
Porque en San Miguel de Labagüerri, las pautas, los ritos, la costumbre y todas esas normas jamás escritas, eran cosa seria, regla de hierro tenida en mucha cuenta.
Medrar entre género sin recato, a lo abierto, solía desbocar el chismorreo de las más abuelas, las tramas entre madres mientras se tensaban los nervios y las garrotas de los hermanos mayores, siempre al otro lado de la barra, procurando por la honra de las iguales en sangre.
La vida de diario se marcaba con el ritmo del campanario, la del mes brincaba de santo en santo y el año, nacía para San Jorge y se quedaba congelado al llegar Todos los Santos.
No quedaba otro tono, no había mayor salida y era nulo, completamente nulo, el espacio.
Vengo desde que era un crío. Todos los veranos - era tan hijo del asfalto que olvidaba constantemente aquello de que en San Miguel, del paritorio al cementerio, andaban ya presentado – Soy de....
Casa Boj – interrumpió justo cuando yo iba a decir madrileño – Nuestros abuelos eran buenos amigos desde chicos. Hasta que el tuyo marchó a la ciudad claro.
Luego lo seguirían siendo supongo.
Supongo, pero ya no les sabría a lo mismo.
Sonreía.
Para una chica criada al hielo de la montaña, era raro ofrecer aquel regalo tan a la ligera.
De normales, sonsacársela a una cara tan poco dotada para expresar el ánimo, equevalía a faenarle duro la confianza, dar muestra discreta de interés, limarle la desconfianza a base de buena dosis de paciencia y soportarle, si bien eso lo mismo da montaña que llano, esas pequeñas agujas que de vez en cuando te lanzan las mujeres, por eso de irte probando.
Era, eso lo sabes tu bien, lo mejor de San Miguel y tirando hacia abajo, del valle hasta que lindabans con el Somontano.
Piel marmólea, algo rosada bajo aquella mata lisa y espesa de cabello negro, con sus manos y esos dedos chatos de las uñas olvidadas por toda lima y laca. Los brazos, algo robustos, comenzados a la vera de cada pecho y sus pechos al costado, costado que descendiendo y con ella por narices que había que hacerlo, topaba con su cintura, esculpiéndote las dioptrias hasta terminar rematando con aquellas piernas que, si bien no le alejaban demasiado del suelo, lo hacían firmes, seguras, decididas a hacerse notar, con gracia e innata chulería.
Aquella noche, desprevenido de todo lo indiscreto, olvidé lo pequeño del local, su sobrecarga de humo, el pésimo licor de manzana, la terrible música y los cuatro críos que le rendían honores, bailando torpemente mientras pugnaban por no resbalar frente a la baba de sus padres.
La miraba a ella como si mis ojos, no fueran otros que los suyos, olvidando que sobre nosotros, todo San Miguel nos contemplaba.
Tan diminuto era que sus gentes apenas necesitaban hueco para celebrar verbena.
Sentados, de pie, sobrios o borrachos, tambaleándose, gritando, quejándose por todo o mudos y apoltronados sobre la barra de plástico prefabricado, todos bien pegados, se conocían de tal manera en obra y pecados, que aun callando, sabían lo imposible que era ocultar todo lo que los otros, sabrían pronto de ellos mismos.
Son los silencios de pueblo chico que en ocasiones.....son más claros que el cielo abierto.
Desde mi castizo punto de vista, aquello se tenía por desgracia.
Pero San Miguel sobrevivía devorado por aquel leviatán pirenaico y sacrificar el detalle íntimo no resultaba tan malo cuando al viudo octogenario se le vestía con ropa limpia y marchaba a la capa bien comido, cuando las paredes del huerto se te remozaban justo cuando las piedras andaban emparedándote un riñón, cuando te limpiaban la cuadra y te pacía a gusto el ganado al tiempo que la parienta te salía de cuentas y tenías que andarte con un ojo metido sobre la barriga y el otro dándole acelerones apurados al coche....
Acostumbrado a no ver nadie en un metro repleto, a mirar para otro lado cuando le sisaban la cartera a algún abuelo, a no encontrarme ganas viendo a una madre con el carrito en una mano y el niño en la otra, tratando de ganarle el pulso a una cuesta, era incapaz de comprender todas las discretas maneras que daban forma al puzzle que nos rodeaba......ella bebía a sorbos pequeños e insulsos, procurando meter distancia a mis descarados acercamientos.....lanzando miradas confiadas a todos aquellos mozos prestos a sacarla por las bravas de cualquier apuro.
Chisporrotea la brasa – hablaba una vieja desdentada con sus manos huesudas cruzadas sobre el delantal negro mientras contemplaba, bajo la tarima del escenario, como poco a poco, nos íbamos envalentonando.
Cuando cabeza y sábana se reconciliaron, lo hicieron bien solos, con la resaca como postre y el regalo de una promesa que ella escribió a medias mientras estampaba la puerta de su casa sobre mis predispuestos morros.....
Nos veremos en verano.
Mis padres se sorprendieron.
El uno sobre el sofá, con el ABC entreabierto, la otra recogiendo la tortilla que había sobrado de la cena....
¿No vamos a tener bronca este año? - preguntaban quienes ya se habían acostumbrado a que les inventara una y mil pegar tratando de alejarme de otro verano en San Miguel y poner rumbo a la playa siguiendo el rastro de los amigos.
No.
En aquella ocasión fuí el gato más sumiso.
Hice la maleta sin rechistarle a mama esa obsesión por los “ysis”....”el chubasquero...¿y si llueve?....el jersey grueso....¿y si hace frío?....el diccionario de griego...¿y si nos encontramos con Cristina Onnasis?....”......aguanté estoicamente las historias, tan repetidas como una película navideñas, con que mi padre desgranaba su infancia entre vacas, maestros férreos, reglazos en la cara y la lista de los reyes godos, soporté las seis horas de Opel Astra, el atasco de la autopista, la nacional en obras, la autonómica mal señalizada y aquella comarcal que andaba tan sobrada de curvas como falta de asfalto.
Y si flaqueaba, me torturaba preguntándome si quince días serían suficientes para borrarle de la memoria a Alberto, el urbano y toda su pesadez verbenera.
Pero no lo había hecho y apenas volvimos a vernos....tuvimos que buscarnos un espacio.
Si nos queriamos rondar, San Miguel nos lo dejaba demasiado fácil.
La única tasca, la de Casa Mesonero, si bien limpia y bien surtida, café y bocadillo para los obreros, guiñote para viejos después de la siesta y desde las once hasta que se cansaba el amo, refugio para los que todavía creíamos que la noche tenía multiples funciones, no andaba precisamente sobrada de discrección.
La culpable era la viuda Castán quien regía con su enlutada mirada todas y cada una de las horas del día.
Casi insomne y de vida aburrida hasta el hartazgo, pasaba horas y horas con el portalón de doble hoja abierto, contemplando juiciosa a todo aquel que entraba y salía del local.
Guardia urbana de lo estricto, quien incumpliera amanecía al día siguiente con sus vasos de más estampados en los mentideros razón por la que el protocolo se cumplía fiel y metódicamente.
Los varones casaderos en una esquina de la barra, sus iguales pero mujeres al otro lado y cerca de los servicios, los solterones objetos de cierta burla, entreteniendo su soledad con la enésima repetición de un partido frente a un vaso una y otra vez vacío, los abuelos sin ganas de hablar con la mujer o el colchón, se echaba a un discreto lado, respetados si bien olvidados.....aquello era como ir a misa, solo que el altar parecía una fuente de vino.
No, ese local no era desde luego nuestro sitio.
San Miguel supo de nuestros paseos entre casa y el Puente de los Navarros antes incluso de que regresáramos del primero.
Aun con todo tuvimos suerte.
Sin hermano mayor y con un padre tenido por moderno, gozábamos de cierta libertad que su madre coartaba a su manera...esencia pura del lugar.
Hasta las canas le salen montañesas – bromeabas cada vez que rebuscando cualquier excusa, te llamaba apenas nos veía juntos.
Se debe pensar que nos preñaremos al menor despiste, yo marcharé a la ciudad y tu te quedarás a solas con el nieto. ¿Es que a ella no le gustaba retozar con tu padre?.
Por mucho que te lo explicara...no sabrías comprenderlo.
Camino del puente más el regreso, teníamos dos horas que siempre conseguiamos hacer media de más, ralentizando el paso entre confesiones y largos, largos e indefinibles silencios.
Al puente lo llaman de los Navarros porque cuando quisieron estirar la carretera hasta llegar a Francia trajeron una peonada de pamploneses. Pero como los de Madrid se quedaron sin escudos o pesetas no se, el puente se quedó a solas, sobre el barranco y sin que ninguna rueda lo halla pisado nunca.
El fue nuestra mejor excusa.
A cambio, yo le hablaba de la ciudad, de la vida bajo el “champiñon”, de la selva de esperanzas, del océanos de ganas que mis dieciocho atesoraban....le contaba un proyectos y muchos caprichos, los escasos viajes hechos y los muchos que venía soñando, de las vistas desde el Templo de Devob, del Palacio Real, de un Museo del Prado que nunca había pisado, del ordenador que tenía insertado en el cerebro, del lunar precio de un cubata, de como se hace para que con veintitantos, bajo la luminotecnia y la música tecno, la mirada tipo calibre del portero, juzgara adulto a lo que apenas era un niñato.
¿Y tu novia? - preguntó - ¿También estudia?.
No tengo novia – ella respiró aliviada – Aun. ¿Y tu?.
¿Yo que?.
¿Que estudias?.
Nada - respondiste.
¿Como que nada?. ¿Quien no estudia a nuestra edad?.
Eso será por los madriles mocé – contestaste algo burlona – Aquí, llegas a los diez años y te meten en el autobús camino del internado. Y en el internado los curas te tienen tan tiesos y andas con la morriña tan desesperada que en cuanto te sacan del pupitre y te dan a elegir, raro es el que marcha a estudiar sabiendo que nunca volverá al pueblo.
¿Te volviste?.
Aquí estoy ¿no?.
Pero...¿por que?.
Aunque te lo explicara....nunca lo comprenderías.
Su mirada entonces, se ausentaba de la mía para posarse tiernamente sobre Peña Piñera.
La Piñera era una media colina pedregosa y anaranjada que asomaba como un ombligo de otra mucho más grande y enhiesta.
Aquel macizo que procuparaba por las criaturas que bajo su amparo morían y criaban conseguía hacerle brillar las retinas como yo nunca hubiera sido capaz de hacerlo.
De no haberla despertado cogiéndolede la mano, estoy tseguro de que se había olvidado de mi.....
Al décimo paseo nos regalamos un primer beso.
Montañesa o del llano, a todos nos hace buena gracia eso de besarnos.
Quise posar la mano sobre una de sus cadera...ella me la quitó.
No hay nadie – susurré tratando de imprimir seguridad al rostro y ausencia de ofensa por el rechazo.
Mira que eres de ciudad – respondiste – Aquí....siempre hay alguien.
Incrédulo alce la vista....Peña Piñera no decía nada.
Oye Jorge me acompañas allí – le dije mientras señalaba.
¿Para que quieres trastear por Peña Piñera?.
Es solo por coronarla. ¿Te hace?.
Bueno vale, pero lo hago no sea que te salga la jabalina y tengamos que correr con el hocio arreándonos el trasero.
La jabalina era el único ejemplar de aquellos cochinos salvajes y greñudos, al que respetaban los cazadores del valle.
San Miguel era tan cazadora como largo y duro era el invierno.
No faltaban los que enmarcándola en la mira de sus escopetas pero ninguno al verla, le habían entrado arrestos para emplomarla hasta las costillas.
!Si es que hasta habla! – contaba un abuelo.
Sobre la cima, sin que hubiéramos tenido encuentro alguno el omnívoro, traté de averiguar porque la contemplaba como si aquella dura piedra fuera capaz de consolarte.
Jamás pude averiguarlo.
Abrazados el uno al otro tanto como a la ribera, con una garza aleateando y entre medio, ese puñetero viento que gana fuerza en cuanto el sol esta de atardecidas, iba contándome lo que tu eras y lo que San Miguel conseguía.
A veces me gusta quedarme de más en las solanas...hasta que el sol ya no es sol ¿sabes?. Las demás marchan después de pasarse un par de horas sacándo el filo de la lengua pero a mi, el frío me gusta, sobre todo cuando cala....cala honda, sintiéndo como rodea las venas, hace violáceos los dedos e incluso cuando pestañeo y siento que las retinas se hielan. Luego vuelvo a casa y al aspirar la primera bocanada de aire cálido, siento que estoy más viva que nunca.
A nadie le gusta el frío.
Eso es porque nunca lo has sentido.
En Madrid hace un frío del carajo.
En Madrid al frío lo teneis acojonado con tanta calefacción. Aquí, el es quien manda y dale gracias que podemos templar la casa que si no.....
Es por eso, a nadie le gusta el frío.
Aunque te lo explicara, nunca lo comprenderías.
Esa misma noche, aun agosto, la noche era negra tizonera, haciendo que las hierbas se pusieran tiesas y que no estuviera de más un buen abrigo sobre la piel y muchas prisas para andar de donde saliera a donde pretendieras.
Yo lo hice a un pequeño campo, distante apenas diez minutos del pueblo.
Allí, una solitaria vaca, se quedaba mirando, sorprendida por la deshora, preguntándose porque estaba yo en paños menores tumbado sobre la hierba, temblando y acordándome de mis muertos por la mala idea que había tenido.
Al día siguiente, yo estornudaba y ella, cogiéndome públicamente de la mano, aun rompiendo pequeña reglas y dándo que hablar a todas las abuelas, sonreía.
Mira que estás tonto Alberto.
Solo quería comprenderte – dije a modo de excusa, comenzando a reconocer que antes de quitarme los pantalones, en San Miguel ya lo sabían.
Anda vamos. Antes de que se haga de noches y te de por quedarte en bolas delante de la vaca de Casa Solans....pobrecilla que susto le has dado.
A finales de agosto ya no quedaban vírgenes en el valle a las que festejarles en romería.
Se habían quedado sin santos las iglesias y sin excusas los mozos para rondarles a las mozas en verbena.
El invierno anda cerca – decías.
Pero si aun no hemos llegado a septiembre.
Aquí contamos de otra manera.
Con tantas orquestas que hacían las maletas poniendo rumbo al sur, donde la metereología era algo más complacida con quien la soportaba, con la chiquillería empezando a pensar que otra vez les llegaba el ritual del lunes preparando maleta, cinco días de internado y viernes de regreso con permiso de fin de semana, con los primeros ocres en el roble y los cencerros del ganado sonando camino del establo, la noche se nos ceñía antes y escaparnos a los Navarros era algo más complicado.
Entonces, entre comida y cena y de la cena al descanso, apenas quedaba otra faena que echar unas partidas al parchis en casa Mesonero, pasear que era cosa de veinte pasos hasta la borda de Don Julián que daba hacia el sur y por tanto atesoraba más rato la luz, calor y cobijo, ir hasta el pueblo vecino para saludar a la tía abuela que estaba ya muy mayor y no sabía que hacer para tenernos contentos, acariciar al perro, escuchar a tu padre repetir sus historias de maquis, saludar al cura y evitarle al mismo tiempo para que no te engachara de monaguillo o ir hasta el río para ver las truchas peleando en alguna badina contra la invencible corriente.....
Estoy cansado – dije – Pero no se de que.
De mi no – contestó – Eso lo se. La mano me la estas apretando con mayor gana que en junio.
¿Entonces?.
Echas de menos no conocer a nadie en el metro.
Miraba al fondo de aquella badina en agua clara con motitas de musgo verde a los lados.....el agua era la ciudad inmensa, el musgo verde, los pocos San Migueles que quedaban....una trucha iba del claro al verde.....pero siempre regresaba.
Ven....- cogiste mi mano - ....daremos que hablar.....pero así nos recordaremos.
Se que aun sin despertarnos, todo el mundo sabría lo pasado.
El olor a paja reseca nos impregnaría durante días, semanas incluso, por muchos que le pusiéramos agua y colonia, por muchas veces que nos cambiáramos la ropa.
Lo teníamos clavado en las entrañas.
De aquella noche, tan solo recuerdo, que aunque no fuera la primera vez que me enfrentaba a la cintura de una fémina, si sería la primera en la que deseé que todo fuera eternamente lento, pausado, bien cosechado, que no acabara, que no nos amaneciera.....
Se que no dormía mientras abrazaba mi pecho.....pero tu también ella sabía que yo no lo hacía acariciendo su pelo.
¿Me quieres? - preguntaste con el coche arrancado, la primera puesta y padre dispuesto a olvidarse que estaba asomada a la ventanilla. Yo...a punto de lágrima.
Si – dije sin avergonzarme.
¿Y a San Miguel?.
El coche petardeaba acompasado por algún adios de paisanos y ella se quedó allí, bajo las piedras centenarias del ayuntamiento, con el perro ladrando y los brazos bien cruzados.
Se que no lloró.
Jamás lo haría en público.
No se que les dáis a las montañesas para que sean tan paño y tengan tanta capacidad para absorver dolores.
La escribí durante casi un años...a tres o cuatro cartas al mes.
Ella solo respondía con una cartita casi vacía, con escaso cuento, sin fecha, sin firma, aunque sabía que era su letra.
¿Quien sino iba a escribir aquello de?....”¿Y a San Miguel?”.
Nunca contesté a la pregunta.
Nunca deseó que lo hiciera.
Y así, dejámos de sabernos.

Bucardo


Registro Propied@d Intelectual

lunes, 10 de diciembre de 2007

El Severino


El Severino

- Severino….¿que miras?.
- Nada y mucho.
En Vió andaban acostumbrados a las respuestas breves y misteriosas con que Severino rodeaba a quien le venía incordiando en sus pensamientos.
Severino pensaba desde el alba hasta la anochecida, apenas abriera un ojo hasta que lo cerraba, incluyendo todos los pestañeos intermedios, al masticar o arar, cazando, rascándole la barriga al mastín o cortándoles el rabo a las ovejas.
Sin embargo, por mucho que se le rogara, aunque se insistiera como perro tras conejo rara, rarísima era la vez en que podía vérselo, abriendo la boca para decir sobre que rumiaba su cerebro.
- Pareces tonto – le espetó un día Amalia de Casa Vecinal a la salida de la senda que conduce a Bergua.
A la Amalia, todos la sabían deslenguada y obtusa, demasiado amiga de entrampar al más desprevenido con esa manía que tenía de contar los chismes a su manera.
La verdad era que Amalia increpó al pobre Severino después de que recibiera una sonora callada por respuesta frente a las indirectas con que lo aseteaba.
Se había propuesto sonsacarle como iban sus avances y rondas tras las faldas de la nueva maestra y ante el silencio, la reina cotilla se sintió agraviada.
Agraviar a Amalia podía tener su cosa.
Aun enjuta, de carne escasa y manos huesudas, aunque no levantara ni metro y medio entre suelo y moño, Amalia tenía el veneno muy prieto, muy junto, todo acumulado en una lengua que usaba a gusto, pero sobre todo a disgusto, de quien no la tuviera contenta.
Decidió correr la voz por el pueblo de que a Severino le faltaban entendederas.
El pobre hizo bien callando.
Años atrás, Amalia había organizado una escabechina de las buenas cuando marchó de mentidero en mentidero, llevando sobre la cintura, una cesta vacía de mimbre que le sirvió de buena.....
- Marcho a recoger la patata - soltaba en la solana donde paraban los abuelo - Voy por la colada - mentía a las viejas que se agrupaban esperando al cura, sentadas en el banco que daba entrada a la iglesia de San Urbez.
Las ganas se le derramaban por la boca como agua de tormenta, contando hasta con detalles bien sudados, como Ceferino, el zagal de Casa Rufas, prometido como estaba con Joaquina la cartera, le había rebozado la paja a una turista francesa que vino en un cuatro caballos el viernes de la semana anterior.
Lo malo del Ceferino, bueno, lo malo de casi todos los que como el en Vió, les supuraba la testosterona por cada pelo, era que a falta de palabras y maldades, tenía la fuerza bruta como argumento.
En cuanto al aludido le sonaron las primeras cornetas, no tuvo que preguntar a nadie para saber de donde salía semejante ponzoña.
Marchó directo con el bastón bien agarrado, a aporrear la puerta de Casa Vecinal, la cual permaneció doblemente atrancada, con una Amalia carcomiéndose las uñas por detrás, amparándose en todos los santos, creyendo que con lo sulfurado que le venía, lo mismo la mandaba camino del sanatorio con la cabeza descalabrada.
Pues ni aun con esas aprendió la Amalia, callada solo después de muerta.
De ella se rumoreaba que la tarde que entregó el alma, aun joven todo hay que decirlo, fue el día en que se le cayó el velo con que cubría su espejo y de lo fea que se vió, le dejó de trabajar el corazón.
El tiempo hizo a Severino heredar el mote, perpetuado hasta que ahora, a los treinta bastante cumplimentados, continuaba rondando a la maestra mientras a las espaldas, le tildaban de tonto por andar siempre mirando al monte con cara de pasmado.
- Dejadlo en paz - lo defendía la maestra - ¿Acaso os hace feo que no os mire a vosotros?.
Claro que a la pobre, flaco favor le hacían al esfuerzo, las manías y rarezas de su perenne pretendiente.
Cuando la mocedad formaba corrillo frente a la tapia que limitaba la era donde las féminas colgaban la colada para que se la secara el viento, el solía apartarse, no más que un par de pasos, suficiente para ganarle la vista al monte, al cual miraba atolondrado, en dirección al norte, allí donde los peñascos le rascaba la espalda a Francia o el tozuelo a España, según fuera señor o Monsieur el que mirara.
Permanecía así, como enclaustrado sobre si mismo, hasta que alguno lo devolvía al entendimiento de una palmada que le descoyuntaba la espalda o con un pellizco bienintencionado que le avisaba que, calle abajo, garbosa y con la cesta meciéndose tentadora sobre la cadera derecha, bajaba María de Casa Colusco.
- Esta me deshace los frenos - susurraba Alberto de Casa Moliner - Anda que no la compusieron bien ni nada - añadía olvidando que entre ellos, no había quien no supiera que si estaba trasteando tras las tapias de los huertos con Petra, la menor de Casa Zurda, era porque antes María ya le había recordado lo gruesas que son las puertas de Vió.
- Compuesta tendrá para rato largo...- respondía Luís, el Albañil, conocido porque la fogosidad se le peleaba entre levantar las piedras a pulso y sin cuerda que le ayudara, y bajarse a cumplimentarle la "bajofalda" a las putas que traían a Barbastro -....pero a mi que me da que esa se lo tiene bien sabido. No os la llevareis de camino al altar si no son con un par de huertas como casorio.
- No hay moza que valga eso.
- !Pena no los tuviera! - bromeaba Ángel el Flaco - !Anda mira este! - incordiaba al Severino - Ya lo tenemos otra vez "espulgando" nubes.
- Severino….¿que miras? – preguntó Manuel el truchero.
- Nada y mucho.
El Severino no se llevaba bien con la cama.
Para compesarlo, le robaba la siesta al día y se la pegaba bastante larga, con pijama puesto y la estufa dispuesta media hora antes si era invierno.
Su madre era de casta vieja y todavía le hacía mimos al brasero.
- Mire que algún día se le cerrara la puerta de su alcoba y tendremos desgracia segura madre.
Doña Longina, ya algo ajada no por la edad sino por la mala vida, era una de estas mujeres piel reseca, en arruga más fina, que lo mismo soportan estoicamente una guerra que meten la mano por el culo de una vaca para ayudarla en un parto malencarado.
Preocupada por la nada, sabía lo mal que concebía su hijo el sueño y siempre andaba insistiendo en que se hirviera algo de valeriana por lo menos un par de horas antes que se fuera a la cama.
- Madre - respondía Severino - que la tarde es aburrida y la noche parece loca de lo viva que anda.
- Hijo con esas cosas tuyas, no me causa extrañeza que la vecindad te trate de esas maneras.
- ¿Maneras?...!ah lo dice usted por lo de raro!...
- Y tonto hijo, y tono. Si tu padre, Dios tenga en gloria, levantara la cabeza, se nos moriría de nuevo por la vergüenza...¿desde cuanto hemos tenido un tonto en Casa Petra?.
Don Severino Lacoma Duaso, patriarca y regidor de Casa Petra, había entregado el alma acudno su primogénito apenas pasaba de diez a causa de un mal estomacal que lo mató antes de que el médico le diera tan siquiera un diagnóstico.
Pero antes, Don Severino, había insertado entre los ventrículos de su hijo, el orgullo ancestral hacia la propia casa, el respeto al abuelo y la madre, la bendición del pan antes de cortarlo, el saber apreciar que era su silla la que presidía la mesa y sus brazos los que guiaban el techo bajo el que residían.
- Tente tieso - era de las poca cosas que le recordaba oir decir - Tente tieso zagal, que somos de Casa Petra.
Severino hijo ya se había acostumbrado a la tierna regañina materna.
Para apaciguarla y mantenerla en sosiego, el Severino le regalaba un beso sobre la frente y luego salía bajo la dovela infantona de su casa abriendo la puerta, cuando ya todos andaban atracándola, no fuera que esa noche la gabacha se despertera con ganas de jarana, abriendo puertas o desvencijando ventanucos.
Caminaba poniendo el ritmo en dirección a la gran quebrada, sorteando los sembrados para no malmeter la cosecha, saltando sobre las tapias, procurando no ahogar el pie en la canalera abierta, hundiendo las albarcas en el barro, apartando la rama, sorprendiendo el ojo inmenso de una vaca que lo contemplaba preguntándose cual de los dos se había equivocado de hora.
Llegado al Mondoto, se sentaba para contemplar el paisaje negro que con suerte y a cielo claro, dibujaba una enorme y a la vez sutil silueta, los peñascos como ballenas, la erizada de los pinos en la cresta, incluso el reflejo blanquecino, ferruginoso del hielo y la nieve que no conocen lo que es morir pues habitan demasiado en alto como para poder sentirlo.
Allí, tranquilo y quieto, se dejaba rodear por la espiral del monte que le dominaba el espíritu y así, en osmosis mútua, era capaz de andar sin caminar hasta lo más espeso del hayedo, sorprendiéndo al raboso con las orejas en punta mientras espera que aparezca por la oquedad algún lirón con careto, encarando los ojos amarillos del cárabo, sintiendo hollar la pezuña de los jabalís, un chotacabras gritón y asustado, el ramaje golpeándose, las perdices acurrucadas hasta que sienten alejarse la estampa de un enorme macho, de oso pardo claro, que las ha asustado aun sabiendose sin alas con las que poder seguirles el rastro.
El oso lo mira.
Parece ser el único capaz de sentirlo.
Se alza sobre sus poderosos traseros y husmea ruidosamente. El aire penetra por sus enormes fosas nasales.
No tiene miedo.
Severino tampoco.
Al día siguiente, compartiendo con su fiel "Corrusco" una rebanada gruesa de pan con miel más tazón bañera de leche aun caldeada, de la ubre a la mesa y de allí directa a la garganta, mira el paisaje a través de la ventana…no tiene sueño.
- ¿Qué miras hijo?.
- Nada y mucho.
Hoy en el portón de la Borda Vieja, el que hace las veces de pregonero, ha aparecido aviso del ICONA.
"Ante la aparición de plantígrados en el monte de Vió se informa, que en virtud a la Ley de Especies Protegidas de 1973, se trata de especie no cinegética y por tanto protegida por la legislación vigente por lo que se ruega el más estricto cumplimiento de las normas estipuladas".
El Severino no teme al oso.
Tampoco lo atemorizan los comentarios de sus paisanos.
De chiquillo uno aprende cuando se habla de uno.
Basta con acercarse a algún grupo como los que se forman en la plazuela después de misa o cuando alguna de las casas hace matacía y ver como los dientes muerden algún labio, para saber que se anda trasteando con la honra propia.
Valientes ellos pues lo más que le ven al aludido y de bien lejos, es la espalda.
La palabras son como la olor a fiemo....que el viento siempre las traslada allí donde menos gracia hace olerlo.
- Buenas Severino - saludan - Que te vemos bien poco el pelo.
- Será porque llevo la boina bien calada Paco.
Paco, el molinero, estaba algo parado desde que la harina se traía de tierra llana, en grandes sacos y llevaba mal eso de que algunos lo tildaran de "el último", siendo que tenía apenas cuarenta y ocho años y con ello parecían querer enterrarlo.
- Mira que es mala suerte - lamentaba - Con la de siglos que ha existido lo mío y voy a tener que ser yo quien le eche el candado al negocio.
Tampoco anda atemorizado porque el tiempo y sus ensimismamientos lo hayan convertido en el objeto predilecto para la chanza y burla de las féminas.
- A fin de cuentas - bromea con su madre cuando esta se lo recuerda - ¿No es bueno que las mujeres del pueblo anden siempre hablando de uno?.
Cuando estas hacen peña para acudir juntas al lavadero, entre enjabonar, restregar, darle piedra a la prenda y dejarse riñones y puños en el intento, relajan lenguas y hacen más llevadero su oficio de hembras, ridiculizando a quienes luego les vestirán los calzones que ahora lavan.
- Pues me dicen que de chico, el Seve ya era así - rumía Isabel de Casa Lopera - Le falta hervor desde que lo parieron y eso que cuando era más mozo, alguna de las que hay aquí se lo hubiera arremangado bien a gusto - añadía guiñando el ojo a quien de jovenzuela se le hubiera ocurrido comentarlo demasiado en alto.
Isabel suele olvidar sus noches a escondidas entre los brazos del forestal.
Conviene que lo haga o al menos que no llegue a oídos del único que no parece saberlo pues su marido, el abuelo de Casa Laguardia, con quien la casaron pensando que no llegaría a Navidades y lleva ya diez años dándoles la Nochebuena, lo mismo que tuvo fuerzas para hacerle un hijo con casi setenta, las tendría para sacar la navaja y organizar una escabechina por eso de la honra propia y el cuerno ajeno.
- Eso te lo seguro - le contesta Genoveva, la decana con las revueltas del fregadero - Si aun recuerdo cuando lo bautizaron que se quedaba mirando como un pasmarote las pinturas del techo y ni aun cuando el agua se le metió en los ojos, hizo gesto de soltar un solo lloro.
Genoveva habla de la iglesia como si fuera su propia casa.
Y en parte no le falta.
Es lo que tiene el terminar siendo la barragana de Mosen Miguel y no admitir casorio alguno con otro por eso de andar en amores y recibiéndolos, de un sacerdote amancebado, sin muchas ganas de quitarse la sotana.
Es la misma chanza, una tras otra, desde la romería de San Jorge hasta que en San Martín se esfuerzan por embutir la carne del cerdo en su propia tripa....desde Santa Elena para rogar por la hierba de mayo hasta Santa Antón y que este le conserve la salud al ganado.
- Tonto de remate - repetían - Pero bien tonto.
Al Seve tampoco le asustaba el tricornio de Don Ricardo.
A mucho tirar le imponía respeto.
El sargento llegó al pueblo nacido en Mas de las Matas, algo más grande que Vió pero mucho más llanero, lo que le hizo subirse ya bien curtido por las maldades que el aburrimiento, suele inventar en los lugares chicos.
- Dicen que le robaste unas mazorcas y algo de grano a Luisa la mesonera.
No era la primera vez que en su casa, que era a la vez hogar y cuartelillo, se le presentaba uno del pueblo queriendo poner denuncia al Severino.
Si no aseguraban que lo habían visto mirándole de más el culo a alguna señorita, le venían con el cuento de que andaba en tratos con el maquis o que si les desaparecía medio palmo de tierra en el huerto, era seguro que fueron las manos del Seve las que se la habían llevado consigo.
- Pero hombre - le espetaba el sargento - que no hay maquis en el monte desde que le quitaron la corneta a Franco.
- Eso nadie lo sabe - se defendía el denunciante, negándo la mentira aun sabiéndose bien pillado.
Sabedor de que la razón no suele andarse bien entendida con las ganas de pinchar que algunos tenían en el pueblo, hacía como que rellenaba el papeleo, lo usaba de tea para la cocina en cuanto se quedaba solo y luego marchaba a hablar con el denunciado, asegurándose desde luego, que fueran muchos los ojos que le contemplaban.
- Así aprenderá - masticaba alguna vieja, con el luto puesto y sin levantar la vista de la faena.
- Pues como te vieron el mismo día mirando cara al pinar....el robado saca cuentas y piensa que andas metido en esto - explicaba el sargento.
- Ya otros intentaron malmeterme ante usted.
- Lo se hombre pero me gano el jornal preguntando y mejor darle el gusto que tener dos a los que ir zurrando digo yo.
- Pues se puede venir a casa cuando quiera Don Ricardo y revolverla de arriba a abajo. Eso si, dígale a madre que viene por otra cosa, no fuera que me la mate del disgusto.
- Si ya lo se Seve....pero con cuatro palabras que ahora hablamos a esos que nos miran los callamos durante unos meses.
- Usted manda mi sargento.
Lo del "mi sargento" lo había conservado de los únicos meses de su vida, en los que el miedo le verdad lo tuvo bien acojonado.
Salía en rifa de quintos y cuando por fin llegó el Heraldo, Don Silverio, el secretario, sacó lista con la máquina de adonde le tocaba a los ocho que sorteaban en el pueblo para hacerla luego pública colgándola en la puerta de la Borda Vieja.
- A mi chico le ha tocado en Zaragoza - presumía Doña Rosa, la mujer de Cristobal, el herrero - Seguro que lo ven avispado y termina con los galones de cabo.
Doña Rosa siempre afilaba la punta del lápiz por el lado que más le convenía.
Y su hijo, claro, era su único lado.
El chico no tenía nada de malo.
Lo que ocurría era que Doña Rosa lo atosigaba con tal saña obsesiva que el muchacho aprovechaba la mínima para zafarse y correr como lebrato con el galgo al cuello.
De la mili no volvió.
No es que lo hicieran cabo.
Es que en cuanto vio que se le acababa la buena vida de sacarse los mocos sin que nadie le andara encima, buscó trabajo, busco novia capitalina y se casó con ella sin que desde entonces se le viera demasiado por Vió.
Severino lo sintió por Doña Longina.
Hacerle la faena de mandarle a Ibiza para sacarle brillo a los barcos era cosa gorda y ni aun los más puñeteros en el pueblo, fueron capaces de hacerle gracia a semejante putada.
- Adiós hijo de mi alma - se despedía de el cuando ya marchaba al llano - Si no vuelves a verme en vida sepas que estarás en mis últimos pensamientos.
- Madre no me sea usted cuervo - dijo, lamentándo al instante que en lugar de un "la quiero", le fuera a salir semejante expresión a modo de despedida.
Al Seve se le atragantaba el boliche viendo como entre sus pies y aquella enorme presa de mar salada, apenas había dos palmos de chapa.
- Mi teniente - se atrevió a decir tratando de ocultar el sudor del cuello - Que no se nadar.
- !A no te preocupes recluta!. Si te caes, no bebas que es salada - y reía como la madre bien negra que lo había parido.
Lo peor de todo no fue eso de andar encima de un barco.
Tampoco el que los compañeros le escogieran en la ducha para burlarse de aquello que el tenía sobrado y bien usado ni que el cabo de instrucción le cogiera la mirilla por eso de verle alumno poco aventajado a la hora de tratar con iguales que no tuvieran la montaña impresa sobre la espalda.
Lo peor, lo más jodido, lo descubrió apenas puso la bota en el muelle y se dio un rodeo a si mismo.
- Ostias - tragaba por lo bajo - Ostias, ostias y mil ostias.
Le falto el canto de un céntimo para tirarle el Cetme al sargento, mandar a tomar por culo la gloria, el honor y la patria, echarse un remo a cada brazo y remar hasta cuando el agua se acaba para salir de aquel lugar que le causaba de todo....menos buena gana.
Salía al patio, desconsolado en soledad, fiel a su ser montañés, sufriendo por lo callado, echando mirada de trescientos sesenta grados para no ver nada y volver a bajar los ojos al suelo para darle una buena patata a lo primero que sobre el se encontrara.
- Soldado....¿que andas mirando? - inquirió un oficial con aires de no admitir mayor respuesta que la que más le complaciera.
- Nada.....- respondía esta vez descorazonado.
Acurrucado en la litera, mientras el de la derecha roncaba y a su izquierda uno se releía una revista de señoritas guarras, el Severino se quedaba mirando al colchón de quien sobre el dormía, dentro de aquel barracón con ciento veinte tíos y se desesperaba con el mortal silencio, sin que nada ni nadie le hablara.
Alrededor suyo, lo más alto que en aquel lugar había, la campana y su campanario, le iban desgranando las horas, contando hasta las seis en que el corneta sacaba pecho y tocaba ducha y desayuno frío más postre de maniobra.
Alrededor, no había barranquera, no veía colina ni tajo, ni árbol con lustre haciendo piruetas con las raices para que el monte no los tirara….no veía la claridad de la noche, no sentía el frío escamándole la piel ni escuchaba el discreto silbido de un sarrio, alertando al resto de la manada ...."ya no estamos solos....¿quien es?....el Seve que anda levitando".
Y el pobre lloraba despedazado, más sin lágrima, carente de quejido o llanto, como lo hace un montañés, estoico y bien domado.
Fueron cuatro años metidos en uno bien largo.
Por eso, cuando la Tensina lo dejó a el, rodeado de maletas, en el cruce de la carretera, a cien pasos escasos del pueblo, antes de mirar a Vió, prefirió hacerlo al norte.
Y así, saludando cada picacho, iba comprobando cuanto les había nevado, si habría agua para aguantar las calorinas del verano, si la hierba llegaría hasta la cintura o se quedaría a mitad pierna, si se escuchaba el río royendo la piedra desde lejos o si al milano, le seguía gustando otear los sembrados posado entre el robledal.
- Anda descerebrado, corre con tu madre que ya sabrá que has llegado – animaba Tomás, el abuelo que en paz descanse de Casa Lucía- ¿Qué será para que andes tan entretenido?.
- Nada…..y mucho.
Bucardo


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domingo, 9 de diciembre de 2007

Caesaraugusta


Caesaraugusta


Mis pies son el recordatorio terco de toda una vida, la mía, con ellos ahogados en barro.
De padre recibí el primer regalo en forma de nombre, Marcus, heredado como heredado fue este trabajo, el cual, muchos por no decir todos, tienen en concepto miserable, propio de los olvidados por Fortuna y ejemplo incuestionable de que en este mundo, hay ecuestres, nobles, plebe, mercaderes, soldados, sobre ellos nuestros emperadores y bajo todos….los villanos.
Hace mucho, incluso osaba rebatirles las razones.
Ahora ya lo he aceptado.
Hombro con hombro, junto a mi, han breado antiguos legionarios cuyos ahorros se esfumaron en alguna partida amañada, hombres con el rostro oculto tras marcas que hablan por lo que callan sus palabras, deudores, esclavos fugitivos, criminales suplicando por la ignorancia de su nombre, gentes que antaño se vendieron como fuera hasta que no les quedó mayor remedio que ejercer como barqueros.
- ¡Marcus, equilibra por ese lado!.
Y yo equilibro.
Sin lamento, aferro la soga, la levanto hasta que la corriente tira de la nave y esta del esparto de la cuerda hasta que se ciñe con fuerza al cuerpo, atenazándolo sin llegar a ahogar, asentándose sobre mis costillas hasta hacerme sentir todo su poderío y peso.
Luego aprieto las muelas, clavo los pies al fango y avanzo.
Llevarle la contraria al río es mal oficio.
Soy el ejército que avanza sin remedio hacia el campo de su derrota, sabiendo que el contrario no puede, por mucho que melle el escudo en el empeño, perder su condición de invicto.
Pero soy muy capaz de vencer sus remansos, salvar sus pozas, sortear las corrientes y las piedras que le asoman cuando el agua escasea y el Híberus no le saca lustre al nombre.
Desde Tarraco hasta Caesaraugusta y desde ella en perpetuo regreso.
He crecido pegado al río, sobre el cuando lo acaricio, de frente si lo que nos toca es plantarle cara y burlarlo.
- ¡Marcus afloja!.
Y Marcus afloja, sintiendo alivio, extraño goce que me transporta a las risas de un niño, a la alegría diaria de no dudar por nada que se desbordada esos días que desde las almenas, se anunciaba la llegada de nuevos barqueros al puerto.
La cordada de padre partía siempre a comienzos de cada mes y necesitaba de un ciclo entero de la luna para volverlo a ver.
El descenso lo hacían sobre la misma barcaza que luego tendrían que traer empuñándola sobre sus espaldas.
Cuando el Híberus se hacía Nostrum, entonces encaraban hacia Tarraco donde esperaban los representantes del comerciante que arriesgaba bolsa y hacienda con aquella empresa.
Si la suerte permanecía en lo alto, si la fuerza del río no quebraba la nave, si todos los fardos llegaban sin que se los hubiera tragado el agua y los bandidos se convencían de que no valía la pena una presa tan rancia entonces, al asomar de nuevo la luna plena, padre debía de estar con la mirada puesta en Caesaraugusta y nosotros esperándolo en los muelles del puerto.
Nunca descubrí en padre el esfuerzo que aquella vida le acarreaba.
No, para mi, el día en que contemplaba como la cordada del norte tiraba la cuerda al río mientras la del otro lado, reforzada con los mozos de carga, se esforzaba por atraer la barcaza y prevenirla contra la corriente del Híberus, era sinónimo de que en casa comeríamos carne y que tendríamos tres días para disfrutar de la ciudad y de todo lo que entre sus calles se escondía.
Si terciaba suerte, con padre del lado más cercano, corría empujando entre el gentío de comerciantes y pilluelos, descargadores, guardias, putas y marinos que se amontonaban entre las recientes descargas amontonadas en el muelle.
- ¿Me trajiste algo?.
- Primero será el abrazo ¿no Marcus?.
Y yo lo abrazaba.
Juro por los lares que jamás lo hice por el regalo si bien rara, muy rara era la vez que no traía algo.
Como aquel Hermes diminuto de bronce barato con las alas fundidas sobre sus tobillos, con la cara ausente de rostro y la postura poco agraciada que consideré desde el primer momento, mi primer tesoro, el segundo que de padre recibía después de recibir la vida y el nombre.
- Toma…- lo dio acariciándome la testa -….a ver si te hace volar por las calles.
Y yo volaba.
Desde el muelle, horadadas las murallas, a la sombra del callejeo, tan solo cien pasos y estábamos en el foro donde se avanzaba a ritmo de otro, donde todo era mezcla de olores y telas, de gritos, empujones, discusiones, candidatos a la toga izando sobre todos su discurso y todos olvidándonos de el para concentrarnos en nuestros asuntos…..los asuntos de Demetrio el griego que trataba de cerrar un trato con Lúculo para venderle cincuenta tinajas recias con las que transportar su aceite desde las afueras a los almacenes urbanos…..los asuntos de Isaac el judío quien no ganaba para disgustos con el nuevo aprendiz pero no lo despedía por ser hijo huérfano de su mejor amigo….los asuntos de Luciano el perfumista, preocupado por los sextercios que invirtió hacía ya un año para traer aceite de Siria, los de Torances, el cabrero que descendía desde el Pirenne para vender sus paños, sabiendo que si bien no tan finos como los que hilaban en Egipto, eran muy apreciados por su grosor y por ser los únicos que les evitaban los fríos a los de la ciudad, reducidos a hacerse un ovillo sobre si mismos cuando les soplaba el viento del oeste…..y mis propios asuntos, obsesionado con el puesto de Julia, la repostera, cuyas pastelillos mojados en vino, las empanadas de miel o el olor de sus dulces de canela ahogaba mi lengua en saliva.
De vez en cuando, cuando se despistaba y el oficial que guardaba el orden andaba galante tras alguna dama casada, echaba la mano en uno y desaparecía tras el puesto de Cómodo.
Cómodo que como yo había heredado el negocio de un Marcus, poseía la extraña habilidad de darle forma a la voz y el defecto de perder todo lo ganado, jugando a los dados entre los muros recios de las termas.
- ¿Me regalas mi nombre? – le rogué un día en que no logré sisarle pastel alguno y me urgía alejar la mente del estómago.
- Es un buen regalo – respondió mientras lo garabateaba.
Ese, junto a Hermes, fue el segundo de mis grandes tesoros de infancia.
Mi nombre escrito en letra.
Como a padre el descanso no le duraba, procurábamos buscar un motivo para recordarnos hasta que la próxima luna nos reuniera.
Ser mula no andaba bien pagado, salvo si la moneda se midiera en malas miradas.
Paseando por la Decúmana para ganar el Teatro, los de la alta alcurnia se olvidaban de los lomos les traían las especias sirias, el vino bético o los jarrones helenos y ponían cara de ofensa solo con pensar en tener que pisar idénticos escalones que hollaban las suelas del barquero.
Pero padre adoraba el teatro y estaba dispuesto a soportarlo.
Por eso sacaba de la nada tiempo para ascender los escalones hasta la “cavea” más “summa”.
La magia de la piedra permitía, casi regalado, escuchar lo mismo que se escuchaba abajo, solo que pagando mucho menos.
Madre disfrutaba con Sófocles pero padre solía decir que para tragedia estaba ya la vida propia y prefería reír con una larga comedia o emocionarse ante una velada escuchando los poemas de Juvenal o Lucrecia.
Ninguno de los tres sabíamos leer.
Pero aun en nuestro ignorancia, sentíamos la atracción por lo desconocido, mágico, admirados de cómo alguien era capaz de convertir en bello lo invisible y darle a una palabra, formas tan diferentes unas de otras como hermosas.
Roma quedaba lejos pero el teatro nos la dejaba algo más cerca.
Padre murió al poco de cumplir yo los catorce.
Se fue con el rostro algo compungido, sobre su última barcaza, despidiéndose, brazo meciéndose en alto, hasta algo más lejos de lo que habitualmente tenía por costumbre.
No llegó a Tarraco.
Cneo, un antiguo ladrón que se redimió con la soga al hombro en lugar de al cuello y que forjó con padre una amistad casi de hermanos, nos contó que a la altura de Dertosa, fortaleza que le cierra la entrada a cualquier lanza enemiga que pretendiera ganarle la corriente al río, le vino una espantosa dolencia y que, incapaz de moverse, lo dejaron al cuidado de un médico hebreo a quien pagaron buena bolsa por sanarlo.
Cuando regresaron, este les dijo que no pasó de la primera noche y que, al tomarse la libertad de abrir su cuerpo para averiguar la dolencia que lo había matado, se topó con los riñones resecos, de tamaño impropio para lo que se suponía, era un hombre adulto.
- El oficio – concluyó Cneo a modo de incuestionable explicación.
Ahora soy yo el que tira.
Lo hago pensando en el día que sienta como mi cuerpo, ya reseco, no llegué más allá de Caspe, Octogesa o Amni Imposita y termine muriendo lejos de Cesaraugusta pero pegado al Híbero, aunque el, bien poco me de a cambio.
Durante los primeros años, apenas llegaba bajo Augusto Magno, madre suplicaba para que le pagara un denario de más al funcionario de los baños y que con el, gozara de las manos de un esclavo sobre la espalda.
- Vivirás más, llegarás a viejo – animaba.
- ¿Quién quiere llegar así a viejo madre? – preguntaba sobre el lecho, temeroso tan siquiera de mover un dedo que recordara cuan agotado estaba mi cuerpo.
Hubo un tiempo en que le hice caso.
En las termas pasaba del frío al calor y luego, sobre el mármol, dejaba obrar a las manos de aquel esclavo afeminado….creo que lo llamaban Tino….que al comienzo, lograba sacarme de la espalda la impronta del yugo.
Lo hacía con aceites perfumados de romero que alejaba el olor a sudor y la esencia del barro.
- Amo tiene la espalda de viejo – decía, sin duda acostumbrado a enfrentarse a iguales mucho menos morenas y mejor tratadas – Amo debería cambiar de oficio.
El masajista era esclavo por nacimiento y guerra.
Cuando apenas era nato, las guerras contra los persas lo trajeron de la tierra de los dos ríos hasta los mercados humanos de Éfeso y de allí, ya criado, a brear para no menguara el caldarium.
Tuvo suerte.
Un día, su dueño se torció el tobillo y fue el quien logró, casi milagrosamente, recomponérselo a base de friegas.
Y su dueño, asombrado, lo puso bajo las enseñanzas de un maestro, quien no solo le mostró el secreto que se escondía entre sus dedos, sino también a saber tratar servil, humilde y sumiso, a quien se lo solicitara.
Dejé de frecuentar los baños al poco de frecuentar a Spuria.
Hija de Julia, la sufrida repostera del foro, nos habíamos visto crecer sin apenas hablarnos, la una heredando la desconfianza materna hacia aquel pilluelo y el otro, porque de rapaz, pueden más los aromas del dulce anisado que los extraños efluvios que se guardan tras la mirada de una mujer.
Una tarde, recién llegado, con el dolor de remontar una carga de ánforas de hidromiel todavía incrustándose entre los rincones de todos mis huesos, marché camino de casa, hambriento y exhausto.
Con el rostro curtido, trate de sofocar lo primero comprando pastelillos de sésamo a una Spuria que sustituía a su madre, quien, encargada de todo en el negocio, andaba a esas horas, negociando una buena tarifa en el puesto de los harineros.
- Toma – dijo mientras la pieza que compraba se convertía por arte de magia en dos, dispuestas sobre mi mano y mi mano acariciada tierna y decorosamente cuando Spuria la retiraba.
Nadie desea casarse con el hijo barquero de un padre barquero.
Hacerlo suponía disponer de medio marido, visto apenas tres días de mes en mes para verlo marchar nuevamente, diluido por el río mientras la esposa queda sola para afrontar las decisiones de la casa sin el pater que se suponía, debía regirla.
De entre mis conocidos, todos soñaban con el día de fundar su propia casa e impartir su voluntad entre los muros con que la concibieran. Pero para mi, aquello era un sueño inalcanzable, cortado en seco por la mala voluntad que todos parecían sentir hacia el oficio.
Julia nunca aceptó de buen grado el que su hija posara sobre mi sus miradas.
- Anda encorvado y cheposo – solía criticar pensando que no la escuchaba – Huele mal y el barro le llega siempre hasta más arriba del ombligo.
Pero el hijo de Marcus consentía agachar el pescuezo, tan solo cuando tocaba brear contra la corriente, tirar y que esta le desbaratara el negocio.
Tuve que encontrar una forma de sacarnos mutuo partido, agradeciendo que el padre de Spuria hubiera muerto siendo era niña. De haber respirado, su hija estaría casada a toda prisa con el primero que se lo hubiera propuesto, temeroso como muchos pater estaban, de que sus hijas, enamoradizas y ligeras con la importancia de sacarle jugo al matrimonio, se dejaran preñar por el primer desarrapado que las encandilara.
Pensé y no tardé demasiado en encontrar algo que sin ser riqueza, tierras o argentum, tan solo yo en toda Caesaraugusta poseyera.
Entre la descarga de Tarraco y su igual a una luna de marcha, solo nosotros, las mulas de tierra, sabíamos que mercancía portábamos y el precio al que había sido comprada.
Por eso, cuando nos restaba una jornada para ver la mano alta de nuestro primer emperador, acostumbraba a pagarle dos o tres monedas de cobre a algún muchachuelo de las cercanías, quien corría hasta la ciudad para encontrar en el foro, el puesto de la repostera.
De esta forma mi suegra, podía descender al puerto antes que sus competidores, conociendo de antemano cual era el precio justo del azafrán o el comino, la calidad del sésamo o la vainilla dulzona, si le resultaba mejor pujar por la nuez moscada o al contrario, podía esperar a una próxima carga donde podría regatear con mayor tiento.
Tras seis meses, su modesto negocio, que antaño apenas daba para seguir tirando, dio por primera vez beneficios, los cuales terminaron empeñados en una hermosa fíbula que sostenía la túnica de su hija, gracias a la cual, supe por fin y sin ninguna ceremonia, que me había aceptado.
Y es que Julia, aun condenada a una vida entre fogón y apuro, se consideraba por encima de un humilde barquero.
- Es comerciante – zanjaba cuando alguna de sus amistades preguntaba por el oficio.
Y aunque en cierta manera no le faltaba razón, pues pieza era del gran puzzle que se extendía por todo el Mare Nostrum, aquellos que conocían, solían callarlo con alguna risita emitida para los adentros, deseosos de no ofender a su anfitriona.
Así, ante Juno protector, pude por fin acudir a casa de Spuria para recogerla, vestida con una modesta túnica recta, acompañando el cortejo con el fuego, encendido en mi propio hogar y que luego arrojé al cielo rogando por la felicidad y ventura de ambos.
No debía lanzarlo demasiado lejos.
Spuria no me dio hijos y yo, siempre renegué, aun estando en derecho, a solicitar el divorcio.
- Si no lo haces – decía madre – se acabará nuestra estirpe.
Madre insistió un tiempo, hasta que la vejez le quitó las ganas y comprendió que a ambos nos unía mucho más que los pastelillos de miel o las ansias de procrear.
Spuria supo agradecerlo.
Sabía que divorciada e incapaz de dar descendencia, no habría ningún nuevo candidato en la ciudad y terminaría sus días presa de la soledad, orando porque alguna sacerdotisa clemente, arrojara sus cenizas al viento cuando se le agotaran las fuerzas del cuerpo.
Por eso, durante los tres días, llenaba mi existencia con una paciencia y devoción infinitas, plagándola de candor y deseo, afable, cariñosa, siempre atenta, siempre generosa.
Acudíamos a las ínsulas situadas frente a la porta sur, donde vivían algunos de nuestros conocidos, en su mayoría jornaleros humildes que araban las granjas que los ricos patricios poseían a las afueras u obreros que restauraban las murallas o adecentaban los estragos del tiempo sobre el circo para degustar con ellos empanadas de pescado y beber el vino barato que vendían en los mercados alejados del foro.
Luego nos gustaba pasear, alejados de todo río, caminando entre los olivares nocturnos para disfrutar de la digestión sentándonos bajo ellos, seguro de que nada malo pasa a grito de guardia y bajo la sombra de todo un imperio.
Si era verano, nos desnudábamos, hacíamos el amor y nos descansábamos abrazados hasta que nos despertaba el sol o la cercanía de algún rebaño de ovejas, sabedores que tras ellas siempre viene un pastor.
Luego…..todo el sabor y la mirada se los llevaba el Híberus.
- Tendrás cuidado – decía antes del último beso – Te espero.
- Caesaraugusta entera me espera.
Siempre tuvimos planes.
Pero lo malo de los planes es que cuando quisimos motivarlos, encontrábamos una excusa y cuando nos quedamos sin ellas, entonces éramos demasiado viejos.
- ¿Para que? – reponía Spuria - ¿Acaso nos falta algo? – preguntando mientras ponía paños caliente sobre mis malparados riñones.
Siempre traté de no expresar el creciente dolor y así tenerla tranquila.
Sin embargo y sin arrepentirme, no podía evitar pensar en lo que hubiera podido ser de mi de haber aceptado la oferta de aquel pescador siciliano, falto de manos, para que embarcara en su nave…..¿habría llegado hasta Rodum y de allí a Massilia y de Massilia hasta Siracusa, rozando tan de cerca Roma que podría haber olisqueado el incienso con que saturan el palacio imperial?.
¿Y si me hubiera fiado de aquel comerciante de Thydrus que voceaba en la basílica las bondades del negocio que pretendía emprender, abriendo una nueva ruta de especias hacia el sur del imperio africano?. Los que se decidieron pudieron evitar ahogos, viendo por primera vez de cerca y entre sus manos, al hipnótico brillo del oro.
Desconfiado, yo decidí no fiar en parlanchines y seguir soñando.
Incluso, abrazado al calor tenue de Spuria, imaginaba lo que de mi habría hecho la vida de hacer honor a nuestros antepasados y enrolarme en la legión por veinte años para contemplar el límite de toda tierra civilizada, desde la fiereza barbada de los germanos hasta los desiertos persas de oriente.
Es probable, quien sabe, que hubiera podido contemplar el gran río, refugio de monstruos con escamas de hierro al que alimentan con carne roja desde los templos y del cual aseguran, de ancho que es, es imposible pasar de orilla a orilla ni el más largo de los cabos.
Arribar a los muelles, girar la vista para contemplar el cuadratum de las murallas y Spuria, recibiéndome con el pelo ondulado, sacudido por nuestro perenne viento y tras ella, las piedras de la ciudad, el ruido de los venteros, los carros que no se apartan y la estatua del primero de nuestros césares que nos saluda…..ese era yo y mi destino.
El sol cae a plomo.
Aun con ello, nos consideramos afortunados.
Apenas a unos pasos, salvados los sotos, quedan los labriegos que hacen sufrir a la espalda, teniendo como único consuelo, el agua de sus cántaros.
Pegados al río como estamos, el frescor del agua se nos pega y padecemos apenas lo necesario.
Se faena con las calzas claveteadas que no obstante, en más de una, apenas sirven cuando el barro es capaz de pudrirnos los huesos y el polvo, el que se nos mete atrapado entre las bravuconadas del viento, ahoga nuestros pulmones y agota cualquier descanso.
Suspiro.
Siento una punzada en los riñones pero no paro.
- ¡Marcus, Marcus!, ¡Equilibra!.

Bucardo


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