martes, 24 de junio de 2008

La Marea


La Marea
Atardecía.
Con la noche se echaba encima la tensión y Antonia mitigaba la suya oteando los belloteros que crecían al otro lado de la valla.
Era un bosque quebrado y muy disminuido pero que con la luz tan rácana, hacía que las sombras cobraran forma y que las leves mecidas del ramaje se convirtieran en estampida.
Para observar la muchacha echaba mano de un visor.
Los NVS eran cachivaches modernos y delicados, ideados en esa América profunda, donde lo mismo levantaban fábricas de alta tecnología que las rodeaban de granjeros de rostro cadavérico, ignorantes y convencidos de que el Juicio Final no tardaría demasiado en caerles encima.
El invento le permitía ver la noche como si fuera un festejo de fuegos artificiales.
Gracias a ello, resultaba sencillo neutralizar cualquier amenaza con tiempo de sobra para dar la señal de alarma.
- Y sin embargo…no nos servirá de nada – suspiró.
En lo alto de la torre de vigilancia, su compañero, un imberbe al que los uniformes todavía atraían más que las faldas, la miró con gesto de no comprender nada.
La torre se coronaba en una garita climatizada, donde en invierno disponía de un calefactor que apenas se utilizaba y el resto del año de un aire acondicionado a punto de reventar por el destajo.
Descendieron para aprovechar el camino de regreso, decidieron hacer una última ronda.
El muchacho, aun demasiado tierno, no parecía gustarle que una mujer le dijera por donde debía llevar los recados.
Entre valla y valla discurría una carretera cerrada, exclusiva, recién lustrada con aquel doble asfalto perfectamente señalizado, donde con regularidad robotizada, le iban pisando las patrullas.
Haría menos de un mes que aparecieron los de la corbata para inaugurar una tercera hermana.
Como perros en jauría, siguiéndoles el rastro, los periodistas se dejaron las yemas escribiendo sobre aquel nuevo invento de seis metros enrejados, coronado con alambres de púas, concebidas para evitar que las treparan con garfios o cuerdas y vigiladas las veinticuatro horas por una cámara cada doscientos pasos.
Cuando le entraba el capricho, Antonia se detenía para aferrar la reja la sacudía con fuerza para comprobar si algún espabilado había abierto mella.
Si el espabilado además tenía avispa, entonces procuraba ocultar la mella y luego hacer negocio cobrando a sus iguales por el derecho a saber donde podía superarse la valla.
- Con una era fácil – presumía uno de los ingenieros que para pasar la idea del papel a la tierra, trepano el paisaje y partió en dos alguna colina – Dos difícil. Pero con la tercera, moderna, eficaz, concebida para la….les será imposible.
Parecía incluso seguro de lo que decía.
Claro que con un micrófono rascando la nariz, uno suele decir todo menos lo que se piensa.
- Y sin embargo….no servirá de nada – repitió con la vista puesta en un bosquete de jaras donde se ocultaban muchas cosas menos perdices o gangas.
Antonia conducía.
No le gustaba que otro lo hiciera.
Desde bien chica, creciendo en aquel pueblo enjuto pero hermoso, de paisajes tan extensos como estrechas eran las mentes de sus paisanos, no consentía que nada ni nadie se le impusiera por cuestión de pantalones.
Su mal genio le hizo agarrar fama y pronto los casaderos de su misma quinta, la fueron evitando como si fuera vaca brava y desbocada, eligiendo aquellas que por sumisas, les parecieron menos gritonas y adecuadas.
- Tu acabas o soltera o matando al marido – le decía su abuela.
La pobre era demasiado buena.
Tanto como para luchar por convencerse que ni antes ni luego había mejores salidas.
Antonia eligió una de esas mejores y para disgusto de un padre poco movido a verla fuera de faldas y una madre angustiada pensando en que la hija se le quería tornar macho, cogió la vereda que llevaba a conducir aquel todoterreno.
Ingeniería alemana, la más fiable y compacta.
El diseño se gestaba en algún gabinete con vistas al Ruhr y desde allí, el maletín de un rubio ejecutivo lo llevaba hasta Asia, donde sale barato eso de fabricar churros caros.
Ciento ochenta caballos capaces de trotar a doscientos veinte por hora, de rueda doble y motor robusto dotado de silenciador, llantas de aleación, cristales dobles y protegidos, blindaje antiminas y sobre todo, aquella maravilla que era el ordenador de a bordo.
Un japonés estresado se lo sacó de la chistera para permitir que la patrulla supiera con una sola tecla donde estaban ellos y los otros, cual era la previsión del tiempo, cuando fuel les quedaba, la ficha dental de un criminal a la carrera o el resultado de la Copa de Europa.
- Y sin embargo….no servirá de nada.
Antonia aferraba el volante con la dejadez del hábito, apoyando una mano sobre la ventanilla bajada y disfrutando del roce de la brisa, ese que tanto ayudaba a amortiguar aquel sofocante bochorno.
Durante unos segundo se relajaba y la memoria se le iba a la Academia, a la ventana de las duchas en horario de chica, cuando desde cerca se atisbaban los oteros y de lejos las montañas, que les enviaban aquel viento que lo mismo aliviaba el verano que crucificaba todavía más la invernada.
Allí a Antonia, no le quedaba otra que ser amiga de su propia soledad.
Al pisar la comandancia, saludo castrense y dar parte.
- Sin novedad mi capitán.
En la instrucción no se encontraban buenos oficiales.
Lo eran de la teórica muy diferentes de aquel que le respondía al saludo con aire educado y cortés, firme en las formas y extraordinariamente competente, al que le sudaban los poros tras un montón de papeles pero que se sentía como león en sabana compartiendo patrulla entre los mandados.
El centenar de ellos que le hacían las rondas llevaban orden de llevar el uniforme tan lustrado como si fuera doce de octubre y en lugar de marcar ritmo ante las cigarras lo estuvieran haciendo frente al Juan Carlos.
Lo peor era llevar el chaleco.
Era insensato el soportar aquellos antibalas apretados hasta el cuello, que hacían buen adorno en una portada pero que bajo el sol era como ponerse a fundir hierro en los altos hornos.
Pero eso no se lo sabían en el Ministerio, donde firmaron un cheque bien cebado a cambio del invento y los mandaron traer desde una Francia donde los fabricaban tan en secreto como públicamente los comercializaban.
Con el casco se llevaba el fusil cruzado al pecho.
Arma gaditana de donde antaño se hacían navajas clásicas y ahora bichos capaces de soltar en un minuto ochenta balas.
Lucir se lucían algo olvidadas.
Limpias pero procurando no exhibirlas.
El dedo y los nervios suelen mantenerse sobre el gatillo cuando se sabe que el enemigo lo es de veras y que tiene un chaleco tan lustroso y caro como el que uno lleva.
El cuartel sumaba el tercero de siete, todos iguales, con los cimientos fuertes y los muros blancos, lema sobre el portal y amplio parque de vehículos.
Todos interconectados por teléfono, todos equipados con radio y supermercado, todos al mando de capitanes, y estos de coroneles, sobre estos los generales y aun encima de estos, helicópteros y hasta aviones, que cartografiaban líneas, valles, barranqueras y fronteras, para recordar que aun estaban, que nadie las había barrido y que de costa a costa, continuaba en pie aquella “u” extraña.
Sitiados entre la mar y la nada.
- Y sin embargo….no servirá de nada – recordó mientras junto a su compañera compensaban las fatigas con una caña en la mano.
- Mira que andas rara – se quejó.
Antonia nunca hablaba si sus razones no la convencían.
Era imposible.
Todo aquello jamás los frenaría.
Lo supo a la semana de que la destinaran, tan en pañales como quien le apuraba la cerveza antes las narices, antes de la tercera valla, antes de que los políticos les hicieran patrullar como si plantaran batalla.
Fue una marea negra que asaltó las dos vallas pasando por encima de la docena de uniformados que organizar parapeto frente a aquella masa.
Entre el griterío, el polvo, los insultos, las pedradas, el esfuerzo, los empujones y las sirenas, todavía sacó arrestos para trabar a uno de los invasores.
Al tratar de inmovilizarlo este se alzó sobre ella, inmenso con su potente musculatura tensa y sudorosa asomando entre unos ropajes que apenas eran harapos.
Sus manos despellejadas, su respiración agotada, las heridas de sus rodillas, de sus brazos y su boca desde donde dejaba escapar unas palabras de súplica que ella no comprendía.
A Antonia se le perdió la vista en el mientras el se la mantenía.
Entonces supo que nada serviría.
Aquel hombre llevaba grabada la desesperación en las retinas y apenas era una gota de un enorme océano de desesperados.
Nunca más volvió a verlo.
Y aunque en el exterior jamás lo demostrara, se alegró de no hacerlo.
Cuando al día siguiente devolvieron al otro lado a los que capturaron perdidos y desorientados, pensando que estaban habían llegado al futuro cuando el futuro había ido a apresarlos, los miró uno tras otro y no logró encontrarlo.
Quiso imaginar que logró pasar el mar y que ahora, con un poco de suerte, ahora sus ojos podrían mirarla de nuevo, sin resultarle tan hirientes.
Pero eran demasiados y abandonando el trago hizo caso de la alarma y se dispuso otra vez a apostarse con la valla entre ella y la marea.
Bucardo

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lunes, 23 de junio de 2008

La Sal


La Sal
Chot Djerid recibía el amanecer mezclando amarillo con un azulón extraño. Una lengua de asfalto partía el mar de sal y sobre ella, mal dormidos, estábamos ambos. Nueve años y ahora resulta que ya no nos encontrábamos. Posaste con desgana mientras yo apuntaba tras la cámara. Apuntaba y pensaba. Tenía miedo. Tanto camino andado, tanto por venir, perdidos por no sacarnos las ilusiones. Ajusté el objetivo y extendiste los brazos. Y entonces lo vi. Bajo tus pies sobraba la sal que nosotros anhelábamos. Aquella noche, bajo el oasis de Tozeur te besé a lo inesperado. Al día siguiente te prometí otro. Bajando del avión, lo hicimos cogidos de la mano. Quedan muchos viajes pero muchos más años.
Bucardo

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domingo, 22 de junio de 2008

Crespo el Campanero


Crespo el Campanero
Para enterrar a la Benita tuvieron que subir del llano.No quedaban manos suficientes en el pueblo y por eso mandaron recado a los forestales, al secretario municipal, al cartero y a un par de mozos voluntarios que acudieron para cargar la caja y hacer como que se lloraba.Uno de ellos marchó luego al obispado para avisarles de que en el lugar, todavía presumían de dos buenas campanas y que estas, guardarían mejor servicio en cualquier parroquia donde hubiera orejas para escucharlas.Poco después volvieron a subir para buscarlas.Por eso, el entierro de la Benita fue el último en el que se oyeron campanas de difunto, resonando de pared en pared por las calles del pueblo.Alguna de esas paredes estaban ya abajo, derruidas por culpa de la humedad, las malas hierbas y el abandono.Otras se resistían a pesar de las profundas y amenazadoras grietas que no tardarían muchos inviernos en hacer de la pared suelo.Sobre el perfil de la aldea, desafiando al viento y a la sierra, todavía se erguían tres chimeneas con humo.Pero entre tan poca vecindad, tan solo Crespo era capaz de hacer hablar al campanario.Por eso cuando se las llevaron, el pobre se quedó mirándolas largo rato mientras las alejaban camino del valle, como si estuviera despidiendo los hijos y el futuro que nunca tuvo.La María lo observaba apenada, callada y en la distancia.A los hombres no les gusta llorar y menos que los descubran haciéndolo.María y su marido, José, eran de los que todavía alimentaban una de las tres casas.La tercera era la de Matías el demente, quien llevaba tanto tiempo sin usar la lengua que ninguno recordaba ya como era el sonido de su voz.
La verdad es que no necesitaba apalabrar demasiado para ir tirando.
Cuando murieron sus padres y le emigró el hermano, se quedó solo y soltero, con escasas alegrías y la soledad convirtiendo sus hábitos en manía y rareza.Sin duda andaba loco.Pero no tanto como lo estaba Crespo.De conservar algo de cordura, al día siguiente, el campanero habría echado sobre el hombro su petate y marchado al llano donde aun hubiera podido encontrar faena para sus brazos o incluso alguna viuda deseosa de que le extinguieran la soledad y se le alegraran las noches.Pero no lo hizo y ese mismo día, el siguiente, la María se lo encontró remozando el tejado del campanario como si todavía hubiera algo que guarecer bajo sus tejas.- Mientras haya ruido habrá vida – se excusó cuando la María le echó en cara que con esas edades, anduviera comportándose como un niño mal criado.- Estamos viejos – decía - ¡Que nos importa que en la sierra sepan que nos hemos muerto!.- ¡Aun no lo estamos! – gritaba enfadado.- Si, si que lo estamos. Solo que somos demasiado orgullosos para consentirlo. Además, somos los últimos vivos del último pueblo. Nadie subirá o bajará hasta aquí para echarnos tierra sobre la caja.A María le sobraban razones.Desde que Crespo pasara de mozo a hombre aprendiéndole el oficio al padre, cada aldea y casa de la sierra se había ido desgranando.
Así, poco a poco, el árbol dejó caer sus frutos sin que nadie esperara ya que volviera a germinar.Primero fue Burgasé, la mejor poblada solo que al estar tan en alto, los caminos que le llegaban, no eran ni para las cabras. Comenzó marchando la juventud y al final, hartos de no ver esperanza, lo hicieron sus padres y abuelos, dispuestos a dejarse carcomer por la añoranza pero urbanamente civilizados.Luego vino Cajol donde Crespo no pudo subir a sacar la campaneta pues hacía mucho que la escalera había cedido a la podredumbre.En secreto, concebía la idea de que la torre se viniera abajo antes que el y recuperar así el instrumento para llevarlo hasta su propio campanario.Pero la muy jodida era de muro espeso y a el, la carne no le iba a durar tanto.Mas tarde cayó Giral donde en la mocedad llegó a tener una “novieta”.Era sonrosada y ardorosa pero no quiso quedarse en el lugar por eso de las comodidades de lo urbano y terminó por casarse en Barcelona con un funcionario de correos al que no amaba, pero que daba vida segura.Aguilar sucumbió haría cinco años.Por aquel entonces su único numantino era un cura renegado que no quiso marchar del lugar donde había dado liturgia apenas salió del seminario. Las lenguas hablaban de enamoramiento y de una barragana difunta con la que deseaba que lo enterraran.Lavelilla, Lacort, Jánovas, Yeba, Ceresuela…todos fueron haciendo resta a la suma hasta que, finalmente, tan solo quedaron ellos.José, la María, el loco Matías y Crespo, el último campanero.- Aquí no nacen – aclaraba su padre mientras aseguraba el yugo al cabezal de la “Chicotona” – Aquí las trajeron vete tu a saber cuando, ya fundidas pero no listas. De eso nos encargamos nosotros. Ya sabes, de diario limpiarlas, engrasar poleas, hacerles buen uso y tenerlas firmes y dispuestas…siempre dispuestas.Aunque así muchos lo pensaran, el empleo se complicaba más de lo debido y no terminaba allí donde lo hacía el cabezal del badajo.Al campanario se le consideraba tan campana como el bronce con que le compusieron las tripas.Tan obligado estaba el campanero en afinarle los temples al bicho como en asegurarse de que al tejadillo no se le movían las pizarras, que las escaleras tuvieron los clavos libres de óxido o que el agua no se colara por la mampostería de las esquinas.Y si no era así…pues a buscarle remedio.- Ser campanero es asunto serio – presumía cuando aun le quedaban quintos ante los que aparentar – Y más en estos lugares donde no hay hilo ni paloma mensajera.Verdad pues en caso de urgencia o novedad, la forma menos sacrificada de dar aviso, era recurrir al Crespo.Por eso, aun más importante que saber encajar cuerdas con garruchas, era aprender la manera con que en la distancia, se hacía saber sin soltar palabra.Era la lengua de los campaneros, oculta, misteriosa, no muy amplia pero desde luego, necesaria.El toque apresurado que se hacía con la “Chicotona” por ser más ligera y mañosa, significaba peligro; un incendio, una partida de contrabandistas, una granizada que avanza sierra abajo….El padre de Crespo la tocó solo dos veces y las dos para cuando la guerra; una cuando subieron los milicianos y otra cuando lo hicieron los de Franco.- La campana ni vota ni sabe de banderas – justificaba – La campana solo avisa y luego cada uno que corra para el lado que quiera.Si el tañido era largo, espeso y muy pausado, sostenido durante un par de horas por boca de la “Machorra”, entonces era que había funeral y que el finado era ya de los que le sobraban arrugas por plantarle cara a la vida.Cosa muy distinta era cuando lo hacía la “Chicotona”, con idéntico eco solo que todavía más lastimero.Era el toque de niño, reservado para los que expiraban en inocencia.Crespo solo le hizo uso una vez.Ya la mocedad escaseaba más que en agosto el agua cuando a la Pilar le entraron los dolores de vientre al poco de pasar San Antón.Las nevadas lo tenían todo copado y aunque su padre y los cuatro que quedaban en el pueblo se dejaron el alma intentando ganar la carretera, la pobrecita expiró con la tripa inflada y la cara empapada en sudor por lo mucho padecido.Hasta Crespo, con fama de duro, se concedió la licencia de llorar.Y es que Crespo siempre fue algo más sentimental de lo que se concedía.Por eso para Santa Ana, cuando llegaban las fiestas mayores, se empecinaba en deslomarse haciendo enloquecer a la “Chicotona” y la “Machorra”.Las volteaba desaforadamente, anárquico y poseído, sembrando un sonido que nadie oía para una fiesta donde no se conocería verbena, ni parejas pidiendo licencia, ni padres alertas tras los pasos de la hija, ni mozos haciendo imposibles por acometerla, ni la chiquillería correteando entre músicos, solteros y casados, desde la plaza hasta la huerta del cura para comprobar si era verdad eso que decían, eso de que el cura se entendía con la Elena cuando todos les retiraban la vista.- ¡No se para que insistes! – aconsejaba la María – Solo el olvido te escucha.- ¡El olvido y yo! – contestaba ya un poco harto de justificarse – Con eso basta.Y con ello volvía a subir al campanario para que nadie le tocara el hueco, por si las campanas regresaban.- Campanero, campanero – susurraba por lo bajo la María mientras lo veía alejarse – Mudo, sordo y al loquero.

Bucardo


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Los Cuarenta


Los Cuarenta

Rozando la cuarentena alguien me aseguró que estaba en crisis. ¡Y yo sin darme cuenta!. Tan feliz con mi trabajo, con mi pareja y ya rondando la idea de ampliar la descendencia y resulta que entraba en crisis. Al principio me dio algo de tristeza. Por mi no, desde luego, sino por quien me lo aseguraba. ¿A los cuarenta?...pensaba mientras echaba un vistazo a lo que reflejaba el espejo…no, desde luego yo no estoy en crisis.

Bucardo

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sábado, 21 de junio de 2008

Tocarnos


Tocarnos
Por muchas veces que la amé, creo que jamás llegué a verla desnuda.
Entre nosotros siempre hubo una apertura a medias, donde ella no dejaba entrar y tal vez yo no deseaba hacerlo.
Y sin embargo corrimos el riesgo y entre los dos hicimos mezcla.
Y eso que ya sabíamos, la estupidez no era nuestro peor pecado, que con los ojos vendados, no suelen hacerse grandes obras.
Dejamos que los años nos fueran tiñendo.
Años en los que nos brotó la necesidad mutua que no la compañía, años en los que podíamos pasar tardes enteras sentados en el sofá y sintiéndonos solos, años en los que gozando de nuestros cuerpos, por intenso que fuera, por profundo que llegara, siempre se nos quedaba la duda de si el uno con el otro, había sido del todo sincero.
Pero no lo fuimos ¿verdad?.
Al descubrirlo, al darnos cuenta de ello, comprobamos que nuestras sonrisas eran cada vez más cobardes, que ya no nos hacíamos cosquillas, que no surgían preguntas de nuestras miradas y la nostalgia era la peor condena por nuestro peor error.
Pero lo más doloroso, sin duda, fue sentir que ya no teníamos fuerzas para cambiar lo hecho.
Y una vez más, al acostarnos, quedamos medio iluminados por las lámparas de noche.
Así hasta que con ella pudo el sueño y conmigo el aburrimiento de un mal libro.
No se cuantas veces, a oscuras, a lo largo de la noche, nuestras pieles estuvieron a punto de rozarse.
Pero creo que jamás llegamos a tocarnos.
Bucardo

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miércoles, 18 de junio de 2008

Los Placeres de Jean Paul


Los Placeres de Jean Paul
Jean Paul observaba detenidamente el cuerpo oseo, feo y anguloso de Simone.
Estaba desnuda, sudorosa, gimiente como se debe estar cuando la observaban siendo sodomizada por su último capricho.
Jean se complacía mucho más al verla entregada a otros que estando en el lugar del amante.
Cada vez que eso ocurría, salían a reflote desde sus más profundos abismos, los miedos y quistes propios, los mismos que lo convertían en un ser nauseabundo a la visa y demasiado precoz para el orgasmo ajeno.
En cambio aquel portentoso efebo, pues su veintena contrastaba con una Simone que duplicaba su edad, era un ser helénico, perfecto y dotado según el más puro ideal renacentista.
Los músculos de aquella escultura carnal se tensaban ante cada una de las embestidas que propinaba sobre el trasero en pompa de su esposa.
Ella gozaba.
Mucho desde luego.
Sin embargo sus gritos eran silencio si los comparaba con el inmenso placer que disfrutaba al entregarse a cualquier amante de su igual género.
Simone copulaba con varones pero solo amaba a aquellas que como ella, comprendían el enganche sexual de una caricia bien dada, los placeres ocultos o el sentido profundo que una mirada, lejana y bien sostenida, puede engendrar en la lívido de toda hembra.
Cuando eso ocurría, Jean Paul tenía prohibida su presencia.
Simone reía mucho más al sentirse observada por su marido mientras otro hombre la cabalgaba.
Pero con su lesbianismo a flote, aquel capricho jamás se lo toleraba.
- Una cosa es follar – aclaraba – y otra amar querido.
- Eres irónica y muy cruel – le echó en cara.
- ¿Acaso no te complazco?.
- No amor – negó retomando el hilo de su último relato – Solo las experiencias logran hacerlo.
Y mientras Simona se sacudía bajo la ducha el enloquecedor aroma del sexo reciente, Sartre intentaba dilucidad porque continuaba existiendo…si la existencia le resultaba tan poco plácida.
Bucardo

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El Arrepentimiento


El Arrepentimiento
Hubiera jurado que no eras un arrepentimiento.
No en el sentido estricto claro.
Se supone que frente a estas, debes tenerlo claro, pero es que uno lleva tantas insatisfacciones juntas como deseos tragados y cuando por una sola vez la fea baila con el de al lado, no sabe muy bien la manera con que debe encararlo.
Si, lo hubiera jurado si no fuera porque así, en seco, aun agotado, sin preocupaciones y con los nervios acunados, el sueño me evita mientras que a ti, parece narcotizarte el ritmo en vaivén de mi pecho, con tu cabeza reposando sobre el y esa melena castaña extendida sobre el tórax y parte del lecho.
Así dormía yo cuando terminado el cortejo, veía claro que solo era un arrepentimiento.
Por eso no duermo.
Se que la amanecida traerá un rictus sobre tu rostro, una excusa en tu boca, puede que un lo siento o una falsa promesa.
- Te llamaré.
Ambos nos mentiremos y yo volveré a sentirme solo, arrepentido porque no fueras un arrepentimiento.
Bucardo

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martes, 17 de junio de 2008

El Ladrón


¿El Ladrón?
Su aspecto, apenas una apariencia, no hubiera llamado la atención ni de quienes debieran ni de quienes lo ignoraban.
Pero el desaliño era su único trapo y aquella bandera, no alzaba demasiado bien en aquel universo de estanterías repletas, precios abusivos en oferta y vigilantes en postura de abuso, dispuestos a que nadie interrumpiera la sacrosanta liturgia del consumo.
Entre piel y hueso traslucía un entramado de líneas verdes, azules y violáceas, donde tal vez en un tiempo discurriera sangre pero que ahora, no era más que arteria reseca y vena carcomida por la ponzoña.
Pocas luces y menos fuerza.
Aquel esclavo del vicio renqueaba en su caminar gracias a una muleta recosida con esparadrapos de urgencia, tan apañados el uno con el otro que uno debía averiguar si la una sostenía al dueño o era este quien impedía que la otra se resquebrajara sobre el suelo.
Ante la puerta y expulsado, mientras la cédula decidía si aquella sombra tenía suficiente de humano como para darle paso, puse el ojo sobre el bolsillo de su pantalón, uno de estos en imitación castrense que lo mismo deja sitio para tres granadas que para una litrona de las de menos de un euro el litro.
Evidentemente no pagada.
La fechoría, torpemente ocultada, terrible ante los ojos del abuso y su criminal, se giran para descubrirme sabedor y mirando.
Adoptan un gesto de ruego, solo dos o tres minutos, lo justo para darle aire al establecimiento y meter un rincón, tal vez dos de por medio.
La bolsa me pesa y no lo siento tan ladrón que el cuarto de salario que me ha costado el alimento para la próxima quincena.
Alguien allá arriba mastica langostinos como palillos con los reales con que pago el tomate transgénico y el zumo de pura química.
Alcanzo al ladrón sin esfuerzo y en poco rato y al tiempo de la despedida, sin palabra de por medio, se gira para guiñarme un ojo.
Robin Hood sin fama ni beneficio.
Yo con menos chicha en el guiso de la cartera y el, con un puntito de alegría en una enciclopedia de desgracias.
Bucardo

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lunes, 16 de junio de 2008

El Grito


El grito
De pie con el rostro marmóreo y el fanatismo insertado en las pupilas, sostenía un cartel con su foto impresa y unas letras escasas pero enormes, tajantes y repetitivas que gritaba hasta lograr que su tez blancuzca enrojeciera.
Y los gritos resonaban, entre las piedras de la plaza, por las calles del pueblo, entre montes y valles, por los bares y universidades, entre todas las provincias hasta alcanzar los oídos de todos sus iguales.
Dominante y tensa, exigía libertad para sus razones, sobre las ajenas y sus muertos, derechos para el sadismo, cadenas a quien discrepara, monumentos al odio….
Era la verdad del que más grita o balea al que no se le calla.
A sus pies, un hijo en el carrito, con el chupete decaído en la boca y la mirada que se le transforma….cada vez menos tibia, cada vez más incrustada.
Con cada alarido de su madre, la criatura olvida lo poco que habla y comenzaba a aprender que imponer la fuerza, es la manera más rápida de tener siempre la razón.
De frente aparece otra madre andando con la compra, pero esta no grita sino que se ajusta el cuello del chaleco, agacha la cabeza, acelera el paso y calla.
El niño sonríe.
Y el grito gana.

Bucardo

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Muchos pero solo uno


Muchos pero solo uno
Hablar no significa decir algo.
Y sin embargo lo niegas.
Mírate.
¿Dónde se nos han quedado los tiempos de las verdades incuestionables, del perpetuo cambio, de lacerar las yagas de un mundo viejo y que de su misma sangre surja uno nuevo?.
¿El hábito nos mató?.
No.
Se ahogaron en la impotencia, entre las muchas lenguas con un solo discurso.
Cambiamos de tema y de libro, pasamos página, compramos otra marca de champú o probamos una nueva marca de queso….tecleo otro número del mando, leo cincuenta opiniones bajo una misma perspectiva.
Y lo diverso tan hueco como un depósito vacío.
Un sonido metálico y prolongado, un eco interminable, sin tono ni melodía que se queda flotando a medio aire, débil pero dominante.
Hablas y mucho.
Gritas incluso cuando crees que no escucho.
Pero aunque lo niegues lo hago solo que con la edad, me he vuelto rácano de mis propios y menguantes recursos.
Abro mi fe cuando creo que debo, la cierro cada vez más para que no se contamine con falsos credos.
Bostezo.
Sueño y a punto de sumirme, imagino que meces tus labios, que se muere tu egoísmo y que de ti, brotan sonidos nuevos y desconocidos.
Luego gritas y me desvelo.
Suspiro hondo y acepto.
Bucardo

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El hombre que siempre perdía


El hombre que siempre perdía
El hombre que siempre perdía balanceaba las piernas sobre el vacío.
A pesar del inmenso abatimiento, el hombre que siempre perdía jamás pensaba en el suicidio.
Hasta ese momento su mala suerte había sido tal que a pesar de los siete pisos, daba por seguro que sobreviviría a la caída para condenarse a pasar los restos, sin sentir los filos de un cuchillo de cuello para abajo.
Si estaba allí era por la añoranza.
La añoranza de una infancia donde los bosques no eran bloques inhumanos y las praderas desconocían el asfalto.
Era un entonces donde se sobrecargaba por la ilusión y nunca hubiera imaginado aquello.
Aquello no era otra cosa que su vida.
Una existencia donde no hablaba pues no pintaba, donde la opinión era postre de cada día y el menosprecio el trato más cordial al que se había acostumbrado.
Una madre adicta al dominio, una esposa con la razón del grito, los amigos escasos y demasiado alejados, los hijos despreciando la baja estima, un jefe mentiroso, abusón y vago, la petulancia del compañero y hasta un perro que en cuanto le ganaba al despiste, levantaba la pata sobre la pernera del pantalón.
Callar era su única arma que el resto, tomaba por debilidad y el como defensa.
Callar y dejar volar lo que ellos no vieran, lejos del cuerpo, lejos de donde se encontrara.
El hombre que siempre perdía contemplaba las figuras liliputienses que cruzaban de acera en acera y se preguntaba si todos ellos respiraban su misma ponzoña.
Parecían tan felices, tan apresurados y carentes de sufrimiento….
Sin embargo el hombre que siempre perdía sabía ver más allá de la retina y entre sus silencios, había sembrado la costumbre de sacarle los secretos al más ínfimo detalle.
Lo supo durante una comida de empresa.
Su mujer, aquella que un día juró amarle antes de tornar el amor en desprecio, vestía traje fino y durante toda la velada, se erigió en la perfecta dama.
Perfecta estampa, perfecta pose, perfecto decoro tras una perfecta sonrisa mientras se paseaba, aparentando dominar todas las lenguas, mantener la razón en todas las charlas, comiendo con modal inglés e incluso acariciándole en público sin aparentar vergüenza.
Pero al cerrar la puerta del piso, los miedos salieron a flote, retornaron las miradas frías y el vinagre hizo pudrirse el dulce.
Ella era tan vulgar como lo era el resto y todo lo que anhelaba, no era más que estampa.
Esa con pinta de ejecutiva que caminaba a ritmo vivo con el móvil pegado al oído intentaba aparentar un dominio que luego, en la cama, convertía en inseguridad malsana.
Seguro que dejaría una luz encendida que le recordara que la noche siempre moría al hacerse de día.
Frente al kiosko, aquel que aparentaba ser el dueño de la calzada, con la música rompiendo vitrinas y los bíceps sobredimensionados asomando por un costado de la ventanilla, sin ojos ajenos tenía miedo y lloraba por la angustia que le daba sentir dolor frente a la varilla del dentista.
El abuelo ordenaba al nieto que regresara y sonreía autoritario.
Pero en el fondo temía los crecientes descaros del vástago y sabía cercano el día en que no sería capaz de doblegarle una negativa.
Suspiró conformado.
Al menos el sería triste porque así lo era.
Desde el despertador hasta la medianoche no necesitaba inventarse para sobrevivir.
Mejor triste y dueño que esclavo del impuesto.
Retiró las piernas al vacío y regreso adentro.
Allí lo esperaría su tristeza sofocada entre grito y grito.
Tristeza segura, si, pero al menos, tristeza sincera.
Bucardo


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domingo, 15 de junio de 2008

Tu Ausencia


Tu ausencia
En la ausencia te soñé.
Justo donde yo quería.
Entre uno y otro andábamos los dos.
Y entre medio nada más que nada y aun se nos hacía un todo.
Estabas tan cerca como lejos a veces te siento.
Esas veces que siempre se hacen largas, cuando encierras un mundo en tus ojos y no dejas entrar ni a propios ni a enemigos.
La crueldad que es tuya y se convierte en saña cuando la clavas primero en los que más que añorarte, resulta que te aman.
Pero anoche en la ausencia te soñé.
Y aunque resulta que dormías lejos, tal vez incluso forjada entre brazos extraños, me resultaba lo mismo.
Ni aun hurgando en tus entrañas, ni con los gemidos al oído y el sabor de tu sudor en su paladar, el otro andaba de ti más cerca que yo…cercano aun en tu ausencia.
El otro que resulta ser carne y hueso, empentones que no son latidos y la mirada que nunca se sostendrá cuando tus ojos sean hostiles y tu lengua un filo frío.
No me importa.
Aun en la simiente del desconocido, nadie sembrara en tu alma mejor cosecha, que quien sueña añoranza…sobre todo en tu ausencia.
Bucardo

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El Gato Negro


El Gato Negro
Pétreo e insensible, el gato negro reinaba sobre la escena.
Sus ojos, inquietantes y anaranjados, partidos por la retina oscura y bífida, abarcaban toda la cocina, con su fogaril, con sus cazuelas y ollas de hierro grueso, con los cubiertos de boj y los asientos de la cadiera…con las losas del suelo donde yacía descalabrado el cuerpo del Benigno.
De su cabeza se escapaba un hilo fino de sangre que se extendía hasta topar con la puerta y colarse bajo ella, llegando incluso hasta las escaleras que descendían hasta el corral.
Siguiendo lo tétrico del rastro, los civiles, con el tricornio bien calado y el dedo tenso sobre el gatillo, llegaron hasta donde se balanceaba la Marieta.
Sentada a los pies del cadáver, la mujer contemplaba atontada y desrabiada, el cuerpo desmadejado del marido.
Había aguantado así toda la nocturna, con la sartén aferrada entre las manos y el gesto decidido y ausente de quien no parece arrepentirse por lo cometido.
Y el gato, sentado sobre la alacena, veía como le echaban los grilletes mientras el sargento le iba leyendo la cartilla.
- ¿Pero que se te ha pasado por la sesera Marieta? – pretendió avergonzarla mientras se las veía para desprenderle la sartén de los dedos.
- Fue el gato.
- ¿Qué? - insistió, acercando la oreja como si quisiera no haber escuchado.
- No fui yo señor guardia – repitió – Fue el gato.
Respirando hondo, el sargento ordenó que se la llevaran.
A punto de seguirles, echó los ojos en la alacena y el entendimiento se le quedó paralizado en la imagen recién descubierta del gato.
Era una mirada ecléctica, dominante y orgullosa, superior, propia de quienes saben lo que son y conocen las mil formas de aprovechar la debilidad y el padecimiento ajeno.
Al descender la escalera y llegar al patio, vio a la Marieta con el grillete presa y los dos guardias esperando con el aire despistado de quien sabe fácil la presa.
- A sus órdenes – saludaron con el brazo sobre el pecho y la palma mirando al suelo.
Pero el no hace caso.
En su lugar alza la sartén y de un golpe atinado, parte el cráneo de la asesina que cae al suelo muerta y como un trapo.
Aun desprevenidos, los guardias tienen arrestos para encarar sus rifles y antes de que el sargento remate, lo hacen ellos de dos certeros disparos.
Ambos asesinos se mueren el uno sobre el otro y el rastro de su sangre se extiende aun más, hasta escapar del corral y dejarse ver sobre la calle.
Ninguno de los que vieron, tuvieron la cuenta de ver al gato que les rumiaban caprichoso entre las piernas.
A todo lo más, incordiados, lo espantaron.
El minino marchó camino del camposanto con el aire tranquilo.
El que tienen los asesinos cuando no dejan testigos.

Bucardo

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¿Y luego...?


¿Y luego…..?
- ¿Y luego que más?.
La maestra, regla en mano, se quedó perpleja señalando toda la extensión del mapa patrio, ante la cara ilusa y hambrienta de su alumna.
- ¿Qué más que?.
No supo encontrar mejor respuesta.
- Más allá de la frontera – insistió la niña, indicando con su diminuto índice allá donde terminaba el cachito de mundo que correspondía a su bandera.
- Bueno….-dudaba–…más allá quedan las otras patrias.
- ¿Pero es que hay más patrias?.
- Si claro, si…hay más patrias pero…no son tan lindas y gloriosas como la nuestra.
- ¿Y luego que más?.
- ¿Qué más de que? – volvió a tropezar, deseando que la niña y sus curiosidades se limitaran a lo mismo que se limitaban sus compañeros…a soportarla con cara de adormilados intentando concentrar todos sus esfuerzos en no dejarse descubrir bostezando.
- Donde terminan las otras patrias….¿que más hay?.
- Bueno pues…hay un continente, inmenso, plagado de selvas y desiertos…hay….negritos donde hace sol y personas tan blancas allí donde hiela que parecen tener nieve en lugar de piel. Pero ninguno es tan hermoso ni tan listo como nosotros, los de la patria.
- ¿Y luego que más?.
- ¿Qué más que?- se impacientaba pensando en las ganas que llevaba de sentir el timbre y verlos huir a escape camino del recreo.
- Más allá del continente, más allá de las personas con la piel de nieve…¿qué más?.
- Un mar inmenso – abarcaba con la palma -…que muere en otro continente que no ni mucho menos es tan bello ni cuco como el nuestro.
- ¿Y luego que más?.
- Un planeta inabarcable tan grande que casi no se le ve el fin
- ¿Y luego que más?.
- ¡El universo!.
- ¿Y….?
- ¡Dios!.
- ¿Y luego que….
La bofetada calló la pregunta al punto de terminarla.
Los niños, casi al ritmo, se llevaron la mano al carrillo, recordando el escozor que sintieron en su día, cuando la misma u otra maestra les socarró el moflete por idéntica causa.
La niña se sorbió los lloros, adoptó una postura abandona y con aire aburrido, se concentró desde entonces, en reprimir sus propios bostezos.
- Ya se nota ya – acusó la maestra – Ya se nota que eres nueva.
Bucardo

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sábado, 14 de junio de 2008

Busca....


Busca….
Te busqué en el fondo alcoholizado de un vaso o la narcótica mezcla de una aguja.
Te busqué entre el húmedo empentón o dándole silencios a la insaciable gula de mi egoísmo.
Te busqué en el fariseo altruismo o enarbolando las banderas ajenas de los injustos.
Te busqué en el placer del más o en la esclavitud sufrida de mis enemigos.
Te busqué en lo extraño y en lo perverso, en lo sutil o en lo enrevesado.
Te busqué allí donde nadie aseguraba haber llegado.
Y al final, mira por donde, fui a encontrarte pegada, buscando calor ante el frío, arremolinándose en mi regazo.

Bucardo

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Poco


Poco
Hacerlo no costaba nada y sin embargo costaba todo.
Por la mañana, frente a un escaparate de imposibles, se examinó el rostro.
Contemplándolo con detenimiento, juró no volver a verlo.
No quería.
Lo vio abandonado, sucio y harapiento aun a pesar de que en los últimos meses, se descubrió mucho más intenso y humano.
Todo comenzó con la mala racha y el día en que no tuvo suelto para pagar la cera capilar.
Todo acababa ahora, allí mismo, en ese preciso y doloroso gesto.
- Vamos – se animó a si mismo – Solo uno, uno, uno. Un solo segundo. Uno.
En torno suyo combatía un universo de empujones e intereses, de iguales que sin embargo, no perdían la molestia en descubrirlo.
Si ellos supieran.
Si ellos hubieran sabido apenas medio año antes.
Pero no lo hicieron y la lucha interna que se gestaba en el alma de aquel desconocido, la sentían tan lejana como el dolor que causaban a sus semejantes al pisarlos.
Una selva donde el ego es rey y el rey es lo único que importa.
Miró su mano.
No quedaban atisbos de manicura, los nervios carcomían las uñas y la suciedad se colaba hasta hacer ruidosa sombra de sus arrugas.
Cerró los ojos.
Lo hizo con fuerza como si pretendiera negarlo.
Pero no podía.
El hambre tiraba de el para que lo afrontara.
Alguien le había dicho que sin ver, uno logra encontrar el valor para hacerlo.
Pero ni aun a ciegas lograba encontrarlo.
Añoró el olor a café tostado, colombiano y recién hecho….y los chascarrillos de camarero que le soltaban tras un “usted” mientras jugaba partida de ases y ceros, con la copa aguada sobre el tapete y un habano haciendo ceniza entre los labios.
Ahora se conformaría con un bar aceitoso, alejado, donde el serrín camuflara el suelo y el olor de los aseos le distrajera de su cortado.
Se preguntó en que momento por perder, perdió el apetito por comer antes de ser comido.
Cuando volvió a abrir los ojos, ya estaba hecho.
La mano extendida con la cara baja, contando y recontando las colillas de la acera.
Aspiró profundamente una y otra vez hasta perpetuar la postura y lograr que esta se fundiera con las piedras que le hacían parapeto.
Sintió una leve caricia y al comprobarlo, percibió el peso liviano de tres monedas a veinte céntimos.
Cerró la mano emocionado, temblando como un octogenario.
Esa noche comería pan sin relleno. Poco….pero algo.

Bucardo

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El Comienzo


El Comienzo
Un poquito más y ya no me acuerdo.
Te sostengo la mirada antes de apurar, antes de que fundirte o dejar que me fundas.
Terminarás por vencer, por disipar hasta el último atisbo de mis malos recuerdos.
Si, los malos que me abundan como la sal al mar o los piojos a un perro medio muerto.
La lápida con letras en oro que aun orlada sigue siendo lápida, la cama con satén y compañía desconocida, el desprecio a lo que el hábito convierte en aburrimiento, los hijos que siempre vencen, las humillaciones de quienes mandan y suelen ser todos, la derrota de todas la banderas que alcé, las ideas que tuve que ir enterrando, el paso de los tiempos y el aumento de las canas, las manos que no me ofrecieron y el beso que nunca osé demandar….
Las esperanzas rotas hacen forma de hielo para agriarte todavía más, hasta que el agua mata al veneno y del veneno ya no me surge mayor compañía que la soledad ni mejor bálsamo que el sueño.
Duermo sin pensar hasta que llega la madrugada.
Y cuando esta llega los párpados ceden su resistencia y la luz afila cuchillas contra mis retinas.
Dolorido, tuerzo el cuello hacia mi diestra, donde hay mayor oscuridad y se dibujar una estampa.
Resulta ser la tuya que andas más despierta, tal vez porque no necesitas de engaños que te agrien de menos la vida.
Miras.
Lo has estado haciendo toda la noche.
Desde que te llamaron porque mi cara limpiaba el suelo hasta que lograste quitarme los pantalones.
Miro y no logro recordar todas las veces que nos peleamos….cuando no quisiste, cuando si querías, cuando dudaste, cuando plantaste cara, cuando confesaste tu sexo furtivo, cuando perdonaste el mío, cuando te sobró el orgullo, cuando no supe donde encontrar el mío, cuando tus palabras fueron bala, cuando hice sangrar tus viejas heridas….
Tan solo te veo a ti y no estás dormida.
Jamás y son muchos jamases te vi los ojos más claros o la cara más limpia.
Tal vez fuera porque la resaca restaba fuerza a mis escudos pero aquella mañana, sin erecciones, redescubrí lo bella que eras.
- Debes descansar.
No dije nada.
En lugar de hacerlo abracé tu cuerpo para no volver a perderlo.
Bucardo

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