jueves, 8 de abril de 2010

El Ceporro y la Puta sin Nombre


El Ceporro y la Puta sin Nombre

El Ceporro no podía explicar la difusa paz que encontraba entre las piernas de puta.

Aquella puta, suya y de todos los que abonaran, de la que no sabía ni nombre ni gentilicio, le recordaba a ese primer encuentro con una de esas hembras que por darte, te daban hasta miedo.

Le vino a los dieciocho y vino a ser con esa vecina, como tantas, aplastada por lo que le cayó desde el altar y que, entre desayuno y cena, empeñaba el día en enseñarle todo lo que puede llegar a saberse del hambre y las mil maneras de atenuarlo.

El Ceporro era un Forrets Gump a la vera del Duero, atrapado en una de tantas urbes pequeñas donde todo se juzga con un cliché y rápido vistazo.

A la mujer, la de los dieciocho, de la que sabía que tenía nombre y no era puta, la acuchilló el marido cuando supo que había perdido la exclusividad de bajarle las bragas.

En ocasiones, pensaba que si el aun continuaba jalando, era porque al desgraciado, le dio por tirarse desde el sexto antes de traspasar el zaguán para sacarle las restas y sumas.

Cuando los del Tanatorio se la llevaban, con la sábana ensangrentadas y esa cinematográfica pose de su brazo, colgando en balanceo de lado a lado, supo que marchaba la tierna era en la que uno piensa que la prima donna, es para todos, la última.

Por eso ahora, extrañaba ese pasado entre las piernas de la puta y se le regeneraban aquellos recuerdos ácidos, años en los que se aprende a ostias, por donde giran los mapas.

- No hay retorno – se dijo.

- Para mi tampoco.

Ceporro quedó quieto y descolocado, hasta que le dio por abrazar a la puta, ahora si, por un rato solo suya, y acunarse, el uno al otro, pensando que en ese segundo, algo de inocencia, les regresaría de donde los dejó olvidados.

Bucardo

sábado, 3 de abril de 2010

Vendetta


Vendetta A Paquito el Guiños lo tumbaron el día de Santa Ana, cuando callaba la calor bajo la sombrilla y las horchatas de Casa María. Casa María pregonaba su decencia entre indecentes. En su horario sin cierre, lo mismo refrescaba a grupos de escolares gritones y uniformados que amparaba el negocio de quienes imponían su beneficio a fuerza de navaja aireada. Paquito el Guiños era un ser corpulento, casi obeso, al que la rabia le supuraba a poco que alguien lo contradijera. Últimamente casi nunca acertaba. Pero cuando no lo hacía, pocos osaban a confesarlo con cara. Sabían, porque todos lo sabían, que el Guiños acariciaba con la sobaquera una Magnum de caño corto a la que jamás daba paseo si no tenía de seguras el trabajarla. La última fue un muchacho imberbe y algo tonto que no supo porque todavía no sabía, calcular lo caro que se paga la desfachatez en el lado oscuro del mundo. A Paquito no le gustaba el calor. En Casa María lo sabían y por eso, en cuento los grados excitaban el mercurio, le reservaban el mismo sitio, bajo la misma sombra y a la misma hora. Si alguno ocupaba la plaza, bastaba con una mirada desviada del camarero para que el intruso diese la entendida y con un cabeceo, saliera de allí vivo y sin honra. A Paquito no vino a tumbarlo un matarife de sueldos ni un contrario tan correoso y fiero como el lo era. Tampoco ninguno de los policías o politicuchos a los que manoseaba y que lo que trataba e último sobre había dejado insasfecho. A todo el que se le contó, se lo contaron dos veces por no creer que a alguien como el Guiños, lo fuera a reventar una mujer a cara descubierta, sosteniendo torpemente una escopeta de finiquitar conejos. Fueron dos postazos directos al rostro que no lo mataron de tajo sino que lo dejó mal parado, ahogándose en la propia sangre que le brotaba de los gajos. - Al final – le bromeaban por bajo – siempre no tumban las mujeres. - En el entierro, en el que se malgastó poca lágrima, se supo que su asesina, había aparecido ahorcada en su celda de la comisaría. De normales, siendo aquella ciudad y sus uniformados, todos hubieran jurado que el cuello, no se le puso solo entre las cuerdas. Pero al pie del cuerpo tambaleante, le leyeron una nota que dio, rara era la vez, aquel negro asunto por zanjado. “Sin mi hijo no puedo”. Y con buena gusto que lo palearon. Bucardo

viernes, 2 de abril de 2010

Marlango me suena


Marlango me suena

Escucho a Marlango que es poco más que una voz hombruna embutida en cuerpo de pecado mezclada con un calvo que sabe arrancarle “ays” a una trompeta y otro al que, algún día le averiguaré que hace, que toca o que pinta.

Marlango gusta porque Marlango desbloquea.

Basta con olvidar que es guapa, muy guapa y los otros dos, feos, rematadamente feos, para que la percha se deshaga como la carne sin hueso y olvidar, bendito olvido, que hoy, volví a dar los pasos tan lentos y desorientados como los di ayer, antes de ayer o el mes pasado.

La canción termina justo cuando paro.

He quedado con cara de bobalicón frente a la bocacalle del metro.

Es un abismo oscuro, catacumbas de la línea universitaria en cuyas escaleras, un rumano poco sincero, esboza las cuatro palabras de castellano a las que el oficio obliga, mientras extiende la mano.

Cantar…¿será algo parecido a esto?.

Fingir que se es, que se puede, que se tiene, embaucar como los encantadores de cobras de Jema el Fna, engañar como un Copperfield con poco presupuesto…vender para no revelar que estás vendido.

Aun no he terminado de divagar cuando se escucha a un tío, a una sobrina, ambos dando aullidos.

Prefiero darle al “off”.

Me duele la cabeza, me pesa el alma y las piernas.

Necesito unas vacaciones, un poco de aire, un huracán gigante que me lleve con el, a milenios, a planetas, adonde sea.

Bucardo