jueves, 22 de mayo de 2008

La Caída del Gigante


La Caída del Gigante
Una horda furiosa rodeó al gigante y este, que contra aquello jamás fue concebido, terminó claudicando.
El, que entre sus piedras vio coronar héroes bañados en sangre y caer la púrpura por el tajo de una espada, el que soportó el saqueó de conquistadores y Papas, el, que languideció frente a los centenarios sin permitir que aun mancillado, acabaran de tumbarlo, expiró atravesado por los flashes, las filas asfixiadas y las miradas más o menos interesadas, contemplando asombrado, pieles y colores, acentos e idiomas, chancletas, gafas de sol, pintadas obscenas y camisetas estampadas…extraño ejército cuando con uno no pudieron ni godos ni lombardos, ni incendios, ni las iras de los tercios hispanos.
Entre los millones que lo vieron caer, todavía quedaban quienes lo lloraban, viéndolo convertido en la parodia de su propia fama.
Incrustado en el compuesto que daba forma a su esqueleto ya no queda nada de la razón por la que fue creado y admirado.
Antes de morir quiso cerrar los ojos.
Tal vez lo mejor que le sucedió, fue el olvido.
El olvido bajo el cual le dejaron cicatrizar las heridas y la ciudad le fue creciendo a sus pies como un bálsamo.
Sus piedras germinaron entre los palacios del Renacimiento y entre ellas, murieron menos cristianos de lo que algunos con sotana mintieron.
Así fue como murió el Coliseo.
Los romanos nunca lo supieron.
Se levantaban cada mañana para taladrarlo a base de grito y “motorino”.
Pensaban que por verlo….continuaba vivo.
Bucardo

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La Peste


La Peste
Nadie en la aldea supo explicar porque Remigia vestía siempre de negro.
Hubo quienes en principio lo justificaban con el luto.
Sus abuelos, como casi todas las cosas que en vida hicieron, decidieron morirse en acuerdo.
A los cinco días de dar tierra a uno, lo hicieron con el otro lo cual, obligaba a sus descendientes, a guardarles recuerdo enlutado durante más de un año.
Era la norma y el buen decoro, algo muy sagrado allí donde conviven apenas cien almas.
Pero al cumplirse el plazo y ver que Remigia no consentía el dejarse ver con algo de color sobre las formas, los hubo que se extrañaron.
- Chica…-le bromearon algunas mujeres -…a ver si le das luz al cuerpo.
- ¿Qué sabréis vosotras de luz? – contestaba acompañando el desprecio con ese gesto tan propio de contemplar a sus iguales como si levitara por encima de ellos.
Remigia y su luto no tardaron demasiado en ganarse la impopularidad de los vecinos.
Caminaba flaca y estirada, posando apenas una furtiva mirada con quien se tropezara, ahorrando avaramente cualquier saludo o interés en la vida ajena, comportándose como si todo el mundo, tuviera una enorme e impagable deuda hacia su persona.
Por eso todos le dieron de lado aunque no pudieran dejar de mirarla.
Sin embargo, ninguno de sus vecinos hubiera esperado, que como la peor de las pestes, el negro de Remigia fuera emponzoñando a todos y cada uno de los suyos.
Su padre, antaño un próspero comerciante de telas cuyo éxito radicaba en su capacidad para agradar y relacionarse, fue, casi imperceptiblemente, tornándose en un ser más desconfiado y huidizo, poco hablador y casi siempre cabizbajo.
Durante años, su puesto en el mercado de la ciudad había sido el más frecuentado por las damas de alta alcurnia, dispuestas a dejarse atrapar por el anzuelo de sus halagos.
Ahora parecía arrinconado y ausente, voluntariamente condenado a un ostracismo que a el, al menos en apariencia, no parecía afectarlo lo más mínimo.
María, su hermana, gozó en tiempo de un rostro proporcionado y una sonrisa gentil y sincera.
Era una belleza cautivadora e inexplicable, cuya generosidad le obligaba a compartir su felicidad con cualquiera al que la vida lo sangrara.
Ahora caminaba en solitario como ánima en Día de Difuntos, del hogar a misa y de misa al hogar sin saludar más que con un gesto y en ocasiones, ni aun con eso.
Sin echar mucha memoria atrás, María había hecho brotar la hierba bajo las piedras que ella pisaba, logrando con su presencia que las abuelas olvidaran sus achaques, los inocentes sus riñas y los grandes señores sus trifulcas.
A su puerta se agolpaban los deseosos de arrebatársela a la soltería, dispuestos a dejarse enamorar, todavía más, por la calidez de aquella gran María.
Pero ahora la aldaba de su puerta renqueaba por el desuso, nadie torcía el cuello cuando se intuía su sombra y las viejas añoraban el calmante que para los maltratados huesos suponía su cercanía.
Su prima Josefa, a la que era fácil descubrir tejiendo bordados, sentada a la luz de la ventana geminada del casal mientras tarareaba los romances más populares, terminó, sin que nadie se percatase, por abandonar el telar en favor de los brazos caídos.
De las notas que en tiempos dejaba escapar su voz, ahora no quedaba más que el silencio más espeso y sepulcral.
Había vecinos que en las escasas tardes de asueto, gustaban de pasear frente a donde Josefa moraba, con la esperanza de que su cantar los entretuviera, haciéndoles creer que era mayo en diciembre o que el sol campaba cuando al cielo le rascaban las lluvias.
Pero ahora tan solo el viento plantaba sus respetos frente a la ventana y por la boca de su chimenea, lo cenizo y su hollín eran los únicos que sonaban.
Pero lo que más extrañó fue lo de la Antonia.
Ella que en vida nada tenía de sangre y menos de amistad con Remigia, un día salió de la cama y en lugar de las calzas gruesas y estridentes que la afamaban, bajó a la calle inmaculadamente enlutada.
En el cesto dejó sus agujas y neceseres de bordadora, la más afamada y mejor pagada del condado, la que presumía de no haber nunca ideado un zurcido que se quebrara o un dibujo en hilo que pudieran llamar feo.
Luego fue Simón, el organista de la vieja iglesia de San Miguel, quien dejó de acudir a sus sacrosantos ensayos.
Antes, los feligreses que acudían a misa, no sabían definir si lo hacían por verdadera ansia de salvación o por escuchar los prodigios que dejaban escapar los dedos de Simón al contacto con la tecla.
Pero ahora solo el polvo tocaba aquel instrumento y de su dejadez, nació la podredumbre de sus maderas nobles, el acartonamiento de sus fuelles o el óxido de sus innumerables tubos.
Desanimado al dejar de escuchar las melodías de Simón, los cantos de Josefa o los saludos de María, Luis el cantero se dejó vencer por la apatía.
Una mañana abandonó el cincel con el cuerpo de una de sus prodigiosas tallas brotando inacabado fuera de la piedra primigenia.
En el lugar, no había clave que el no hubiera orlado con un vistoso escudo, un angelote de poderosos carrillos o una Virgen doliente por su hijo crucificado.
Sus obras eran inimaginablemente hermosas, expresivas y cargadas de toda la fuerza creadora que conectaba la cabeza del escultor con su musculado brazo.
En San Miguel, las pilas bautismales llevaban su inconfundible firma, mezcladas con volutas y hojas de acanto, entre santos en éxtasis, parras en uva, hiedras y Cristos con sus misericordias.
Pero el ideario se le acabó ahogando y ahora, agotado y espeso, se sentía incapaz de imaginar alguno de sus antiguos prodigios.
Un día justo en mitad de julio, el señor Pascual dijo que no quería más…y no quiso.
Apenas unas semanas antes, nadie como el sabía recitar los versos de Santa Elena.
Tratándose del más anciano, los recordaba heredados de boca a oreja, rememorándolos cuando se quisiera y ante quien lo pidiera, sabedor como era, de que sin saber escribir, aquella era la única forma de conseguir que con el no murieran.
Pero cuando ese verano Lucas se lo pidió, el señor Pascual rogó silencio y sin mayores explicaciones, lo dejó en pie, compuesto y sin versos.
Parecía tan lejano el tiempo en que los recitaba como si hablara del Cid y sus gestas, recibiendo los aplausos con una sonrisa tan falta de dientes como sobrada de franqueza.
Y Lucas, quien hasta ese día escribía tan derecho y bien lustrado como para que el cura pensara en enviarlo al Seminario, dejó de practicar en la creencia de que para bien poco servían los esfuerzos con las letras.
Quedaron sueltas e inacabadas muchas frases, palabras y estrofas, en su día iniciadas creyendo que tal vez si se aplicaba, llegaría a ser notario, tenido por alguien de fama, capaz de imprimir su signo y firma sobre algún convenido o tratado de paz.
Pero ahora se le veía en su huerta, con la azada en el lugar de la pluma, cavando un inexplicable hoyo allí donde menos se necesitaba.
En apenas dos años, la aldea se tornó de un oscuro omnipresente que surgía desde sus mismas vísceras hasta cubrirle toda la carne.
Solo entonces Remigia pareció encontrarse a gusto.
Paseaba por sus calles como verdadera ama, con aquel indescriptible mal dibujado sobre la vulgaridad de su rostro.
A cada paso, le engordaba su prepotencia y su insaciable vanidad.
Así hasta que la vio sentada en un portal.
- Esta niña – se quejó – Siempre dando mal.
Cristina y sus dedos, aun gordezuelos por la poca edad, parecían sumergidos en el mundo que trazaban sobre la pizarra negra que hacía de suelo.
Era un campanario rodeado de montañas y unas montañas rodeadas de cielo y un cielo rodeado de estrellas….era un río rodeado de barrancos y unos barrancos rodeados de árboles y unos árboles rodeados de aves, a su vez rodeadas de nubes y estas punteando hasta expandirse sin conocer frontera ni marco.
Tanto guardaba Cristina dentro de su cabeza que la idea se le hizo grande o la piedra pequeña y ahora, como un mosaico antiguo, el ingenio se le había extendido por todo el patio que hacia de entrada a su casa.
- ¡Pues eso nos faltaba! – soltó Remigia - ¡No ves que estás ensuciando la casa!. ¡Verás tu madre cuando te vea!- ¡Te va a regañar!. ¡Te va a dar una buena zurra!. ¡Que van a decir!. ¡Deja esas tonterías y haz algo útil!. ¡Deja eso que…
- No tienes nada.
La respuesta pilló a Remigia tan a contrapié que esta se quedó con la boca abierta y el brazo todavía en alto, como si pensara concluir una frase que ya estaba muerta.
- No tienes nada – insistió la niña sin alzar la voz ni inmutarse – Y a mi…no me lo vas a quitar.
Pálida y temblorosa, sintiéndose más desnuda que un recién nacido, se retiró sin plantear batalla.
Reptando, como si se tratara de una alimaña recién descubierta, callejeó hasta retornar a el cubil que le hacía de guarida.
La niña no le perdió la vista hasta que el luto se escabulló entre las piedras.
Solo entonces continuó pintando.
Pintó, pintó y pintó hasta que nadie pudo verle un solo tramo de negro al suelo.
Bucardo

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lunes, 5 de mayo de 2008

La Primera Pregunta


La Primera Pregunta
Balbuceando mientras lo sostenían en alto, su primera palabra, salió pregunta.
- ¿Por qué?.
Y sus padres, profundamente preocupados, se miraron, conscientes de todo lo que se les echaba encima.
¡Que sencillo habría resultado si hubiera dicho “papa”!.
Pero ahora, si tenían valor para ello, tendrían que darle respuestas.
Y si no, dejar que creciera y la vida, le fuera explicando sus razones.
Si hacían lo primero, les tomaría manía por amargarlo.
Si optaban por lo segundo, los odiaría por ocultárselo.
Lo devolvieron al suelo, con la cara mirando al televisor.
Y mientras este lo apaciguaba ellos se iban, poco a poco, alejando.

Bucardo

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domingo, 4 de mayo de 2008

La Mirada de una Flauta


La Mirada de una Flauta
Berlín transmite frío.
No es un frío aéreo, no es un frío puramente invernal o climático.
Es un frío real, sólido y palpable, bebible a través de una Pills, digerible por medio de un acanelado Strudell de manzana.
Tal vez esa sea la razón por la que los berlineses con acné, gustan, en mayor medida que sus iguales germanos, de apiñarse como hormigas en marabunta y consagrar esa especie de pseudocultura que son los pubs, discotecas, antros, conciertos de taberna estrecha, psicodélicas lumínicas y musicales…paranoias modernas que se untan de moda cuando no es más que adiestramiento de borregos.
No me desengaño.
Sin excepciones, todas las urbes esconden, entre sus pequeños defectos, las simientes que nutren sus grandes encantos.
Tratar de coger cariño a las pacíficas ruinas del foro romano, resulta imposible sin la anarquía dominante de “motorinos” y contaminantes.
Hacer lo propio ante la eficacia y utilitarismo del urbanismo berlinés, cuesta un poco más sin asumir la frialdad enquistada en el monumento al Holocausto, el gris taladrado del Reichtag o los paseos húmedos por el Unter den Linden o frente a la ribera del Spee.
Camino de su mano buscando una tienda de ropa al peso.
Abunda este tipo de comercio, surgido del snobismo exagerado, ese que multiplica los precios por el valor de la marca, mucho más rápido de lo que engordan los sueldos.
Nuestro objetivo goza de cierta fama.
Sale en las guía y eso, para lo que apenas llevamos setenta y dos horas tratando de hacer comprender nuestro arcaico alemán a los alemanes, es más valioso que la propia intuición.
Por la calle se percibe cierto aire mezclado.
A la llamada del pedazo tela, acuden gentes con diferente acento.
Italianos, franceses, holandeses que son como los alemanes solo que algo más fumados….unidos por el inglés, la globalización y la necesidad de vestirse las carnes a precio bajo.
Media hora más tarde…ella claudica.
No da con nada entre la vorágine de ropa usa e higiénicamente cuestionable.
Yo he necesitado cinco minutos.
Lo justo para descubrir un maniquí vestido con apariencia de proxeneta neoyorquino de los setenta.
Salimos a la calle y preferimos desviar el gasto hacia unos capuchinos y un par de gruesas porciones de Karrote Kuche.
El frío quema calorías y el cuerpo las reclama al tiempo que la conciencia exige que les libremos de las lorzas y el pecho decaído.
Es una ruleta donde comenzamos ya perdidos.
Resulta ser una buena decisión.
Desde el enorme ventanal del establecimiento se atisba la amplia visión de la Alexander Platz.
Oscurece y esta en obras pero eso no impide que las luces apenas logren rasgar la noche y que haya mucho gentío pero pocas caras…todas ocultas bajo los gorros, tras las bufandas.
- Hace frío – me dice ella, sonriendo mientras da unos sorbos al café.
- Más de lo que parece.
Al salir, lo hacemos algo más templados.
Pero la humedad del río tarda un suspiro helado en recordarnos quien manda.
Caminamos bien pegados, no se si por amor, no se si por lo gélido y en apenas un cuarto de hora, topamos con la neoclásica entrada del
Berliner Gesichte Museum.
No entramos.
Viajar es como amar.
Siempre hay que dejar alguna pregunta para justificar el regreso.
Dos pasos más tarde damos con un mendigo.
Se presenta intangible, hundido por el peso de su suerte y bajo varias capas de abrigos varios…de colores apagados y sucios.
Toca la flauta.
Intuyo que aun echando unas monedas, no conseguiría hacerlo con mejor tino.
Sus barbas canosas y las manos infladas, revelan las invernadas que llevaba aguantando el compás bajo la helada.
Sacó dos euros.
Algo y nada.
Al echarlos, no deja de tocar pero me mira.
Por la noche, mientras ella duerme rogando de vez en cuando que la abrace para cubrirle las espaldas, pienso en la ciudad, en la Museum Insel, en el cuello de Nefertari, en las puertas que traspasó Alejandro y las cicatrices del Parlamento…veo Charlontenbug todo rosado y los jardines hibernados de Postadam.
Sin embargo, nada me parece más irrepetible que la mirada de aquel anciano.
El único punto cálido de un Berlín…definitivamente frío.
Bucardo

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viernes, 2 de mayo de 2008

Los 106


Los 106
Siempre nos sorprendieron sus 106 años.
No por alcanzarlos sino por no aparentarlos.
La vida no le fue del todo sincera.
De haberlo sido, lo habría abandonado mucho antes, cuando uno lleva años soportando lo que hay y las ganas le declinan al ritmo con que se recoge siembra de arrugas.
Pero la puñetera le anduvo fiera, condenándolo a soportarla durante más de 38.000 mañanas.
Sin embargo, cualquiera que sin conocerlo, lo hubiera observado al punto del mediodía, habría jurado que al Serafín le faltaba de todo, menos ganas de que lo llevaran de paseo, camino del camposanto.
Por el enfermero que soy, he visto sexagenarios parapetados tras los cerrojos de sus casas.
Atemorizados por sus debilidades, piensan que nada malo padecerán pisando en terreno conocido.
He visto ancianos, mozos comparados con Serafín, espantando con aspaviento a la mocedad, como quien trata de atinar con un moscardón peludo de verano.
Lanzando juramentos e improperios, juran y perjuran que colgada del portón, guardan una escopeta bien cebada con cartuchos de sal gorda.
La chiquillería termina por temer a sus viejos y los viejos por temerlos a ellos.
Pero al bueno de Serafín, cuya edad limitaba sus paseos, no se le ocurría otra, que rogar a cualquiera de sus hijos, para que a las once y media de la mañana, lo sentaran en el banco de piedra que se pegaba a la escuela.
Durante los primeros meses, su simiente, que era mucha, trató de encontrar una respuesta.
- Es que los viejos son como las lagartijas. Con la edad se les cae el rabo y andan buscando donde les caliente más el sol – bromeaba mi mujer, a la sazón, una de sus propias nietas.
- Lo que le gusta a este es mirarle las cachas a Elenita la maestra – aludía el cuñado, quien a pesar de casar con mujer afamada de fura, no podía evitar que los ojos y otras cosas, le anduvieran haciendo sombra al turgente trasero de la citada.
Al poco se hartaron de darle vueltas y terminaron por acostumbrarse.
Un día, rozando las doce en punto, me lo quedé mirando.
Permanecía serio, con esa media ceguera intuyendo el vacío.
De lejos sonaron unas palmas.
Eran las de Elenita dando por iniciado el recreo.
Y entonces, mágicamente, el semblante le mudo como quien pasa de casado a soltero.
De repente dejó entrever una sonrisa encajada en la profundidad de sus mandíbulas.
Frente a el, su bastón y su boina, la chiquillería se desparramaba por la plaza, unos organizando partida, otros dándole a la pelota, los más preparando alguna trastada y tres, tal vez cuatro, saludándolo con un beso en el inexistente carrillo mientras el, con la mano, los invitaba a acompañarlo.
Durante media hora, pude escuchar como hablaba.
Era incapaz de distinguir que se decía pero movía los brazos, gesticulaba e incluso parecía que el tono de su voz, le rejuvenecía hasta recuperar los noventa.
Era otro Serafín.
Contrario al que retornó cuando de nuevo sonaron las palmas ordenando que todo se acabara.
Entonces mi mujer lo ayudó a que regresara bajo la sombra del patio.
Allí permanecería cumpliendo el rito.
Hasta que se le indicara la hora del puré, la hora de la siesta, la hora de la atardecida…más puré, dormir, con suerte despertar y esperar.
Esperar mucho y siempre.
Intrigado, al día siguiente di dos pasos para acercarme pero evitando que el supiera.
Tenía miedo que estando emparentado, no se sintiera en la confianza con que lo había visto.
- ¡Montañeses! – saludaba.
En torno suyo andaban tres chiquillas, la mayor cerca de los doce y un niño, enclenque y algo contrahecho, que sin duda había terminado allí para evitar la humillación de terminar rechazado en las siempre crueles elecciones de equipo.
- ¿Qué tal van las sumas y restas?.
- Son raíces cuadradas – le aclaró la más crecida.
- No se de esas cosas zagala. A tus años, ya andaba de huerto en huerto, sin apenas saber hacer una sola “o”.
- ¿No sabe escribir señor Serafín? – preguntó intrigada.
- Mi nombre y poco más. Era otra época, llena de oportunidades perdidas. Sin más, mi hermano Nicolás era listo como una rabosa pero como no teníamos medios, terminó entre ganados, más animal y duro que una piedra.
- ¿Sabe que la Nuria se ha sacado novio?.
- Temprana te veo chica – bromeó fingiendo algo de seriedad ante la nueva.
- ¡No es verdad!. ¡Yo no quiero tener novio!.
- Di que si moceta. Ya te llegará la edad. A mi me apalabraron con dieciséis años si bien tuve mucha suerte y terminé bien casado con la Remigia. Ella lo aguantó todo, hasta cuando me tuve que ir a la guerra y dejarla en el pueblo, al cuidado de sus padres.
- ¿Para que no se la robaran?
- ¡No!. ¡En esas andábamos pensando!. Cuando yo era joven, la palabra era sagrada no como ahora, que coleccionan amores como quien va a comprar vacas a la feria.
- Mi abuelo también estuvo en la guerra – aclaró el enclenque – No hace más que marearnos con ella.
- Al yayo tuyo lo conozco desde que lo bautizaron. Más vale que le escuches más y no lo evites tanto. Cuando marchó a la guerra apenas salía de crío y bien putas las pasó. Sin embargo donde me mandaron fue a Marruecos, a África, donde los moros nos la tenían jurada.
- ¡Eso si que tira lejos!.
- Figúrate chiqué….íbamos con el correo hasta Jaca, luego cogíamos el tren hasta la estación Norte en Zaragoza. Allí corre a enganchar otro a Barcelona, presentarte en el cuartel, ponerte el uniforme, aprender a dar cuatro tiros y coger un barco que era casi una cáscara de nuez hasta Ceuta. ¡Que calor, que sofoco pasabas!.
- ¿Y vio leones?.
- ¡Uy no!. Lo más que vimos fue unos jabalís tan pequeños y esmirriados que parecían ratas al lado de lo que aquí tenemos.
- ¿Y que hacía su novia señor Serafín?.
- Esperarme zagala. ¡Y bien mal que lo pasó la pobre!. La guerra ya iba mal por aquel entonces pero salimos vivos y cuando volvimos, organicé mi propio rebaño.
- ¿De vacas?.
- No, lo de las vacas vino luego, con Franco. En aquel entonces, lo que rentaba era la oveja. Deberíais haber visto las mugas de cuando tenía treinta años. Se te presentaban plagados de puntitos blancos, tan a miles que no había forma de contarlos. Si, era muy bonito de ver.
- Ahora ya no quedan ovejas.
- No….no quedan – reconoció melancólico – Pero aquí estoy yo para que no lo olvidéis – añadió cogiendo de la mano a una de las niñas.
Con el gesto pude descubrirlo.
Hasta ese momento, aquella chiquilla, tímida y algo timorata, había sostenido un lapicero sobre un pequeño cuaderno donde, durante todo aquel tiempo, había tomado nota de cuando Serafín contaba.
Apenas tenía diez, puede que once años pero algo le decía, Dios sabe como, que aquel momento no iba a repetirse siempre.
La maestra retornó a la calle dando palmas y los niños lamentaron que una vez más, la historia se les hubiera quedado a medias.
- Mañana nos veremos zagales – les animó.
- ¿Y si se muere? – preguntó el niño recibiendo en el acto una soberana colleja para que tuviera la boca más quieta.
- Entonces….tratar de no olvidarlo.
Durante unos minutos, mientras la escuela se iba poco a poco calmando, Serafín guardó silencio.
Parecía serenarse escuchando aquel griterío.
Luego todo se calló y tan solo podía descubrirse la voz monótona y repetitiva de Elenita.
Comprendí.
En casa había un ritual donde el cariño nunca le faltaba.
Pero ninguno se paraba para escucharlo.
Pero como el paisaje, aunque diario, no significaba que nos resultara conocido.
¡Y tenía tanto que darnos!
Tal vez quien más sobrado andaba.
Aquellos chiquillos escuchaban y tenían toda una vida para retenerlo.
Su muerte no arrastraría aquella biblioteca de recuerdos y con cada recreo, Serafín acataba la voluntad que el recibió de su abuelo y este del suyo propio…generación tras generación hasta que el alma consiga la inmortalidad que el cuerpo les niega.
Mi mujer salió pero yo estaba en medio.
- ¿Qué haces aquí? – preguntó.
- Vengo a recoger al abuelo.
- Bueno vale – acató mientras volvía a sus macetas y yo lo ayudaba a incorporarse.
- Señor Serafín….
- Dime.
- ¿Estuvo usted en África?.
Y el me miró con unos ojos inmensos…creo que incluso agradecidos.
Bucardo

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