martes, 31 de julio de 2007

Huída Imposible


Huída Imposible

El calor me envuelve como la sábanas se pegan a un cuerpo húmedo y sudoroso, aprisionándome, atosigando la dormida hasta que consigue arrancarme de ella, obligándome a abrir los ojos, a desvelar la noche renunciando al descanso, mirando eternamente el techo encalado y esa horripilante lámpara setentona y anquilosada que no arranco por respeto a la arrendadora…….y temor por mi fianza.
Ya da igual.
La verdad es que el sueño distaba demasiado de ser uno de los buenos, de esos donde se desgranan los números de una lotería acertada, donde tiras de tarjeta desconocedor del esfuerzo que cuesta llenarla, donde siempre hay una moza dispuesta, hermosa, abierta ante tu cuerpo atlético……suena el despertador y te deja con las ganas.
A mi vera, siento como respira.
Si ella, ella que lo hace siempre así, agotada, en largas aspiraciones que luego mantiene durante unos segundos en suspenso, para luego exhalarlas prolongadamente…..regalándome tanta paz que durante unos minutos, tengo la tentación de abrazarla de besarle el cuello y despertarla……
Pero no lo hago.
No sería justo hacerlo.
Ya basta con que mañana, sea uno quien exhiba ojeras mareando desanimadamente un vaso de leche ahogado en el café, incapaz de contener los bostezos el cliente y los quisquillosos compañeros de trabajo, arrastrándome en suplicio tras la primera máquina de Juan Valdez aguado que me encuentre de la recepción al despacho de mi jefa.
La jefa es buena gente.
Pero las diurnas tras vigilia son jodidas como ellas solas.
No vuelvo a concebir y decido rendirme, levantándome para acercarme al salón, donde las puertas de la terraza, abiertas de par en par intentando suplir la falta de presupuesto para el aire acondicionado, dejan entrar las luces artificiales de una ciudad a medio dormir.
Así son todas las grandes urbes.
Todo lo que hacen, lo hacen a medias……nunca duermen del todo, nunca comen al unísono, nunca llegan a un acuerdo, nunca saben lo que es convivir a cientos de miles…..
Enciendo la radio.
Lo hago a volumen bajo, para que susurre, para que el sonido de mis pasos descalzos sobre la tarima sea lo único que se imponga en nuestro reducto de setenta y siete metros cuadrados.
Camino despacio dejando que el panorama urbano vaya poco a poco ofreciéndose ante mis ojos, rezando por unos minutos, tal vez apenas unos segundos, en los que el imperio del claxon y los acelerones, de los autobuses con frenos chirriantes y las motocicletas trucadas, muestre algo de piedad hacia mi necesidad de silencio.
Lo necesito.
Lo necesito y tengo suerte.
Justo cuando asiento mi pecho sobre la verja que impedirá una caída de siete pisos, la “Mary” comienza a endulzar la malmetida noche con ese “Tu recuerdo”, hilado con voz hiriente y dolida, salada y escocida, profundamente andaluza, como si ella misma portara firme el bisturí con el que se abre el pecho para mostrarnos las entrañas……entrañas que palpitan al ritmo de dulzón malagueño y mujer del sur.
Cierro los ojos, pensando en que guapo estaría Ricky Martin si se estuviera callado, si la vida me hubiera ofrecido en aquel momento de profunda debilidad la capacidad de valorar todo lo que tenía, si el reloj no corriera tan deprisa cuando siento la sonrisa reconfortante de un amigo, el placer de un tapeo cervecero, las sensaciones que se traspasan de tu cuerpo al mío cuando hacemos el amor……pensando que ocurriría si mis lágrimas no se represaran tras los 10 miligramos diarios de Xeristar, tintando de blanco la negra tristeza que en ocasiones lo domina todo, atrapándome, empalagosa compañera en que se convirtió desde que los ojos llorosos y los cincuenta euros la hora me ayudaran a descubrir tan inoportuna compañera.
Quiero flotar…..”no dejes de pensar en mi”…..!pero si nunca lo hago!.
Hay allí arriba, mucho más arriba de los doce pisos colmena donde vivimos, sobrepasando los cuatro campanarios de la basílica y la cúpula contaminante que a diario nos cancerigena, algo que me ayuda a desvestirme del cuerpo que aprisiona mi alma, que la camufla, que la obliga ante los demás y me llama a dar un paso por encima del vacío, sin temor a precipitarme…..pues lo hago y no caigo.
Floto sin esfuerzo, sin aleteos, contemplando como los árboles, sitiados por el hormigo, son apenas una ramal que ofrece una anoréxica sombra bajo la luz de una farola….contemplado como un perro, famélico, sin duda abandonado, levanta la pata y orina junto a las puertas oxidadas de una guardería que mañana, a primera hora, se verá atiborrada de madres deseosas por librarse del llanto de sus hijos, los mismos que meses atrás, con mayor o menor gana concibieron.
Asciendo como el aire caldeado, dejando atrás el bosque de antenas hasta superar la frontera lumínica y dejarme absorber por la noche oscura sin que la “Mary” deje de cantar…..”déjate llevar”…..y me dejo llevar.
Lo hago hasta superar el condenado Cierzo y poner rumbo al norte, superando los oteros desvirgados y polvorientos, otrora montes negros refugio de sabinas milenarias sacrificadas en pos de una casa, una catedral, el armazón de un carro, una guitarra, una flota de guerra o la escuálida llama de una hoguera con la que calentar los huesos a algún pastor desamparado bajo la fría anochecida aragonesa.
Supero muelas y futuros desiertos, heridas por lenguas de asfalto y luces en movimiento, atisbo la agonía de los pantanos en pleno estiaje y de sus criaturas, agolpándose unas sobre otras, tratando desesperadamente de no expirar, de sobrevivir en aquellas aguas embarradas que luego en los llanos nos beberemos hasta que por fin lo veo……en sus primeras estribaciones de retoño neonato.
Apenas tímidas dejan sentir su sombra, plagada de un bosque espeso en cuyo vientre, criaturas extrañas y acosadas, cobijadas en la nocturnidad de la hora, pululan en busca de comida, refugio o la compañía de alguna hembra que hubiera entrado en celo a deshora.
Acometo valle arriba y, superado el desfiladero, no tardo demasiado en verlo.
Es el pueblo, con su castillo en ruinas, con sus ermitas en ruinas, con sus casas infanzonas, su orgullo, raza y orígenes en ruinas, contrastando con los hoteles, los bares y restaurantes, las tiendas de souvenir barato, los nuevos apartamentos y casas digitales, inmensas y majestuosas, pregón de las renuncias a las que, tal vez por cargo de conciencia, sus dueños coronaron con impropios espantabrujas en los que antaño, los mismos ancestros que ellos ignoran, tuvieron fe ciega en que los protegería de todo daño.
No deseo descender.
No deseo volver a sentirme aprisionado por su voracidad, por sus gentes que aun dormidas, rumian entre la bilis de sus hígados la maldad de su codicia, el egoísmo, el sin vivir a causa de las malas querencias y los celos, la apatía malsana e hiriente de quienes sin saber hacer más que nada, no toleran que otros demuestren que saben hacerlo.
El pueblo no es más que un gallinero dorado que algún día, ignorante, abrirá por sus propios fueros las puertas al gato y de tontos que serán, por querer más que el otro, ellos mismos le pondrán para que se lo cercenen, el cuello sobre el tajo.
Huí de allí.
No quise verlo.
En su lugar puse rumbo al río, a ese cabrito enrabietado por los últimos retazos de una tormenta de agosto que marcaba trueno y rayo, ya en retirada hacia las cumbres más encrespadas.
Bajaba ruidoso, encolerizado, como si las nubes lo laceraran obligándole a descender en rápidos fugaces y blanquecinos como la espuma de un perro rabioso, en el frenesí que domina a quienes como el, pulen extasiados todo lo que tienen al alcance del cincel o de sus acuosas manos.
Sobre su otero, una gigantesca piedra cercenada a la montaña por la gélida fricción del hielo, la nutria alza su mirada, intuyendo que bajo la corriente, indomable a la vista de los hombres, le espera su cena con forma de trucha.
La trucha era pez listo pero la nutria no era tenida como cazadora por serlo menos.
Tan solo la garza, una extraña venida de lejos, le hace desmerecer la fama.
Pero la garza necesitaba luz y de nocturnas, el ave picuda solía agazaparse con las alas recortadas y el cuello embutida entre ellas, como si sintiera frío, para dormitar entre el pinar, sin dejar nunca de sentir cerca la bravura del río.
Penetro en el hayedo, que reacciona a una, ser vivo abriéndose al paso, abrazándome como quien lo hace con un viejo amigo, hace tiempo lejos pero nunca, jamás olvidado.
Tropiezo con el regalo que nos dejaron los moros, una gineta invasora de ojos saltones que acosando a un lirón careto, ha conseguido arrinconarlo entre el ramaje fino de un fino avellano.
Pero el lirón se ríe. Es un bicho algo viejo, por tanto sabio, y sabe de sobras que en cuanto el comensal se disponga a su mortal salto, la rama se quebrará, precipitándolo al enraizado.
No se hará daño pues las ginetas tienen costumbre en deslomarse dos o tres veces antes de comer algo, pero a el le dará tiempo de sobras para escapar, trepando más y más alto.
En el monte, no siempre ser más grande, resulta andar más espabilado.
Tropiezo luego con un mochuelo de ojos amarillentos, con dos lunas menguantes por iris, puestas sobre un ratoncillo demasiado hambriento, demasiado joven y desprevenido como para saber que va a pagar el sumo precio.
Al final, termino por intuir al señor de todo esto o a su huella, impresa sobre un charco húmedo en vías de quedar reseco, caminando en pos del lugar seguro que lo aleje de nosotros, que incluso en alma sin cuerpo no nos soporta, nos teme y nuestro olor le resulta en grado sumo…molesto.
Atisbo por fin el pequeño descanso, la ermita con la bóveda firme y el puente de un solo y gótico ojo que vería discurrir mis primeros años, esos en los que uno cree y encima con firmeza, que todo le resulta demasiado pequeño como para no abarcarlo.
Es allí, lo intuyo, donde me esperan.
Será el yayo Miguel quien primero me vea, saludando con los brazos en alto. Es casi el que más tiempo me lleva esperando y no puede reprimir el acompañar mi lágrima con la suya cuando por fin acaricia la piel de mi rostro y vuelvo a sentir las yemas de sus dedos traspasando la epidermis para redescubrir que hasta en el latir llegamos a acompasarnos.
Veo a Papa Miguel, con la boina y el bastón, con su cara de mala virgen, de orgullo destemplado, de no aceptar en público un beso cuando por dentro se muere por recibirlo. Está sentado a la solana del cuartelillo con la yaya Higinia sin despegarse de el, mirada viva, manos callosas, delantal al cinto y esa expresión de no estar satisfecha hasta ver a todos los que ella ama, contentos y felices.
Veo a papa con su uniforme, el fusil y el tricornio bien calado, que en cuanto le cojo la mano se lo quita para ofrecerme esa calva que tanto regusto tengo en besar y acariciar, en contar las manchas negras que le van regalando el sol, los disgustos y el paso de los años. Lo abrazo con incontenible fuerza mientras siento sus labios sobre mi pelo….siempre más viejo….nunca más bajo.
Y allí aparecen tío Ángel y tío Pepe, corriendo con los pantalones atados con cuerdas para esconder la escopeta antes de que se la descubra, sabedores del poco gusto que le tengo al cartucho. Solo por tenerme feliz y contento. Pero todo se lo perdono, todo, pues aun con esas, tienen el corazón de viejos como lo tuvieron siendo críos apenas destetados…..inocente, si, inocente y bien sano.
Veo a Mama Josefa con el traje negro, enlutado hasta en las canas, que corre con la mano temblorosa tras de mí, pensando siempre que ando flaco y he de comer algo….y tío Félix que me habla sin acento de la Pampa y abrazándome con las dos manos.
Veo a Bea de chiquita, con ese pelo monacal y el traje verde, horriblemente feo con el que nos comulgaron y a Luisón, ese armario empotrado, tan ancho de espaldas como un plano manchego, tan bruto de dichos como bueno y tierno cuan la hogaza recién sacada del fuego…..y a Andrés el gitano, el hijo del guardia y al abuelo Cadena con su “diente desdentado”, enseñándome la garrocha con Gerardo bien pegado y Eva, con sus mofletes rosas, bien rellenos y al Iván del que un día fuimos tan amigos, ese que no tenía greñas y no le supuraban las heridas de alejarse tan solo porque fuimos criados de diferente manera.
Veo al abuelo Manuel que se saca la boina y me la pone sobre la testa y a la Manuela que apenas me sabe cerca, palpa mi rostro con las manos, uno no sabe si para reconocerme o acariciarlo…..veo a tía Aurora siempre tan sufrida, al tío Pedro, a Choni, Jorgito, Manuelín y ese pedazo tan grande y feo que es Fernando….veo a Mari Carmen jurándome buen pisto y a Florencio, montañés tan brutote como bien formado…..a mi izquierda esta Ana y sus “mosqueteras”, a Carlos e Irene que me señalan al frente para que descubra quien me anda esperando….África, que ha abandonado su sueño y me coge de la mano. Hasta respirar se me haría innecesario si ella no estuviera al lado.
La beso y todos nos juntamos, bien apretados unos con otros, con "Micky" metiendo la cabeza por en medio y "Mora" lanzando saltos intentando que alguien la alce en brazos, haciéndole la “u” al arco, pasando de un lado al otro del puente como si el, de hecho con el, formando parte de los nuestros como uno más, echándole una mirada al mesón y los Gabietos, al Paso del Onso y la Arañonera.
- ¿Estáis todos preparados? – casi lloro viendo a Sergio tras la cámara y un trípode de los caros, mientras sale a la carrera, sofocada por el desuso de las piernas y los kilos atesorados, pues sabe que si no sale en esta, la foto se queda menos que a medias.
Cuando por fin me abraza lo hace desde atrás y son sus velludos brazos quienes me hacen llegar la intuición cercana de Cori junto a María e Ian que no para de llamarme “Tito” mientras se ríe feliz, enseñándome todo lo que puede llegar a menearse en un pollo.
Y mientras los segundos pasan, nos miramos felices de reconocernos…..felices por reencontrarnos……a pasado tanto tiempo y por fin estamos juntos, allí donde pertenecemos.
Suena el clic.
Y entonces despierto.
El calor me envuelve.
Son las seis de la mañana y en los dominios del asfalto pasamos seguro de los treinta.
Todo me duele menos el cuerpo.
Me siento tan cansado.
El despertador insiste. Debo sacar fuerzas y poner un pie fuera de la cama.
Somnoliento lo logro, ofreciendo mi cara narcotizada frente al espejo.
¡Es un rostro tan demacrado!.
Ha sido cruel.
Debo olvidarlo.
Miro a mi diestra y cuando hago por coger el cepillo de dientes, cambio la intención y arranco ansiosamente una pastilla de 10 miligramos.
El Xeristar me ayudará a ello.
La meto en la boca y sin ayuda de nada, trago.
Si…..en quince minutos ya estaré olvidando.


Bucardo


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viernes, 27 de julio de 2007

La Niña que no Quería Dulces


La Niña que no Quería Dulces
Una mañana la niña se levantó y no quiso helado.
- Pero hija – se quejaba su madre con los brazos puestos en jarra y el gesto serio - Si a todas las niñas les gusta el helado. ¿Es que vas a ser tu menos?.
Pero no hubo Cristo capaz de convencerla.
Ni espeso, ni negro, ni blanco o de doble bola, ni acaramelado, en cucurucho, tarrina o duchado con chocolate derretido con almendra picada…..todos le compraron y todos, sin excepción, se fueron derritiéndose sobre la mesa sin que la niña se molestara en levantar su mirada más arriba de la línea que le marcaban sus propios zapatos.
- Más te vale que andes mala porque nos está mirando todo el mundo.
Al día siguiente, recién levantada, la niña no quiso bombones.
- Pero hija – volvía a lamentar la madre – Si a todas las niñas les encantan los bombones. ¿Es que vas a hacerme este feo?.
Pero tal y como aconteciera con los helados, ya podían convertir la hierba en chocolate que ni la boca se le hacía agua ni la mirada se alzaba más arriba de donde la tenía puesta. Y mira que insistieron comprándoselos rellenos de fresa, vainilla, pistacho, de avellana, trufa o sabor a café, en bandejas de docena, belgas, franceses o de Astorga….daba igual que fueran enormes, chocantes o suculentos…..la niña se quedaba con los ojos sobre el embaldosado y los bombones, poco a poco, fundiéndose entre las manos.
- Más te vale que andes con la tripa mala porque me tienes hasta la coronilla.
Cuando volvió la mañana, la niña, apenas se quitó el pijama, no quiso turrón.
- Pero hija – clamaba la madre ya al borde de su paciencia – si a todas las niñas les encanta comer turrón. ¿Es que vas a ser tu diferente a ellas?.
Sin embargo, recurrieran a lo que recurrieran, a la almendra picada, al guirlache, a la nata con nueces o yema tostada, al chocolate con avellanas, al duro o blando, al artesanal o de mercado, todo fue inútil y cuanto más insistían, aunque se burlaran y le hicieran cosquillas, aunque se enfadaran o la castigaran, la niña se quedaba muda con el rostro triste, profundamente apenado, mientras el turrón, por el calor, iba poco a poco reblandeciéndose hasta fundirse convirtiéndose en una papilla difícil de distinguir.
- Ya puedes rezar porque tu padre no se entere que lo tienes bien hartito con estas caras tan largas.
Pero cuando amaneció y la niña se levantó, de nada sirvieron las regañinas de su madre, porque apenas la vio, le dijo que no quería comer tarta.
- Pero hija – se desesperaba la madre – si a todas las niñas les encanta comer tarta. ¿Es que vas a hacerme quedar mal delante de sus mamas?.
Y aunque su madre se pasó el día dándole a la cazuela, horneando y calculando mezclas, ideando una de huevo batidos, una selva negra, otra con doble capa de nata, una de queso, de manzana y la mejor….un hojaldre de galletas remojadas en leche y recubiertas con mermelada……todas terminaron por descomponerse lentamente para desesperación del hambriento perro, que contemplaba como se malmetían mientras la niña……la niña no asomaba los ojos por encima de la baldosa.
Finalmente el padre terminó por sacar vapor por las orejas y sermonearla.
- ¡Estás hecha un caso! – gritaba – ¡Todo te da por hacerlo al revés que los demás, siempre tienes que ir a tu manera!. ¡Siempre la cara larga, siempre pareces que vas de funeral!. ¡Si es que van a pensar que te criamos mal, que no te compramos lo que quieres, que te maltratamos!. ¿Qué dirá el vecindario de nosotros? ¿Qué dirá?.
Aquella noche, como castigo, a la niña no la dejaron que se refugiara en su cuarto.
A ella le encantaba quedarse sola, tumbada sobre la moqueta, mirando la ventana incrustada en el tejado, que en los días claros, gélidos, le dejaba ver un cielo raso, punteado de estrellas blanquecinas y brillantes. Iluminada por ellas, leía cuentos o imaginaba mil y una historias y aventuras, gozosa entre sus juguetes. A veces se extasiaba tanto que papa gritaba desde el salón pidiendo silencio y luego escuchaba como mama subía las escaleras de dos en dos y pisando fuerte para meterla en la cama y decirle que aquellas no eran horas de andarse con tonterías, molestando a los mayores.
Aquella noche tendría que demostrar que era como las demás y se quedaría con ellos, junto a su familia, a pasar la velada hasta que cabeceara por el cansancio y sus padres le dieran permiso para irse a dormir.
La niña asumía su castigo contemplando como chisporroteaba el leño seco en el hogar.
Al principio se asustaba pero luego le extasiaba ver aquellos breves haces de luz que ella recreaba como diminutos cohetes.
Puso luego la vista sobre el abuelo, que tenía los ojos abiertos de par en par, tanto que si de vez en cuando no pestañeara, uno podría pensar que estaba disecado. El abuelo podía mirar pero ya no veía desde que le sangró el cerebro y regresó a casa con aquella silla como una parte más de el…..como lo eran las piernas, los brazos o la boina.
Sobre la silla pasaba más de quince horas al día, mudo, inerte, apenas gimiendo muy levemente cuando sentía los diminutos dedos de su nieta acariciándole las venas de su mano….gordas y azuladas.
Llevaba un rato con la babilla goteándole en largos hilos que conectaban la boca con su chaqueta de pana, sin que nadie se preocupara tan siquiera en mirarlo, tal vez porque para no verlo, para no recordarlo, lo habían puesto con la cara en dirección a una ventana que tenías las cortinas corridas.
Miró a la abuela, sentada con el rostro consumido y las gafas pastosas de cristal oscuro y grueso, hojeando un viejo álbum de fotografías, con las tapas desgastadas de tanto doblegarlas, repasando lentamente aquella colección de antiguos recuerdos, de antiguas promesas y oportunidades, de angustias y desvelos, una guerra, mucha hambre y mil disgustos.
Sin soltar palabra alguna, la niña no dejaba de percatarse como sus manos temblaban cada vez más descorazonadoramente a cada hoja y sus ojos iban, poco a poco, aguándose mientras se le recordaban que no hace mucho, el mundo parecía encogido y ahora, salir al jardín podía ser origen de mil temores.
Como el día que la encontraron larga en el suelo, quejándose estoicamente de una cadera que luego resultó rota. Desde entonces el bastón era su tercer brazo y su inconfundible “toc-toc” indicaba que andaba cerca caminando como siempre….despacio.
Al escapársele la lágrima contenida, era cuando la niña sabía que contemplaba la foto de su boda, ella guapa, radiante, ensimismada con el paso de su prometido, caballero galante, con el rostro cargado de ilusiones y la mirada puesta bien lejos de la babilla que ahora colgaba de la boca del abuelo.
Miró a madre, sentada en una esquina del tresillo, mirando ensimismada, fija, una pantalla, la del televisor, en donde una mujer de rostro desgreñado y cara furibunda, gritaba a otra de iguales maneras y formas….”que si te casaste, te liaste, te divorciaste, te acostaste o dejaste de acostar….” y la niña suspiró……
- ¡Mira esta descarada! – era lo único que decía muy de vez, eso si, sin retirar los ojos del espectáculo.
Miraba a papa quien hacía lo mismo solo que sin inmutarse, sin ofrecer una sola mueca, cara fría, ausente de la menor gestualidad, abrumada por el volumen desproporcionado, lisa incluso cuando del grito se pasaba a la retahíla de anuncios….coches potentes conducidos por personas felices, fregonas usadas por hermosas mujeres también felices, móviles capaces de ofrecerte todo lo que desees tecleados por jóvenes felices, un apartamento en la costa con golf y playa ofrecido por un hombre flaco y trajeado con aspecto de ser feliz, créditos rápidos que hacen a todos felices……y papa los mira todos, con la expresión hipnotizada, abstraído, sin percatarse que esta sentado al otro lado del tresillo, dejando con mama, con su esposa, un espacio que nadie rellena, excepto el vacío que los separa.
Nadie habla, nadie ríe……el volumen de la televisión se impone.
Y la niña añoraba las estrellas de su buhardilla y la luz que ellas le regalaban para que leyera sentada a los pies de la cama.
“Ojala lo amargo se derritiera tan fácilmente”- suspiraba.


Bucardo


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jueves, 26 de julio de 2007

El Cefe se va de Cena


El Cefe se va de Cena

- Niña…¿y si esta noche nos vamos a cenar al “Brujo”?.
Y Carmina, que a esas horas echaba la plancha sobre los “Abanderado” negros de Ceferino, dejó de hacerlo para mirarlo extrañada por la proposición y el tono meloso con que la hacía.
- Hijo…¿no vendrás ahora a rondarme con la de años que llevamos sin recordarlo?
- Mira que me saliste mal pensada…..
Y mal pensada debía ser si en cuarenta y tres años desde el altar hasta el “Abanderado”, Carmina jamás pensó que su marido sería capaz de renunciar al partido de los sábados ni aunque lo vinieran a buscar los Civiles por haber quemado un convento con monjas y todo dentro.
- Me dejas más de piedra que los Toros de Guisando.
Antes, cuando novios, solía cortejarla con mucho arte y pocas perras.
Pero ya se sabe que todo lo que se carece en el bolsillo, se remueve con la cabeza y por eso, para andarle con regalos a cada vez que ella le daba permiso para visitarla, muy de tarde en tarde, el solía colarse en la huerta del tío Andrés para pedirle “prestadas” algunas peras de las limoneras, que por dulzonas y acuosas a Carmina se le derretían de puro verlas.
A veces, movido por la gana de verla sonreír con de buena cara, hasta se subía a la mina vieja, la abandonada, para buscarle alguna veta brillante y volverle luego con la cara negra como noche sin luna, pero con la piedra en la mano y la señal de un beso en la mejilla a cada día que pasaba…..más discretamente cercana a los labios.
Pero ya se sabe….”de casados a aburridos, van dos años seguidos” y así, a medida que el tiempo les iba trayendo los niños y las estrecheces, los veranos tórridos, las cejas espesas, las orejas grandes y los achaques, uno y otro se acostumbraban de tal manera a la rutina, que cuando se levantaba Carmina, a Ceferino se le hacía la cama un llano manchego y no tardaba demasiado en seguirle los pasos y si Ceferino estaba sentado viendo el telediario, no tenía que girarse para saber que las pisadas que se acercaban, eran las zapatillas desgastadas de Carmina, trayendo con ellas las pastillas para la tos o su cafecito bien azucarado.
Así se explicaba que cuando el Cefe, como todos le moteaban por el pueblo, entró con el correo, lo abrió, leyó y dio parte, comió sardinas fritas y un plátano, se echó una de sus sonoras siestas, tardó en desperezarse, hizo una llamada, colgó, suspiró largo y le vino con esas a Carmina, esta no supo como contestarle.
Si, era verdad que años atrás, en vida de sus padres, cuando estos todavía tenían salud para cuidarles los hijos, alguna que otra noche suelta, habían tenido sus más y sus menos por eso de no salir de casa más que para los entierros y no relacionarse a no ser que fuera comprando el pan o tomando chatos muy de vez en cuando.
Y lo del chato solo el, porque estaba muy mal visto ver a una mujer con el tinto en la mano, aun fuera fiesta mayor o boda propia.
Pero también era buena verdad que a fuerza de amoldarse al hábito, una se esperaba pasar la noche del sábado entretejiendo ganchillo con la silla plegable ante la puerta de casa, sacada justo cuando el sol daba tregua y se ahorraban sofoquinas.
Allí se esperaba paciente a que apareciera alguna conocida con la que desenredar la lengua e irse enterando de la vida y milagros que se gestaban por el pueblo.
El pueblo, eso ya se sabía, era algo indefenso de tamaño, pero la lengua siempre lo alargaba hasta darle tres o cuatro vueltas….lo que fue broma fue ofensa, lo que fue tos pulmonía y lo que fue beso en la mejilla….amor apasionado.
- Cefe mira que me coges despeinada y descalza….no se…-dudó- ¿no andamos algo tiesos con lo de la pensión?.
- Pero bueno…¿no me vas a salir ahora con que quieres que te entierren la más rica del cementerio?.
Doblemente sorprendida, Carmina casi le tuesta los calzoncillos al marido.
Ya de chicos, cuando el Cefe no arrancaba ni dos palmos del suelo y pisarlo a el era más fácil que hacerlo con una lagartija, se sacaba alguna perra gorda espantando a las perdices cuando los señoritos de la ciudad venían de cacería.
El pobre terminaba con las piernas llenas de arañazos y la ropa mil veces recosida por su abuela, pero luego se metía bien ufano la perra en el bolsillo, guardándosela para cuando viniera la Feria.
Por no regalarle, al hombre no le regalaban ni el aire que respiraba y llego incluso a sufrir tantas apreturas, como para que tuviera que remendarse una y mil veces las alpargatas hasta que se deshacían ante una embarrada, porque no había para comprar unas nuevas y lo poco que se ganaba era para acallar las tripas.
A medida que, apenas casados, la Carmina fue, uno detrás de otro, demostrando que a fértil no le ganaban ni los huertos de la ribera, al que ponía la simiente en ello, no le quedó otro remedio que ponerse a trabajar para Don Gregorio el “Pelopincho”, acarreándole las ovejas camino del pasto y allí en el pasto, fabricarse cucharones de madera o robarle los polluelos a las codornices para criarlos y luego venderlos en la Plaza en el mercadillo de los jueves.
Luego, cuando vinieron los ingenieros buscando guardas para el bosque, consiguió meterse por eso de presentarse con la labia por delante y la boina entre las manos. El sueldo era fijo lo cual agradaba, pero tan poquita cosa para tanta boca junta, que no se libraba de hacer jornales para la siega o la labranza y seguía fabricando cucharones mientras vigilaba que los furtivos del pueblo no le jodieran alguna cabra, pues es más grande la mala leche en los sitios más pequeños y aquellos candidatos a uniforme que no le sacaron el puesto al Cefe, andaban resabiados y con ganas de tomarse la revancha.
Ni aun con los hijos bien colocados, uno incluso de secretario municipal y las hijas casadas, todas menos una que les salió demasiado lanzada para eso de los hombres aunque reconocerlo era obligado, era la que mejor vivía, de dentista y sin hijos que se comieran lo ahorrado, al Cefe le dio por aflojar la mano, si bien en esta, anduvieron los dos a una, prietos por el miedo….viéndose tan viejos, tan caducos, tan rancios de fuerza, con la poca gana y la tristeza que da ver como los hijos se le van marchando a la ciudad y ellos se quedaban solos, enterrando poco a poco al pueblo.
- Mira Cefe que el “Brujo” nos cuesta un ojo y encima luego te comes lo que te comes y me andas tres días con el estómago parado y ventoseando.
- ¡Venga cielo!....!que una es una!...y si no…..¿cuando vamos a tener algo que contarnos tu y yo?.
Carmina sintió aquellos dos “cielos” demasiado seguidos, demasiado cercanos como para que una punzada no le atravesara el alma, tratando de avisarle de algo.
- Me tienes intrigada con estas,,,,,,mira que tu no tenías estas insistencias ni de recién casados….
¡Era tan cierto eso que de joven una se entusiasma cuando algún mozo con pretensiones le da por alagarte!…..pero hacía tanto.
El Cefe era tan poquita cosa que no se dio cuenta de que lo tenía al lado hasta que le pidió salir a bailar para las fiestas de la Virgen de Agosto.
- Pero Carmina ¿se puede saber que haces? - le dijo una amiga al oído, como pretendiendo que no se oyera lo que todo el mundo sabía de sobras que se andaba diciendo – Que con lo esmirriado que es este vas a ser tu y no el quien le saque a bailar.
Y es que al pobre, le faltaron velas al santo de turno para que le hiciera tirar hacia lo alto.
Aun así era de salud fuerte y traza mañosa, no le arredraba nada ni nadie y no se le conocía cosa ni faena donde el no pudiera sacarla adelante no más fuera por simple insistencia. A padre eso de que le fueran diciendo lo ennoviada que andaba su hija y con quien lo estaba, no le preocupaba más que las justas. Todos sabían que el apellido del pretendiente apenas servía para el acta de nacimiento pero tampoco es que Carmina anduviera con los bolsillos de la dote a reventar y nadie podía acusar al zagal o a su sangre de haber pasado hambres por mirar con ojos desenfocados a cualquier trabajo que se le presentara.
Le dijo si y ya agarrados, mientras la orquesta encaraba un bolero, guardando las distancias pues eran muchos los ojos y más las lenguas, el le fue diciendo al oído, de cerca y con muchos sudores bajándole por la camisa, esas cosas que solo se dicen cuando a uno le interesa decirlas y a la otra escucharlas…..”hay que ver que cerca tengo hoy la luna”, “niña lo guapa que eres y lo bien que mueves los pies”, “zagala que contigo dejaron de fabricar porque más guapa imposible les saliera,”hija mira que nací para estrellado y me encontré hoy con una estrella”….
- ¡Mira que esa me la conozco de cuando pusieron el cine en la Escuela!.
- ¡Esa es tan mía como los pantalones que llevo puestos!.
Era tan afilado como una navaja toledana, tan ajustado a lo que le pusieran como el neumático de un coche, tan burro para el trabajo, tan sencillo como honesto, tan bonachón como fiel a los suyos…..a su Carmina.
Luego, como todo lo demás, los piropos y pasiones fueron poco a poco esparciéndose, sustituidos por la seguridad de abrir la puerta y verse cada uno en lo suyo pero juntos, afrontando lo que les saliera con la confianza que da el no saberse traicionado que eso, a medida que se veía y se sabía, ya era mucho pedir para alguien con quien se debía pasar toda una vida.
- ¡Ea Cefe!...pues manda recado al “Brujo” – exclamó Carmina – A ver si ahora voy a presumir de marido galante.
- Si es que siempre lo tuviste – replicó acariciándole la cara – solo que ya sabes….. nací algo bruto y encontradizo.
Ambos se abrazaron pegados a la tabla de planchar, entre el capazo de ropa seca y las sábanas recién dobladas.
Ella lo hizo con los ojos cerrados.
El los tenía abiertos…..abiertos mirando la carta medio arrugada que sobre la mesita, le recordó que tendría que recogerla antes de que terminara por enterarse.
Por suerte la Carmina, nunca anduvo preocupada por los números y los papeleos. Por suerte dejaba esas cosas al Ceferino que siempre sabía cuando debía ponerse la boina en las manos o sacar pecho, cerrando los puños defender lo que sus buenos jornales les había costado ganarse.
No quería verla triste, no quería preocuparla.
A fin de cuentas, ni potingues ni matasanos le iban a quitar lo fumado y uno ya era viejo para andar descompuesto por dentro, con el poco pelo por los suelos y el cuerpo todavía más envenenado.
Ya era tarde para evitar la muerte pero no para recuperar lo no vivido….lo malogrado.
Y Carmina se lo merecía más que nadie.
Mañana por la mañana, apenas abriera un ojo, se aguantaría la tos para no despertarla y de puntillas, le prepararía el desayuno en bandeja de plata para llevárselo a la cama, como les hicieron en aquel hotel donde durmieron cuando se les casó el mayor en Granada.
A ella le hizo tanta ilusión que era de lo poco que presumía entre las amistades.
Seguro que de mañanas también se la haría.
“!Calla traidora – pensaba el Cefe - ¡Que no te traicione esa lágrima!. ¡Deja al menos que me muere viéndole una sonrisa en la cara!”.


Bucardo


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martes, 24 de julio de 2007

Me dijeron......


Me dijeron que te casabas poco después de saberlo. Saber que aquella noche, que todas las noches pasadas desde que apareciste, quedábamos a solas mi imaginación con tu cuerpo y eras tu, nadie más, quien, respirando sobre mi espalda, lentamente, deslizabas adormilada la mano hasta aferrar lo insaciable…ya crecido. Imaginaba tus caderas, nada finas, generosas de talle, poniendo paréntesis a tus glúteos, reales, alejados de escultóricas televisivas y retoques informáticos…imaginaba tus pechos, intuidos generosos gracias a mil miradas furtivas, algo avergonzadas….y tu cara de rasgos fuertes, firmes, cuello blanquecino y rica en pecas, siempre en ella ausente cualquier afeite que pretendiera edulcorarlo…..con esos ojos claros que deseaba abiertos de par en par, sobresaltados por las embestidas, cerrados tan solo cuando tus pies se irguieran en imposible punta, con las piernas aferradas a una cintura agotada y sudorosa. Y al enterarme que te casabas sonreí, mientras felicitaba hipócritamente la mano de tu futuro. Ahora ya no solo serían tu voz y el vaivén de esos andares los que me seducirían, ahora no solo lo alcanzaríamos siempre a una y entre gritos lascivos…..ahora más que nada, convertiríamos en placer, la indescriptible atracción de lo prohibido.

Bucardo


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El Puente de la "Suicidada" - I Parte


El Puente de la "Suicidada"

Cuando uno comienza a sentir sobre su cuerpo los efectos de la plena senectud, se sorprende siendo capaz de recordar con viveza casi presente aquello que le aconteciera años atrás y a la par impotente para acordarse lo que desayunó por la mañana.
Es la remembranza añorante, esa puñetera traidora que te lleva allí donde la felicidad superaba la dicha, porque si bien es cierto que apenas nacemos comenzamos a morir, también lo es que a medida que vamos creciendo, la dosis de felicidad mengua gota a gota hasta reducirse a pequeños momentos, ridículos reductos.
Y es hoy, no se porque razón, que a la caprichosa de mi memoria le da por recordar aquel atardecer de noviembre, noviembre seco pero frío, como suelen serlo en las montañas que escoltaron mi infancia, que la protegieron de todo lo malo que luego, en la edad adulta, me vino todo a una sin defensa ni escudo que me ayudara.
Como solía ser habitual, la escasa veintena de ojos que evitaban el cierre de la escuela del pueblo, mirábamos con impaciencia las manecillas del gigantesco reloj de fondo blanco y números negros, escrupulosamente compenetrado con el del campanario de San Pedro, objeto de todas nuestras devociones y rezos pues apenas estampaba los cinco toques sobre la campana, salíamos como un reventón sin dar tiempo a la apurada maestra para que prosiguiera con su retahíla de deberes, ansiosos por aprovechar al máximo aquella hora y media que nos regalaba el día entre la misa de seis y los deberes frente a una rebanada de pan con chocolate o el vaso de leche con galletas María contemplando como la abuela hacía calceta con el enjuto cuerpo bien arrimado a la estufa de leña.
Si, aquella tarde tocaba jugar al escondite, pero no a un escondite cualquier, de esos que limitaban esquinas y posibilidades a las que ofrecía la Plaza Mayor o algún descampado franqueado por tapias, bojes y algo de matorral.
Aquel iba a ser un escondite ancho y largo como lo era el pueblo y sus bordas más cercanas, comenzando por los soportales del Ayuntamiento, pasando por los muros del camposanto, la fuente de San Miguel, los nogales de la Resu, los bajos del retablo mayor, la sacristía, el cuartel abandonado, las huertas del camino de Loar o los gallineros que todavía algún viejo se empecinaba en mantener contra toda razón y ley antisalmonelosis.
Mientras los mandamases, si de esos que los hay hasta en edades tan tempranas, acordaban las normas por las que se regiría la competición, yo trataba de encontrar un lugar que me asegurara no ser encontrado, un lugar alejado y tranquilo, un lugar evitado aunque fuera arriesgado aunque nos hubiera sido una y mil veces prohibido, el acercarnos hasta el.
Y es que para los que de zagales hemos sido pasicortos en el andar, inútiles para los juegos, faltos de rabia en la rivalidad y enclenques de tamaño, para los que como yo nos quedábamos recomprobando nuestra soledad cuando tocaba elegir equipos de fútbol y mirando a diestra y siniestra volvías a ver el escaso aprecio que te tenían….ganar, resaltar, destacar, convertirte por un día, que digo un día por un solo minuto en un héroe, llegaba a convertirse en pura obsesión que te acunaba entre sueños y momentos de sesteo durante cualquier clase.
Quería sorprender a todos los que de mi se reían, callar sus bocazas abiertas y sobre todo, las risitas menos bruscas pero mucho más hirientes de las niñas, quería no dejarme atrapar, encasillar en el eterno papel de perdedor, quería que Ramón de Casa Cajal, Luís de Casa Capablo, Carmen de Casa Ballarín o María la Moflis cada vez que organizaban una merendola me llamaran, cada vez que invitaban a un cumpleaños desearan tenerme entre sus amistades, cada vez que planeaban una travesura me consideran parte de ella y no objetivo de la misma.
Por eso elegí el puente de la “Suicidada”.
Si bien con ocho años uno sabe el significado de muchas palabras y luego a medida que va creciendo, se limita a afinar las conocidas y limitar su vocabulario a las que verdaderamente necesita, la infancia suele vivirse entre pañales de oro, con el hambre y el sueño bien sosegados, deseando solo vivir por lo que la sola idea de la muerte no tenía mayor cabida que cuando la abuela te obligaba a ir de monaguillo a misa para llevar la cruz en procesión tras el ataúd de algún abuelo claudicado.
Pero el padre de mi madre, mi abuelo Sereno, tan del pueblo que parecía haber sido fundado e impuesto en sus normas por el mismo, se encargaba regularmente de advertirme que jamás, nunca me acercara a ese lugar…..mucho menos solo……mucho menos de oscurecidas y sobre todo, ante todo……ni por locura durante la noche de San Juan.
Lo decía tajante, con cara tan seria como seria la tenía, solo que todavía más y claro, eso a un niño de aquella edad, que soñaba con ponerse pantalones largos en verano, era demasiada seriedad como para no ser tenida en cuenta.
Sin embargo, el abuelo y su mesurado rostro no estaban frente a Fernando de Casa Loca el día que se organizó otra escondida igual que la que se preparaba aquella tarde y me dio por buscar escondrijo camuflado por la paja suelta de la era Simona, que estaba cerca del poste de salvación donde el buscador contaba hasta ciento…haciendo por la vereda mil recortes, miradas furtivas y trampas.
Como ya era habitual Fernando, que hacía justa fama a lo de Casa Loca, no tardó más que lo que se necesita para comerse un Sugus en encontrarme, solo que el muy hijo de….en lugar de gritar mi nombre al viento para que todo el mundo supiera que una vez más yo era el primero en caer, se bajo la bragueta y, sacando su imberbe pene, meó encima mío.
Y el meado, o sea yo, salió aterrado de debajo de las pajas calado de humedad y peste a orín, sin saber muy bien como reaccionar puesto que Fernando, como todos los que luego le rieron la gracia acrecentando mi bochorno, era de mayor porte y brutalidad que yo.
Por eso a las cinco y cuarto corrí como si estuviera solo en una calle pamplonesa frente a toda una manada de Miuras, para esconderme bajo la arcada del puente prohibido, sabedor de que a ninguno de mis rivales se le iba a ocurrir buscarme allí, dado que no había abuelo ni abuela en el lugar que no les hubiera hecho igual advertencia que la que el mío hiciera…..solo que yo siempre fui demasiado cohibido como para que pensaran que fuera capaz de desobedecerla.
La intención no era dejar que atraparan a los demás y salir luego sigilosamente para salvarlos de la prisión alzándome en vencedor y liberador. La intención sencillamente era quedarme allí hasta que la torre tocara seis y media, salir, merendar, hacer los deberes, hacer rabiar a mi hermana, jugar con el perro, cenar, ver la tele, dar un beso a mis abuelos y marchar a la cama.
Pero los nervios y el cansancio terminaron por jugarme una mala pasada.
Olvidé que en la montaña la madrugada no conoce edad, que una casa se despierta a una y no en orden creciente, que las matemáticas agotaban la mente y la falta de presupuesto para la calefacción la piel, que los recreos siempre terminaban en disputados partidillos de fútbol, de esos de patada en la espinilla, empujón directo al suelo, patadón y gol…..olvidaba los malos ratos que te hacía pasar la mirada de una maestra enojada porque por enésima vez no te sabes la tabla del nueve y que el hilillo fino de agua que transcurría bajo el arco del puente era como un susurro que acunaba el cansancio hasta conseguir que me durmiera como si estuviera en brazos de mi madre.
Cuando desperté era noche cerrada.
El viento gélido, nacido en las alturas, se precipitaba barranco abajo, ululando cuando traspasaba el puente y este lo mandaba despedido valle abajo, directo a la ribera del río. Se anunciaba tormenta, ventisca y nieve.
El invierno llamaba a nuestras puertas.
Como no tenía reloj ni forma de averiguar la hora que era, así, con la falta de preocupación que se tiene a los ocho, cuando uno se sabe vivo y piensa que eso también lo saben los que le aman, salí de mi escondrijo frotándome las manos pero no a causa del frío, sino imaginando el paseo ufano que me daría por la mañana camino de la cola de entrada a la escuela.
Afronté la cuesta que salvaba el barranco hasta conectar con la cañada que luego conducía al pueblo, dejando a mi diestra el acueducto y a la izquierda un enorme boj centenario.
Pero no era lo mismo subir que bajar, ni hacer lo uno con luz y lo otro tanteando, ni las sombras ni los tamaños se perciben igual y, como uno era torpe por naturaleza, terminé por confiar en una piedra suelta y esta, al traicionarme, por mandar contra el suelo raspándome dolorosamente la rodilla.
Y con ella entre los brazos y el gesto dolorido, al echar la cabeza hacia arriba……la vi.
Vi su figura esbelta y gris, en realidad con mil tonos grises, todos apagados, con los ropajes anchos, dejándose mecer por el viento y sus cabellos, larguísimos, azotando un rostro triste, pensativo y profundamente melancólico.
No había, tal vez a causa de oscuridad, tal vez a causa de mi desmemoria, ningún color que pudiera recordar de ella pero si lo cabizbajo de sus ojos, el infinito dolor que inspiraban sus manos crespadas y pegadas al cuerpo.
Y ella, que sin duda debería haberme visto ascendiendo por las bravas y a trompicones, no hizo ningún gesto, ningún movimiento o mueca…..tan siquiera dirigió una mirada hacia mi.
- ¡Hijo!.
La voz en grito de padre hizo que me olvidara del dolor y, devolviéndome a la realidad, me dio nuevos bríos para ascender por el barranco hasta coronarlo.
Pero cuando giré nuevamente la vista……..ella ya no estaba.
No tuve miedo.
Tal vez porque a lo lejos distinguía la vigorosa figura de mi padre saludándome brazo en algo y la más achacosa del abuelo haciendo lo propio con el bastón, lo cual si que daba verdadero miedo.
- Hijo ¿se puede saber donde te habías metido? – preguntó papa – Son casi las ocho y tu madre ya andaba con sus dramas y lloros. A punto estaba de llamar a la Guardia Civil.
- Estábamos jugando al escondite – explicaba al tiempo que percibía como el abuelo se santiguaba sin quitar ojo al puente, desatendiendo al nieto por el que supuestamente hasta ese momento se había desvivido buscándolo – Me escondí allí abajo – señalé el barranco - y al salir del escondrijo he visto a una mujer con la cara gris….¿no la habéis visto? . Tenía la ropa…..
- ¡Calla! – exclamó el abuelo cuyo rostro se parecía contraerse a causa de la mezcla entre cabreo y temor que parecía dominarlo- ¡Cuantas veces te dije que por aquí ni asomar un dedo!.
- Abuelo – trató de mediar papa – eso son solo habladurías de la….
- ¡He dicho que no lo quiero ver aquí y se acabó!.
Al abuelo le podía faltar la fortaleza a la hora de andar pero no la voz si lo que quería era imponer sus razones cuando se le llevaba la contraria. Por eso cuando estaba de semejantes, cosa por lo común bastante frecuente, casi todo el mundo solía consentirle o fingir que le consentían, no más porque era mayor e incapaz de comprender ciertas cosas.
Aquella noche dormí poco.
No fue a causa de la reprimenda, ni por el cargo de conciencia o la falta de postre.
Aquella noche, se me formó una pregunta en la cabeza……una pregunta cuya respuesta mi edad era incapaz de encontrar y que el tiempo, los juegos, las preocupaciones y la vida fueron postergando…….pero jamás condenando a definitivo olvido.

Bucardo


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domingo, 22 de julio de 2007

La Tentación de Judas el Tadeo

La Tentación de Judas el Tadeo
Judas, el Tadeo, el Santo, el que todo lo imposible lo hacía posible, solía pasear por el “sumus” de los Paraísos, por el Jardín de los Deseos, pleno de plenitud, plagado de fertilidad, bonanza y holgura…..vacío de humanidad desde que Eva hiciera la dieta de la manzana aun a cuenta de saber que Dios, las prefería lozanas y bien alimentadas.
Judas, el Tadeo, gustaba de la soledad, de la inmensa sombra del árbol primigenio, ese de cuya semilla fueron brotando y extendiéndose todas las especies y bosques, de los frutos que le caían a los pies a capricho, de ver ante sus ojos a todas y cada de las criaturas que en aquel Edén, pacían y compartían sin molestia ni incordio alguno.
Allí siempre era azul y luz, los prados mutaban de verde a canela, de violáceo a rojo fosforito, lo que estaba lejos podía estar cerca e incluso cuando llovía, aun a chaparrones de capazo lleno, bastaba con pedirlo para que el agua te esquivara sin mojarte.
Allí la paz podía llegar a ser tan intensa que provocaba el olvido del dolor, la desmemoria del padecimiento, la quietud más absoluta, el anhelo por la vida eterna….esperanza posible pues no había enfermedad ni muerte y, ya se sabe, las mujeres parían como quien esta sentada y se sorprende de haberse quedado traspuesta.
Eternamente eterno.
Pero hacía ya varios siglos que Judas, el Tadeo, no gustaba de dejarse ver por el Paraíso y prefería alejarse todavía más, rodeando los cúmulo nimbos hasta llegar paseando, allí donde lo celestial se pierde haciendo frontera con el vago limbo que separa lo bueno de lo menos bueno, lo excelente de lo menos excelente, los productos de primera calidad de los fabricados en China.
Judas, el Tadeo, buscaba aquel lugar como retiro, pues no deseaba que ni tan siquiera las bestias del Vergel, le fueran a Dios con el cuento de que lo habían visto llorar sin saber la razón de ello.
A el siempre lo pintaban a copia y semejanza de cómo lo hacían con los demás santos…..túnica larga, barba larga, brazos largos, vara larga, aureola dorada y ojos extasiados mirando al techo……poca originalidad para tanto beato.
En realidad semejaba ser más una especie de Sancho Panza, bajito y nada resultón, redondeado, resuelto, de dedos gruesos y velludos, campesino castellano con el rostro embrutecido por el sol, las fatigas y esas pocas luces, que lo mismo te dan un abrazo de oso que te arrean un sopapo en todo el moflete por hacerle de menos a alguna de sus opiniones.
Pero el más ignoto de los Judas era, en santo, como lo fue en hombre….bondadoso y sensible, afanoso y detallista en el trabajo, servicial y afable con quienes, eso si cada vez menos, desempolvaban su nombre en alguna oración casi olvidada……”…..te imploro hagas uso del privilegio especial que se te ha concedido, de socorrer pronto y visiblemente cuando casi se ha perdido toda esperanza….”.
Sin embargo las cuentas no le salían y llevaba francamente mal eso de llevar tantas generaciones sin conseguir atinar palo con agua, dejando todos los clavos a mitad y revelándose sin desearlo como el más santo de todos los chapuzas que pululaban levitando por el Cielo de los Justos.
Llevaba cada vez peor el que le cayera sobre las espaldas aquel muerto que eran las “causas imposibles” por lo que al final, siempre terminaba por deprimirse sin tan siquiera encontrar consuelo dándole bocados a la manzana sin fertilizantes que les estaba prohibida a todos los humanos con o sin ombligo entre pecho y cintura.
Miraba a Lucía, que desde que la tecnología y el oftalmólogo acudieron en su socorro, alcanzaba una eficacia envidiable devolviendo luz y color donde antes no había otra cosa que ceguera o retinas desenfocadas….o a Pancracio que aun con sus ciclos, tenía muy contentos a los septentrionales con sus cuentas de resultados, con el dividendo de sus acciones y la rentabilidad de los Fondos de Pensiones……e Higinia que lograba que todos y cada unos fueran capaces de ratificarse en sus convicciones aunque fueran incapaces de convencer a los demás sobre ellas y no hablemos de Miguel, al que solo se le pedía que de vez en cuando ensartara como una sardina a algún demonio despistado para tener rango de santo y una cuenta de resultados digna de hidroeléctrica española.
Hasta a San Pedro le habían instalado un portero electrónico con cámara de video y apertura automática por lo que ya no tenía que cargar con las pesadas llaves del Cielo.
Pero Judas, el Tadeo, breaba precisamente por todo lo que los demás no eran capaces de solucionar……los imposibles.
Y eso de hacer de la utopía de cada uno, una sola pues la verdad, comenzaba a antojársele demasiado estresante, pues aunque la mayor parte de los mortales creyera que Judas era uno de rostro avaro y naturaleza tendente a la traición, siempre recontando treinta miserables monedas, el era capaz de escuchar al punto de los despertadores, esos deseos inalcanzables e imposibles con que cada uno ponía el pie fuera de la cama……”un yate en Puerto Banús”…..”paz en el mundo”…..”un lápiz y un tajador”…..”la lotería con Superbote”…..”que el Zaragoza gane la Copa de Europa”…..”que no se tale este bosque”……”que mi mujer me pida el divorcio”…..”osos en el Pirineo”…..”no quiero pasar hambre”…..”quiero una oportunidad”……”quiero tirarme a la vecina”.
Los más pecaminosos solía directamente mandarlos a la cuenta de débito para lo del día del Juicio Final.
Una cosa era eso de masturbarse, vicio leve y perdonable que no provocaba daño ni sordera alguna y otra muy diferente lo de ir tirando los tejos a una vecina casada y con hijos contra lo cual, por firme y sugerente que fuera su delantera, el jefe dictó lo de las Tablas y Mandamientos.
Lo del divorcio podría arreglarse con un buen abogado y un juez algo machista eso si, de momento solo por lo civil pues tanto obispo y encíclica, terminaban por poner sombra allí donde en el cielo, lo tenía más clarito que el hielo recién derretido.
El problema surgía ya de noches, al punto de la media, cuando apagado el televisor o cumplimentada la parienta, antes de dejarse ensoñar, aparecían otros rogando por un…..”menos puertos deportivos y más playas vírgenes”……”guerra en Irak y petróleo más barato”…..”quiero un ordenador Pentium de 500 gigas”……”la lotería con Superbote solo para mi”……”que el Alpedrete gane la Copa de Europa”….”la Amazonia desértica”…..”que mi hombre me ame”…..”una escopeta de postas y un oso como diana”……”comer hasta reventar costuras”…..”un becario en prácticas, tonto, indefenso, servicial y gratuito”…..”que mi marido mire menos las tetas de la vecina”……
Y la cosa se complicaba.
Licencia de lo chistoso, no se podía estar a buenas con Dios y con el Demonio por lo que herir a una mitad para tener contenta a la otra, era perder buena porción de parroquianos y tener siempre una hoja de servicios tan mediocre como la de un mediador europeo trabajando por la paz en Oriente Medio.
Judas, el Tadeo, se sentía cada vez más deprimido y desamparado.
Por eso rehuía toda compañía que no fuera la de su propia sombra.
Pero alejarse demasiado del Cielo sin coger el camino de abajo, supone llegar a los confines de aquello imposible de encontrar bajo el amparo del Divino……la Tentación.
Y mira que fue casualidad, pues Tentación pasaba por el mismo lugar y en el mismo momento.
Lejos de ser un ser de rabo, pezuñas, cuerna y dermis rojiza o mujer de pecho exuberante y lascivia desproporcionada, Tentación era sencillamente un concepto asexuado tan viril como femenino, tan perverso como bondadoso, con tanta doblez como honestidad solo que con un pequeño “defectillo”: tomaba siempre el camino más sencillo.
Como Santos y Tentación se conocen de hace mucho, ambos se saludaron como quien se encuentra con un compañero de litera en la mili.
- ¿Qué te pasa Judas?.
- Tadeo – aclaró.
- Lo se – respondió – Al otro hace tiempo que lo andan friendo por allá abajo.
Judas suspiró.
- Uy, ese suspiro me suena a impotencia.
- Algo hay - reconoció
- No das una ¿verdad?.
Afirmó con la cabeza.
- Bueno, tal vez el secreto…..estaría en cambiar un poco tu punto de vista – recomendó con cara de pillo sorprendido “in fraganti”.
- No te entiendo.
- Tápate un ojo….si lo que ves con los dos no te gusta.
- ¡Ya estamos con tus trampas! – exclamó.
- Que mal concepto tenéis de mi al otro lado de esta línea – dijo jugando con su pie sobre la frontera entre lo bueno y lo menos bueno – Eso solamente sería contemplar el lado que más te complace.
- ¿Y que lado debería complacerme Tentación?.
- Veamos…..¿te acuerdas de ese tío trajeado, de gafas oscuras, deportivo y con el pelo todo engominado?.
- No. Hoy hay muchos así.
- Si pero este te pidió poder construir una urbanización con campo de golf en aquel pinar de cigüeñas negras.
- ¡Ah si!.
- ¿Y lo consiguió?.
- Pues si – reconoció con naturalidad.
- ¿Lo ves?
- Pero es que también los hubo que me rogaron conservar las cigüeñas.
- Ya pero las cigüeñas no lo pidieron directamente y además….¿no viven muchos de esos ecologistas en urbanizaciones?.
- Si.
- ¡Pues todos contentos!.
- No se, no se……
- Bueno vale, veamos…..¿no te dijo aquel tipo gordo que estallara no se que guerra porque sino la empresa se le iba a la ruina?.
- ¿El fabricante de cascos?.
- Si…..y míralo que contento lo tienes ahora.
- Ya, pero también los hubo que querían paz.
- Pero después de una guerra siempre hay paz……o casi siempre….además, los cascos salvan vidas y contra más cascos halla……¿lo ves Tadeo?.....en el fondo, si estás triste....es porque quieres
Poco tiempo después Judas, el Tadeo, volvió a dejarse acunar por la brisa bajo el árbol primigenio……solo que esta vez lo hacía sesteando con una sonrisa plácida que atravesaba su rostro de oreja izquierda a su equivalente de derechas.
Puede que no fuera demasiado ético, puede que la moral se quedara a medio camino o que se hubiera vuelto algo conformista……pero era cierto.
Había sido el quien permitió al hombre idear ingenios que le permitieran volar…..que luego fabricara aviones de combate y le diera por arrasar ciudades japonesas no entraba en sus cálculos. Cuando le pidieron pan para sus hijos el se lo concedió…..solo que si ese pan salía del hijo ajeno era un pequeño detalle que debían solventar los hombres y no el.
El no podía prever el futuro, que desde que inventaron los 800 no había santo capaz de competir con ellos.
El solo satisfacía deseos imposibles……si lo que le pedían era agua en el desierto, el no miraba si era para dar de beber al sediento o permitir deslizarse a mayor velocidad la pelota de golf….¿que suplicaban por carne?......bueno nadie le especificaba si era para masticar o fornicarla.…..a fin de cuentas, no era culpa suya eso de que el reparto fuera menos repartido y lo repartido menos abundante.
Y además…..en caso de carestías......¿no era el Hijo del Jefe quien se encargaba de multiplicar panes y peces?.

Bucardo


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jueves, 19 de julio de 2007

Le Petit Gorrion


Le Petit Gorrión
Cuando la Piaf cantaba, conseguía abordar sus recuerdos como quien asalta una fortaleza a cuchillo y fuego, con el ariete por delante y afrontando lo que salga al otro lado de la puerta.
Cuando la Piaf hacía eso, piaba, se sentía capaz de retornar sobre su dolor y pensar que tal vez fuera posible superarlo, en el recuerdo de la voz dolida y quebrada de la gabacha, de la vida plagada de misterio, cuestas y padecimientos de aquella cantante hija de una farola a la que, hasta la fealdad, se le hacía chiquita cuando frente a un micrófono tan amorfo como los de la época, abría la boca y era capaz de convencerte que aun fea y dislocada, huérfana, pobre y a saber si asesina, la vida era un puro ramo de rosas y ella, la más esbelta de ellas.
Cuando la Piaf trinaba se miraba al espejo imaginándola.
No a la Piaf que era de baja cuna y alta estopa, sino a Margerite y a la reventada mañana de mayo que la dejó allí a solas, tan plantada y enraizada, como aquellas rosas gorrionas a las que cantaba la desmelenada parisina.
Si a Margerite que le pudo el convencionalismo del apellido, el invisible poder de la mirada ajena, la siempre perniciosa influencia de la opinión ajena que acompasaban esas miradas como el piano lo hacía con la voz de la Piaf, solo que desafinando o haciendo que su amor desafinara, desentonando como jamás antes lo hicieron como nunca pensaron que lo harían.
Antes todo les olía como huelen los campos de septiembre, los que sueñan con la siega que les libere del peso que tanto les hace padecer…antes todo les olía a fresca madurez, a goce intenso y profundo mientras se perdían o se dejaban perder por las interminables filas de viñedos, dejándose rozar las manos como quien no quiere o paseando junto a la ribera, allí donde por no acudir, no acudían ni las carpas, para abrazarse, sentirse, traspasarse sin que la ropa se deshiciera, sin que su cuerpo sintiera el alivio del aire fresco que las estremecía, pensando una que la felicidad era tan imperecedera como la tierra vieja que pisaban y la otra que aquello era demasiado placentero como para no ser puro pecado.
Nadie jamás debería saberlo, nadie.
Saber que la amaba, saber que la gozaba, si la gozaba en la intimidad de su ser cuando se acostaba sola y la imaginaba sobre, bajo, al lado de ella, mezcladas, rozándose, si, tan siquiera rozándola mientras dejaba que sus gemidos, sus gritos de placer fueran ahogados por el gramófono donde el gorrión la camuflaba al son de “Milord”, “Boum sur Paris” o “La Joie de Vivre”……sabiendo, esas cosas siempre se saben entre quienes se unen con el corazón mucho antes que con el cuerpo, que en el lecho contiguo, separadas por una pared de ladrillo y un muro de convencionalismos, Margerite suspiraba de idéntica manera, mordiéndose los labios para sofocar el goce…sabiendo que solo las notas de aquellas canciones rotas y profundas eran capaces de traspasar lo que les separaba y unirlas en una sola.
Pero ni tan siquiera Edith era capaz de cegar lo evidente y una mañana…..los malos recuerdos siempre suelen ocurrir por la mañana, paseando por el pueblo, aun en aceras separadas por las calles estrechas y los petardeos de los Citroen DS, sintieron sobre sus conciencias las miradas huidizas y el corretear de los niños que las señalaban sin el rubor de los adultos, sintieron las prisas del panadero por despacharlos y verlas salir de su Boulangerie y en el Instituto, por primera vez, la maestra, cejas prietas y regla en mano, las obligó a separarse siendo que nunca conocieron un pupitre donde no estuviera la otra al lado.
Margarite era la más débil, la más sufrida y una noche, no fueron goces lo que apagaba la gorriona sino lloros, lloros sofocados sobre la almohada y que al otro lado de las notas, le acompasaban…..la una por querer y no poder…..la otra por querer y poder.
Margerite marchó y aquella mañana, mayo, mientras el coche se alejaba levantando la polvareda acumulada por el camino que separaba la finca de San Jean de Paux con la carretera que conectaba con Lignon, ella se quedo sola, contemplándola, rezando desesperada para que girara la cabeza una última vez y mirara a la ventana abierta desde donde la despedía al son del “Je ne regrette rien” que nunca más nadie, escucharía en vivo, pues ese mismo día se murió su esperanza que no su amor, pues ese mismo día, carcomida por la morfina y medio loca, por desamor y dolor, por el sufrimiento y la desgana de vivir, en un pueblo pescador, dejó de piar el “petit” gorrión y ella al saberlo, al saber que ya nada la unía con Margerite, arrojó todos sus discos por la ventana que se estamparon deshaciéndose en mil añicos sobre el suelo empedrado de aquella casona claustrofóbica que las viera amarse y dolerse.
Bucardo

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miércoles, 18 de julio de 2007

El Maestro



El Maestro


A poco que cerrara los ojos los escuchaba.
A poco que cerrara los ojos se veía de nuevo absorbido por la chiquillería….si, por su chiquillería y el olor a fiemo y paja reseca que los envolvía.
A poco que cerrara los ojos se sentía capaz de distinguirlos a todos, sin error alguno, uno tras otro, sin necesidad tan siquiera de verlos, solo escuchando sus gritos….o sus silencios.
Cuando los volvió a abrir estaban todos allí, en corrillos o en fila, solos o agrupados, correteando de lado a lado o cuchicheando con la vista avergonzada y el rostro nervioso de quien apenas sabe guardarse un secreto lo justo que dura el recreo.
Lo hacían frente a las escuelas, las que lindaban pared con pared con Casa Hipólito, las que olían a la cuadra de Mingorús, las que coronaban la subida del río, a dos pasos de la llanada, justo debajo de la Consistorial.
Tan debajo que no era rara la ocasión, en la que, si coincidía pleno con matemática, le tocaba subirse al piso de arriba para exigir que le dejaran explicar la tabla del ocho sin tener que perder la voz gritándola.
Miró a Fidel, metiendo un palito afilado y diminuto por entre las piedras sueltas de la tapia que limitaba el huerto de Ambrosio el Sordo. Seguramente trataba de ensartar a alguna desafortunada lagartija. El muchacho era basto y sonrosado, tan fuerte como inocente, tan falto de maldad como para no saber cuando parar, cuando el daño superaba lo permisible. Y es que aun a pesar de su buen corazón, era de nervio fácil y empentón brusco por lo que más de algún chiquillo había tenido que sacarle uso a las piernas cuando Fidel trataba de ajustarle las cuentas por arrearle con un bolo de nieve en la cara o cazar en los cantaderos de ranas que el tenía localizados.
Justo a su lado, tan enclenque y débil que ni su sombra era capaz de proyectar el sol, Mariano de Casa Lazurda permanecía atento a la maniobra, tratando de indicarle con su mano sana por donde le había parecido ver escabullirse al apurado reptil.
Al ser parido le falto aire y aquello le hizo crecer algo corto de talla y entendederas, con la mano izquierda cruelmente doblada en dirección al ombligo y el rostro contraído y arrugado, como si todavía estuviera padeciendo los dolores con los que vino a este mundo. La crueldad de quienes todavía no saben que la tienen por nacimiento lo tildaban del “Torcido” pero en el fondo debía guardar algo de sentido común cuando siendo apenas un recental con siete invierno sobre las espaldas, ya sabía agenciarse amistades que lo respaldaran ante cualquier gallo de pelea. Por eso Fidel estaba siempre cerca de el o el cerca de Fidel según lo mirara la madre de cada uno.
Tan cerca como lo estaban Gloria y Asunción.
La primera había nacido en Zaragoza y presumida como era, le gustaba alardear de que siendo chica, la pasaron por el manto de la Virgen y los curas decían que nunca vieron niña más guapa a los pies de la Santísima. Ella era hija del cabo de la Guardia Civil, razón por la que ahora andaba tan destinada a aquellas montañas como lo estaba su padre, viviendo de pensión en el Hostal de Jal porque por no haber, en el pueblo no había ni cuartelillo para la Benemérita y los expedientes, sanciones, pasaportes y papeleos, se solían hacer en la cantina del establecimiento, a la vista de medio pueblo.
A Asunción sin embargo, la bautizaron de escondidas y con muchos arrepentimientos de por medio por eso de saber muy bien el nombre de su madre y andar para los restos, condenada a llevar Expósita como primer apellido.
Todos en el pueblo rumoreaban de un tal Paco el Portugués, un peonero más pobre que las pulgas de un calvo quien en realidad era gallego pero que para la ignorancia de aquellas gentes, igual de malo era uno que otro, el cual prometió hacer y deshacer como prometen todos, hasta montarse a la madre en las eras del Santo Cristo y escapar luego allí donde por no llegar, no llegan ni las cartas con doble sello.
Al uniformado bigote del padre de Gloria no le hacía demasiada gracia el que su hija hubiera hecho tan buenas migas con aquella tal Asunción. No todos los guardias eran de igual parecer, pues los había que para Nochebuena, hacían colecta, tricornio en mano, para comprarle alguna pastilla de chocolate Lacasa o un vestido algo menos remendado que el que llevaba un día si y diez seguidos también.
Pero el cabo era de lo más Ahumada que se podía encontrar, uno de estos fanáticamente convencidos de que quien había nacido de semejantes coños, en cuanto crece y saca pecho, hereda iguales condiciones, por lo que veía en la medio expósita una influencia no demasiado recomendable.
Al contrario de lo que por su edad se podría suponer, la callada era la respuesta más larga que Joaquín solía dar a todos. El no gustaba de chillar espectacularmente cuando conseguía que la piedra rebotara tres veces seguidas sobre el charco, ni incordiaba ruidosamente las trenzas de las niñas intentando afearlas en misa de Domingo o Pascua.
Pero el que no gritara no significaba, más bien todo lo contrario, que en los recreos se mantuviera aparte o en el pupitre quieto. La seriedad de su parecía querer estallar en cualquier momento en la risotada más descarada cuando dibujaba unas orejas de burro en la pizarra con la altura perfectamente calculada para que recayeran sobre la testa del maestro. Su paseo, tieso y ufano, indicaba sin regodeos que era el quien acababa de ganar jugando al cuadro o a los bolos, buscando renacuajos por las charcas del Sorrosal o murciélagos en la borda abandonada de la Ahorcada.
Joaquín era de Casa Pardo y aunque todos en el pueblo sabían la diferencia que suponía para los demás el haber nacido entre aquellas paredes, para quienes no encontraban mayor placer en el mundo que hundir bajo el empentón de su propio peso la fila del temblorosa fila del adversario mientras se jugaba al borriquillo, el era sencillamente Quinito el Callao.
Mucho más habladoras eran Aurora y Felisa, las dos primas de Casa Cazcarro, siempre tan gallináceas y unidas, siempre planeando alguna algarada con la que hacer padecer y humillar a algún zagal de los de la voz a medio camino. A veces las veía hacer promesa solemne por Dios y la Virgen, por los Santos y Difuntos de darles un beso en los mofletes si antes cerraban los ojos y se lo ofrecían como quien da un caramelo para luego, en cuanto el iluso picaba, y rara vez era que no lo hacían, darle a cambio un palo untado en alguna boñiga fresca de vaca.
Cruel recompensa que no obstante, no evitaba que los hubiera picando cuatro, cinco o incluso indefinidas veces cosa que no le ocurría nunca a los muchachos más pequeños, tal vez por eso de que en las niñas, tan solo veían una compañera de juego.
Ni la una ni la otra eran demasiado aplicadas con los libros aunque no le cabía duda alguna de que con ese arte para el manejo que demostraban ante quienes con los años se convertirían en pretendientes, la vida les iría por el camino que ellas les fueran marcando.
Más preocupado andaba con Esteban de Casa Allué, quien rechazaba tercamente cualquier compañía que no fuera la de su perrita Canela, apenas un cachorro de dientes afilados a la que nadie le comprendía el nombre, pues su pelaje era de un negro azabache tan liso como intenso.
Parecía que solo el recordaba a Isabel, su hermanita pequeña, que se murió por las viruelas con cuatro años escasos, a la misma que llevaron al camposanto con un vestidito precioso y diminuto que le había bordado su abuela para celebrar el quinto aniversario y que entretejió con la lana basta y mal cardada de una oveja canela.
Esteban parecía mucho más sensible que los que preferían andar aplastando lagartijas y no era extraño verlo correteando por los prados de junio todavía sin segar, gritando, riendo y chillando como un poseso mientras la perra jadeando, lo pasaba y rodeaba, le ladraba y lo derribaba tocándole con el hocico los tobillos.
Así hasta que pasaba algún paisano con el dallo sobre el hombro y la piedra de afilar al cinto y se lo quedaba mirando sorprendido de verlo tan chistoso siendo que en el pueblo no decía cosa mayor que “si” o “no” y aun así lo hacía moviendo la cabeza y no la lengua.
Más tarde o más temprano tendría que asumir que no se puede vivir apartado de sus iguales, dependiendo de los lametones de un animal aunque tampoco tan camino de malmeterse como andaba José de Fumanal.
José era el mayor de la clase y aunque con sus doce años y viniendo de casa pobre, ya debería andar camino de la muga en verano y de los Monegros en invierno, su padre prefería que se lo mantuvieran allí quieto, no porque quisiera hacer de el todo un Costa, que para ello hacía falta talento y no solo voluntad, sino por andar sobrado de hijos y falto de hogazas con lo que el desayuno que daban en la Escuela Nacional le evitaba ciertas angustias.
Pero el patriarca de aquella Casa, el padre del José, era un hombre rencoroso y cargado de odios, sin moral y dominado por sus resentimiento hacia cualquiera que hubiera tenido en la vida, algo más de suerte que el. Y como la lista era larga como tiempo de Cuaresma, no había vecino que no lo hubiera visto rumiando para sus adentros quieto o caminando, sobrio o de copas, en la partida del mesón o ante el discreto chisporroteo del fogaril.
Y a el, que creía con beatitud que a los niños no se les podía educar bajo el peso de los odios heredados sino abriendo de par en par las puertas carcomidas de la ignorancia y dejando que el vendaval arrastrara el polvo y las telarañas acumuladas, le dolía observar como poco a poco, José iba trasladando esos mismos odios hacia los hijos de aquellos que su padre detestaba.
Más sencilla era Flor.
Cuando llegó la República y con ella la posibilidad de inscribir a los niños sin someterlos al martirio del santoral de turno, sus padres, ni mucho menos gentes de izquierdas, quisieron ponerle el nombre de Flor sencillamente, porque les parecía tan hermoso como la criatura que habían engendrado. Los peor pensados que casi siempre suelen ser los menos románticos, andaban diciendo que para explicarse semejante mote, había que buscar la razón en los prados que había detrás de la ermita de San Mamés, adonde los entonces novios acudieron de romería más o menos por la época en que su hija fue engendrada……”sin andar casados”….añadían maliciosamente con la boca gacha. Pero las malicias de los pueblos pequeños parecían resbalar como el agua sobre el cuero engrasado sobre el espíritu dócil y sonriente de su madre, siempre garbosa con el cesto de la ropa sucia camino del lavadero o canturreando jotas de enamorada cuando una vez limpia, la echaba a tender en el patio empedrado de su casa.
- Don Lorenzo tome.
Tan ensimismado andaba en sus pensamientos que no había visto acercarse a Higinia, la benjamina de la Escuela.
- ¡Mi pequeña repatán! – exclamaba fingiendo sorpresa - ¿Pero que preciosa joya me regalas hoy?
Higinia era diminuta y menuda, graciosilla con aquellos mofletes tiernos enmarcando sus labios de muñequita de Charol y el pelo liso, corto y caído aunque le dibujara un gracioso rizo sobre la testa, como si se tratara de la corona real de toda una Cenicienta.
A Higinia la traían a clase porque a su madre, incapaz de encontrarse más brazos con los que sacar adelante tanta faena, con los abuelos enterrados desde la gripe del diecisiete y el marido empinando el codo por cualquier bodega bien surtida de rancio, no le quedaba otro remedio que pedirle al maestro que comenzara a ilustrarla antes de hora.
- ¿De donde la sacaste cielo? – le pregunto mientras recibía sobre la palma de su mano una piedrecita redondeada y plana sobre la que el capricho había cincelado una veta blanca que la atravesaba semejando ser un rayo.
- Del río.
- ¿Pero fuiste tu sola?. ¿No sabes que al río no debes ir si nunca sola?.
- El tato vino conmigo – respondió esbozando una amplia sonrisa mientras lo señalaba, subiendo por la empinadísima y malquerida cuesta de Santa Eugenia, con una trucha recién pescada, todavía palpitante, colgando del hilo de la caña.
A Higinia siempre se le iluminaban los pómulos cuando señalaba a su hermano Félix y a Félix siempre se le iluminaban los suyos a poco que sintiera cerca a Higinia. Aunque en realidad eran hermanastros y el era mucho mayor que ella, Félix se libró del cayado por el estoicismo y tozudez con que su madre encajaba los bofetones del marido cuando ella, se empeñó en conseguir que llegara a bachiller y el en lograr que zumbara monte arriba detrás de la oveja.
Y sus robustas razones tenía la buena mujer para soportar durante semanas los gritos e insultos del borrachuzo de su consorte.
Pues de oídas e indiscretas, se enteró de que Don Lorenzo, quien por lo demás tenia fama de ser hombre reservado en el trato y moderado a la hora de juzgar a sus iguales, había dicho en la verbena de San Miguel, que en todos los años que llevaba entre pupitres, jamás había visto persona más aplicada con las cuentas y gramáticas que Félix.
Su padre era demasiado montañés como para comprenderlo pero ella, que se quedaba embobada contemplando como el viento empujaba las nubes por encima del puerto, estaba segura de que al otro lado, había un mundo plagado de oportunidades que ella jamás vería……pero su hijastro si.
Ahora, a punto de terminar su último curso, el maestro lo veía contemplando con mayor detenidamente los detalles de cada barranco o colina, acariciando la corteza rugosa de los robles, paseando pensativo por la llanada, disfrutando con los pasos cada vez más seguros y decididos de Higinia…..consciente al fin y al cabo, de que antes del próximo invierno, marcharía lejos, al Instituto, donde gracias a los buenos oficios de Mosén Miguel con el señor obispo, le habían conseguido una plaza becada.
“Sueño de ricos en casa de pobres” – pensó.
Si, toda aquella algarabía que lo rodeaba, que lo invadía, toda aquella chiquillería, con sus defectos, con sus virtudes, con su hermosa vida por delante era, bajo la calidez del sol de junio que le obligaba a cerrar de nuevo los ojos……toda suya.

Cuando volvió a abrirlos miro sus manos, arrugadas y temblorosas, sosteniendo aquella foto que les sacaron el once de junio de mil novecientos treinta y tres frente a las escalinatas de la Escuela.
Hacía mucho que se había dejado la vista sobre los libros pero no le hacía ninguna falta buscar las gafas para saber quienes eran aquellos dieciocho niños y veintidós niñas, vestidos de domingo, como si, de hecho así lo era, la llegada del fotógrafo fuera la noticia más importante que acontecería aquel verano en el valle.
Estaban todos repeinados, con los pantalones bien subidos y las trenzas tensas, con ese rostro de falsa seriedad que intentaban mantener mientras por detrás Lucas de Casa Solans tiraba de la chaqueta de Rodolfo de Marazuela para que saliera con la chaqueta arrugada o Blasa intentara desajustarle las coletas a la pobre Enriqueta de Casa Cadena que salió con el rostro compungido, a punto de estallar en una lagrimosa rabieta.
Los miraba allá lejos, en la Residencia de Nuestra Señora de Guadalupe, adonde lo mandaron desde el Geriátrico de Jalisco cuando vieron que era tan viejo que le iba a costar un rato largo el morir.
Allí llegó con la miserable pensión del maestro refugiado, un par de pantalones, cuatro camisas, dos jerséis de invierno, uno de verano, la bata de andar por casa, la boina, unos zapatos de domingo que ya no se ponía y las pantuflas de diario, todo en una maleta que llevaba en una mano mientras en la otra, se sostenía con la garrocha que le regalara su hermana de Zaragoza el año que se rompió la cadera saliendo del cuarto de baño.
Sin otra cosa que hacer que esperar y dejarse morir, miraba y remiraba la foto tratando de no recordar……..pero lograrlo era imposible.
Imposible no imaginar la ruda inocencia de Fidel marchitándose, languideciendo por el tifus y la hambruna en los campos nazis, mirando al cielo austriaco, gris y espeso, preguntándose por unas montañas a las que nunca regresaría.
Imposible no imaginar como la Torcida mano de Mariano era vista incluso con envidia cuando llegó la guerra y con ella hicieron falta las manos jóvenes y firmes de las que el carecía por nacimiento para ir a morir al frente.
Imposible olvidar la noche en que se llevaron al cura y al padre de Gloria, juntos y atados del cuello como si de un yugo de bueyes se tratara, para matarlos de dos tiros a las afueras del pueblo…..un pueblo que calló, salvo Asunción que no lo hizo y apenas salió el sol se puso de luto y marchó a abrazar a Gloria, a darle el pésame y ayudarla a amortajar a su padre.
Imposible no recordar como sonó el eco de la descarga que mató a Joaquín, cogido de la mano de su padre, por ser un Pardo, por haber escuchado los milicianos por boca de un Fumanal que todo lo que tenía se lo había ido robando a la gente humilde y trabajadora como el.
Imposible borrar la mañana en que Aurora y Felisa se separaron, la una camino a Francia por temor al que venía, la otra decidida a arriesgar y esperarles para ver que pasaba, esperando años y más años hasta que el destino las volvió a ver abrazadas, con más canas y disgustos, con más fatigas y cansancio, con ninguna gana de gastar broma alguna.
Imposible taparse los oídos para no escuchar el grito desesperado de Esteban el día en que unos soldados, por practicar con el Mauser, le mataron a la Canela y como desapareció sin dejar rastro, dejándose tragar por el robledal, que no lo escupiría hasta muchos años más tarde, ya en forma de huesos y camino del camposanto. Por lo no vio otra que ahorcarse.
Imposible que la sangre no se le volviera a helar recordando la mirada cargada de rencor que José mostraba el día que marchó, fusil al hombro, tras los milicianos que mataron a los Pardo o aquella tarde de retiradas, noche triste en la que tuvo que huir a Cataluña con las cicatrices de metralla en el cuerpo y de las heridas lacerantes de la derrota en el alma, con la sangre fría, a saber de donde la sacó, para arrearle un tiro en la cabeza al viejo Tomás, al que buscó por todo el pueblo hasta ajustarle las cuentas, porque de pequeño le había arreado un garrotazo cuando le sorprendió robándole la puesta de la mañana.
Imposible no ver a Flor que ahora se llamaba María Inmaculada y que cuando le dijeron que con los cambios podría volver a llamarse Flor se hizo la tonta, por temor aun tan de mayores, a que regresaran para volver a violar a su madre delante de sus aterrados ojos por creerla roja cuando en realidad solo era algo soñadora.
Y Félix…..Félix casi Bachiller, Félix roto aquella tarde en la que todos lo vieron regresando tambaleante por el camino del túnel con el brazo destrozado, colgando como si fuera un guiñapo, casi cercenado por la granada que se encontró tirada por el campo y que, bueno como era, no se le ocurrió otra, que recogerla y llevarla al arsenal que los rojos tenían en San Miguel por temor a que estallara y le hiciera daño a otro que no fuera el.
Ese día, Higinia dejó de sonreír cuando lo veía.
En su lugar, solía cogerle el muñón y acariciárselo como si de la magia que surtían sus manitas de niña pudiera lograr que volviera a brotarle lo amputado. Y cuando se cansaba de hacerlo, lo llevaba al río y se pasaba la tarde recogiendo piedras, las más extrañas y curiosas que encontrara, para dárselas.
El las guardaba todas, sin dejarse perder una sola.
Tras marchar a la Argentina, nadie volvió a saber Félix….e Higinia…Higinia se quedó un poquito más sola…..un poquito menos niña.
Fue entonces cuando si quiso recordar.
Recordó su bien más valioso, el más preciado que conservaba, el que desde que subiera a aquel barco en Brest rumbo al ya no tan nuevo continente, guardaba siempre, republicano como era, en el bolsillo izquierdo de su pantalón.
Echó la mano al hueco y apretándola como quien encierra dentro de si su más valioso secreto, la abrió perezosamente mientras, a medida que la luz iluminaba la piedra del rayo blanco, iba ofreciendo una sonrisa desdentada.
- ¿Qué maestro, hoy andamos de buen humor? – preguntó una enfermera.
- Será que tenemos buenos recuerdos.

Bucardo




Este relato está dedicado a la memoria del Lorenzo Berdala Pardo, maestro de Linás quien por encima de todas las causas, defendió una sola.....la tolerancia.


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lunes, 16 de julio de 2007

El Coleccionista


El Coleccionista

La mirada de Don Rigoberto contemplaba orgullosa y detenidamente toda la esplendidez de su rebosante pabellón de caza.
Lo hacía tal y como a el más le complacía…..en la más absoluta de las soledades, rodeado únicamente por el lento, cadencioso y metódico paso con que sus suelas, rompían el vació de aquel enlosado blanco y negro, pulcramente pulimentado.
Por lo visto uno de sus ingeniosos antepasados, de los que hacía siglos andaba deshuesándose en el panteón familiar, obligaba a la servidumbre a deslomarse manteniendo la brillantez del suelo con la exclusiva intención de que las brillantes pinturas que ordenara realizar a un desconocido y barato artista italiano, allá por los tiempos del tercer Carlos, se reflejaran sobre el como si fuera un espejo, contemplándolas sin necesidad de dejarse el cuello en el intento.
En principio aquel pabellón, alejado del palacete principal y al que tan solo se podía acceder a el tras sobrepasar el enmarañado seto que lo bordeaba, había sido concebido precisamente para eso, para la caza.
Pero el animal monotemático en las monterías que dentro del edificio se realizaban, solían ser las amantes, muchas y muy variadas que sus ancestros habían ido coleccionando como si de vulgares obsesivos filatélicos se trataran.
Para ello, solían usar la única de las estancias que disponía para su caldeamiento de una chimenea de recio alabastro blanco, hace tiempo olvidada por sus funciones la cual, recordaba Don Rigoberto, era presidida por un lecho dieciochesco, coronado por un doselete sostenido por churriguerescas columnas ante las cuales, fornicaron y se precipitaron entre las delicias del pecado, todos los varones predecesores de su familia con excepción, claro estaba, de la suya.
De esta forma desde renombradas actrices de variedades hasta camareras de burda taberna, desde prostitutas de adoquín hasta lujosas damas de muchos reales entre las piernas, pasando por aterrorizadas criadas a muy nobles señoras de muy innoble moral, aquel camastro había demostrado sobradamente, las constantes embestidas e infidelidades que tuvieron que soportar las féminas del clan por mantener posición y buen nombre.
Pero desde su acolchada infancia, Don Rigoberto no parecía sentir pasión alguna por los placeres púbicos por lo que en cuanto la edad hormonal llamó a las puertas de su vida, en lugar de acudir discretamente a quien por unas monedas le hubiera servido de cómodo y despreocupado alivio, se presentó ante sus sorprendidos padres, rogándoles que le escogieran entre las jóvenes de rica familia que así lo pretendían, aquella que ellos prefirieran para que le sirviera de esposa y desahogo.
La razón de su negativa a heredar aquella propensión familiar hacia los escarceos amorosos había que buscarla en la que con el tiempo se convirtió en la gran pasión de Don Rigoberto…..una pasión menos pecaminosa y más sangrienta por la que estaba dispuesto a pagar y perder lo que fuera por satisfacerla…..la cinegética.
Si, fue la caza quien lo guió aquella mañana a quemar, ante los atónitos ojos de los criados, todos los muebles del salón de la chimenea.
Aunque el servicio, como tal era su oficio, murmuraba postulando mil y una teorías que justificaran tan enigmática decisión, siendo además que apenas hacía dos días que su padre había sido enterrado y el era su nuevo señor, mientras chisporroteaban ante sus ojos las parras de vid y angelotes mofletudos, las telas de ornamentación vegetal y los tapices de temática picaresca, el recordaba la noche en la que todavía niño, buscando sorprender al chotacabras cantor, la casualidad lo guió hasta el pabellón y en el, a descubrir lo que nunca debería haber visto.
Hasta entonces había considerado a su padre como un varón recto y seco, de virtudes intachables, serio ante el sermón e inquebrantable en todas y cada una de sus convicciones……pero toda aquella fachada de orgullo y convencionalismo parecía no haber existido nunca, doblegada ante esa puta de desconocida faz, tapada tras una máscara felina que golpeaba las desnudas y enrojecidas nalgas de su progenitor, obligándole a lamer sus pies calzados con tacón negro y alto.
Aquella dolorosa revelación, insufló en su carácter toda la soberbia, toda la arrogancia a las que su padre parecía renunciar sometiéndose a aquella locura servil y carnal, razón que le instigó a buscar todavía con mayor vehemencia a aquella esposa de altar, que le agotara los ardores y las ansias eyaculatorias mucho antes de que tuviera que verse a el mismo postrado como un caniche de feria ante los pies de cualquier fulana.
Y así, tal y como acontece con todos los mortales, por estirados o humildes que estos sean, los primeros años de su matrimonio, los más febriles por eso de catar en vivo lo que hasta entonces tan solo había escuchado chismorreándose a la luz de algún candil falto de aceite, los más faltos de sueño por aprovechar la más mínima oportunidad en favor de sofocar ardores, los más ilusos e inconscientes, transcurrieron sobre esa nube de felicidad a la que el hábito y el hartazgo, terminan siempre por disipar como el sol a la niebla matutina.
Apenas parido el primero de sus cuatro vástagos, todos varones por supuesto, el neonato se transformó en la primera obsesión de su esposa, en el más posesivo de sus dominios, postergando todo lo demás a la vigilancia de su salud y buena educación, transformando la calidez y buena disposición de sus apetitos, en el simple cumplimiento sumiso hacia el deseo del marido.
Postergado el placer a lo estrictamente necesario, Don Rigoberto dio rienda suelta a la segunda de sus apetencias, la cual fue dominándolo de tal forma que sacrificaba rentas, tiempo y buenos negocios para la satisfacción de la misma, para el aprendizaje de cada triquiñuela, truco o hábitos para alcanzar la más absoluta de las perfecciones en todas y cada una de sus modalidades.
Y era ahora, al punto de la senectud, paseando relajadamente por el largo pasillo que servía de divisoria a las numerosas estancias del pabellón, reconocía haber logrado postergar en el olvido, la lacerante imagen de su antecesor lamiendo aquel trozo de cuero taconeado pues cada paso, en lugar de recordarle aquel desagradable incidente, lo situaba ante el fruto taxidérmico de tantos años de cultivo por su pasión cinegética.
Cada ojo vidrioso, cada pellejo polvoriento y reseco, cada cuerna deshuesada o con cabeza, le traía a la memoria todos los empeños y dineros, todos los alardes y reveses, todos los momentos en que tuvo que lidiar contra lo legal y amoral para lograr aumentar su espléndida colección de disecados.
Como el tigre, de Bengala, auténtico, abatido directamente en la India de Gandhi, la Indira, la descendiente del Mathama que quiso convertir al felino en el símbolo del país y a su conservación en una cuestión de Estado tan importante como lo pudiera ser la Cachemira o el hinduismo.
Pero para muchos indios, absorbidos por la pobreza y la necesidad, desesperados mientras enterraban uno tras otro a todos sus hijos, consumidos por el hambre o las debilidades, el orgullo patrio, el peligro de la cárcel o la muerte a manos de los bien armados guardas era aceptable cuando Don Rigoberto exhibía ante sus ojos un billete de mil dólares.
La fiera cayó mansamente.
Tanto que el cazador sintió cierta decepción cuando la enorme habilidad de su guía logró aproximarlo a escasos doscientos metros de un felino despistado por el viento de cara, adormecido por la gacela que acababa de devorar.
Por suerte su taxidermista, único y exclusivo, quien viajaba junto a el en todas y cada una de sus cacerías, sabía obrar tanto como cobrar y tras congelar de inmediato la pieza, la despellejó con sumo cuidado, moldeó su cuerpo, fabricó un postizo perfecto e inconfundible de su poderosa dentadura y lo consiguió combinar con semejante maestría, que de sus restos fabricó un tigre de aspecto amenazador y descontrolado.
Sobre la bestia, un impala hierático y pensativo, de enormes y profundas retinas, negras y cristalinas, capaces de reflejar el Don Rigoberto, y su tremenda cuerna alzándose majestuosamente hasta casi rozar al Poseidón pictórico del techo, de cabeza exagerada y cuerpo fofo, que ensartaba un pez con su tridente.
Continuó su paseo hasta situarse frente al elefante, tan africano como el impala, tan inútilmente protegido como el tigre. A pesar de sus insistencias, conservar aquella mole había sido del todo imposible y tuvo que conformarse con la cabeza, seccionada por dos rudos porteadores de piel de ébano y músculos fibrosos que la separaron del cuerpo ayudados por afilados machetes de manera hábil y rápida.
Luego vino la carrera con aquella camioneta destartalada, acelerando despreocupadamente por caminos de ñus para conseguir que la pieza no terminara descompuesta por el calor keniata y llegar hasta el congelador del hotel donde, previo soborno al director, aquella cabeza sanguinolenta terminaría por convertirse en algo decente que poder exhibirse.
Aquel monstruo y sus colmillos lo contemplaban ahora tan fría y retadoramente como cuando lo hicieron aquel mes de enero sobre la sabana, mañana tan calurosa que parecía iba a derretir hasta el plomo de sus balas explosivas.
Lo vio acercarse, sacrificándose a favor de su manada, tratando de salvar a las hembras y sus crías, seguro de que moriría al hacerlo.
Pero aun con todo cargó.
Cargó aun cuando vio a Don Rigoberto quitar el seguro del rifle, cargó aun cuando lo vio encarar el arma, aun cuando sintió el estallido de la primera bala sobre su cuello que lanzó un gorgojeo sanguinolento sobre el polvo que levantaba su suicida locura y aun continuó haciéndolo hasta que el segundo impacto le destrozo los sesos y puso su cráneo allí mismo, presidiendo el pabellón de caza.
Pasó luego al lado oriental, donde se situaban los ventanales, altos y amplios, que recibían directamente la luz de la amanecida, aunque la discreción que imponía el contenido de aquella sala, hubiera obligado a cambiar los cristales convencionales por otros tintados, mucho más convenientes.
Allí, sentado como si oteara el horizonte, estaba el gran gorila.
No, no uno de esos del llano cuya caza era tan sencilla como aburrida. Esos desgraciados tenían costumbres tan fijas que todo el mundo sabía donde estaban localizados sus bebederos y abatirlos era tan sencillo como matar moscas. Cuando mató a uno de esos sintió tanto asco por su docilidad que lo dejó allí tirado para que los escarabajos se dieran un buen festín con sus restos.
El que contemplaba era uno de esos bravos y escasos montañeses, enormes, duros, un auténtico y espléndido espalda plateada, acostumbrado a sobrevivir a las guerras fronterizas y el acoso de unos furtivos tan perseguidos como el objeto de sus persecuciones.
Su hombre en Ruanda había hecho un buen trabajo.
Era difícil desde que la doctora local, la doctora mono como la tildaban quienes la despreciaban, andaba chillando histéricamente que el gorila de montaña se nos perdía para siempre y chorradas por el estilo.
La muy jodida sabía bien que contra más focos hubiera sobre su causa, más se asustaba a aquellos que como el, estaban dispuestos a pagar por matar.
Durante meses había seguido a ese enorme macho hasta que, acosado por la tala y el hambre, se vio obligado a descender a las plantaciones del monte bajo.
Entonces lo llamó y al día siguiente, Don Rigoberto, su hombre y cinco transportadores sanos se trasladaron en todoterreno casi hasta donde se distinguía el monumental lomo del animal.
La doctora Leakey no escuchó el disparo que derrumbó a su “monito” mientras masticaba tranquilamente las hojas de un platanero.
De haberlo visto se habría descompuesto contemplando el agujero del tamaño de un puño que le partió en dos el pecho, sentenciándole aunque el animal se resistiera a morir colocando sus gruesos dedos sobre la herida, suplicando por su vida con la retina.
Durante el proceso de disecado los ojos se dan de comer a los perros pues como todo órgano es imposible de salvar durante el proceso.
En su lugar se sustituyen por imitaciones de cristal o plástico sólido.
Don Rigoberto no toleraba el plástico.
Hacía años había asistido a una cacería de politiqueo cerca de las dehesas de Montfragüe, antes de que prohibieran a los incapaces lo que pagando se podía hacer en cualquier lugar del mundo, por civilizado que pretendiera ser.
Mientras los monteros recontaban una y otra vez las cerca de dos mil perdices abatidas, contempló el gato montés disecado y dispuesto sobre un armero saturado de viejas escopetas de esas que se dejan a los resacadotes para que asusten a la pieza pero no puedan matarlas y así esta llegue sana aunque agotada a los pies de quien la paga.
Por mucha hectárea y cartera que tuviera el dueño de la finca, por muchas buenas relaciones y esposa modelo de los que presumiera, no gustaba de la perfección y aquel delito se demostraba en la vulgaridad de aquellas retinas plastificadas y en la ausencia de una temperatura ambiente que evitara a la lengua del animal, el haberse derretido como hielo bajo los rigores del verano extremeño.
Tampoco le costaba mucho acordarse del okapi, tan raro como caro, el más costoso de cuantos hubiera conseguido derrumbar más no por su fiereza sino porque cargar con el baleado cuerpo de aquel gigante bajo la bruma fétida, agobiadora y putrefacta que invade la selva congoleña fue tarea tan infernal como para costarle uno de sus porteadores, fulminado a causa de un golpe de calor a dos días escasos de su aldea y cuya mujer lloraba con lágrimas de sincera alegría cuando Don Rigoberto le pagó con la calderilla de un billete de cien dólares el entierro del marido y la dote de su próximo matrimonio.
¿Y como iba a olvidar a aquel groenlandés de fuerza sobrehumana y mirada penetrante e insumisa?. Si, ese monumental ser humano que lo mismo susurraba tiernas palabras de consuelo a uno de sus perros de tiro cuando chillaba de puro dolor por haberse quebrado la pata en una mala pisada que rompía enormes pedazos de hielo en mitad de la tormenta más desbocada para levantar un iglú salvador en menos tiempo de lo que se necesitaba para congelarse en aquel universo de glaciares.
Si, aquel groenlandés de rostro curtido, respetado incluso por los mismos inuit, tan acostumbrados a su mar helado como desacostumbrados a que un blanco fuera capaz de oler al gran polar mucho antes de que el lo hiciera.
Solo los elegidos, los más duros, los que saben escuchar podían sorprender al gran rey en sus dominios.
Con facilidad podría haberse agenciado un ejemplar canadiense, uno de tantos que acostumbrar a cebar en los vertederos de cualquier asentamiento aislado para luego abatirlo a buen precio bajo la excusa de que son un peligro para el ser humano.
Aquello le habría costado la mitad de dinero y lo habría podido hacer desde un puesto con calefacción y con el trípode dispuesto para asegurar el disparo.
Pero aquellos ejemplares eran mucho más pequeños que los enormes machos de la gran isla de hielo y el, como ya sabía desde pequeño, solo gustaba de lo mejor.
Por eso cuando lo vio aparecer tras una loma blanca, temió que tras padecer semejantes temperaturas el temblor de sus manos lo traicionara.
Pero no lo hizo.
El tiro lo alcanzó en el lomo, destrozando la espina dorsal sin llegar a matarlo.
El animal, sufriendo terriblemente, trataba en vano de defenderse intentando inútilmente erguirse para hacer frente a su agresor
Tardó casi diez minutos en recordar que debía rematarlo.
Al volverse sonriente, creyó ver lágrimas en los ojos del groenlandés.
Pero nunca sabría si lo eran o no.
Solo que desde entonces, nunca más volvió a responder a las llamadas de aquellos amigos a los que Don Rigoberto recomendaba al groenlandés cuando estos querían imitar su hazaña.
Subió las escaleras del coro.
Su bisabuelo, un amante infatigable hasta del arte más vulgar, gustaba de mostrar las pinturas del pabellón a sus visitantes y amistades, presumiendo de que se trataba de su particular Capilla Sixtina, algo posible en aquellos parajes donde los aldeanos y vecinos no acostumbraban a ver arte más sacro que el de sus rudas iglesias.
Por eso hizo levantar el coro a unos metros del suelo y de esta forma poder contemplar con quietud las frescos de la techumbre.
Pero a Don Rigoberto esos frescos podían humedecerse y venirse abajo.
A el lo que le gustaba sobremanera era observar desde allí, sentado en el sofá que mandara disponer a tal efecto, los frutos de tantos y costosos años de llenar de casquillos lo largo y ancho del mundo.
Así, bajo su mirada, se extendía una inmensa Arca de Noé inerte, pétrea, un Jardín del Edén momificado, un inútil ejercicio de biología, un incomprensible derroche de vida…..jaguares, pumas, rinocerontes blancos y negros, ciervos europeos, chitales, gacelas, gamuzas, chimpancés, varias perdices blancas dispuestas como todavía fueran capaces de entonar su parada nupcial, un oso pardo de pie tratando de husmear el viento pues el tiro le penetró por la boca destrozándole los dientes e impidiendo una pose mucho más agresiva, zorros rojos, polares y del desierto, una hiena, un hipopótamo enano pues el gigante era imposible de disecar y tuvo que conformarse con la fotografía dispuesta sobre, demostrando que pequeño o grande los dos terminaron en iguales, un cocodrilo australiano y encima otro del Nilo, una anaconda malamente conservada, un orangután macho al que su cuidador vendió entre lágrimas para saldar la deuda con unos traficantes de droga locales que finalmente terminaron por matarlo a causa de otros asuntos, un lince boreal y otro ibérico más pequeño y moteado, un ibex macho italiano y otro hembra francesa con su cría al lado que se dejó matar sin resistencias por no saber que hacer delante de aquellos hombres que destripaban el cuerpo de su madre ante sus inocentes ojos, una nutria europea diminuta ante su gigantesca pariente del amazonas, un ocelote, un oso negro, otro bezudo, dos buitres leonados, uno negro y otro plateado del Sinaí, un cóndor andino, un águila calva, tres faisanes intentando huir del ataque de una gineta, una imitación de tronco de donde colgaban una ardilla roja, un agateador norteño, un pito negro y en su base, un chotacabras de infausto recuerdo, corzos, gamos, dos muflones y una cabra de Creta, un macho de urogallo, otro de grevol y un pavo real salvaje no de criadero, casi todos los lemures conocidos y cazables, un dingo de bochornoso aspecto, un canguro y un demonio de tasmania, un puercoespín, un hormiguero macho, dos grullas cortejándose, seis o siete ánsares imitando una partida en vuelo, una avutarda, sisones, una garza imperial, la cabeza de una jirafa, una cebra de cuerpo entero mostrando su equina dentadura, pelos, pelos y más pelos……así hasta poseer una colección que solo el y su taxidermista conocían, apreciaban y conservaban.
Y su taxidermista callaba.
Callaba porque gustaba del lujo, callaba porque ese lujo tenía un precio y callaba porque Don Rigoberto le daba acceso a ese lujo gracias a su chequera y el buen uso que daba de ella.
El dinero todo lo compra…..lo que más; el silencio.
Pero le faltaba uno.
Uno nada más.
Pero ese uno le obsesionaba hasta la locura más extrema, hasta la inapetencia, hasta el insomnio, hasta sentir la taquicardia de su corazón en las sienes, con su nombre embutido en el cerebro, repitiéndose una y otra vez, rompiendo los tabiques de su cordura, escalando, sobrepasando todas y cada una de sus prioridades.
Así, cuando de madrugada su señora se dejaba invadir por los somníferos que endulzaban el aburrimiento, imaginaba una y otra vez el encuentro, el decisivo momento en el que se enfrentaría a aquel reto, en la munición que utilizaría, en si usaría la ballesta, la escopeta de postas, el rifle de cerrojo o la automática de cinco disparos, en si un calibre convencional sería lo más adecuado o por el contrario aseguraría con una “dumdum” .
Y mientras paseaba por los palmerales de su jardín camino del picadero, cerraba los ojos y se veía encarando el rifle, apuntando, acariciando el gatillo como se hace con una amante, lenta y tiernamente hasta dejarse sorprender por el disparo, en como reaccionaría el animal al recibir el impacto, si caería fulminado o por el contrario todavía tendría algo de fortaleza para ser consciente de que iba a morir.
Sus mejores ejemplares lo fueron siempre a segunda bala.
Según su taxidermista, el dolor tensaba los músculos y con ellos la piel, facilitando luego separar la uno de los otros y que el moldeado en cal del cuerpo fuera mucho más firme y realista.
Pero el, tan capaz como era de extraerle las tripas a cualquier bicho que el previamente hubiera derrumbado, jamás había sentido en sus manos el ego del cazador….ese que le lleva a buscar la testa y cumplimentar por la vía más resolutiva.
Luego pensó en donde dispondría su nueva pieza. Pensó en colocarla en el lugar del elefante, cuyos colmillos destacaban mucho sobre la pared o en una mesita en el centro, entre los monos de pequeño tamaño. Incluso llegó a idear en reservar en exclusiva la sala de la chimenea y disponer un sofá donde el pudiera sentarse y disfrutar pausadamente de la coronación final de su particular zoo de bestias muertas.
Y meditando sobre ello estaba, cuando su experto en preservación lo interrumpió.
- Don Rigoberto – dijo con fingida reverencia pues tras tantos años compartiendo pasión, la complicidad se había instaurado entre ambos.
- ¿Esta listo?.
- Aquí mismo señor.
- ¿Aquí? – preguntó siguiendo el dedo que se lo señalaba- Bien….- afirmó con creciente ansia-…..muy bien.
Descendió las escaleras y se acercó.
A dos pasos extrajo la daga que mantenía oculta tras el cinto de sus pantalones de diseño y se la clavó certeramente entre el costillar.
Sintió su nauseabundo olor, sintió su miedo.
El mendigo no comprendía porque le faltaba el aire…..el solo acudió convencido de que allí le darían trabajo……no entendía porque aquel dolor intenso le traspasaba el corazón…….solo vino seguro de que por fin su mala suerte se había terminado…..no vislumbraba porque la sangre le manaba a chorros, derramándose sobre aquel enlosado donde se reflejaba su rostro mugriento y barbado…….tan solo deseaba dormir aquella noche por primera vez en años bajo techo, caliente y sobre un colchón.
Al caer sus ojos, claros, hermosos y abiertos de par en par fueron poco a poco vidriándose hasta morir el alma y su viveza con ella.
- Es una pena que no puedas conservarlos – dijo Don Rigoberto.
Fue lo último que escuchó antes de que sus piernas se estiraran y en un postrero estertor se entregaran a la muerte.
- ¿Cuándo lo podrás tener?.
- Un par de meses como siempre.
- No le afeites – añadió – Le da un toque…..salvaje.

Bucardo


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