sábado, 30 de junio de 2007

La Verdad de las Sirenas


La Verdad de las Sirenas

Los antiguos griegos creían que más allá del confín del mundo, cerca de donde el gran mar se despeña en una catarata colosal cuyo fin nadie es capaz de atisbar, allá donde el alma se encoge contemplando las aguas más negras y temibles, habitaba el más maligno de los seres…….la sirena.
Todo aquel marino demasiado temerario como para desear adentrarse en aquellas aguas o demasiado desorientado como para dejar que la corriente lo arrastra hasta ellas, estaba condenado sin remedio, a perecer en una muerte dulce.
Por eso los modestos pueblos pescadores, los grandes comerciantes fenicios, cretenses o etruscos, sabían que si una de sus naves no lograba echar el ancla en algún puerto seguro, era porque su tripulación pertenecía ahora al mar y que sus cuerpos eran pasto de las voraces criaturas marinas.
El reino de los acantilados donde moraban las sirenas era el último lugar que sus ojos verían.
En el nadaban curiosas criaturas jamás vistas por el ojo humano, horribles monstruos de fauces tan descomunales que podían devorar de su solo bocado a una nao y toda su tripulación, dioses caprichosos, dioses crueles y todo aquello que tiempo atrás, los hombres apartaron de su memoria.
Sin embargo, entre todos ellos, con diferencia, eran las sirenas o mejor dicho su canto, lo más temido por los rudos hombres de la mar.
Porque tras semanas soportando la dureza del océano, ellas sabían bien que era lo que más deseaba la entrepierna de aquellos varones y sus cantos dulces y melodiosos eran la promesa de saciar el apetito que arrastraban, llevándolos a olvidar la precaución que nunca se debe olvidar frente el mar, pereciendo ahogados....dulcemente entre los brazos de tan endiablados seres.
No morían sometidos, con el horror dibujado en sus rostros, conscientes de su último momento, sino con la sonrisa embelesada por el canto falso que los había embaucado.
Pero lo que los griegos en tiempos del gran Pericles jamás contaron, tal vez porque nadie llegó nunca a descubrirlo, es que las sirenas eran seres afables con aquellos que compartían la aguas junto a ellas y que poseían la extraña magia de convertir su cola en piernas cuando deseaban caminar sobre tierra y las piernas en cola cuando añoraban zambullirse en el mar que las viera nacer.
Viviendo escondidas entre las mismas rocas donde se pudrían los restos de las naves que ellas atrajeron a su fatal destino, tomaban el sol conversando largas horas entre ellas o con los delfines, saludaban el chorro de agua con que las orcas les daban los buenos días y competían con los pingüinos por ver quien era capaz de nadar más profundo.
Pero siempre lo hacían con la mirada oteando el horizonte en busca de una nueva presa.
Todas eran hermanas, todas brazo con brazo se ayudaban y todas sabían con certeza cuando a una de ellas claudicaba ante la melancolía y buscaba la soledad como único consuelo.
Dane, la más joven sirena, ya no se divertía entre las olas ni jugaba al escondite con las rayas, ni conversaba con las focas ni se dejaba acariciar por los espesos bancos de sardinas ni siquiera ofrecía su cariño al triste ojo de las ballenas.
Dane pasaba casi todo su tiempo sentada en la roca más solitaria, aquella a la que muy pocas de ellas iban porque era el territorio del gran jaquetón blanco.
Los tiburones amaban a las sirenas tanto o más que los demás seres del océano pero como buenos escualos, eran casi ciegos y obcecados a la hora de arremeter contra sus presas y ya se había dado el caso de un mordisco errado seguido por un millón de disculpas.
No, los tiburones no preocupaban a Dane porque uno de ellos que la vio triste sobre el acantilado, le explicó como evitar sus terribles mandíbulas……”nada por debajo de nosotros y acaricia nuestra panza. Nos quedamos tan dormidos que podrías arrancarnos el más valioso de nuestros dientes y ni siquiera lo sentiríamos”.
- ¿Qué te pasa Dane?.
La reina de las sirenas, cuyas escamas tenían más de cinco mil años, era discreta y sensible, capaz de percibir el peligro o el dolor mucho antes de que ambos llegaran, capaz de poner paz y orden con solo una mirada dura o amable, capaz de acercarse sin ser percibida…
Ella había padecido y sufrido como ninguna de sus hijas...ella también había buscado refugio en la roca de los tiburones...intuyendo porque el corazón de su súbdita no latía como el de las demás sirenas.
- Pienso en el último – respondió.
- ¿En el último?. No logro comprenderte.
- El último humano que arrastre a las profundidades para que pereciera.
- Ah……ahora si que te comprendo.
- Cuando dejé de cantar…….cuando el hechizo se borró de sus ojos y comprendió que sus pulmones se quedaban sin aire y su cuerpo sin vida…..
- ¿Le miraste a los ojos?.
- Si – reconoció.
- Siendo todavía unas crías os dije mil veces que jamás lo hicierais.
- ¡Pero también nos decías que no tenían alma, que no sufrían……pero ese hombre padecía por algo, por alguien, luchaba por vivir!. ¿Quién era mi señora? ¿Quién era?.
- Era por su familia Dane. Por su mujer, por sus padres, tal vez incluso por sus hijos.
- ¿Todos tienen…….familia?.
- Si.
- ¿Y aun con todo los matamos, los dejamos huérfanos, viudas?.
- Más tarde o más temprano, todas las sirenas terminamos por descubrir la verdad. Yo lo hice hace siglos, cuando los hombres eran mucho menos numerosos. Nosotras no matamos por el placer del sufrimiento ajeno, no lo hacemos porque gocemos con nuestra crueldad.
- Entonces…..¿por que tengo la conciencia manchada con el estertor de sus almas?.
- Sígueme. Sígueme porque solo con palabras no comprenderás lo que pretendo explicarte.
Y aunque se dibujaba amenazadora sobre las olas la silueta amenazante de los tiburones a la caza de focas, pasaron entre ellos acariciando su tripa con la cola, dejándolos tan hipnotizados e indefensos que las focas se burlaban de ellos sacándoles la lengua delante de sus enormes fauces.
Atravesaron las rocas, los quebrados golpeados con brutalidad por el mar, salvaron la gran catarata y después de mucho nadar, arribaron a una enorme isla, tan enorme, que Dane fue incapaz de abarcarla con la vista.
Al llegar a la arena hicieron de su cola piernas mientras contemplaban como un ejército de tortugas llegaban hasta ellas, acariciándolas con sus aletas, para desovar mientras los cangrejos las saludaban con sus ganchudas pinzas y las chillonas gaviotas se lanzaban en picado al agua en busca de algún pececillo despistado.
Se adentraron en la espesura del bosque, donde un oso perezoso les indicó la mejor senda para llegar a la montaña y un Okapi se ofreció a hacer de guía dado que el lugar era tan cambiante que ni siquiera la reina de las sirenas era capaz de recordar por donde había ascendido la última vez.
Cuando llegaron a la cima, un paisaje abierto y generoso las saludó.
Por encima del bosque, enormes montañas nevadas se extendían a lo lejos mientras que un caudaloso río se despeñaba estruendosamente al mar uniendo dulce con salado. Las grullas volaban a miles en perfectas formaciones rumbo al sur y bajo ellas, la selva era tan espesa que sus criaturas se llamaban a gritos para poder localizarse y así, el silencio era algo imposible y la variedad de cantos, trinos, rugidos, balidos y arrullos era tal, que la joven sirena fue incapaz de distinguir cuantos animales salvajes poblaban aquel lugar.
- Esto…..esto es el paraíso – dijo Dane.
- Esto……esto es la Atlántida.
- Pero…..¿como es que jamás había estado aquí?.
- Debía llegar el momento hija mía, el momento de conocer la mitad de la verdad.
- ¿La mitad?.
- Si. La otra mitad, deberás conocerla tu sola.
Era el tiempo de las grandes migraciones y la reina sirena rogó a las ballenas azules, el más grande de los seres que poblaban el océano, que acompañaran a Dane en su viaje.
A ella le dio miedo cuando recibió la orden real de partir rumbo al este pero las ballenas eran grandes compañeras de viaje, cargadas de anécdotas y bromistas, pacientes cuando ella se quedaba rezagada y cariñosas cuando sentían que la tristeza y la añoranza hacia sus hermanas se apoderaba de ella.
Y así, tras un largo mes de viaje, de día en lo más profundo del mar, viendo como los barcos pasaban sobre ellas y esquivando ágilmente las redes y de noche contemplando el cielo estrellado, divisó por primera vez tierra y dejó que sus piernas brotaran de nuevo al arribar a sus playas.
Se adentró por una vereda y al ver luces a lo lejos, decidió acercarse hacia lo que era un pequeño poblado.
Pero al adentrarse entre las cabañas y casas de terracota, sintió que todos los ojos humanos la contemplaban, algunos sorprendidos, posando la mano sobre su boca, las mujeres metiendo a los niños en casa y los hombres moviendo la mirada lasciva de arriba abajo sobre ella, pues la sirena no se había dado cuenta que si los humanos no tenía pechos ni trasero era porque lo cubrían con miserables ropas mientras que ella caminaba desnuda por la empolvada calle.
Aquella fue la primera vez que la vergüenza acometió contra ella a causa de su indefenso cuerpo. Y al correr tratando de encontrar refugio tras una esquina, las manos de uno de esos peludos la agarró, la tumbó en el suelo y comenzó a lamerla de arriba abajo, llamándola cosas que ella jamás había escuchado, tratando de abrir sus piernas donde ella sentí un miembro enhiesto y amenazante.
Aquella fue la primera vez que sintió el asco atenazando sus venas y el odio dominando sus manos de tal manera que de un empentón se zafó de el y al huir sin destino robó un vestido que colgaba al viento secándose pues así creyó estar a salvo.
Corrió, corrió y corrió hasta que agotada llego a la cima de una colina reseca y gris, donde ni un triste matojo podría dar sombra cuando el sol asomara, donde no se escuchaba el piar de los pájaros y donde tan solo los escorpiones malvivían atemorizados bajo las piedras.
Y desde allí vio un mundo esteril, donde los pocos arroyos que discurrían por ella estaban embarrados, olían fétidamente y arrastraban aguas negras sobre las que los hombres defecaban para después beber, enfermar....morir.
Vio un mundo agonizante, donde no había esperanza ni perezosos, ni okapis y las tortugas eran descuartizadas y devoradas antes de que pudieran poner sus huevos.
Vio un mundo donde los hombres afilaban sus espadas y se calaban el casco sobre las sienes para degollarse entre ellos sin piedad, sin consideración hacia ningún anciano, mujer o niño arrasándolo todo bajo su marcial paso.
Aterrorizada trató de buscar refugio retornando al mar pero en el camino se topó de nuevo con el hombre baboso, enrabietado por no haberse podido imponer, pero entonces con una fuerza animal que ella jamás concibiera poseer, lo derrumbó y rendida por la maldad que la rodeaba, lo mató golpeándole la cabeza con sus propias manos, sintiendo por primera vez el color y el sabor de su sangre.
Abrazada por el océano, regresó al reino de las sirenas llorando lágrimas que se depositaban agrandando todavía más el inmenso mar, sin abrir la boca a pesar de que todas las noches, las ballenas cantaban en torno suyo hasta que el agotamiento la vencía y se quedaba dormida.
Durante unos días continuó rehuyendo la compañía de sus hermanas.
En lo alto del peñasco, profundamente triste, ni siquiera las piruetas que le regalaban los alcatraces ni la decisión que tomaron los tiburones de ir a cazar a otro sitio para no molestarla, lograron que volviera a sonreír.
- Ahora ya lo sabes – saludó la reina a la que, nuevamente, no había vuelto a sentir acercarse – Hubo un tiempo....un tiempo que ni siquiera yo recuerdo, otro mundo exactamente igual a la Atlántida. Era la tierra de los hombres que contemplaste. En aquellos milenios, ellos vivían condenados por su avaricia en el oscuro Averno. Pero una de nosotras, demasiado bondadosa o demasiado inocente, tuvo piedad de ellos y perdonó la vida a uno de ellos que regresó al hogar contando la historia de la isla paraíso rebosante de riquezas. Pronto otros le siguieron, tan numerosos y con tantas armas en su cinto que nos fue imposible detenerlos a la entrada de las cataratas de saliente. Así fue como la antigua Atlántida sucumbió bajo sus garras. Así es como nos retiramos aquí y desde entonces protegemos cada criatura de la isla matando sin piedad a los hombres que la ambicionan.
- Es cruel – respondió Dane con los ojos llorosos e idos.
- No estás en este peñasco…..lo siento así. ¿Te ocurre algo más?.
- No señora.
Y lanzándose al mar ambas atendieron a la llamada de una hermana que atisbaba ya una nueva nave en el horizonte.
Mientras entonaban su mortal canto y el timón del barco viraba rumbo a su final, Dane quiso arrancarse las entrañas por haber mentido a su majestad…. Dane lamentó haber traicionado a sus hermanas, a las ballenas, los tiburones y los Okapis pues el marinero que meses atrás su canto iba a arrastrar a la muerte, había obtenido la clemencia que sus ojos suplicaron…….y la Atlántida tenía sus días contados.


Bucardo


Registro Propiedad Intelectu@l







viernes, 29 de junio de 2007

El Cristalero del Dux


El Cristalero del Dux

Existió una vez un cristalero veneciano cuya habilidad era tal y su buen nombre tan respetado, que el Dux, receloso de todas las joyas que se pulían en su ciudad, lo mandó llamar para que trabajara en exclusiva entre las catacumbas de su Palacio.
Así, durante años, desde su lozanía hasta su ancianidad, el cristalero trabajó sin llegar a ver jamás mayor luz que la del fogón donde derretía y daba forma a sus portentosas creaciones y el sol era para el, poco más que lo la estampa teñida que veía en los cuadros que colgaban de alguna de las galerías abandonadas por donde solía pasear en sus pocos ratos de asueto.
Roído por la carcoma de su alma, el Dux guardaba con especial recelo el secreto de sus prodigiosos cristales y jamás autorizaba a ningún mortal, por poderoso que fuera, a bajar a sus subterráneos, bajo pena de ahorcamiento público en la Piazza y embargo de todas y cada una de sus propiedades, incluida la propia familia, a la que venderían en los mercados de esclavos.
Así el cristalero, trabajando de sol a sol, se entristecía pensando en como sería la vida fuera de aquellos muros donde todavía mozo fue enterrado en vida y deseaba más que nada en este mundo el tener a alguien al lado que no fuera su ayudante, un esclavo moro, mudo y eunuco y a los soldados que lo custodiaban comiera o durmiera, poco habladores, de gesto brusco y arisco, nada pensativos que de haber recibido la orden de romper y hacer mil pedazos todos y cada una de sus piezas, lo hubieran hecho sin cuestionar los tesoros que se perdían con ello.
De esta forma pasó el tiempo y una mañana el Dux en persona descendió hacia la hediondez de aquellas bodegas y habló así……

- Dentro de una luna el embajador de los turcos vendrá para negociar la paz. Quiero hacerle un regalo tan espléndido, tan excepcional que le demuestre el poder, la magia de Venecia ¿has comprendido cristalero?.
- Si mi señor.
- Mira de hacerlo bien cristalero, porque sino te cuelgo a ti y a los tuyos del poste más alto de la Piazza.
- Mi señor……yo no tengo familia ¿recuerda?.
- ¡Insolente bastardo! – insultó ofendido antes de enfundarse en su capa blanca y desaparecer por la enjuta puerta por donde había entrado.
Así, durante treinta largos días, el cristalero se afanó todavía más, sin tregua ni descanso, sin tiempo para comer o acicalarse, con el sudor acumulándose entre sus arrugas y el cansancio sobre sus huesos hasta que, el día de la recepción, sintió desde las tripas del palacio, el boato, la música, el griterío de la multitud que recibía al embajador del monarca más poderoso del Mediterráneo.
Después de los protocolarios saludos, de las exhibiciones de vestimentas y afeites, de los soldados pulcramente uniformados, los más marciales y amenazadores, de desfilar la legendaria flota veneciana ante los ojos del enviado turco, del banquete de sesenta platos cada cual más rimbombante, sabroso y elaborado que el anterior, de los caldos, licores y anises, de los saltimbanquis, bufones, artistas, del paseo entre los pasillos plagados hasta el techo con Tintorero, Rafael, Leonardo, Carppacio, Mantenga, Ucello, Boticelli, de las escultóricas copias de lo más clásico, tras comprobar en góndola la enorme riqueza que se atesoraba entre los nobles palacios del Gran Canal, asentados en el salón del Trono, el Dux recibió del Otomano una espada enteramente fundida en oro puro, con inscripciones en árabe donde se hablaba de amistada y fraternidad, un regalo regio y agradecido.
Fue entonces cuando el más veneciano de los venecianos ordenó traer el obsequio ideado por su cristalero.
Con enorme esfuerzo, los sirvientes trajeron un exagerado bulto recubierto con ricas y sedosas telas y cuando estas, rodeadas de la expectación del público, fueron descubiertas, apareció un espejo, liso, brillante y frío, enmarcado dentro de un borde rocambolesco, sobrecargado de volutas, angelotes alados y hojas de parra, todas ideadas en finas láminas de oro y jalonadas por piedras preciosas……..tan inusual regalo levantó miradas comprometidas, cuchicheos, creando una tensa atmósfera entre los invitados y provocando por un momento que el Dux deseara ordenar que se fuera preparando la horca a la medida del cuello del cristalero.

-¡Son unas piedras magníficas! – dijo el engreído embajador, acercándose al espejo.
Y en cuanto se ofreció a el y este reflejó su imagen, no apareció su oronda panza oculta tras los vestidos de lino oriental, ni su espada curvada con empuñadura de nacar ni su turbante saturado de perlas ni su acicalada barba perfumada……sino la de un hombre escuálido, vestido con los harapos más miserables, atrapado en una jaula de oro de donde intentaba desesperadamente escapar, con unos ojos negros profundos y suplicantes, cargados del terror más espantoso ante el alfanje enorme y afilado que se dibujaba por encima de su cabeza.
Toda la sala exhalo un grito de espanto, alguna mujeres se desmayaron sobre el mármol y no faltaron los hombres que, palideciendo, tuvieron que recurrir a todo su ánimo para evitar no acabar igual.
Frente a semejante prodigio, el Dux pensó que lo mejor sería irse preparando para la guerra contra los turcos.
Pero el embajador, absolutamente obnubilado por aquella visión, se acercó al instrumento creado por el cristalero y palpó su propia imagen, primero con temor y luego con compungida franqueza.
- Es lo más sincero que jamás me ha sido regalado.
Y dicho esto marchó a descansar a sus aposentos.

- ¡Traedme a ese loco!.
Apenas unos minutos más tarde los insensibles guardas del Dux arrojaron el escuálido cuerpo del anciano artesano ante los pies de su señor.
- ¡Te dije un regalo regio!…..¿que es esto?.
- Es un “espejo del alma” mi señor.
- ¿Y que demonios es un “espejo del alma”?
- Es el reflejo de nuestra propia verdad, la que jamás osamos a revelar por temor a las apariencias, a las debilidades, al dolor…….a nuestros propios miedos.
- ¿Crees que eso es un regalo digno de todo un embajador turco?.
- Me ordenasteis algo excepcional, único y……os lo he dado.
- Os acusaré de brujería cristalero porque esto – señalaba al espejo – esto es fruto de un pacto con Satán.
- No mi señor…….solo es la verdad que tanto tememos, que tanto ocultamos.
Aquella noche el pobre cristalero acabó con sus doloridos huesos en los calabozos palaciegos y el Dux enviando aquel peculiar presente al rincón más logrevo de su mansión.
Pero por la noche, bajo el baldaquino de su cama, entre sábanas de encaje, el Dux era incapaz de concebir el sueño……”espejo del alma”, “reflejo de nuestra propia verdad”.
Levantándose, ordenó a sus escoltas que lo dejaran solo y entró donde había ordenado guardar el malparado agasajo.
Allí se aproximó al espejo y volvió a retirar las telas que lo cubrían.
Y cuando contempló su imagen reflejada…..vio a un anciano decrépito y astillado, con su desnudo cuerpo recubierto de pústulas negras y sangrantes y la muerte tras el alzando su guadaña para dar el definitivo tajo sobre la frágil vida de aquel abuelo.
Gritó y gritó, corriendo desaforadamente por los claustros de palacio mientras sus guardias dudaban si debían o no socorrerle, hasta llegar a sus aposentos y encerrarse durante días con doble postigo y allí, acurrucado sobre el suelo, alejado de ventanas y miradas, deshizo los botones de su camisón para ver los primeros bulbos negros de la peste que lo habría de enviar a la tumba y que el mismo detectara semanas atrás.
Pensando que si no se veía no se sentía y si no se sentía no se padecía, ordenó arrojar el espejo a lo más profundo de la laguna veneciana.
Pero fue en vano.
Desde la misma noche en la que la creación del cristalero se hundió en las aguas del Gran Canal, la laguna se transformó en espejo y no el espejo en laguna…..y así, todos los venecianos que se asomaban a ella se espantaban al descubrirse a si mismos reflejados sobre las tintineantes aguas tal y como ellos jamás deseaban ser vistos en público……. …….a las damas de alta alcurnia les brotaban verrugas como setas en otoño, los sabios más estirados aparecían sentados en un pupitre con un burro por maestro y un alumno por tutor, los pintores más reputados daban capas de pintura blanca a las letrinas de la ciudad, los soldados más valientes portaban plumas de gallina clueca sobre su desnuda piel, los obispos más sermoneadores ronroneaban como gatitos en celo entre las piernas de las prostitutas más selectas de Italia, las abuelas de misa diaria acaparaban la herencia entre sus enaguas temerosas de que la muerte las sorprendiera sin acabar de contar la última moneda……….nadie se libraba de tal encantamiento y pronto la ciudad dio la espalda a la laguna y comenzó a dirigir las cloacas hacia ella, para emponzoñarla, adulterar su color y evitar que pudiera reflejar otra cosa que su propia fealdad.
Pero el espejo no fue creado para ser exclusivamente cruel, sino para mostrar la verdad…..fuera la que fuera.

Pasaron los siglos, el Dux murió de peste, el cristalero añorando la luz del sol y tras el todos los demás Dux y cristaleros hasta que Venecia dejó de ser temida por su fuerza y comenzó a ser admirada por su belleza y por sus cristales de Murano.
Hordas de turistas acudían cada año a navegar por sus canales, a visitar la dorada San Marcos, a dejarse perder entre sus callejones y arrugar la nariz ante la pestilencia que ocultaba la olvidada leyenda.
Pero lo que bien sabían los venecianos es que, una vez al año, la laguna vuelve mágicamente a recuperar el poder de la verdad y de su auténtico color surgen las verdades siempre negadas…..es el día de Carnaval, cuando todos los habitantes de la vieja ciudad se disfrazan, portan lujosas máscaras para que el agua no pueda mostrarles lo que verdaderamente son y pasan el día bebiendo, bailando y tratando de apartar su pensamiento del Gran Canal.
Fue allí, entre la multitud, donde apareció ella…….pequeña, embutida hasta el cuello en dos pares de bufandas, tres abrigos, dos gorros, cuatro guantes, dos pantalones y seis calcetines…..solo sus ojos, sus maravillosos ojos claros se veían en la distancia gris de la neblina veneciana.
Nadie la miraba, nadie le pedía disculpas cuando la empujaban o pisaban, nadie atendía a sus suplicantes miradas, pero aun a trompicones, consiguió llegar al solitario puente de Rialto, donde en tiempos del Dux las cortesanas saludaban a sus enjoyados clientes y subirse a su lomo poniendo los brazos en cruz.
“Separarse por fin…..del traje humano” - pensó.
Pero al descender la mirada, dispuesta a zambullirse en la muerte, lo que vio no fue su tumba, sino a ella misma, sin dos pares de bufandas, tres abrigos, dos gorros, cuatro guantes, dos pantalones y seis calcetines……desnuda en lo alto de una montaña fría y hostil, sobre el mar de nubes, rodeada de una nieve que no la quemaba y un viento que no la congelaba.
Entonces brotó el sol desde el este y sus rayos, poco a poco, con una delicadeza suave y femenina, se dejaron sentir sobre su piel, abrazándola hasta ahogarla en su luz, fundiendo la nieve, susurrándole al oído lo hermosa que era….
- Pero si soy fea, si soy un monstr….
El sol la besó para callarla.
- Y yo te quiero.


Bucardo


El Cristalero del Dux recibió el Primer Premio en el II Concurso de Cuentos de la Villa de Cifuentes en el 2006.
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domingo, 24 de junio de 2007

El Tributo del Demonio



El Tributo del Demonio

Uno siempre piensa que fue ayer, pero en realidad han pasado muchos años, puede que incluso más de veinte, desde que le preguntara al abuelo, si escondía en su memoria alguna historia de brujas de esas que en su mocedad sin tele ni radio el le hubiera escuchado a algún viejo mientras sofocaba fríos frente al fogaril de casa.
Y el, que no había cosa en este mundo para la que no encontrara respuesta, con su rostro severo aunque tierno, contándolo como si el tiempo careciera de importancia, reteniendo con sabia paciencia la lengua, lentamente, dejando que las ganas me fueran corroyendo por dentro, fue poco a poco desgranando la historia que ahora os cuento……….

Hubo en Torla un tiempo, en el que su destino era regido por el capricho de sus grandes familias infanzonas.
En esos siglos, las casas más fuertes, las más ricas y poderosas, solían confundir el interés propio con el de toda la comunidad y al resto de las familias, sobre todo las menos favorecidas, tan solo les quedaba el recurso de tragar la mala bilis y acatar lo que se les dictara desde cadiera ajena.
De entre todas las casas nobles que en su día tuvo el valle, que llegaron a ser muchas y cada una hija de su propio padre, los Lardiés, era sin duda la más añeja, la más temida y respetada de la villa.
Los Lardiés amasaron sus buenos reales construyendo puentes para cañadas y ganaron fama de tercos y bravos abriendo más cabezas que nadie en los campos de batalla del rey, su señor.
Tras siglos de cantera y espada, diez generaciones atrás, se dieron cuenta de que el empobrecido monasterio de San Basilio se estaba arruinando al mismo ritmo pero a la inversa que ellos prosperaban, por lo que sacaron del calcetín lo ahorrado, compraron el cenobio y sobre los huesos de los antiguos monjes, construyeron la enorme casona familiar cuya inmensa chimenea cónica apuntaba orgullosa al cielo.
La sabiduría popular, de esas frugales, parcas y amantes de la bruta sencillez….aunque sabiduría al fin y al cabo, se negó a dejar morir en el olvido al recuerdo de aquellos pobres y castos monjes por lo que comenzaron a tildar a todo Lardiés que se les cruzara por el camino como los de Casa Fraile.
Bien sensato eras temer y respetar a un Lardiés.
Entre los muros de su palacio, tras el amparo que dan las cruces en las esquinas y el blasón familiar como clave, que lo mismo servía para acoger al amigo o advertir al rival, su enorme influencia, herencia de centurias, les otorgaba el derecho a señalar con el dedo que camino que debían seguir todos los torlenses….gustaran o no con el trato.
Una tercera parte de los jornaleros de la villa trabajaba sus campos y huertos, en el concejo no había quien osara levantar la voz en contra del interés de la familia, la iglesia callaba ante las donaciones que la enriquecían, las ermitas y cofradías rebosaban de ornamentos, copones, casullas o retablos, los diezmos se pagaban puntualmente para que desde el púlpito se convenciera a los más disidentes de que aquello era normal y que cuanto más agacharan la cabeza en vida, más la podrían alzar ante las puertas de San Pedro, la mitad de las cañadas se desbrozaban con los dineros que salían de su inagotable arcón y en las fiestas….vino, hogaza, chulla y mantón de repatán, eran todos pagados con las monedas de idéntico amo.
Miguel Lardiés podía hinchar pecho y sentirse orgulloso de haber llegado a viejo manteniendo en todo lo alto el pabellón heredado de padres y abuelos.
En aquellos siglos de escasa lumbre y mucha faena, viejo era pasar de los cuarenta puesto que la vida era dura como canto de ribera y las incertidumbres siempre demasiadas, lo que incitaba a hombres y mujeres, a casarse y engendrar todos los hijos que se pudieran antes de la treintena, para verlos al menos crecer y que ellos fueran capaces de llegar a adultos recordando el rostro de un padre o una madre antes de que los llevaran con los pies por delante camino del camposanto.
“Cada día es un regalo – pensaba mientras sentado en el sillón patriarcal de la cadiera contemplaba a su clan dando buena cuenta de la pitanza – cada comida un lujo” – añadió llevándose la cuchara bien apurada de boliches rumbo a la boca.
A su diestra los varones, el más cercano su primogénito, los más alejados, los segundones y los hijos de los sirvientes, los cuales hasta que no tuvieran edad de comprender quienes eran y donde les correspondía sentarse, se les dejaba coquetear con la sangre propia.
A la siniestra, las mujeres, su esposa la primera, su hija mayor y favorita al lado, hasta alejarse y llegar a la menos agraciada de sus vástagos, la que quedaría soltera para los restos con la obligación de procurarles cuidados cuando la ancianidad terminara de postrarlos y tras hacerlo, asegurarse de que no les faltara misa, responso y tumba adecentada.
Entre medio, discretas y sumisas, como la leve brisa que nadie nota pero todos saben está allí, las tres criadas iban retirando platos, cambiando cubiertos, acercando pan, vino o sal, con la mirada humilde y los ojos sin levantarse jamás del suelo.
Tan solo Anita se atrevió a hacerlo, ligera y discretamente, apenas el instante justo, imperceptible para todos menos para Miguel, que esperaba ese gesto para responderlo con un leve balanceo de su cabeza.
No hacía falta más.
A medianoche, cuando su mujer comenzara a rezar otro de sus interminables y repetitivos rosarios, el la visitaría para montarla.
Anita sabía hacer y su esposa comprendía pues era oficio y estoicismo que aceptaba desde el casorio hasta la tumba. Ambas eran mujeres y montañesas….demasiadas cosas en común como para no saber que los amores eran un lujo ante todo lo hostil que las martirizaba.
A cambio de soportarlo, ella sería Lardiés sin haber sido parida como tal, por acta de matrimonio en el que aun sin tener forma de letra, la entrepierna de la criada era aceptaba como una obligación más.
Un año más, vísperas de Nochevieja, Miguel paseó por sus campos, atento al más mínimo detalle inusual que lo inquietara.
Las acequias estaban limpias, las zarzas asediadas, la mala hierba hecha ceniza, la tierra olía a fiemo, las cercas recién reparadas, las pieles de zorro dispuestas allí donde el jabalí pudiera pasar, los muros y mojones donde los dejaran sus antepasados para advertir a la osadía ajena de donde terminaba el límite de su valía.
Y si osaban……Miguel palpó su daga.
Aquel 31 de diciembre el patriarca asintió ante la breve mirada de Anita, su señora continuó sorbiendo sopas, los hijos revoloteaban nerviosos en torno suyo y el fogaril chisporroteaba temblorosamente en cuanto una ráfaga crecida de viento conseguía romper el muro de la chaminera y colarse dentro para avivarlo.
De amanecidas, mientras daba hambrienta cuenta del pan reseco mojado en vino rancio, el primogénito entró en la casa, recién llegado de la cuadra donde de mañanas debía acudir para ordeñar las vacas, controlar que las pezuñas no se les pudrieran, darles alimento, sal y agua, curarles las heridas……
- La vaca negra murió anoche – informó parecer preocuparse por ello.
- ¿La negra? – preguntó Miguel – ¿Anoche andaba mala?.
- No padre – respondió – Se quedó donde la dejé. A lo mejor le ha fallado el fuelle.
- Era vaca joven y robusta, la que más leche daba….no se nos murió ni una sola de sus terneras….¿es que no te diste cuenta que estaba enferma?. ¿No sabes que eso es obligación tuya?.
- Perdone padre……no sabía.
- ¡Largo anda, que no sabes hacer lo poco que se te ordena!.
Tendida sobre la paja seca, la vaca negra parecía haber muerto sin sufrimiento, sin sudores ni ahogos…..tan solo los restos de sus últimas heces, las que soltara antes de expirar, convertían en desagradable el contemplar su cadáver.
“Todos los bichos los hacen – pensó Miguel - Los de pezuña y los de pierna”.
Siendo apenas un mozo aun imberbe, su padre lo llevó ante el puente de Broto para que descubriera por si solo como actuaba la Justicia del Rey con aquellos que osaban ejercer el oficio de cuatreros.
En cuanto los pies de aquel desgraciado gabacho perdieron suelo, la soga tiró hacia arriba asiéndose con gana al cuello y el condenado sintió como los pulmones se le vaciaban, soltó todo lo que llevaba dentro, incluso los líquidos de andar preñando, llenándolo todo con un aroma pútrido e infecto, meciéndose cada vez menos ostentosamente hasta apenas moverse y quedar finalmente muerto……con los ojos violáceos y desorbitados.
- Trae el hacha – ordenó a un criado – Despedazarla y para la barranquera.
- ¿No nos la comemos mi señor?
- ¡No digas sandeces!. A saber de que ha espichado.
Pasó otro año más.
Llegado abril, Miguel repartió jornales entre sus afines, las familias más modestas que le eran fieles y lo defendían públicamente frente a sus rivales…los Viu o los Ruba, los amigos, los parientes lejanos y menos afortunados……
Fuera quedaban aquellos que no le mostraban obediencia ni gratitud, los que
le miraron mal en misa, los que se quejaron sin rubor porque su primogénito fuera mayoral en el baile sin ser el soltero de mayor edad…..aunque a sus hijos los matara el hambre o las pestes, aunque sus mujeres fueran hermosas y tentadoras, jamás recibirían un solo sueldo que saliera de Casa Lardiés.
En junio los ganados subieron al monte y con el millar de ovejas, las doscientas vacas y quince gorrinos, sus quince pastores, bravos, adustos de rostro firme y cejijunto, armados con dagas y mosquetones, dispuestos los mismo a ayudar cariñosamente al cordero recién parido para que se pusiera en pie y trotara como a volarle los sesos sin miramientos al primer francés que osara mirar siquiera de lejos una sola de sus bestias.
Antes de los calores, Miguel subiría a la muga para renovar Concordias.
Amigos o enemigos, los gabachos le respetaban pues solo el era capaz de poner en armas a todo un valle y hacer valer con el acero, aquello que la razón no fuera capaz de imponer por si sola.
En octubre, para cuando comenzaban los mercados de Broto y Biescas, bajaron las reses y las vendieron a un buen precio.
Las ciudades crecían, los ejércitos del rey estaban en guerra y la necesidad de carne aumentaba de año en año.
Llegadas las vísperas de Nochevieja, sentado en la cadiera, rebuscando el chorizo del estofado, Miguel volvió a asentir a Anita mientras su mujer rebañaba el plato con miga dura.
A la mañana siguiente, algo más pálido, su primogénito, temeroso, y cabizbajo, le amargó nuevamente el primer vino rancio de la añada.
- La vaca negra esta muerta, padre.
- ¡Que dices atontado! ¡Si la compramos de cinco años en la feria de septiembre!.
- No se padre – tartamudeaba, acobardado por los gritos del progenitor – Entré en la cuadra….y la vi muerta y cagada, como la del año pasado.
- ¡Quita idiota! – amenazó mientras lo apartaba y salía con buenas piernas camino de la cuadra.
Cuando llegó, comprobó que efectivamente el animal había expirado de maitines e hizo llamar al licenciado, quien lo mismo curaba un brazo roto o un resfriado que sanaba las heridas de una vaca coja o una oveja a la que el lobo hubiera mordido los cuartos traseros.
- Tu que dices – preguntó Miguel - ¿Es una peste?.
- Esta vaca esta sana Miguel – pocos tenían arrestos para tutear a un Lardiés. Pero el licenciado no era oriundo del Valle y no dependía del jornal, la vaca y el huerto que su patriarca le proporcionara – O por lo menos lo estaba.
- Si quieres te dejo que la abras. En la del año pasado no vimos cosa.
- ¿Se te murió otra por el año pasado?.
- Si, en Nochevieja.
- ¿En Nochevieja?.
- Si. ¿Pasa alguna cosa?.
- No nada, solo que es maldita la casualidad.
Con el nuevo año regresaron los repartos de jornales, las ovejas paciendo en Francia, las largas noches de vigilia junto al rebaño con los mastines olisqueando la cercanía del oso y la matacía de San Martín, cuando los quince cochines chillaban, tratando de escapar del inevitable tajo.
Para Nochevieja, sentado en la cadiera, Miguel asintió a Anita y su esposa rezó el rosario casi toda la noche, esta vez dos veces para pedir perdón a Dios por las humanas tentaciones de su marido.
Pero de mañanas, apurando el vino rancio, el primogénito entró y no hizo falta que abriera la boca.
Sus ojos aterrorizados hablaban cuan mujer de solanas con buen chisme entre los labios.
- ¿La vaca negra?.
- Si padre – casi lloraba.

Gracia de Buesa vivía con el bosque, en una choza que ella mismo levantara bien apartada del pueblo y sus falsas gentes.
Allí, en lo más profundo y húmedo del hayedo, podría olvidar el porque de sus huesos viejos y doloridos, de sus costillas medio rotas y sus brazos tumefactos.
Allí jamás recordaría el rostro fanático y visceral del Inquisidor que la señaló con el dedo por culpa de aquellos dos gemelos que nacieron muertos.
Las pobres criaturas murieron asfixiadas por un mal parto y si ella no hubiera abierto el vientre de su madre, la pobre habría terminado de iguales trazas.
Pero aquella sabiduría que ella amaba y llevaba tan adentros como los clavos de Cristo, heredada de su madre, y su madre de su abuela, y la abuela de toda una saga de mujeres observadoras y buenas conocedoras de lo que se esconde tras el alma humana, era incomprensible ante los ojos inyectados de odio de aquel monje de rostro blanquecino y cerúleo.
De ser colgada la salvó su buena memoria.
La buena memoria de aquellos que recordaban como siendo niños, las fiebres estuvieron a punto de matarlos antes de que destetaran y sus buenas artes les permitieron continuar respirando.
La buena memoria de aquel hueso quebrado, aquel músculo partido, aquella espalda dolorosamente encorvada que encontraron reparo y consuelo entre sus finas y enjutas manos.
Evitó la horca pero también aprendió a evitar al hombre.
Allí el bosque la abrazaba, hablaba con ella de igual a igual, con ternura lamía las heridas de su corazón mostrándole sus secretos más ocultos, sus criaturas más extraordinarias y tímidas, mientras la soledad que nunca sintiera en las entrañas del hayedo, creaba una fortaleza que muy raramente dejaba atravesar…….
- Gracia, debes ayudarme…..
…….y menos ante la prepotencia presuntuosa de Miguel Lardiés.
- Ni el licenciado ni ningún libro saben cosa de esto.
- Será porque en tu casa solo tienes uno…..y es un santoral de la Virgen del Pilar – bromeó sin molestarse en apartar los ojos y las manos de los pistilos de manzanilla que andaba deshojando.
- ¡No ofendas vieja! – amenazó – Bien sabes lo caro que te costó hace diez años.
- Lo se. Como también recuerdo lo que gritabas mientras me arrastraban encadenada ante el Sto Oficio.
Lardiés no se sintió ruborizado por acudir una década después en busca de ayuda, ante aquella a quien públicamente había tratado de “perra”, “puta bruja” y “zorra del diablo”.
Para un buen cristiano, tan dogmático era rezar a diario como odiar a quien “ellos” señalaban.
- Me ha costado un riñón encontrarte. ¿Vas a darme consejo o no?.
- ¿Por lo de tus vacas negras?.
- Sin duda eres bruja vieja – insultó - ¿Cómo sabes aquí perdida que….?
- Por vieja que sea, mis orejas escuchan y las chanzas de tus pastores se escuchan desde bien lejos,
- Entonces……..
- Ningún mal te desea nadie, ningún daño contra ti o contra tus hijos.
- No te entiendo.
- Alguien ha hecho un pacto con Satanás, alguien ha vendido su alma al mismísimo Demonio – ambos se santiguaron cuando el nombre del ángel caído fue pronunciado – Alguien paga tributo al señor de las tinieblas, una vaca al año, la más gorda, la de ubres más repletas y generosas. Es el pago por continuar haciendo de tu palabra….una ley.
- ¡Vieja, no digas sandeces! – Miguel hizo ademán de abalanzarse sobre Gracia.
- ¡Hazme daño y el bosque te arreglará las cuentas antes de que consigas escapar de su abrazo! – de repente, el patriarca tuvo la sensación de que las palabras de la reseca mujer no eran dichas en balde, de que las ramas se movían y las hayas se agrupaban para encerrarlo de por vida en aquel tétrico lugar – ¡Tu querías la verdad y te la he dicho!. ¡Ahora déjame en paz Miguel Lardiés y no olvides lo que te acabo de decir!.
Y no lo olvidó.
Se le cayó la hoja al hayedo, los rebaños marcharon pagando peajes camino del llano, los ciervos berrearon y las osas buscaron un cubil donde parir y amamantar a sus oseznos.
El invierno abrió los ojos y apenas desperezado, vio entrar en nuevo año.
Las vísperas de Nochevieja a Miguel se le enfriaban las sopas mientras mareaba el plato.
No disfrutaba de su posición en la cadiera, no sacaba cuentas de aquellos meses agonizantes no se regodeaba sobre su renovada prosperidad.
Ni siquiera se digno en devolver la mirada a Anita cuando esta osó alzarla del suelo.
Su esposa sin embargo, continuaba indiferente, rodeada por la chiquillería que correteaba de un lado a otro, nerviosa por los crespillos de membrillo que traía el año recién nacido.
De noches, recostado sobre la cama, sentía dormitar a su señora, quien, agotada de tanta faena, tanto parto y tanto rezo, quedaba enseguida dormida sin que ni la tormenta más aguerrida fuera capaz de desvelarla.
El sin embargo quedó en vela hasta que se le echó encima la medianoche.
Inquieto por las palabras de Gracia, se levantó, agarró una recia tranca que escondía tras el portón de la casa y desafió al hielo y la ventisca hasta llegar a la cuadra, templada por los calores de las bestias bajo su techo protegidas.
Reconfortado por el silencio de aquel lugar, se agazapó tras unas pacas resecas, sin perder ojo a la vaca negra, la más cara del mercado, la más gorda cuyas ubres rebosaban a diario de grasienta leche.
Pasaría la noche en vela, aunque se le cayera el cielo encima, aunque de amanecidas los párpados se rindieran mientras acudía a controlar los campos donde de atardecidas, unos niños habían visto una piara de jabalís.
Jamás toleraría que alguien se le burlara de aquella manera.
El era un Lardiés y ni el mismísimo Diablo osaría jamás robarle lo que le por saga le pertenecía.
Justo a medianoche, escuchó el tañido de las campanas de San Salvador, anunciando que 1652 había expirado.
En ese preciso instante, un enorme gato negro, de espeso pelaje y ojos amarillos, brillantes como si el fuego del infierno se reflejara sobre ellos, apareció de la nada, bajó del mismo techo y, confiado, fue acercándose a la vaca.
A Miguel, el puro miedo le hacía temblar la tranca entre las manos.
Si, había matado a hombres en las guerras del rey, había degollado pastores franceses cuando defendía los derechos del valle, había ordenado ahorcar a reos y criminales, ladrones o herejes…….pero aquel gato semejaba ser mucho más temible que un ejército de hugonotes avanzando firme contra las murallas de Torla.
El felino se aproximó a la vaca, quedó unos segundos mirándola con curiosidad y entonces esta, sumisamente, bajó el cuello y dejó que el minino se posara sobre su testuz, recorriendo todo el inmenso lomo del rumiante, desde el la cuerna hasta la cola.
Apenas terminó de hacerlo, en cuanto de un brinco ágil y silencioso, se dejó caer en el pajizo suelo, la vaca cayó fulminada expirando ruidosamente.
Sacando valor de la rabia que lo dominaba, Miguel salió de su escondrijo y antes de que el sorprendido felino tuviera tiempo de reaccionar, estampó el garrote sobre los cuartos traseros del maldito bicho.
Pero aunque cojeando y mal herido, el escurridizo felino escapó hábilmente por un hueco que, por miles de veces que hubiera estado en la cuadra, Miguel jamás había descubierto.
Aterrorizado, arrojó la tranca y salió huyendo de la borda, tratando de encontrar refugio en la iglesia.
- ¡Abrid a buen cristiano! ¡El demonio busca venganza!.
Pero por fortuna una tormenta imprevista se apoderó del cielo y sus gritos, se vieron ahogados por la carrera impetuosa de los vientos.
Cuando el sol clareó las piedras del pueblo, recobrado el ánimo y la compostura, se alegró de no haber sido descubierto dominado por semejante locura.
Se alzó y caminó de nuevo a su casa, enhiesto y orgulloso, para desayunar vino rancio en la cadiera.
Topó con la criada en mitad de la Plaza.
La muchacha, apenas una niña a la que se le comenzaban a dibujar las formas, lloraba y trataba de hacerle entender a su señor que en el huerto de atrás había acontecido una gran desgracia.
Miguel corrió, abrió la verja del corral, entró a trompicones con el resuello descosido, apartó a empujones a los hijos, criados y vecinos que se arremolinaban impotentes en torno a su mujer, quien malherida sobre el suelo, con la mirada agonizante y las piernas cruelmente quebradas, parecía estar a punto de entregar su alma al Creador.
Miguel intentó acercarse para consolarla en sus últimos momentos pero cuando hizo el gesto, al contemplar los ojos marrones de su esposa, descubrió que tras ellos se escondía el mismo amarillo infernal que viera en aquel gato negro.
Y entonces Miguel lo supo.
Durante todos aquellos años había sido su mujer y no el quien todo lo soportara para poder hacer de su capricho ley, de su blasón un templo, de su deseo una orden.
Todo con tal de ser una Lardiés.
Incluso la condenación eterna de su alma

Bucardo
Registro Propiedad Intelectual

sábado, 23 de junio de 2007

El Ultimo Mayoral


El Último Mayoral

- ¡Abuelo, que hay que modernizarse!.
Apenado, sintiendo como el trasero se le iba poco a poco enfriando sobre el malecón que lindaba con la entrada de su borda, al abuelo no le costaba demasiado esfuerzo, el reconocer en sus nietos a dos auténticos gilipollas.
Había decidido quedarse allí aunque cayeran chuzos de punta, aunque los rayos le chamuscaran el rabo de la boina, el tiempo que hiciera falta, hasta que la última de sus vacas salvara la rampa que la llevaría al camión y de el a un viaje valle abajo, al llano, sin billete de vuelta.
!Que menos el despedirse de ellas!....hacerlas el recuento por postrera vez mirándoles fijamente a sus ojos llorosos, repitiéndose para los adentros, una y otra vez, que si lagrimeaban era por tener la retina demasiado grande y no el alma encogida por la despedida.
Y ellas, sabedoras e ignorantes, no hacían más que preguntarle......¿adonde vamos?, ¿que van a hacer con nosotras?....pero el solo podía hacer sombra con la boina sobre su mirada para que no pudieran descubrirle las verdades, sin valor para confesarles……..mañana a primera hora, su carne sería guisado y sus huesos abono de huerta mustia.
Estaba la fura, negra como careto de fogonero, desde chiquita con rancia paciencia para soportar impertinencias, con esa mala virgen que tanto tentaba a los más zagales cuando salían a con los pies por delante de la escuela para empeñarse en provocarla, sabiendo que no aguantaba ni media y enseguida los encorría calle abajo con la chiquillería gritando, intentado encontrar cobijo tras algún portón o encima de los muros de alguna huerta.
Era su favorita. Fura o no, si era el quien asomaba la calva, se acercaba tan sumisa como rebelde a lamerle la mano, conocedora la muy jodida, que le aguardaba buen puñado de sal que ella apuraba mientras, dócilmente, se dejaba rascar la testuz.
Y la Clara, canela pura menos en el rabo, de un marrón negruzco y feo pero que desde moza le había parido los mejores terneros y soportaba su duro papel con un estoicismo que le recordaba al de su propia abuela, el día que los nacionales le entraron en la bodega y arramblaron con todo lo que les oliera a comida. Ahora era ya vaca vieja, con casi tantos partos entre las ubres como despedidas. Triste destino ver partir a sus becerros en cuanto tuvieran suficiente carne tierna entre las costillas para valer el dinero que por sus filetes se pagaba.
Ella sufría si, pero !cuatro estómagos tenía para rumiarse el desconsuelo!.
Subía ahora la parda con una mancha difusa, blanquecina, a horcajadas sobre ambos lomos. Por eso la llamó Boira, porque le semejaba una nube tratando de salvar la muga aupada por plena ventisca.
La pobre era la más acojonada. Tanto que en cuanto se la subía al monte, debían encerrarla de noche en algún blocao hasta que se calmara y cogiera confianza, pues el más mínimo indicio de que algún bicho anduviera cerca, fuera jabalí, raboso, lagartija u oso, la enloquecía de tal manera que para desesperación del abuelo, se volvía sobre sus pezuñas a la borda.
Y sin embargo ahora, extrañamente, con la cabeza gacha y sin resistencias, se metía en el camión, callada y sumisa, sin emitir un triste quejido.


“Supongo que se alegrará por dejar de pasar miedos” – pensó.


Luego le tocó el turno a la gris clara, casi tiza, coja perdida desde que se quebrara un hueso en medio de la calle mojada y a la que el se negó a sacrificar por eso de la querencia y haberle dado de tetar siendo ternera, ayudado por una guante de fregar con la punta del pulgar agujereada. Por eso se libraba de ir al monte en verano y permanecía siempre cerca de casa. Ella lo agradecía acompañándolo por los campos como si de perrito faldero se tratara, tratando de demostrarle que aun inválida y cojeando, era capaz sino de darle leche si de hacerle buena compañía.
Estaba la de cinco años que ese verano iba a quedarse preñada por primera vez pero que se quedaría para los restos sin conocer toro y la de cola corta, que se la comió el perro hijo de puta del vecino, al que el abuelo estampó en las costillas buena pedrada y ahora le ladra pero no se acerca porque cada vez que lo ve se acuerda del daño recibido.
Y la que solo tiene un cuerno porque el otro le crecía camino del ojo y tuvieron que cortárselo y la negra de cabeza blanca y el cencerro gabacho que casi se ahoga cuando la tormenta la sorprendió en mitad de una barranquera y a la que solo los buenos oficios y la bravura de “Lento” fueron capaces de sacarla del atolladero.
Sin duda “Lento” era el perro pastor más feo que jamás había ladrado en el Pirineo.
Sentado entre las piernas de su dueño, contemplaba inquieto la escena.
Durante doce años había aprendido a defender y dirigir el rebaño contra todo lo hostil, contra toda natura y sensatez.
Dentro de su canina memoria recordaría aquella noche de septiembre, noche en vela por culpa de la brisa del norte que le trajo el olor a oso que lo mantuvo desvelado y firme, aun sabiendo que si el bicho aparecía, debería morir para dar tiempo al abuelo a procurar refugio al rebaño.
Y aun con todo lo habría hecho sin miedo, encorajinado, aunque solo fuera porque en su agonía, con el cuerpo destrozado y los ojos quebrados por el dolor, tratando de retener el último aliento para lograr ver de nuevo al amo y preguntarle si lo había hecho bien, encontrara en el una mano que lo consolara, una mirada agradecida y una caricia tierna antes de rematarlo.
Pero en ese instante, frente al malecón, se sentía profundamente desconcertado.
Acostumbrado como estaba a interpretar cada gesto o silbido de su señor, cada movimiento de su barbilla, cada orden emitida con la boca o con los ojos, el rostro cerúleo del abuelo le parecía tan enigmático como una tumba corroída por la humedad y el musgo.
Desalentado, trató de llamar su atención, tocando con el hocico su muslo.
Agradecido, el abuelo puso su mano sobre la cabeza de “Lento”, rascándole allí donde el sabía que se tranquilizaba.


- Tranquilo bicho, que tú te quedarás conmigo para verme morir.


El pagador cumplió su oficio, soltando los cuatro malos duros acordados.
Luego, despidiéndose brazo en alto, sin palabra alguna, subió al camión, un viejo Pegaso desvencijado, oxidado por los costados, al que le costaba comprender cuando debía arrancar y cuando no.
Haría cosa de un mes que, hartos de trabajar como peones, levantando un chalet tras otro, decidieron sin consultas que ellos tenían derecho a pisar más fuerte, que la borda andaba desperdiciada, que las vacas, los abrevaderos, el fiemo, las pacas, horcas y aperos, que “Lento” y el abuelo eran cosa del pasado, forzada a ser superada pues les urgía la cuadra para reconvertirla en restaurante, para mutar la hierba a las vacas por el chuletón al turista.
Si, podrían haberlo hecho de otra forma....abrir la puerta del banco, donde toda sonrisa dura lo que se tarda en echar la firma, haber pedido unos reales y con ellos construirse uno nuevo y moderno en el huerto, que llevaba ocho años sin cultivarse, los mismos que la abuela llevaba bajo tierra.
Pero la juventud tenía prisa por respirar, por quemar herencias sin aportar las suyas, por privar a los venideros de todo aquello que ellos habían recibido de sus ancestros.
Una hipoteca era matarse a trabajar.
No, querían las cuentas llenas y toda la vida para esquilmarlas.
Cuarenta y dos años tenía el abuelo cuando abrió pisó por primera vez los pulidos suelos de un banco y fue para depositar mil doscientas cincuenta y cinco pesetas.
Todos sus ahorros.
Nunca tuvo un coche, nunca supo lo que era un gramófono o una radio y odiaba con toda su bilis la televisión que robaba a iguales tiempo y sesera.
El abuelo dijo no.
Era de esperar.
Pero como el alcalde dijo si y a ese lo mismo le daba hacer uno que quinientos siempre que su mano recibiera parte, no le quedaron mayores que tragarse el orgullo y descubrir en la sonrisa de sus nietos la satisfacción del insulso.
El alcalde tenía una casa de tres pisos con jardín y piscina, dos coches, riego a aspersión, un divorcio, un perro diminuto con lacito sujetándole las orejas, unas manos pulidas con eso de la manicura, un cuadro cubista sobre el comedor, una fuente hortera, una barbacoa de granito, un quad, tres cotorras tropicales y hasta una moza rumana de pechos descomunales y pelo rizado, que le fregaba el suelo, le cocía las lentejas, le mantenía el suelo fregado, la ropa planchada y la cama caliente.
Pero todos sabían que había nacido en una casa de cabreros sin retrete y que cuando aprendió a leer y escribir de corrido, ya lo habían licenciado en el ejército.
Al abuelo no le dieron tiempo ni para eso.
Cuando apenas se había acostumbrado a la regla incrustada en los nudillos, el bisabuelo de estos gilipollas, le sacó de la escuela, le puso el cayado en las manos y se lo dejó al cuidado de Pascual, el mayoral, que durante muchos años le fue enseñando los entresijos del negocio.
Aprender que cañada estaba en mejores condiciones, cuando iba a soplar la gabacha, que nube cargaba más agua, en que momento la hierba estaba en condiciones de ser pastada, si una vaca sufría de flatulencias o estaba receptiva al toro, como había que meter la mano por el culo para enderezar el ternero y que no saliera doblado, que noches prefería el jabalí para “esfuricar” los campos y echarlos a perder, que perro era listo y cual solo servía para ladrar sin tiento, en que lugar era mejor levantar una mallata, cuales eran las mejores ferias, que tratantes eran de fiar y cuales gitanos de mal agüero, quien contrabandeaba a través de la frontera, como hacer migas pastoriles, que ibón indicaba el agua que le restaba antes de las lluvias de otoño, a hablar francés, a recoger las mejores setas de septiembre, a preparar un caldo con cuatro hierbas insípidas y que sin embargo curaban las indigestiones, el estreñimiento o la vejiga de mal vaciado…….
Toda la juventud rebañada en el monte, desde finales de junio hasta que las heladas teñían los valles de blanco cenizo, breando porque no se despeñara el rebaño, sintiendo las punzadas del hambre cuando una barranquera crecía y arrastraba con ella a la mula con las vituallas, recibiendo con indiferencia la muerte de su padre pues bien sabía que no iba a poder acudir al entierro en plena época de partos, viendo desde lo lejos, como los últimos lobos de Ordesa se dejaban tragar por la neblina para no volver jamás.
Ahora decían que se dejaban sentir de nuevo……pero ya no quedaban ovejas ni pastores para temerlos.
El año que nació, los lobos pululaban por todo el valle y la escasa docena de casas con el fogaril, aparecían apretadas como intentando darse calor y ánimos, temerosas del bosque espeso, de la montaña hostil que las rodeaba.
Eran los tiempos de las bordas repletas, del olor a femera por las calles, de los corrales a rebosar y los huertos bien sembrados….porque cada tejado se daba cobijo y alimento a los casados, a cinco o seis hijos, a los abuelos, a las solteronas y los tiones y a algún que otro inválido de esos que siempre existen en todas las familias y uno no sabe muy bien que oficio darles para que no se mueran de hambre.
Ahora ya no se escuchaban mugidos en mitad de la noche, ni existían cuadras entre casa y casa para aprovechar en invierno el calor que emanaba de los bichos.
Su sola presencia atemorizada, su olor molestaba a la pituitaria snob de los turistas, incapaces de poner la huella de sus botas de diseño en idéntica piedra que una pezuña, acobardados cuando tienen que cruzarse con un animal más grande que el canario de su tía o las palomas mendigantes de las plazas públicas.
Ahora toca una casa por cada pareja, lo que a algunos hace frotarse las manos, a la hermana soltera se la visita una vez al mes, a los inválidos caridad y a los abuelos…….mientras cobren jubilación se les encuentra buen uso aunque si se mean en la cama, si la diabetes los deja ciegos o si hay que pasarle por la Braun la comida para que puedan tragarla, una residencia que son dos días lo que les queda.
Así actúan los hijos, mientras los nietos toman nota....y esperan su turno.
El abuelo terminaría por morirse, olvidándose para siempre sus historias de otros tiempos.
Tiempos en los que no se malgastaba el dinero en juergas nocturnas, invitando como si la fuente de donde fluye jamás fuera a agotarse. Tiempos en los que las casas apenas daba para cuatro trapos y muebles no para armarios repletos de ropa candidata a criar polillas, hipotecándose sin miramiento hasta para irse de vacaciones.
El solo salió una vez del pueblo.
Una vez en noventa y un años.
Y esa única vez se pasó el rato con el cuerpo pegado a la tierra, sin poder ver nada más allá que los ojos de otro tan recluta como el, meándose en los pantalones porque a poco que asomaras la cabeza te la volaban los rojos del otro lado.
Fue en Teruel donde el frío calaba de tan mala traza, que a los muertos no había forma de enterrarlos, pues la tierra era hormigón armado y había que quemarlos sin que la gasolina pudiera hacer mucho más que chamuscarlos.
Agradeció cuando a comienzos de la primavera lo mandaron al frente de Castellón.
No le hubiera gustado estar en la ciudad de los amantes para cuando el calor convirtieran los restos cenizos de aquellos cadáveres en una masa informe y hedionda.
No, ellos jamás habían padecido algo así.
Ellos fueron paridos con el plato repleto sobre la mesa, el radiador bien templado, creciendo sin pasar angustias, ni penas, ni rigores, ni carestías por culpa de la jodida hambre.
El futuro les vino labrado antes siquiera de que aprendieran a caminar sobre sus dos piernas.
Ese futuro que le pagaron las vacas, las mismas que ahora marchaban valle abajo, camino del plato de algún zaragozano sibarita.
¡Que pena, que desperdicio!.
Fue hace ya casi veinte años cuando la nueva especie asomó del sur.
Como vaca de toda la vida, ascendía en verano y regresaba al llano en invierno pero esta no pacía hierba, no rumiaba, no dormitaba de pie bajo el cielo estrellado de agosto.
La nueva vaca era raza delicada que exigía ver su hígado acariciado por los mejores caldos, que a su estómago solo lo visitaran las viandas más elaboradas y que su habitación brindara televisión de plasma, teléfono, conexión wi.fi sin cable, ordenador portátil, jacuzzi individualizado, despertador con hilo musical, aire acondicionado automático, calefacción, salón privado completamente decorado, secador de pelo, bidé, agua caliente, templada, fría y congelada, columna hidromasaje, servicio 24 horas, caja fuerte aunque…….eso si, ofrecido todo ello en un ambiente rural, pueblerino, paleto, que le hiciera pensar en lo exclusivo que se siente al ser despertado por un gallo mientras sacude duro a las botellas del minibar cómodamente sentado sobre un sillón con tapicería de cuero.
Era turista de cartera más o menos repleta pero dispuesta a ser acariciada y abrirse sin excesivo esfuerzo.
No, el futuro no pasaba por acarrear fiemo de la cuadra, ni limpiar con desinfectante las ubres de la vaca……..eso era cosa de sociedades retrasadas.
El futuro suponía sonreír burlonamente y respirar hondo cuando una señora malcarada y fea te llamaba “inútil” pues su habitación carecía de vistas al amanecer, el futuro era cambiar borda por hotel, tasca por restaurante de lujo, pueblo por urbanizaciones, campos verdes por mares de alquitrán para que durante quince días al año no hubiera coches mal aparcados y los otros trescientos cincuenta quedara un mar de petróleo con sus pinturas de guerra blancas pero eso si, púlcramente ordenadas.


- ¡Abuelo, ya verá como nos queda el restaurante!. ¡No vea como va a presumir tomando unos vinos con los amigos!.


“Yo no bebo imbécil – pensó – Y todos mis amigos me esperan en el camposanto”.
Al último, Nicolás de Casa Cadena, lo enterró cuatro meses atrás.
De pequeños, ambos solían colarse entre los manzanos ajenos para birlar una o dos piezas y correr luego antes que el perro del dueño los descubriera.
Pero infelices de ellos, no podían escabullirse durante demasiado tiempo pues con las prisas, las agarraban siempre tan verdes, que luego se quedaban dos o tres días en cama con unas indigestiones de caballo.
Nicolás fue su gran amigo de la infancia.
Grande no por su tamaño porque a los catorce años dejó de crecer y ya no tuvieron que comprarle más pantalones, sino por su corazón generoso y abierto, por esa enorme bondad que exhibió casi hasta expirar.
Era trampero, el último que sobrevivió en el valle hasta que los lazos se prohibieron y los bichos vivos se apreciaban más que sus pieles en los escaparates de alguna boutique elitista.
Cuando vino el ICONA, no tardó mucho en averiguar a que se dedicaba Nicolás y por eso terminó por ponerlo de guarda porque ya se sabe…..roba menos el ladrón que ya sabe como hacerlo.
Si no hubiera sido por el, si no conociera el monte como el cuerpo de la mujer propia, si no se hubiera quedado noches enteras tras un matojo, arma entre las piernas en espera de ver aparecer a algún furtivo, hoy no quedarían osos en el monte, ni quebrantahuesos en los cielos.
Dicen que Nicolás se murió de viejo pero no era verdad.
Hacía ya dos años que su bondad se disipó por el insomnio al que le forzaron.
Insomnio ajeno al pueblo, importado por un foráneo que decidió construir una discoteca pegada a su centenaria casa.
En el pueblo no había normas contra ruidos ni molestias, ni multas que las hicieran cumplir, por eso le salió más barato al hombre, levantar cuatro ladrillos con purpurina y dar trabajo a tres o cuatro del valle, jóvenes y a ser posible de buen ver, que atrajeran clientela más con su sonrisa que por el garrafón con que los emponzoñaba.
Durante quinientas dieciséis noches, la música hacía retumbar el colchón de viudo Nicolás, los borrachos llenaban su portal de vómitos y orines y las parejas se saciaban sin rubor bajo la ventana donde el dormitaba.
Nonagenario y agotado, pidió al alcalde que pusiera fin a aquel desmán……


- La juventud lo pide Nicolás – le respondió – Son los tiempos modernos.


El alcalde era un gilipollas, como sus nietos, como los desagradecidos nietos de todas y cada una de las casas del pueblo.
En el entierro nadie le lloró.
Nicolás no tuvo hijos, ni hermanos, quedó solo con sus recuerdos, con la medalla que le dieron en el Ministerio al llegar a los sesenta y cinco y la enorme foto de un oso, el mismo que una vez, antes de lo del ICONA, el tuviera encajado durante un largo minuto en la mirilla de su fusil y fue incapaz de abatir porque mirándole cara a cara, directamente a los ojos de aquel animal de 300 kilos, le pareció sentir como le suplicaba por su vida.


-Era como si me lo hubieses pedido tú – explicó al amigo.


Entre los asistentes al funeral, solo su viejo amigo sintió temblar el gaznate cuando arrojo un puñado de tierra sobre el ataúd.
Y ahora lo enterraban a el en vida, al último mayoral, contemplando humillado como a su rebaño, se lo llevaban embutido en aquel camión destartalado, marchando renqueante calle abajo para unirse a la carretera.
A lo lejos, cuando ya se perdía en la inmensidad del valle el sonido lastimero del motor, una de las vacas, tal vez la negra que por carácter era demasiado orgullosa como para aceptar aquello por las mansas, mugió alto y fuerte, sacudiendo la conciencia del pueblo. Seguro que el matarife tendría que sudarlas bien sudadas hasta conseguir darle el tajo.
Ya no pudo más.
Irguiéndose, a trote lento, puso la boina en dirección al mirador, por primera vez más ayudado que acompañado por su cayado.
Desde el Vecinal se divisaban los prados que rodeaban el pueblo…..verdes en su mocedad, amarillos en verano y en invierno, moteado por las reses que soportaban el frío estabuladas y a las que cuando las dejaban salir unas horas, se dedicaban a violar el manto blanco con sus heces o escarbando en un desesperado intento por encontrar algo de hierba fresca, hartas como estaban de aquella inacabable dieta a base de paja reseca.
Reseca como lo estaba el.
Reseca como el alma de sus nietos de todo aquel en el pueblo que ahora disfrutaba empalagándose con las mieles del turismo, cegados por el dinero que los cubría, que les ocultaba el camino sin dejarles ver todo a lo que habían renunciado por darle gusto a la avaricia…..a sus montes, a sus piedras, a su sentido, su pasado……su belleza.
Si, puede que el estuviera reseco pero solo en la fachada, en su piel ajada y arrugada, su pelo pajizo y escaso, sus manos temblorosas o sus ropas raídas, herencia de otra época.
Pero su corazón brotaba verde como retoño de haya pues solo el había sido fiel al pueblo que lo viera palpitar por primera vez y al que sentía como auténtico.
Todos los demás vendieron el pellejo y su ser, sus ancestros y venideros, cada rincón parcelado del lugar a los hombres trajeados, los mismos que vinieron con maletines repletos de dinero con el que se justificaban proyectos injustificables y que enmudecían a aquellos que deseaban preguntarles….¿Por que?, ¿Para que? ¿Hasta donde?.........
Seguro que los idiotas de sus nietos no lo sabían.
Pero el si.
El pueblo, cada una de sus chamineras, cada portal, huerto, tejado, retablo, aldaba, enlosado, escudo o inscripción, cada barranco, pastizal, pinar, jabalí o pedrusco, llevaba siglos alto y enhiesto, afrontando orgulloso una y mil guerras, uno y mil saqueos, incluyendo este, en el que las máquinas de asedio eran grúas y los cañones ricachones foráneos de puro al viento.
Si, esos ricachones, esos puros y los gilipollas de sus nietos, pasarían arrastrados como la maleza por el río crecido hasta que un día, décadas, siglos incluso más tarde, alguien sentado en el mismo sitio donde el lo estaba ahora, se preguntará que había antes debajo del alquitrán.
Y al levantarlo descubrirán un mundo verde, el mundo verde del que otros renegaron, renunciaron por satisfacer la gula del bolsillo y entonces, tan poco a poco como se destruyó, el pueblo volverá poco a poco a ser más puro, más real, más……más pueblo.
El no lo vería.
Para entonces su tumba sería tan solo un recuerdo, tal vez sacrificada bajo los cimientos de una nueva promoción.
Si el desarrollo, si ese desarrollo no respeta a los vivos, mal lo haría ante los muertos.
Pero le daba igual.
Su alma estaba ya fundida con el monte aunque su cuerpo se resistiera todavía a creerlo.
Y el monte es inmortal.
Allí desde lo alto lo vería.


Bucardo


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