jueves, 7 de agosto de 2008

¿Quien lo dijo?


¿Quien lo dijo?
Hay pocas ventajas en que a una no la quieran.
!Ni a céntimo el litro te bebo yo un vaso de esto!.
Así dictada la sentencia, así que me abandonaron, lo más arriba a la izquierda, allí donde el polvo, nunca se limpia porque el brazo nunca llega.
¿Que es eso que escondes allá?.
¿Donde?.
Eso que parece orujo caducado.
!Ni se como se pronuncia!. Me lo trajo el cuñado cuando vino de Praga. Creo que por esos años aun estaba lo del telón de acero. Desde entonces allí que la tengo, sin abrirla. ¿Quieres una copa?.
Calla, calla que de verla se me pone mal aliento.
!Venga hombre que invita la casa!.
!Déjalo Pascual!. Si tu no lo has catado en tantos años, no voy a ser yo el conejillo de indias..
No encontrar tres oportunidades para el desprecio, suele estar entre esas pocas ventajas.
Pascual me alejó todavía más, sumiéndome en la discreción, regalándome una vida larga, soporífera, que tan solo se acelera cuando echa sobre mi el ojo de sus recuerdos.
A veces le salen buenos y otras....los presiento demasiado negros.
A Pascual, “La Señorita” y a mi, nos vinieron las luces al mismo tiempo.
“La Señorita” fue taberna y sueño, pregón de alegrías y refugio de penas, un sofá para el incómodo, puesto de guiños y coqueteos una de estas bibliotecas que no albergan ningún libro, pero podrían a miles escribirlos.
Pascual fue su dueño y yo, solo uno de sus inquilinos.
Los tres prietos y unidos, fuimos aprendiendo.
Eran lecciones de esas que por mucho que restriegues sobre la barra, no te dejan birlarle la mala sombra que en ocasiones trae consigo la vida.
Por días, en ocasiones se cuadraban las esperanzas con la caja, se alcanzaba a pagar facturas y abonar la gesta de nuevas hazañas.
Por días, los había que uno se reencontraba con todos y la cara amiga era bien recibida y otros que se prefería andar a solas y sin embargo todos se ponían de acuerdo para no concederte el deseo.
Pero lleva ya semanas que no lo siento.
Semanas en las que lo siento caminar pesado y arrastrando, bajando la persiana antes del horario, sirviéndose un coñac sin son y bebiéndolo a sorbos unánimes y largo, demasiado repetitivos, como si algo por las entrañas, se lo estuviera reclamando.
Se que piensa en ella, que no encuentra remedio y que ninguna tristeza consigue ahogarse debajo del posavasos.
He visto demasiados como el, solo que frente a ellos estaba Pascual, para decirles hasta donde y cuanto.
También se que ella no apareció esta tarde, ni la anterior y que llevan muchas sin desnudarse separados por la barra, esperando a quedarse solos y a que se les termine de fundir la noche cogiéndolos en el arrumaco.
Lo se como se que no puede ser porque ni ella ni el son sus propios amos.
La Adela no es mujer ni de su propio marido – le dijo el mismo día en que los dos, a fuerza de cafés al mediodía, comenzaron a darse el palpito.
Lo que no puede ser no puede ser – respondió Pascual – Punto en boca.
Nadie puso les puso los puntos cuando ambos pusieron sus bocas.
Cuando pretendieron recomponer las apariencias, el café se les fue haciendo cada vez más largo sin que a ninguno de los dos se les echaran encima los remordimientos.
No puede ser pecado – la escuché susurrar mientras se dejaba sentir – No, no puede serlo.
Yo los veía, crecidos y creciendo, testigo pero muda, sabiendo que uno no podía y la otra menos.
El ritual obligaba a callar cuando la clientela era uno o dos, fingir ignorancia si se llegaba a la docena y ni tan siquiera regalarse un reojo al pasar de la treintena.
El ritual obligaba a echar el cerrojo con ojo largo de izquierda a derecha, inventar excusa y buscarse luego en el almacén, sin ventanas, donde a veces hablaban y las más lo hacían un poco menos.
Ninguno de los dos quiso más porque ninguno se sintió obligado.
Pero entre el día que Adela entró y el que vino para no pedir café, se les pasaron ocho años.
Pascual estoy preñada y no se si es del marido.
Adela tu sabes que si andas segura me hago cargo.
Calla tonto – por un momento pensé que perdía esas trazas de falso autodominio que parecía ir calculando – Tu ya tienes dos y para mi es el primero. Pero sabes....sabes que debemos dejarlo.
Claro mientras dure el embarazo.
No Pascual. El pueblo es chico pero la mala baba la tiene bien grande. Alguien se fue de la lengua, alguien nos vio o se lo ha inventado. Hoy lo he dominado pero si el sabe que ahora estoy aquí, contigo, si alguna vez hasta que me muera se entera de que entro aunque sea por equivocación.....a ti te cose con el jamonero y este niño se queda sin padre.
¿Y si resulta que soy yo?.
No se es padre solo por engendrarlo – aquello pareció doler a Pascual más que si le hubiera confesado que ya no lo amaba.
Cuando Adela salió no lloró, pero se sirvió su primera sombra.
Contaba ya ocho y comenzó a arrojar copas contra la pared donde colgaban las fotografías del viejo pueblo.
Sus gritos, seguro, los oyeron todos.
Y todos, menos su esposa, menos el marido, supieron por donde andaban los requiebros.
¿Quien ha sido?. ¿Quien ha sido que lo enveneno?.
Llevaba así todo un tiempo, repasando uno a uno, a veces callado, cada vez más hablando para si solo, repasando mil veces la lista de quienes pudieron verlos.
Germán el cartero que leía antes el remite que quien debía hacerlo....Lucas el rubio que le traía los cartones de tabaco mientras ponía el ojo bizco sobre la hija recién casada de la estanquera.....Mariana la beata que se zampaba dos misas diarias para luego arrearse de un solo trago el vaso de whisky más barato....los mozos aun imberbes a quienes de secretas les consentía alguna que otra cerveza....Andrés el sargento que ponía cara de poca entendedera pero que el oído se le enteraba de todo....Isabel la practicante que aseteaba mejor con la lengua que con la hipodérmica.
Pero ninguno de ellos los vio jamás.
Nunca vieron los dos azucarillos que acompañaban al cortado, el asiento libre a la hora convenida, la prensa fija, la limpieza, o como, si entraba decaída, regalaba un pincho de bonito con pimiento que ella no pedía.
Entonces me miró.
Tu.
Solo soy una botella.
!Tu lo viste todo!.
Pero el esta borracho.
Cuando me arrojó contra el suelo, no estallé en añicos.
Pero el tape se resquebrajó y ahora, por la boquilla, va poco a poco manando mi sangre anisada mientras agonizo.
Antes de morir puedo ver a Pascual, de rodillas y llorando.
El no puede saber cuanto lo siento.
Pero cuando recobre la sobriedad y lo sepa, ya habré muerto.
Bucardo

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