domingo, 17 de agosto de 2008

La Huída




La Huída
- ¿Dónde para el muchacho madre?.
- El muchacho marchó – respondió.
Tras confesarlo, rió como lo hacen las locas, con la boca abierta, las encías al hueso, sin soltar nada más que gorgoteos.
- Padre…¿cree usted que la abuela chochea?.
- La abuela chochea desde que la dejaron viuda – contestó al tiempo que intentaba atinarle al gato con un escupitajo de tabaco.
Podrían reventársele las tripas antes de reconocerlo, pero la vieja llevaba todas las razones de su lado.
Dejó que la escopeta se cayera al suelo y en un arrebato, con todas sus fuerzas, exhalando un grito rabioso y deshumanizado, aventó a la oscuridad las perdices que durante el crepúsculo había posteado.
- ¡Vamos tras el padre! – animó el primogénito - ¡Lo agarraremos antes de que alcance la interestatal!. ¡Lo traeremos de regreso atado a un palo como los corzos cuando los cazamos!.
- ¡Calla idiota!.
O si.
¡Menudo idiota!.
John Candeline podría ser temido y desalmado pero sabía cuando un esfuerzo iba a ser invertido en vano.
John Candeline no rabiaba por su derrota ni por el hijo que ya nunca vería a menos que se hiciera famoso y lo viera saludando en la televisión de la estación de servicio.
A John Candeline lo que le disgustaba, era que Peter hubiera logrado escapar de la jaula.
Su grito jamás llegó a oídos de Peter Candeline quien a esas horas, escuchaba los esfuerzos del conductor por conseguir que la cuarta marcha, entrara sin renquear en la caja de cambios.
Miró hacia el ventanal trasero y se deleitó contemplando las últimas luces de Sempelton.
Llevaba casi tres cuartos de hora soportando el traqueteo de aquel autobús de cueros rojos desgastados, donde los negros todavía “preferían” sentarse en los asientos más retrasados y las ancianas lo hacían desconfiadas, con el bolso aferrado sobre las piernas con dos nervudas manos.
En Sempelton, como en cualquier mierda de las que asoman en Iowa, las carreteras no son más que interminables rectas.
Estaba seguro de que en ese instante, John estaría recargando la escopeta mientras su hermano mayor trataba de arrancar la camioneta con que lo perseguirían.
Durante unos instantes creyó que las dos luces que se acercaban a toda velocidad eran ellos, dispuestos a cruzar el vehículo en mitad de la carretera, asaltar el autobús de línea y arrancarlo de su asiento.
Pero resultó ser Ted el hijo de los Murray quien a esas horas iría a cortejar a la cerda de Rachel Watson.
Rachel ponía cara de virgen en éxtasis cuando rezaba pero entre susurros, se murmuraba que la misma cara ponía cuando se le venía encima uno de sus sonoros orgasmos.
Peter se tranquilizó.
Aun con su miedo, vivo o estirado, debía ganar su libertad.
La libertad que comenzaba en el panel de vuelos del aeropuerto de Des Moines.
Lo descubrió cinco meses antes durante otra de sus palizas.
El puñetazo de John lo tumbó de bruces pero en lugar de dar la espalda y hacerse un ovillo para encajar mejor los golpes, lo hizo con la cara echada al cielo, sin sentir apenas dolor mientras observaba aquel diminuto avión que sin embargo dejaba un surco blanquecino tan ancho y claro.
- ¡Te he dicho que no quiero volver a verte leyendo estas mierdas de maricones! – lo insultó mientras arrojaba a los cerdos un Capote con sangre fría.
El destino era lo de menos.
Cerraba los ojos y soñaba que con ellos bien abiertos, en pleno vuelo, contemplaría las inmensas parcelas del estado, tan cuadriculadas como sus entendederas.
Iowa y su profusión de cárceles heptagonales, de tienduchas polvorientas y campos de tiro intoxicados por la sobredosis de plomo.
Iowa y sus oratorios de brazos alzados y gritos de ¡Lo he visto!, donde el reverendo no esperaba que se cuestionara su divina palabra ni tan siquiera cuando hablaba de piedad cristiana hacia quien baleaba a un judío, un hispano o un mono negro.
Iowa y sus institutos de libro trucado, donde se enseñaba a protegerse de los rojos y turbantes antes que a poner un condón entre el esperma y la chica que se quedaría preñada cuando aun era más niña que hembra.
- Tienes los mismos ojos que tu difunta madre – lo amenazaba con su aliento a alcohol mientras, con ayuda de su Mágnum de cañón largo, hacía puntería sobre las botellas de whisky bebidas – ¡Y a fe que te los voy a quitar como conseguí quitárselos a ella!.
John Candeline no bromeaba nunca.
Por eso mismo era respetado.
Por su poca palabra y buena puntería, por salir de Vietnam con dos esquirlas de metralla en una pierna y ni un gramo de marihuana en la pleura, por exhibir su evangelismo diario, por las estrellas y barras que coronaban el tejado de su casi choza y sobre todo, por haberse despachado en el setenta y seis, a dos melenudos hippies que se resistieron a cortarse el pelo y a los que el sheriff local no se molestó demasiado en andar buscando.
Peter le mantuvo el miedo entre la primera vez que se hizo preguntas y la primera que descubrió que en Sempelton…nunca las encontraría.
Su madre también lo supo.
Pero las madres lo sacrifican todo, primero la vida, en cuanto perciben esperanza entre los ojos ilusos de uno solo de sus hijos.
- ¿Adonde vas chico? – le preguntó un hombre con sombrero de cowboy y espiga de cereal ensalivándose entre los labios.
- Lo más lejos.
- ¿Será que no te gusta nuestro estado?.
Peter conocía el tono.
Era el que tantas veces le usaron cuando cuestionó una verdad suprema y en lugar de explicaciones, obtuvo amenazas como respuesta.
- Lo amo – suspiró mintiendo – No hay nada mejor que Iowa.
Casi no se creyó que aquel imbecil, no se asfixiara con tanta ironía.
Bucardo

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