sábado, 2 de agosto de 2008

Los Moratones


Los Moratones
Cuando despertó, pensó que llevaba dormida, lo menos treinta años.
La última vez que recordó respirar un aire tan fresco, tal vez fuerza de soltera, cuando todo parecía más blanco y no se rebuscaban excusas para la sonrisa.
Luego cayó el telón, demasiado pronto, demasiado acelerado.
Y sin embargo, ahora resulta que se sentía culpable.
- Hubiera querido que fuera de otra forma.
Alzó las persianas, abrió el ventanal y respiró todo lo hondo.
Había que limpiar cada resquicio con algo más que lejía y fregona.
Desde la sierra, la brisa se colaba valle abajo, como un Atila sin caballo, regenerador y con olor a pinares.
Se giró y abrió los ojos.
Las sábanas revueltas, la almohada en el suelo, aquella cama enorme donde paso la noche durmiendo y sola.
- Sola – repitió sin sentir miedo.
Fue al baño.
El espejo le dijo que estaba desnuda.
Solo una leve ropa con costura de moratón hostil y cicatrices superficiales que esconden otras sangrantes, internas y nunca bien cerradas.
Puso la mano sobre el cristal, tratando de ocultarse.
Pero luego le vino un arrepentimiento y la retiró.
No era culpa suya.
- ¡Lo tenías bien buscado!
- ¡María, María! – la vecina trucaba la puerta - ¿Estás bien María?.
María está bien, María esta viva, María esta mejor que nunca.
- María anoche oímos gritos. ¿Te hizo algo?.
Orgullosa y coqueta, como una corista ante un auditorio entregado, desciende desnuda las escaleras, aproximándose a la puerta.
Antes de abrirla lo mira.
Tirado sobre el sofá, con los ojos abiertos, acuchillado y muerto, desangrado con aquella mueca de sorpresa.
- No – responde cuando descorre el cerrojo – No me ha hecho nada. Y nunca más volverá a hacerlo.
Bucardo

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