sábado, 9 de agosto de 2008

El Pino

El Pino
Recuerdo la muerte del abuelo como si se tratara de un viaje plácido.
Intento olvidar los dolores finales, las punzantes molestias que la enfermedad le causaba e incluso los llantos secos de mis padres.
En lugar de todo esto, coloco su mirada clara y entregada, tranquila, sincera....creo incluso que sin casi miedo.
- Ven, acércate.
Madre me llamaba como si animara a un cachorro desconfiado.
Tal vez pensaba que tenía miedo.
El ataúd estaba aun abierto y el cuerpo, apenas protegido por un cristal llorado, se me aparecía rígido y blanquecino, marmóreo….profusamente edulcorado.
Ese ya no era mi abuelo.
En algún momento entre el suspiro y aquel cadáver con traje de domingo, su alma se había disipado.
Me pasé toda la ceremonia preguntándome como era posible que dieran tantos pésames, que lo enterraran salpicado de agua bendita, tras una capa de ladrillos y cuatro o cinco de coronas y ramos.
¿Cómo?....si yo todavía lo sentía.
Pasaron los días que se mi hicieron los peores.
Son aquellos en los que todo lo supe.
Supe que caminaría solo del desayuno al colegio.
Supe que todos los rincones del bosque tendría que descubrirlos por mi solo.
Supe que debería fiarme del instinto para encontrar rebollones bajo la umbría o truchas en los riachuelos.
Supe que nadie me explicaría ya porque se me miraba con picardía cada vez que me descubrían con la vista puesta tras mis primeras faldas.
Supe dolido, cuanto iba a echarle de menos.
Y lloré.
Nadie me vio hacerlo.
Tan solo un quejido impropio que no asustó pues se sabía que lo causaba el ramaje del pino negro.
Entonces recordé el día en que siendo todavía más niño, quise ayudar al abuelo cuando este lo plantó en el jardín, frente a la casa.
- Aquí siempre hace frío…y viento….lo que más le gusta a nuestro nuevo amigo – explicaba mientras ocultaba las incipientes raíces bajo aquella tierra negra. La tierra lo alimentó y ahora, tras su inmensa sombra, apenas podía intuirse nuestra casa.
Cada una de sus piedras y bajo ellas sus cimientos y sobre todo el andamiaje que daba forma al tejado, fue levantado hacía tiempo, cuando el abuelo ni tan siquiera sabía que yo iba a ser su nieto.
En invierno, cuando tras la sobremesa el calor lograba convertir en cálido un escuálido rincón de la calle, lo veía sobre el tejado, caminando precavidamente mientras reparaba las tejas más desafortunadas.
Bajo el balcón, donde cogió la costumbre de sentarse a cotillear el trasiego cuando el bastón se le hizo imprescindible, lucía una piedra labrada con letras de nombre extraño, que halló cuando quiso plantarle tomateras al huerto.
- Son el antiguo dueño de todo esto – contaba – Así se aseguraba de que siempre recordarían su nombre.
Y siempre lo recuerdo.
Sobre aquella piedra, mandé cincelar otra igual de grande con el nombre del abuelo.
Desde entonces, antes de concluir el día, antes de coger la mano de mi hijo y bajar a por truchas o rebollones, disimulo para guiñarle un ojo al pino.
Intento caminar lento pero decidido, anhelando que cuando llegue el momento, tal vez mañana, tal vez antes de lo pensado, tal vez dentro de demasiado, pueda ofrecer a quienes pretendan consolarme, una mirada satisfecha, apaciguada.
La mirada de quien lo ha logrado.
Bucardo

No hay comentarios: