jueves, 7 de agosto de 2008

Aravo el Manco


Aravo el manco
La bruma, extensa y espesa ocultó los ojos de Aravo.
La niebla cegaba la vista pero bajo ella, los oídos y el tacto se tornaban como los del cerval al acecho, tenso y mudo a dos pasos de su presa.
Los sonidos le llegaban intensos y confusos, ruido de batalla, algo alejada si, pero tan sobrada de fuerzas como para que su eco se hiciera entender de lado a lado del valle.
A esas horas, quienes con la amanecida se vieran obligados a permanecer en los poblados, todos, sin excepciones, padecerían el dolor de tener que elegir entre parapetarse tras las recias murallas confiando en imposibles o buscar cobijo en la última fortaleza; las montañas.
Apenas un día antes, Erudio había plantado sus pies frente a un agotado mensajero.
El hombre ascendía llevando la contraria al río.
Con el rostro y los cabellos embarrados, con las manos despellejadas y los pocos dientes apretados para soportar el dolor de sus miembros, trató de recuperar aliento antes de descubrir el mensaje que portaba.
Los concanos han sucumbido. La tormenta roja sube. No tardarán en llegar hasta nosotros.
Erudio era un jefe bravo.
En sus muchos inviernos con el castro sobre los hombros, sus gentes no habían tenido motivo para la queja.
En otros castros, sus señores permitían los abusos y el menosprecio de los hombres de armas hacia aquellos que no pertenecían a la casta guerrera.
Pero Erudio no consentía en ello y durante su tiempo, no hubo verano sin saqueo ni nevada sin grano, las bestias permanecieron alejadas del rebaño, el consejo de los ancianos era respetado y se habían forjado teseras con tamaricos y vadinienses.
Unos y otros podían cruzar sus territorios sin temor y si temían, el temor lo causaría Erudio y no el adversario.
Pero Aravo y su único brazo, pronto percibieron la inquietud en el rostro de Erudio.
Una inquietud tan real y palpable como el miedo que en ese momento lo aferraba al suelo.
Ninguna mujer o niño mostró en público su angustia.
Aunque la sintiera, jamás se habría consentido a si misma el llorar por ello.
Los más viejos callaron sus temores y, al tiempo que acarreaban vituallas al interior del castro, hacían acopio del tejo que les libraría a ellos del hambre y al clan de tener que sostenerlos.
Aravo pasó la jornada intentando no pensar en Noiva.
Mientras ella molía la bellota ocultando los mareos y desganas que la preñez le causaba, el procuraba alimento a los asturcones.
Los caballos, a pesar de la ansiedad que los rodeaba, parecían apaciguados y muy hambrientos.
Mientras pacían, acariciaba sus crines alabándoles a la oreja lo hermosas que eran.
Aunque caballos de guerra, Aravo no conocía criatura alguna que no gozara sintiéndose envidiada.
Y el lo sabía.
Lo sabía cuando, a pesar de su deformidad innata, fue capaz de lograr que Noiva lo viera.
Su madre no lo arrojó por la roca.
Su padre había muerto el último verano antes de que el naciera, sorprendido por una lanzada vaccea. De haber sobrevivido a la herida, Aravo no lo habría hecho.
Cuando la barba asomó bajo la nariz, el clan comenzó a preguntarse para que serviría un hombre que comía del mismo grano, solo que sin saber alzar el hierro o clavar la lanza en tierra frente al oso
Un hombre sin escudo – se quejaban – No es hombre.
Aravo se sabía sin fuerzas y aunque durante varias lunas intentó encontrar una respuesta, esta le llegó durante el verano, mientras los guerreros cabalgaban el llano y los pocos comerciantes, llegaban buscando oro o pieles.
Su habilidad nació aquel año, cuando descubrió que a pesar de no hablar ninguna lengua fuera de la que aprendiera creciendo, era capaz de hacerse entender cuando se trataba de cambiar telas por cacharros.
De su destreza en el trato nació la consideración que ahora le mostraban, la esposa que gozaba, el hijo que llamaba y la primera ocasión de escuchar el nombre que nadie usaba cuando hablaban de la tormenta roja.
Al llegar la tarde, guiados por la noche propia, los guerreros de todo el valle marcharon para agruparse bajo el roble y desde allí, descender más allá de la garganta, siguiendo al río que los conduciría bajo la niebla.
Intentarían sorprenderles allí donde menos lo esperaran, en el momento que menos quisieran, a la manera que menos gustaran.
Te dejamos solo muchacho – Erudio evitaba tratarlo públicamente como un igual, si bien era de los pocos que no miraban primero al inexistente brazo y luego a los ojos – Si algo ocurriera...-señaló con la barbilla hacia las peña anaranjadas que se alzaban orgullosas a sus espaldas - ....la piedra os dará amparo.
La piedra no se lo dio.
Fue la bruma.
La bruma que ahora callaba permitiendo que un silencio temible e hiriente, se extendiera por todo el valle.
Aravo distinguió primero unas sombras, sombras que se hicieron hombres, hombres que no tardaron en mostrar sus cascos y escudos abollados, las espadas en alerta cubiertas de sangre, el barro de las lorigas y las capas rojas.
Agazapado pudo escuchar como avanzaban, respirando nerviosos, inseguros y aterrorizados.
No queda nada tras la niebla – dijo el que parecía más novato.
Siempre queda algo – respondió otro mientras indicaba con la cabeza que era hora de retirarse.
Aunque la vista permaneció fija en ellos, Aravo ya no los miraba.
Intentó ver en las gotas de sangre que caían de sus filos cortos, la sangre de Erudio, de sus guerreros, de los Erudios y guerreros de todos los castros del valle.
Por encima de su cabeza la luz ganaba en intensidad, advirtiendo que pronto diluiría aquel escondrijo blanco.
Al girarse para emprender la huida descubrió a las mujeres y niños que lo habían estado esperando.
Las madres, tristes pero contenidas, callaban con las manos la boca de sus vástagos.
Aun muertos sus padres, deberían quedar los hijos para vengarlos.
Noiva bajó la cara para acariciar su vientre.
Era su manera de apaciguar.
Aravo no vio viejos.
Ellos estaban ya entregados al sueño del tejo.
Debemos irnos – ordenó.
¿Adonde?.
No hubo respuesta.
En su lugar avanzaron hasta dejarse cubrir por la niebla, que primero los hizo invisibles y luego, poco a poco, convirtió en silencio sus pasos.
Bucardo

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