domingo, 10 de agosto de 2008

El Milagro

El Milagro
- Pronto llegará el milagro.
El hombre viejo tenía el poderoso don de hipnotizar la atención de los más niños cada vez que les contaba como era la vida del antes en la aldea.
Con el crepúsculo, aquellos chiquillos que no hubiera sucumbido al sueño, se arremolinaban junto a el, bajo la languideciente sombra del baobá y le rogaban que les explicara como había sobrevivido tantos veranos sin la esperanza del milagro.
- El desierto arañaba las paredes de excremento. Quien fuera holgazán y pusiera excusas para no reparar las paredes cada tres o cuatro lunas, terminaba con la arena metida en la boca mientras dormía. Conocí quienes se rindieron y dejaron que la casa se les cayera bajo el peso de la duna, rogando que murieran con ella y así se terminaran sus penalidades. Nuestras mujeres, envejecían siendo jóvenes, agotadas bajo el peso y las caminatas. Los hombres se destrozaban las espaldas cavando en una tierra que jamás no dio una tregua o un breve descanso. Pero sonreíamos. Si, sonreíamos porque cada día, rezábamos implorando por este milagro.
Mamadou se disgustaba mucho cuando al hombre viejo se le ausentaban los recuerdos y llamaba a una de sus cuatro hijas para que lo ayudara a regresar a la cabaña.
El anciano, con casi sesenta años, roído y con el rostro recosido por tantos padecimientos, gozaba del respeto de toda la vecindad, que lo reverenciaba por haber sobrevivido durante tanto tiempo a las hambrunas, las tormentas, la escasez, la sequía y las innumerables guerras.
Su único amigo, Lamín, aseguraba que el viejo había pactado con las brujas del páramo, las que en secreto, lejos de la cruz y el templo, se empeñaban en continuar venerando la raíz del árbol, convocando espíritus mientras oraban sin mirar ni al santo ni al cielo.
Solo así podía explicarse semejante longevidad.
- Con el milagro la vida nos irá mucho mejor – madre dibujaba una sonrisa inmensa e ilusionada cada vez que hablaba de el – Tendré tiempo para cuidaros e incluso puede que alguna de tus hermanas pueda marchar a la escuela – Sin embargo, pobre pero coqueta, procuraba no abrir demasiado la boca para que nadie viera sus tempranas encías desdentadas - ¿No te ilusiona Mamadou?. ¿No te ilusiona el milagro?.
- Si mama.
- Nunca llegará. Nunca llegará. Todo esto que cuentan, es imposible – lamentaba padre mientras entraba por la puerta – Otra mentira. Otra más. Ya no se cuantas van. Nadie con corbata se molestará en traer el milagro a un lugar como este.
- No digas eso – suplicaba ella a quien la sola mención de tamaño desastre casi lograba arrancarle las lágrimas.
- Tendríamos que haber emigrado a la capital. Si, tal y como yo te dije. Emigrar en lugar de quedarnos aquí para dejar que el desierto nos ahogue.
- Mis padres era mayores…tenía que cuidarlos.
- Y ahora están muertos. Enterrados bajo la arena – padre sintió de inmediato haber dicho algo tan cruel como aquello. Incluso alguien tan curtido, sabe lo mucho que puede doler una ausencia.
- Todo cambiará – respondía ella con inquebrantable fe – Cuando llegue el milagro….todo cambiará.
Y llegó.
Aquel día, Mamadou se parapetaba tras los chicos mayores, mirando atemorizado como la máquina, taladraba dando vueltas y más vueltas a la gigantesca tuerca.
Los habitantes del poblado rebuscaron entre lo poco que tenían para vestirse las mejores galas y no parecieron arrepentirse de hacerlo a pesar de que con cada aspiración del motor, este les lanzaba bocanadas de polvo, grasa y humo contaminante y negro.
- Ven – le dijo un operario al que las gafas de sol ocultaban la intención de los ojos – No tengas miedo.
Pero Mamadou lo tenía.
Tenía miedo de que aquel sueño tan largo, ahora, allí delante, pudiera seguir siendo eso…un sueño.
Tenía miedo de que nada cambiara, de que el anciano muriera sin verlo y que madre se desalentara y les hiciera marchar a la ciudad donde todos los días sucedían prodigiosos milagros.
- ¡Adelante Mamadou! – animó Lamín – ¡Despierta a tu madre de su sueño!.
Giró la manivela.
Al principio solo escuchó aire, escapando tan violentamente que hacía vibrar aquel puzzle de hierros.
Pero luego, saltó surgido de entre las tripas del desierto, un chorro violento y fresco de agua.
Entre las primeras filas, hubo un grito de indescriptible alegría mientras las segundas, empujadas por la curiosidad, trataban de ver con sus propios ojos lo que sus orejas oían.
El agua salpicó el rostro de Mamadou.
Y Mamadou lo agradeció.
No por el calor sino porque le daba vergüenza que lo vieran llorar.
Llorar porque por una vez, tal vez única, descubrió que en ocasiones, los milagros existían.

Bucardo

No hay comentarios: