martes, 28 de agosto de 2007

Las Malas Herencias


Las Malas Herencias

- ¿Cómo puedo saber que algo ha terminado?.
Acostumbrada a las preguntas infantiles de quien se supone debe hacer preguntas infantiles, la maestra, aquella Sonia de botones sugerentes y pechos desabrochados…o de pechos sugerentes tras botones desabrochados....recién horneada en un Magisterio que como toda Facultad, sobrestimaba las teorías escritas sin apreciar las prácticas, no supo que responder.
- ¿Y eso a que viene?.
- Porque sus padres se divorcian….– un día a Valentín, el orondo graciosillo de la clase, le salió un chiste con chispa y a causa de ello o por culpa de ello, parecía sentirse obligado a superar la gracia con cada ocasión que abriera la boca…..confundiendo risa con lágrima o lágrima con risa.
- Cállate Valentín – ordenó la profesora con uno de esos acentos que lo mismo cortan la leche que el carcajeo.
Sonia era tan voluptuosa con la delantera como rápida a la hora de comprender en poca palabras, aunque esa rapidez, no le sirvió de nada a la hora de encontrarle una respuesta a su deprimido alumno.

Si bien los años fueron otorgando un sentido a porque la tez de Enrique se ruborizaba cada vez que la maestra echaba el cuerpo sobre su espalda para explicarle por enésima como se solucionaba una raíz cuadrada, no topó con persona ni libro, ni religión, creencia, filosofía, retiro o ética que le explicara como podía saber que algo, cualquier cosa, ya no podía prolongarse más de lo que daba.
- Te haces demasiadas preguntas chaval – le dijo la Puri – La gente ya anda demasiado descompuesta sabiendo como le va a ir la vida.
Al contrario que su cliente, la Puri, solía ser mucho más pragmática y realista, veraz, innecesariamente elocuente, algo chirriante si bien de cuerpo generoso, en nada gélido y atractivamente sobrado de toda frontera.
Algo de ese pragmatismo se le había pegado a Enrique por culpa de la “desrelación” de sus progenitores, pragmatismo que le había llevado a decidir que sus primeras experiencias con el pubis ajeno, nacieran de la cadera de esa Puri casada y varias veces parida, cuyo marido, demasiado vago hasta para laborar sobre las carnes de la propia, solía mirar a otro lado con las idas y venidas de tantos varones, empalmados ante la puerta de su casa…..pues su casa lo era de putas, sin el plural de la “s”, pues la puta, resultaba ser su esposa.
No era un chulo sino una especie no tan escasa, de cornudo consentido, más no tonto, pues comía langosta casi de diario y nunca se levantaba antes de lo que marcaban las agujas del campanario de San Esteban que solo tañían cuando era mediodía.

- Todo tiene un final hijo mío – hablaba el padre Rosendo – Pero tu eres quien debe marcarlo.
Rosendo era lo que hoy se conocería como un “antipadre”, uno de estos surgidos de los seminarios “progres” de finales de los sesenta que creían en la capacidad de su sotana o mejor explicado en la capacidad de no vestirla para empatizar sin barreras con sus feligreses, alejados ellos de la trasnochada iglesia de verdades incuestionables y Papas infalibles a la que estaban acostumbrados.
El Padre, cuya parroquia era de ladrillo y no de piedra tallada, no confesaba, aconsejaba y en lugar de repartir la insípida y anoréxica hostia, solía impartir la comunión a base de pan rozado por el moscatel, que le ahorraba explicaciones, metiendo dos en uno lo del misterio del cuerpo y la sangre.
En el barrio, tan obrero y apurado a fin de mes como para que lo visitara el palio del obispo, el padre Rosendo era de los que caían como uno más, pues lo mismo se bebía el Soberano hasta dejarlo bien reseco que cantaba las cuarenta en bastos con la humana gana de quien deseaba hacerlo.
- ¿Empezaste el nuevo curso? – pregunto.
- Tercero de Derecho.
- Pues te quedan dos……eso si eres capaz de aprobarlo todo……de ti depende que ni yo ni los que aquí estamos te vamos a sacar los aprobados.
Algo de razón raspaba el Rosendo con sus argumentos pero lo de la Universidad le sonaba demasiado material, mucho más cuando se suponía que con o sin levita, los sacerdotes sabían observar con focos algo más internos.

La Facultad se pasó como se suben las escaleras de un rascacielos con los ascensores embargados…..poco a poco, peldaño a peldaño pero sabiendo que si uno empecinaba, terminaría por quedarse sin pisos que superar.
No tuvo roces con los compañeros ni tampoco con las compañeras por lo que algún mal intencionado, “Valentones” los hay desde la guardería hasta el camposanto, termino por tildarlo de “asexuado”.
Tampoco los tuvo con los profesores más entronados ni con los menos sometidos al régimen que les pagaba el salario, lo cual agradecían sus piernas y la testa, las unas por no tener que fatigarse y la otra que amoratarse por las carreras y porrazos que les regalaban la agrisada policía, tan acostumbrada a montar guardia frente a la Complutense que algún socarrón pensaba que podían pasarles los apuntes que a ellos por irse de cervezas, les faltaban.
Pero ya terminada, con el título bajo el brazo, seguía sin encontrase del todo a gusto con lo que allí había encontrado.
Fue entonces cuando conoció a Emma y a Nuria, a Elisabethz, Sara, Isabel, Clea, Roberta, Renuncia y Fulgencio…..
Algunos nombres de la nueva España, costera, abierta y cambiante, amores estivales con los que el se seguía carteando una vez sacaban los paraguas hasta que ella, le rogaba sin mucha indirecta que se diera cuenta de que aquello, había sido poco más que cuatro polvos y una ducha para limpiarse los pezones de babas y arena de playa.
Las más castellanas padecían el rigor de la onomástica que las viera ser paridas y aunque educadas en la más pura y religiosa abstinencia, al cuerpo le daba por reclamar contra lo que se le obligaba, por lo que siempre terminaban desvirgadas antes de postrarse ante el altar con algún labriego de dedos gruesos donde el anillo encajaba a costa de mucho empuje.
Esas solían ser más miradas y necesitaban tiempo para desvelarle que todo entre ellos se acababa en cuanto salían de las sabanas, lo cual mantenía a Enrique dolido e intrigado, desconocedor de que podría haber hecho mal para no intuir que sencillamente, la cosa para más no daba.

- Nunca, nadie me había hecho tanto daño.
Ana trabajaba como camarera en el “Laberinto”, un bar de tapa al aire y suelo plagado de servilleta y colillas donde los de “Núñez y Hermanos”, el despacho donde Enrique trabajaba como pasante, solían despejarse las mañanas a fuerza de cortados.
Ana no tenía más que sus veintitrés años, una buena colección de Joan Manuel Serrat, varios vaqueros desgastados, el piso mal compartido y unos padres en Ciudad Real a los que solía llamar casi de diario.
- Así me siento menos sola – explicaba – Es que en Madrid hay tanta gente y tan poca boca.
Ana no era ni hermosa ni fea, ni flaca ni sobrada, ni lista ni sosa sino más bien una muchacha de miradas largas y cenas cortas, a las que una minifalda le sentaba muy bien y sabía como dejar a un hombre satisfecho en cuanto se la levantaba.
Aun a pesar de andarse bien curtida en lo que a relaciones se hablara, la manchega cometió un error al perderse en el enamoramiento con una abogado cuyo cinismo, ganaba en cuartos a medida que avanzaba puestos entre juzgados, aprendiendo a sufrir de menos siendo el quien primero diera el palo.
- Ya no deseo más – le dijo a modo de excusa.
Pero si que la deseaba, en realidad incluso la amaba solo que ahogada la confianza bajo el sobresaturado alquitrán urbano, resuelto, dispuesto y a cada grado más cínico, quiso ejercer de médico y prevenirse antes de que fuera el quien se llevara el palo.
Luego le vinieron los cargos de conciencia, ahogados tras los rizados pubis de más “Purís” y los éxitos del pasante, “pasado”, a abogado de divorcios poco renombrados y de allí a presentarse con el cuello tieso, ante jueces y cámaras, en representación de carteras poco escrupulosas pero muy generosas en el pago.
Pintar de teatro la justicia del poderoso no es que fuera oficio que le ayudara a encontrar respuestas, pero pagaba la primera clase en el puente aéreo, las letras del chalet en Marbella y el hotel – balneario con acceso directo a las pistas de esquí de Vaquería.

Tampoco lo ayudó Doña Mercedes Clara de los Santos, hija heredera de los Vizcondes de la Hermosilla, futura dueña de cotos para la cinegenia en los Montes toledanos, de participaciones “Multi” en eléctricas y constructoras así como de propiedades inmobiliarias a cientos, marcadas con chinchetas sobre el mapa que el estrenado suegro exhibía en su despacho y que pinchaba o retiraba como Napoleón en campaña, según adquiriera o hiciera venta especulativa, es decir, abusiva y sobrevalorada.
- Mis antepasados – solía presumir ante la aburrida mirada de un yerno atento al deshacerse desaprovechado del puro habano sobre una mano que no lo fumaba – se labraron nombre abriendo cabezas de moros, luego de gabachos, más tarde de luteranos, austrias, liberales y republicanos hasta que los tiempos se nos hicieron modernos y eso de abrir seseras ya no daba lustre – suspiraba como si le entrara añoranza de no haber nacido antes y haber cargado contra los moros en las Navas de Tolosa – pero esto – señalaba las chinchetas – esto es ahora toda una batalla.
La boda aconteció con el enamoramiento justo, entrando al quiete de un toro ya conocido, picado y bien desangrado, con la componenda de una riqueza que a Enrique ayudaba y una habilidad para legalizar lo “deslegalizado” que a los Vizcondes les venía como el desposorio simbolizaba……… como anillo al dedo.
Y aunque los dos aprendieron a disfrutarse en la cama y solían salir de nocturnas o hacerse reír, cogerse de la mano o consolarse cuando el día salía a oscuras y no se veían las cosas demasiado claras, lo cierto es que el hastío terminó por ganarles la partida e incentivarles la imaginación, buscando excusas vanas con las que evitarse, sacando tiempo para los amigos y amoríos que en realidad ambos se consentían, pues de tontos no tenían gramo y sabían lo mucho que se necesitaban.
- Esto no terminará nunca – le respondió Mercedes una mañana que a ambos se les habían pegado las sábanas.
Y cuando aludo a ambos, ando referido a la futura vizcondesa y su jardinero, que aparte de cortarles el césped, regaba el depilado de la aludida cuando al abogado le tocaba presentar recurso a deshora o irse de putas a esos lupanares que por caros, exigían para entrar cita previa y número de Visa Oro.
- Ni me quieres ni te quiero Enrique – respondía descarada con sus pechos al aire, ocultando la mirada aterrorizada del amante que ya se veía pidiendo padrinos y espada bajo la amanecida de la Casa de Campo – Pero si faltaras….¿sabes?....te lloraría.
Y el a ella…..pero no lo sabía.
Luego les vinieron los hijos que más que unirles, obligaban, a los que se les veía crecer un mes de doce y dormir cuando sabías que la “chacha” ya los había acostado y entonces dejabas el chato porque tocaba llegar a casa, solazarse con la cena, mirarlos encamados y meterse en el sobre para entrar en iguales.

Todo ello terminó por obrar de excusa para casarse con el ordenador, los clientes, las comidas de empresa, los recursos, los sobreseimientos, los procuradores, pleitos, sobornos, trámites legales, acuerdos, separaciones de bienes, atestados, investigaciones, desfalcos y toparse cuando aparcaba el Jaguar que la casa de uno se le hacía edificio más extraño que su despacho.
Había alcanzado el éxito.
Si, delante de aquel banquero que lo había invitado a uno de esos restaurantes sin tenedores para calificarlo, que tenían un claustro herreriano por antesala y donde solo se entraba metiendo un billete verde en el bolsillo del propietario, supo que había llegado, que el cinismo resulta inversión indecorosamente rentable cuando se comprueba que ahora era el quien no forzaba la cara, pagaba la cuenta y esperaba nervioso la llamada que verificara a quien se había caído en gracia.
Y así llego a viejo, con una Doña Mercedes que se quedó fijada en el mármol del panteón familiar donde la sepulcraron, soportando a lo Atlas, la soledad de un matrimonio sin hijos sentimentales….!cuan diferentes a los genéticos!, quienes intuyendo que al anciano no le quedaban ya muchos pavos de Nochebuena, sobrevolaban la carroña con mirada aviesa y afilando las garras a lo felino….discreto y de escondidas.
Así fue como llegó al lecho, recordando los senos de la Sonia que ahora ya no le surtían efecto o la grotesca sinceridad de la “Puri”, que nunca llegó a comprender del todo o el modernismo del Padre Rosendo al que las canas terminaron por embutir tras la sotana y la intransigencia que los viejos lucen, temiendo lo que les pueda venir de mañanas…..
Fue así, en la última bocanada, cuando, rodeado de plañideras sin lágrima y necrófagos de cuello encorbatado, comprendió….. y de tal comprensión, le brotó ataque de risa, tan fuerte, tan bruto, que fue sin bromas, quien en realidad acabó de presentarle finiquito a la vida.
- ¡Allí os las compondréis! – exclamaba ante los sorprendidos “viudos”.
Y es que no lo sabían, pero lo sabrían………………nada se terminaba.
Así se viva, a lo cínico o real, hipócrita u honesto, sabio, ignorante, humilde, engreído, pisando o dejando pasar, despotricando, diciendo verdades o falso………todo eso nunca termina……sencillamente………….. se hereda.
Bucardo

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