miércoles, 1 de agosto de 2007

El Fanático


El Fanático
El Fanático estudia poco, lee menos, viaja nada.
El Fanático con el paso del tiempo, de sus años, termina por recluirse creando su propio mundo, recreándolo tal y como el piensa que debería ser, huyendo de la realidad con las manos tapándose los oídos y chillando como los niños, negándose a creer más halla de si mismos, más lejos de su propio ombligo.
Y un día el Fanático llega a convencerse tan resbalosamente de su exclusiva verdad que le niega el habla, el aliento, la ayuda o incluso la vida a aquellos que tan siquiera osen a ponerla en duda.

Sentado sobre el desvencijado sofá de su casa, el Fanático posaba la mirada sobre la vitrina donde exhibía los argumentos que refrendaban cualquiera de sus razones…. una M16 automática modelo 1982, una pistola Block de 9 mm, una Remintong clásica modificada para albergar cargadores de 12 balas, una Winchester Mágnum 300, una Maxim 1994 de 3.500 dolares con refrigeración automática y un fusil FG42 conservado entre paños de bebe desde los tiempos en que su padre se lo arrebatara al cadáver de un paracaidista alemán al abatiera en Normandía.
Cuando el Fanático se presentó voluntario para que lo enviaran a matar al Vietnam, quiso emular la hazaña, trayéndose en el petate de regreso, tres esquilas de metralla en el tobillo, un Corazón Púrpura, el uniforme de veterano y una AK72 que los quisquillosos oficiales de aduanas le decomisaron cuando ya salía del aeropuerto por considerarlo material capturado al enemigo.
Para el Fanático no había duda.
Su hijo Julius al que la semana pasada destrozara un suicidad mientras patrullaba por las calles del barrio más miserable de Bagdad, había dado todo por la patria, por la bandera que ahora ondeaba en todo lo alto del mástil que coronaba los límites de su sagrada propiedad.
Y aunque su cuerpo desmembrado era incapaz de ser reconocido, su alma pura habría ya ascendido al cielo de los justos que prometía cada domingo el reverendo desde el púlpito de la iglesia de la Revelación Divina.
El Fanático y su mujer no se sintieron rotos cuando lo vieron a el, con la cara compungida y el rostro serio, acompañando al sargento de marines que les anunció el próximo retorno a cachitos de su primogénito.
Tan solo le jodió que enviaran a aquel mono con galones a decírselo.
Si a aquel negro de los cojones al que gustosamente habría descerrajado un cargador entero en la cabeza por haber profanado la tierra sagrada que Dios les entregara a ellos, a los puros antes de que aquellos animales llegaran en manadas desde África.
Durante los siguientes tres días, El Fanático fue recibiendo, uno tras otro los pésames de parientes y amigos, de granjeros como el y de los simples desconocidos a los que jamás había visto pero que sentían, como el lo sentía, que aquel camino era la senda libre de los correctos.
Tres días porque en aquella llanura profunda y aislada, de carreteras infinitas y casi nunca asfaltadas, la radio y los periódicos nunca llegaban y el teléfono solo podía usarse en caso de emergencia, en la tienda del viejo Fred, que lo guardaba bajo candado pues un hombre santo le dijo una vez que esos inventos fueron ideados por el mismísimo demonio para confundir al piadoso y mezclar las razas.
Fred era demasiado anciano e incultos como para perder la salvación eterna ahora que la sentía tan cerca.
El Fanático nunca había pensado en su difunto hijo doliente o al borde de un ataque de nervios, armado hasta los dientes, con el chaleco antibalas y el casco subido o calado hasta las cejas, mirando aterrorizado a todos lados, recién arrancado del hogar para llevarlo bajo aquel tórrido bosquejo urbano donde todo era sospecha…..el gesto de una mujer alzando los brazos para tender la ropa frente a la desvencijada chabola donde vive….el de los niños jugando a la pelota entre el agua putrefacta del alcantarillado abierto……el del policía que hacía las veces de semáforo sin poder ocultar la retina hostil con que los contemplaba……..
En su lugar, el Fanático se imaginaba a Julius predicando la palabra de Dios entre los impíos e ignorantes, mostrando la recta senda a quienes llevaban siglos atrasados por culpa de sus pecados y errores, defendiendo con su vida la fe de Cristo resucitado en aquel país que no sabría situar con exactitud en un mapa pero que seguro estaba plagado de la gente harapienta y indocta que eran los musulmanes.
Gente que ante la generosidad de Julius, respondían inmolándose con C2 atado al cuerpo.
El Fanático estaba tan convencido de que su hijo disfrutaba ya de la compañía del Señor como que en apenas unos años, tal y como habían profetizado los santos mormones, llegaría el advenimiento del reino celestial que pondría a los pecadores con los pecadores y a el con Julius.
Si, tan seguro como que cuando sintiera el desasosiego de su ausencia, abriría la Biblia y sería su dedo y no el del Fanático quien lo guiaría hacia el versículo donde encontraría el consuelo que necesitara.
Al siguiente domingo, acudió a misa vestido con su mejor traje, acompañado de su mujer que portaba un riguroso velo enlutado y de sus nueve hijos, uno de los cuales, marcharía junto a el en la desvencijada furgoneta, camino del centro de reclutamiento en cuanto cumpliera la edad legal para matar o dejarse matar por las barras y estrellas.
Todos los miraban con rostro triste pero respetuoso, sin que un solo rumor se extendiera por el templo cuando caminaron por el pasillo central hasta el banco de la primera fila que, por supuesto, les estaba reservado sin necesidad de pregonarlo en alto.
El reverendo, un sacerdote de rostro enjuto y ojos hundidos entre los rebordes de sus espesas cejas y la nariz aguileña, perdía la templaza y parsimonia que exhibía cuando saludaba por el maizal en cuanto ascendía al púlpito.
Sus sermones, salvo muy raras y excepcionales ocasiones, hablaban siempre del sacrificio y la oración eterna, de las perennes promesas de paz y amor en el Reino de los Cielos a cambio del estoicismo de soportar las penalidades del presente, de la redención eterna que aguardaba a aquellos que cumplieran con la castidad, con los ayunos, con los engendramientos y el fiel pago del diezmo que alimentaba de trigo el espíritu del señor.
Solo ellos eran los elegidos, solo ellos eran los únicos, solo ellos se sentarían junto al Hijo de Dios en el Segundo Advenimiento.
Entre los “Aleluyas” y “Amenes”, al son del “Jesús me guía” o “me ama” o “me protege” y muchos “mes” más…….el Fanático, enfervorizado, casi colérico, con el rostro crispado y las venas del cuello a punto de explotar, se levantó del asiento y lanzó un grito histérico y pavoroso…….

!Dios es mi Señor!.

El Fanático estudia poco, lee menos, viaja nada.
El Fanático con el paso del tiempo, de sus años, termina por recluirse creando su propio mundo, recreándolo tal y como el piensa que debería ser, huyendo de la realidad con las manos tapándose los oídos y chillando como los niños, negándose a creer más halla de si mismos, más lejos de su propio ombligo.
Y un día el Fanático llega a convencerse tan resbalosamente de su exclusiva verdad que le niega el habla, el aliento, la ayuda o incluso la vida a aquellos que tan siquiera osen a ponerla en duda.
El Fanático va dando la mano de forma autómata a la larga retahíla de familiares, amigos, conocidos, protectores o simples anónimos que desean rozar la piel, sentir la mano o la mejilla de aquel que engendró al santo.
Al principio, el Fanático ponía atención en quien le saludaba, agradeciéndolo con un “Dios te proteja a ti también” o un “Dios te conceda gracia y salud”….pero al final, hastiado y con la mano sudada y dolorida, se limitaba a inclinar la cabeza sin percatarse de quienes eran los que recibían sus agradecimientos.
En su lugar puso la vista en la calle, una de las más aisladas y olvidadas por las nuevas autoridades, si es que había alguna autoridad en aquella ciudad anárquica y milenaria. Los niños correteaban sucios y medio desnudos sobre el suelo polvoriento, plagado de basura y excrementos, donde la muchedumbre trataba de sobrevivir al día a día evitando los mercados demasiado transitados, los puestos donde hubiera cola o los autobuses repletos, poniendo mil ojos allí donde hubiera un paquete sospechoso o un hombre demasiado ataviado para la sofoquina de sol que a diario les caía encima.
Pero todo el ruido, los quejidos del mulo viejo carcomido por las moscas, los pitidos insistentes de los coches desvencijados y mil veces reparados tratando de abrirse camino entre el gentío, las mil y una conversaciones, los lamentos de una viuda reciente, las alegrías de una futura mamá, las angustias de quien no sabe como irá el futuro y los cacareos de los pollos que correteaban alimentándose de pulgas y larvas, desaparecían súbitamente en cuanto se imponía el sonido de los helicópteros anunciando la llegada de los enormes y prepotentes todoterrenos donde los hombres sin cara, con el dedo en el gatillo y la mirada despiadada, descerrajaban un tiro a cualquiera que se atreviera a asomar el rostro por detrás de alguna ventana.
El Fanático suspiraba pensando en la mañana que sin sospecharlo, desayunó por última vez con Ahmed. Ambos lo solían hacer antes de que su hijo saliera un día más con la ilusión de encontrar un trabajo para regresar por la noche con el rostro humillado y la dura sensación de no haberse ganado la comida que masticaba. No había trabajo en toda la ciudad salvo si estaba dispuesto a ponerte un uniforme y morir para defender al invasor.
No, el Fanático jamás habría consentido que ninguno de su sangre hubiera vendido su familia, su nombre, el prestigio y sobre todo su fe por unos dirham, por mucho que se desesperara por ellos.
Por supuesto que el Fanático sentía el dolor de la pérdida oculto bajo el orgullo de saber que al menos para su primogénito, ya se habían terminado las desdichas de este mundo y disfrutaba ahora del Paraíso que el Profeta guardaba para aquellos elegidos que se martirizaban gritando su nombre.
Allí no había calles malolientes ni niños harapientos, allí no se pasaba necesidad alguna, no eran necesarias dotes con las que pagar por la mujer amada, la miseria era palabra olvidada y las noches se dormían a pierna suelta y no despertados por el rugir de unos estómagos recordando a todas horas otra jornada sin traer nada que llevarse a la boca.
Apenas lo supo, de boca de quien se lo había ordenado, el Fanático recibió la promesa de que en adelante nada les faltaría a los suyos y una foto de Ahmed que ahora colgaba presidiendo una de las dos piezas de la casa, la que empleaban para comer y compartir.
Tal vez con suerte, alguno de sus nueve hijos se dejara influir por la mirada firme y gélida, completamente decidida que Ahmed mostraba en la foto, alejada de aquella cariñosa y tierna que el recordaba como la última que le regaló antes de verlo marchar hacia la muerte y decidiera inmolarse destrozando las botas que hollaban los lugares santos.
Al viernes siguiente, el Fanático escogió su mejor túnica, limpió detenidamente el cristal grueso de sus gafas de pasta, aderezó su canosa barba blanca y calzó sus sandalias nuevas, para acudir a la mezquita.
Por el camino, que ni tan siquiera los fortificados invasores osaban mellar en un día santo como aquel, la gente lo miraba, señalándole con respeto, besando algunos el borde de su manto, plantándole dos besos, uno a cada mejilla como símbolo de respeto y confraternidad en el dolor…..o la alegría.
Para el barrio Ahmed y su padre se habían convertido en un motivo para levantar la cabeza por encima de sus miserias.
Descalzo y de rodillas, en primera fila, apenas unos metros lo separaban del imán que desde lo alto del estrado ofrecía su orondo y barbado cuerpo a toda la varonil afluencia.
Hablaba del sumo sacrificio, de los buenos ojos que Ala ponía sobre aquellos dispuestos a afrontarlo, del dolor incalificable que caería sobre todos quienes no pensaran, obraran o creyeran como ellos lo hacían en ese momento, mirando a la sagrada Meca.
Y fue allí, en ese momento, cuando sobre el enmoquetado rojo chillón del templo, el Fanático, alzándose sobre la multitud, sin que el imán osara interrumpirle pues aquel día el era el más santo entre los presentes, gritó encolerizado….
- ¡Ala es el más grande gritó!.

Al unísono, separados por dos días y ocho mil kilómetros, los Fanáticos, con la faz sudorosa y los nervios a flor de piel, escucharon gozosos el coro de voces aterrorizantes que los jaleaban.


Bucardo




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