sábado, 11 de agosto de 2007

Muerte de una Osa


Muerte de una Osa (hoy tengo una razón de más para querer vivir de menos)
“Franska” sintió bajo sus almohadillas como la cuesta se le hacía llano y la hierba fresca se tornaba rasa y gris.
Husmeo el viento que le soplaba traidor por la retaguardia y pensó en arriesgarse….hasta el siguiente tramo de monte apenas la separaban unos pasos.
A medias y sin aviso, el ruido rugiente le surgió desde arriba por un costado, la asustó y lo último que vio fueron las luces brillantes, cegadores, que se le echaron encima como depredador tras su presa sin que nadie, nadie, escuchara un atisbo de frenazo.

Roger Albar echó un pie fuera de la cama como siempre lo hacía….demasiado temprano.
Lo suyo, heredado de padres y sin ningún hermano, había sido cuestión de muchos deslomes, demasiados apuros y escasos buenos ratos.
Y así toda una vida, suma y suma de años.
Lo pasaron mal cuando hubo que pasarlo pero ahora, cuando se calzaba las botas atisbando a través del ventanuco empañado la cuadra, los inviernos que ya no se pasaban con el frío sitiándote y el cuello acogotado, con menos vacas pero más pastos, los terneros se vendían mejor y a la hora de sacar números, a lápiz y mano, sentía que por fin era posible vivir con dignidad de la crianza de pezuñas.
Al atardecer, cuando después de librarse de la ropa sucia y el barro, de escarmentar al “enfant” porque no paraba de dar mal en la escuela y loarle las alubias a la parienta, se sentó junto a la estufa para leer el Journal de la mañana, fue incapaz de ocultar la risa abierta y gesticulante, satisfecha y ufana que le salió desde lo más sincero de sus entrañas cuando vio, en primera página, el cuerpo destripado del monstruo, con los ojos abiertos y deslumbrados…..muerta sobre el asfalto.
- ¡C´est fini! – exclamó voz en alto, imposible de disimular su jolgorio por no tener ya que revisar las baterías de los pastores eléctricos, ni bajarse con la preocupación en el rostro por tener que dejar las ovejas al cuidado de unos mastines de respetable tamaño que husmeaban aquello de que en ese monte, no solo había perros y rebaños.
Loco por la satisfacción y aunque los riñones le maldecían la salud de tanto acarrear pienso y tener que tirar de un ternero con pocas ganas de escapar del escarpado donde se había dejado atrapar, salió directamente a la cantina, donde ya lo esperaban los paisanos, con el vino corriendo y los vasos en alto…..uno por la furgoneta que aplastó a la bestia, otro por la puntería de un conductor que con lo grande que era el Pirineo la había atinado de lleno, otra porque los que quedaran terminaran a tiros, ensogados, atropellados con miel con cristales entre los labios.
Llegó a casa algo achispado y aun sin mucha gana, Roger supo encontrar las fuerzas y ganas para montarse a la mujer que si bien algo adormilada, de tantas ganas acumuladas, no era cuestión de verlo “brutote” y desaprovecharlo.
Al día siguiente, tan solo con la cabeza algo latida, se levantó, como siempre, antes que el gallo y puso rumbo al monte donde le pacían ciento cinco ovejas al cuidado de dos de sus mastines, cerca del ibón donde levantara cuando atisbó el negocio, una pequeña cabaña ideal para que curaran bien los quesos que luego vendía a precio artesano, a los turistas de ciudad, hartos del que fabricaban más con colorante que con leche pura y a ritmo sano.
Para hacerlo cruzó el hayedo, en aquella época disfrutando de un mayo largo, de lluvias intensas que mantenían el musgo verde y los helechos sacando pecho a lo ancho y alto….arrambló con dos o tres barrancos, alguno demasiado crecido por lo que tuvo que inventárselas como le enseñaron para soterrarlo….superó el pedregal salpicado de pinos negros, alcanzó la hierba y una vez allí, llegó hasta el monte donde aquel verano, el Conceil le había asignado su cachito de tarta entre los pastos.
Llegó a las tres horas de caminata con la camisa empapada y jadeando, con el vaho en la boca y sintiéndose como nunca, al borde de un desmayó.
Pensó en el exceso nocturno y echo trago del mismo ibón.
Sentándose sobre una piedra se dejó rodear por el silencio, escuchando los cencerros del cabrón que le iban indicando donde se situaban las ovejas que le seguían fuera donde fuera.
Los perros no ladraban.
La noche había sido tranquila….todo en calma.
Y sin embargo Rober Albar sentía algo extraño.
Llevaba ya cuarenta y nueve años cruzando el mismo hayedo, arramblando los mismos dos o tres barrancos, superando los pedregales salpicados de pinos negros y discutiendo con el Conceil para que le tocaran los mejores prados…..pero aquella mañana, aun mil veces visto, el paisaje se le hacía……inalcanzable….raro.
Se palpó el estómago, hace tiempo dejado de ser liso y bien cuarteado….pero no era hambre pues de amanecidas, se desperezaba con su sacrosanto tazón de leche con pan y mermelada y en el morral andaba bien surtido de Brioche con jamón ducle, fruta y un termo de café azucarado.
“Demasiado “vine”” – pensó.
Por la noche, en el lecho, la mujer se puso mimosa, pensando en repetir la alegría que el Journal le trajo a casa solo que sin el aliento a alcohol con que la dejó impregnada.
Pero el limitó el intento a un “bonne nuit”, taparse y al otro lado.
Estaba rendido pero no durmió.
Ni tan siquiera pudo cerrar los ojos.
Algo le indicaba que no le funcionaban los fluidos, que estaba perdiendo la salud, enfermando, bien malo.
Se asustó.
Recordaba a Antoine el mozo de Luchón que apenas recién casado tuvo un arrebato igual y lo dejó pasar por eso de que uno es joven y no hay cosa que me tenga acojonado para terminar siendo cáncer en lugar de un simple arrebato y cuando se quisieron dar cuenta, el único que podía hacer algo, era el metro del enterrador y los amigos para dar el pésame.
Acudió al médico pero este le oscultó, lo pesó, lo interrogó y volvió a mandarlo a la “maison” porque no le veía ningún síntoma raro.
- Solo pierde algo de peso – recomendó – Mira que dos o tres kilos de menos te harán mucho favor.
Tosco, callado, nada comunicativo, a fin de cuentas ganadero innato, Roger se quedaba largo rato meditando, mirando el arroyo que bajaba los días de tormenta justo detrás de la granja o tratando de tranquilizarse con la hierba crecida, intensa, húmeda, mecida por el viento hasta rozar las rodillas, suplicando por ser recogida, empaquetada, secada en espera de ser rumiada cuando el frío ya apretara.
Miro a la casa y no sabía como explicarlo, pero la notó más alejada.
Si, conocía los ladrillos que pusieron con su padre, los fallos del enfoscado, los mil apaños que se había inventado en el tejado, el lugar donde acumulaba el fiemo, el trastero de herramientas, el garaje del tractor, del depósito del gas, la parabólica, el Renault y el jardín frontal, el que no cuidaba pues las rosas y el césped son cosas demasiado sutiles para quien tiene los dedos inflamados de acarrear boñigas o meter la mano por el culo de una vaca preñada.
El rayo lo asustó y girándose sobre sus espaldas, vio como las nubes no descendían, se abalanzaban sobre el monte, invadiendo el cielo sin dejar un solo cuadrado azul, devorando altozanos y cumbres, neveros, bosques y refugios, bajando raudas hasta llegar a la misma base y avanzar por el fondo del valle, por el llano hasta rodearlo a el mismo, ocultando la montaña, el prado, el pasto, la casa, el tractor, los mil apaños del tejado.
Y sintió miedo.
Era eso si, miedo de macho, de estos que el corazón se desboca, haciendo por romper el esternón y saltar fuera del barco, pero que por fuera muestra la inmutable cara, fría, enrojecida por la fresquera, arrugada por la preocupación y el mucho trabajo.
Volvió a dejarse velar por la noche si bien al menos no tuvo que desilusionar a la mujer que se quedó dormida apenas rozó la sábana, sabedora de que ya no tenía que esperarlo.
Al día siguiente se convenció a si mismo para confesarse a George cerca del puente de la Truite, donde solían pescar sin anzuelo ni licencia pues aunque el guarda rondaba a hora convenida, les saludaba sin mayores, porque todo el mundo sabía que desde que represaron el río, este no daba trucha alguna y los que echaban el hilo, lo hacían más con ganas de matar el tiempo que de agenciarse cena con pescado.
- Es curioso – comentó George una vez hubo escuchado al amigo – Ayer cuando subía a buscar al toro me sucedió lo mismo.
- Hay algo raro.
- Si.
- En el bosque.
- Si – contestó con una bistorta gorda y verderona que masticaba y mareaba nerviosamente entre los labios.
- Es como si…..- Roger parecía no atreverse a hablar – como si…..
- Como si ya no estuviéramos en casa – desde niño, George tenía más valor para acabar las frases.
“Mais” aquello “c´est ne pas posible”, pensaba Roger mientras el silencio se imponía y tan solo el salpicar de la corriente ponía algo de entusiasmo.
Los Albar habían llegado al Haut Pyreneés con fe hugonota y ganas de salvar el cuello cuando Francisco era primo y las fronteras se dibujaban y borraban al son de la guerra, derrota y pacto.
Los Albar eran reconocidos como hombres de ley cuando el rey Sol gobernaba, cuando su nieto perdió la testa bajo la guillotina y fueron condecorados por el mismísimo Bonaparte cuando cruzaron la frontera para ajustarle las cuetas a los Borbones Españoles.
Había un Albar inscrito en la plaza del pueblo, entre los caídos en el barro de la Primera gran matanza y en la Segunda se hicieron famosos por cruzar correo aliado a España y volver de esta con provisiones y armas para la Resistencia.
Nadie era más francés que los Albar, nadie era más montañés que los Albar, nadie se había fundido tanto con el Pirineo como los Albar y este, este era tan suyo como lo eran sus árboles, sus crestas, sus jodidas invernadas, sus urogallos, los isards, las marmotas, el “lagopede” y…….hubo un primer momento, apenas un segundo, en el que la mente se le quedó en blanco y la caña comenzó a temblarle entre las manos.
Luego sintió la punzada, la primera, la más dolorosa, la verdad que le atravesaba lenta y cruelmente la piel hasta tocarle el corazón y una vez allí, retorcerse sádicamente como solo saben hacerlo esas verdades que no se pueden edulcorar o adaptar, creerse a medias o reinventar según el gusto o conveniencia.
La caña se le desprendió de la mano sin que George comprendiera.
Alzándose, con el rostro compungido por una lividez “premortem”, aterrorizado, acobardando la parsimonia del amigo que lo veía alejarse, le dio la espalda y con las manos temblando desbocadamente, sudando sin haberse movido, comenzó a grito alzado, una carrera enloquecida hacia el hayedo.
En un principio George intentó seguirle pero al no lograrlo, cambió de paso en dirección al pueblo en busca de ayuda.
Lo buscaron por las calles y aldeas, por las pardinas más alejadas, entre los mojones y las piedras de los barrancos, siguiendo a la contra el curso de cada río, mirando detrás de cada tronco o a las ramas de los árboles olvidados, esos que por tenebrosos y solitarios, suelen ser los favoritos que prefieren ponerse ellos mismos la horca al cuello y dejar de preocuparse por lo que les tenga que pasar.
Pincharon las femeras, los graneros, los pajares, rebuscaron bajo el basurero, en los túneles del tren, dieron parte a la “Gendarmerie” y esta a todas las “Gendarmeries” cercanas, entraron en cada gruta, se dejaron el eco en cada cueva sin ningún buen resultado.
Fue Frank Burmeister quien dio el primer aviso.
A Frank lo conocían de años por llevar desde joven veraneando en el valle, disfrutando del “fromage” y las noches frescas, de las excursiones y los baños desnudos y despreocupados en los ibones más encaramados.
Lo vio corriendo monte arriba, tropezando mil veces y con los brazos y piernas ensangrentados…..eso si….gritando como si la sesera se le hubiera desbocado.
- Pensaba que era un loco – informó en un alemán afrancesado o en un francés germanizado.
Y fue muy cerca, apenas a una hora donde lo encontraron.
Estaba de rodillas, como si estuviera rezando, con las manos apretadas, los dedos tensamente entrelazados y aunque la tormenta les caía a plomo y en torno a ellos, peligrosamente, lo hacían sus rayos, ni George ni el alcalde, ni el hijo mayor y el guarda tuvieron la osadía de acercarse por temor a que se les muriera de sopetón, fruto de un infarto.
- ¡Perdón! – gritaba desconsolado - ¡Perdón!
Cuando llegaron los gendarmes y por fin lo levantaron, este no se resistió por brazos sino que lo hizo por lengua.
- ¡Ya no queda esperanza! – exclamaba - ¡El Pirineo nos ha abandonado!.

Bucardo


El hombre se extinguirá.......pero no la vida.


Registro Propiedad Intelectu@l

No hay comentarios: