viernes, 10 de agosto de 2007

El Capricho Salmantino


El Capricho Salmantino

Esta noche, una vez más, me he despertado empapado en sudores, dominado por mis constantes pesadillas.
Siempre puntuales, siempre las mismas.
Ella vestía encaje negro, generoso escote.
Me miraba desde la bocacalle de la Plaza Mayor, la que daba a los Colegios Mayores, con ese aire despectivo y cruel con que la he recordado durante tantos años.
La bruma la envolvía y cuando sus negros ojos casi habían desaparecido, entonces parecían mudar el gesto y enviarme un postrero mensaje de cariño que me era indescifrablemente descorazonador.
Nunca dejó de pensar en ello.
Lo hago con el dolor amortiguado por el tiempo, con la pasión represada por los años.
Las estaciones no han borrado el recuerdo vivo de Teresa Lozano.
Tal vez difuminado con la buena suerte que apareció perezosamente, en cuanto ella desapareció de mi existencia.
Salamanca para mi, tan solo fue una breve parada en la larga existencia que Dios me concedió.
Planeaba dormir lo justo, trabajar lo necesario y estudiar como un reo de libros y clases magistrales, hasta ganarme la licenciatura de Medicina y practicar en Horcajos, mi origen, pueblo abundante en males y escaso en doctores, que por avaros y acomodados, no deseaban asentarse allí para tratar dolencias de pobre, repetitivas y mal remuneradas.
Las Universidad de los treinta, por mucha Republica igualitaria que se pregonara, continuaba siendo cotos de placeres para jóvenes ricos y empinada cuesta para aquellos menos acomodados que hubieran destacado en la primaria, ante los ojos del alcalde, el cura o el cacique local.
El primero veía en tu cartilla de notas a un futuro abogado, el segundo al
secretario del obispo y el tercero a un posible capitán de la Guardia Civil.
Los hijos de bien asentados, pregonaban su buena vida ausentándose continuamente de clase, sumergiéndose entre vinos y putas, confiados en que la influencia, el título o la fortuna de sus progenitores, obrarían milagros a la hora de hacer olvidar entre el profesorado, los libros plagados de telarañas que olvidaban, apenas comprados en edición nueva y de lujo.
Para el hijo de un labrador, solo el trabajo duro era capaz de proveer fondos ante cualquier empresa.
No recuerdo bien si fue el cura quien breo por hacerme un hueco entre los ennoblecidos culos de mis compañeros de pupitre o fue en cambio Don Ángel, el orondo y jactancioso cacique local.
Don Ángel, que gustaba de intercalar tropecientos apellidos entre el nombre y el punto final, a fin de camuflar tras una capa de dignidad el oscuro origen de su fortuna, no era un hombre malo hasta las entrañas.
Las leyes de Madrid lo habían beneficiado sobremanera, abonando la especulación de tierras, a la que tan dados eran todos los políticos de la capital y engordando los ceros a la derecha de su cuenta de ahorros al mismo ritmo que el abandonaba el cayado y comenzaba a aglutinar grasas tras la piel.
Aunque soberbio, holgazán, vividor de rentas y putero empedernido, recordaba recientes las hambres de su juventud, lo cual, le mantenía atento y sensible ante cualquier vecino que soportara idénticos escarnios, siempre dispuesto a echar agua sobre la sequía o granos de su propia cosecha cuando la granizada agujereaba el campo.
- El chico es listo – explicaba el profesor hablando sobre en cuerpo presente, aunque yo para ellos, no tuviera mayor opción que acatar lo que ellos dispusieran.
- Horcajo necesita un médico – respondió Don Ángel – Y en este parece intuirse algo de madera.
En Horcajo no había habido nunca un universitario que mereciera la pena.
El único del que se sabía, casi desde los tiempos de Cervantes, murió tempranamente.
Mejor dicho, lo mataron un año antes de presentarse a la cátedra, en alguna pelea de taberna, donde según dicen, era habitual verlo perdido, gastando en vinos los esforzados reales que desde el pueblo, le remitían pensando que los invertía en sapiencia.
Yo no tomé ejemplo de mi mal empleado antecesor.
Don Ángel mandaba un duro al mes.
Podría haber enviado más pero entre sus múltiples virtudes o pecados, el bolsillo bien cosido brillaba por si sola
Yo ganaba el otro duro proporcionando apuntes a los ricachones mal avenidos con las clases tempraneras, sirviendo café en el salón de te que había junto a la catedral, o repartiendo la Gaceta de Salamanca, que salía una vez a la semana, el domingo, la cual voceaba cerca de alguna iglesia frecuentada o a la salida de las corridas de toros, mucho más populares y apasionadas que actualmente.
Los tres primeros cursos, aunque duros, fueron naranjas bien exprimidas.
La cama me semejaba mueble casi irreconocible y el descanso, resulto ser sustantivo mal pronunciado a juzgar por las ojeras que asediaban mi rostro y el insomnio forzado a causa de los estudios y la obligación de robarle tiempo a la noche.
La recompensa a tanto café aguado fueron los cuadros de notas, los cuales, resultaron ser la “piedrecita” que ayudaba a nivelar la desequilibrada balanza de aquella España comprada de injusticias, amordazada y sumisa frente a sus acicalados propietarios.
Cuando menos, resultaban ligeramente irónicos.
El único “Martínez” de las listas, el “hijo de labrador” cuyas calificaciones ennoblecían lo áspero de sus apellidos para escarnio y humillación de todos los “Alba”, “Monteros”, “Sanjurjos” o “Sevillanos de la Vera”.
Luego supe de algún padre estirado, humillado en su honor fingido, que acudió ante el rector exigiendo ver los títulos que me permitían gozar de unas calificaciones superiores a las de su vástago.
Don Miguel de Unamuno, escritor y rector, suspiraba hondo, acostumbrado ya a las falsedades de aquella España que tanto amaba…..y criticaba.
- El intelecto no es título vendible o canjeable.
Fue al mediodía de un domingo cerca de Ramos, nada más terminar misa.
La dueña del salón, una viuda gruesa y falsamente católica, de serlo a conciencia no habría terminado cada noche en los brazos pecaminosos de un amancebado mucho más joven que ella, lucía en el pecho un rosario en cuencas de plata que pregonaba su falsa beatitud, lo cual, parece mentira porque nos dejamos guiar los humanos, atraía a la clientela dominguera que huía del sermón sacerdotal.
El local estaba atiborrado de oficiales uniformados, señoras en sus mejores y discretos paños, casaderas en bullicioso gallineros, concejales estirándose los finos bigotes, comerciantes y hombres de negocio mirando con distinción sus engalanados relojes de bolsillo………..
Ella no hubiera destacado entre aquel gentío de no ser porque a su paso, parecían apartarse las aguas del Mar Rojo.
Verla pues resultaba inevitable.
Conocerla, en una Salamanca demasiado vulgar y empequeñecida, tan obligatorio como visitar la rana de su Universidad.
Teresa Lozano, hija de bodeguero, nieta de bodeguero, biznieta de bodeguero, descendiente de una raza, que tan solo en el banco acumulaba más reales que vino en sus toneles.
Teresa Lozano era hembra por dentro y por fuera, depredadora de miradas aviesas y dulzonas, sonrisa discreta y gestos medidos, de distancias convenientes, desprendida a capricho o deseosa por libre voluntad.
Teresa Lozano era niña de día y mujer íntima, joven de fachada y “amantis” insaciable de todos aquellos que voluntariamente, sacrificaban su vida tan solo por sentir el calor erótico que cada uno de sus guiños emanaba.
Ojos negros, engalanados en encaje negro.
Teresa Lozano era la victoriosa armada ante la que todo rey desea claudicar, el enemigo más temido y deseado, la plaga más desoladora, el placer más intenso y dominante.
Yo lo sabía, y sin embargo caminé solo y voluntario hacia el cadalso.
- Muchas gracias hermoso – agradeció mientras terminaba de servir la tisana ante la blanquecina tez de su progenitora.
- Deberías ser más cauta. Y más ante un vulgar camarero – espetó la madre, sin tan siquiera prevenirse de que yo estuviera lo suficientemente alejado de la mesa como para no escuchar el comentario
Creo que la objeción de su madre a aquel piropo, fue la mejor manera posible de despertar su interés.
En las entrañas húmedas de su sexo, la excitación de Teresa Lozano aumentaba, imaginando la cara ruborizada de aquella férrea madre, al descubrirla penetrada por un vulgar camarero.
Yo no era virgen cuando la Lozano agradeció aquella tisana hirviente.
En Salamanca, atiborrada hasta las alcobas de estudiantes, oficiales ociosos y reclutas campesinos, por cada mozo por desflorar había cinco putas, por cada oficial dos meretrices para cada casado, hastiado del catolicismo conyugal, una dama de compañía o meretriz que le alegrara la madurez al miembro.
Quien no fornicaba era por tontería, por penitencia, por castración o gusto por el lado complicado de la acera.
Vírgenes los había, aunque fuera la carnaza maleable y pueril que aprendía mandamientos en el Seminario.
Lucrecia solía cobrarme poco.
En ocasiones ni eso.
- A ti te gusta más hablar que follar – solía decirme.
Ella, evidentemente, tan poco se sentía disgustada por ese extraño placer que yo sentía, deleitándome con largas conversaciones, desnudos sobre el catre, tras habernos montado mutuamente hasta la extenuación más embaucadora.
Lucrecia no era una cualquiera, ni una viciosa.
Una cualquiera no tira para delante con un marido tísico y sin trabajo, al que la enfermedad no le ha impedido hacerle dos hijos a los que luego no era capaz de alimentar.
Lucrecia fue la primera y la única puta con la que follé.
Nunca supe porque razón.
Entre las gentes habituadas a lenocinios y casas rosas, era habitual hastiarse tempranamente del coño elegido. Por ello, las matronas de semejantes negocios, solían recorrer los pueblos más harapientos, especialmente en años de hambruna, en busca de carne nueva, cuyos padres, bien eran engañados en la creencia de que las llevaban a servir en cualquier casa de bien, bien se dejaban engañar, hartos de no ver más que las nubes negras de su miseria, insertadas a fuego en su retina.
Consideré suficiente fortuna para aquella torpe e inexperta penetración con que la castigue, el que Lucrecia no humillara mi abochornado ego, con comentarios soeces y dolientes sobre las escasas dotes que mostraba ante el poderoso contrincante que para mi virilidad era su sexo.
- ¡Ya te enseñaré lo que esperará de ti la mujer que se case contigo! – exclamó cuando confesé cabizbajo mis temores.
Fue así, semana tras semana, como ella pareció abonar hacia mi torpeza cierto cariño, adecentado por mis evidentes mejorías sexuales y ese extraño placer entre putas, que encuentran ante cualquier cliente que se interesa por ellas, más halla de lo meramente carnal.
Si de corriente, recibía a cinco o seis por noche, a peseta por servicio, si era yo quien surgía tras la puerta, no la volvía a abrir, dedicándome su total disposición hasta casi la amanecida, sin mayor gasto que el que yo dispusiera pagar.
- Eres guapo – solía justificarse – Guapo y pobre.
- No deseo que por mi falta, no halla pan sobre tu mesa.
- El pan no falta – respondía – Al menos mientras esto permanezca firme – explicaba, apretando obscenamente, el uno contra el otro, sus turgentes senos.
Contrariando lo habitual entre las de su profesión, los pechos de Lucrecia era un néctar de los que el paladar, jamás llega a empalagarse hasta el aborrecimiento.
Fuera o no Lucrecia vulgar, hija de la baja estofa, simplona, ignorante e iletrada, más de alguna hipócrita y empolvada señora, de esas que bebían el te con meñique al aire y rostro estirado, habían sentido la envidia malsana de ver sus cuerpos corruptos, mal comparados ante la espléndida lozanía de aquella puta donde sus hijos descargaban toda su lascivia.
- ¿Por qué no quieres cobrarme? – pregunté mostrándole la moneda, tentando su necesidad de pagar el alquiler, con la terquedad en no recibir lo que su buen servicio merecía.
- Alguno tengo que montarme por puro vicio, digo yo.
Así, una vez por semana, lamiendo los dulces pezones de Lucrecia, que todavía jadeaba el orgasmo que acababa de regalarle, confesaba todos los abismos y preocupaciones que rondaban mi ánimo.
Fue ella, la puta de peseta, quien escuchó por primera vez a mi boca, pronunciando el nombre de Teresa Lozano.
- Cuídate hijo de labrador – aconsejó – Recuerda que el atractiva es razón pero también muralla. Ella pertenece a otros con mayores apellidos de los que tu tienes.
- No soy tan tonto como para ilusionarme.
- Se prevenido – insistía – No te enamores. Yo soy puta por necesidad y ella……ella lo será por avaricia. Tú no ofreces nada. Y esa lo quiere todo.
La Gaceta se vendía mal aquella mañana de domingo.
La misa catedralicia se alargó por culpa del barroco sermón del señor obispo y los feligreses, con las cabezas inflamadas y sobrecargadas por la verborrea del primado, no estaban para las cantinelas que traía impresas la edición semanal.
Algunos marcharon a la farmacia de guardia que hacía esquina con la Casa de las Conchas, para comprar aspirina alemana que aliviara algo la migraña clerical que los sacudía.
Otros fueron al salón de te en pos de una manzanilla, que yo no tardaría en ponerle una vez hubiera colocado los cincuenta ejemplares que me correspondían.
Casi estaba ya sin voz de tanto voceo en vano.
No la ví venir.
De haberlo hecho, habría sudado indecorosamente, el tembleque de mis manos habría arreciado y el esternón, quebraría como pajita recién cosechada ante el corazón acelerado que pretendía atravesarlo.
Yo no lo sabía.
Pero Teresa Lozano era ya mi propietaria en franca exclusiva.
Su perpetua madre la escoltaba por detrás, mientras la mano tierna de la damisela, deportiva cinco céntimos sobre la mía, sin haber tan siquiera abierto los labios para sacudir la tranquilidad de mis tímpanos con su voz suave y dominante.
- ¿Esta hoy interesante la Gaceta futuro médico? – cometiendo la travesura de desprenderse de una breve caricia sobre mi pulgar, cuando retiró su mano de la mía.
- ¿Cómo sabe usted quien soy?.
- ¿No conoces a Teresa Lozano?. Solo tengo que preguntar y todo lo se – contestó esbozando una sonrisa fugaz y cautivadora.
- Teresa apresura – interrumpió la dichosa madre – Empieza a hacer frío.
Seguramente aquella emperifollada dama, temía más el calor que su hija emanaba, que el seco frío meseteño.
- ¿Eres de misa diaria?- preguntó.
- No tengo tiempo – respondí cándido como un niño apenas parido – La ciencia borra toda fe de mis entrañas.
- Deberías serlo. Yo lo soy. Todos los viernes acudo a misa de ocho en la iglesia de San Miguel.
No recuerdo bien si dijo adiós.
Sin embargo permanece fresca en mi memoria, la imagen obscena y carnal de sus caderas generosas, tentadoras, oscilando al ritmo intencionado y cruel del cazador que tiende la red…….sabiendo que habrá presa.
Follé a Lucrecia con fuerza desbocada.
Tanta ansia brindé en el momento, tan poco miramiento dispuse sobre ella, que creí sinceramente, haberle causado algún daño.
Ella, fogosa en extremo, gritaba con absoluta franqueza (¡Aaaahhhhh, aaaahhhh, puuuffff!) ante cada una de mis desbordantes embestidas, sintiendo el placer supino que la dominaba, al sentir que iba a brotar todo lo mío, en el interior de su hermoso y blanquecino cuerpo.
- Te has enamorado – sentenció, acariciándonos sobre el destartalado colchón, saboreando el sabor ácido del sudor que impregnaba el esfuerzo de nuestros cuerpos.
- No lo se - reconocí
- Bastan dos palabras, un gesto ñoño y caes como un castillo de naipes.
- No comprendo.
- Me has follado con la misma brusquedad con que lo hacen aquellos que desesperan por lo que no pueden conseguir. Teresa Lozano te ha engatusado…….como hace con todos.
- Solo hablé con ella dos veces.
- Escucha hijo de labrador, un hombre, una mujer, son vírgenes durante toda su vida, por muchas veces que disfruten del cuerpo ajeno. Lo son hasta que se enamoran. Así es y será siempre. Ten cuidado, Teresa Lozano sabe que no le está permitido enamorarse. No lo dudes, disfrutará del caramelo y cumplirá con el papel que le han escrito.
San Miguel no es un templo excesivamente concurrido.
Aunque céntrica y caldeada, la iglesia apenas daba cabida a un centenar de fieles, generalmente venidos de entre los barrios pobres, lo cual restaban peso a lo cepillos e interés entre los sacerdotes, a la hora agenciarse nuevos fieles que la poblaran con mayor frecuencia.
Desde luego, ellos sabían bien del comercio furtivo de carne que entre los muros sacros del edificio se daba, pero como hasta el momento, las mentes sanas e hipócritas de los salmantinos no habían publicitado el escándalo, preferían no incordiar, no fuera que la fetidez del fiemo removido, terminara por alcanzarles a ellos.
Así, al tiempo de los oficios, en el encontraban citas discretas y falsamente secretas, todos aquellos amoríos que no deberían existir y que sin embargo, abundaban por doquier entre la comprimida sociedad salmantina.
Maridos amancebados, jóvenes incompatibles, casadas insatisfechas, prometidos sin honor a la promesa, cuerpos desbordados por el ansia, incapaces de ser canalizados……
Como Don Miguel solía disponer, las pocas ocasiones en las que su discreción oral le dio por hablar del tema…….”La conveniencia propia, precisa de templos, donde descargar la represión que conlleva”.
El aula río el ingenio.
Yo también, aunque en aquel instante, sentado en la apartada capilla de Santa Teresa, la broma ya no me parecía tan hilarante.
La Santa avilense, oraba delirantemente mirando hacia un Dios imaginado, arrebatándola en aquella especie de tormenta espiritual que la poseía.
Como me poseyó a mi, cuando la falsa santidad de Teresa Lozano, apareció a mi diestra, embellecida con un vestido negro de holgadas telas cuyo escote, dejaba ver tanto, tal vez incluso más, que lo mostrado por las furcias más rastreras que buscaran clientela atraída por la mercancía.
- Mírame a la cara, hijo de labrador – saludó embaucando mis ojos con su voz, pues ya permanecían más tiempo del debido, contemplando la redondez hipnotizante de sus pechos.
- Pensé que jugabas conmigo y nunca llegarías a misa de ocho.
- Siempre me retraso y si, juego contigo. Claro que vas a ser tu quien decida aceptar o no las reglas que impongo – explicó rozando con la yema de sus dedos mi antebrazo.
La cordura, jamás se derrumbó tan rápidamente, ante el envite de un ariete con mayores argumentos
- ¡Ahhh!, ¡Ahhh!, ¡Como me montas hijo de labrador!.
El bodeguero invertía en inmuebles y rentas, la considerable fortuna que sus caldos generaban a fuerza de atacar el hígado de sus buenos bebedores.
Así, repartidas por toda la ciudad, su padre compraba, mantenía y en ocasiones vendía a precio duplicado, todo un abanico multicolor y variado de viviendas.
Las ajardinadas, con amplios porches, habitaciones orientales, suelos ingleses y grandes salones presididos por vetustas chimeneas imperiales, eran alquiladas por señoritos acomodados y solteros, deseosos de mantener discretamente ocultas a sus barraganas, acalladas bajo el lujoso ambiente que estos les proporcionaban.
Los pisos céntricos, amplios y soleados, con abundante balconada a cada lado de la calle hacia el que dieran cara, cercanos a todo aunque fríos y burocráticamente construidos, eran los favoritos de sacerdotes o funcionarios, unidos ambos en la necesidad de habitar cerca de sus parroquias o delegaciones.
Aquellos bloques destartalados, donde la cal ennegrecida de sus paredes era hoyada por ratas y cucarachas, que anidaban bajo sus suelos de barro cocido, cercanos a la asustadiza lumbre que apenas alcanzaba a calentar el agua del cocido, eran los más baratos de levantar y los que mayores rentas proporcionaban a sus propietarios.
Sacando cuentas, había seis pobres en la ciudad, por cada ciudadano acomodado y la cifra no hacía más que aumentar, engordada a ojos vista con las decenas de campesinos hastiados ante la miseria de la azada, que llegaban a Salamanca en pos de un futuro más halagüeño.
- ¡Métemela!. ¡Masssss!. ¡Massss!. ¡Aaaaa! ¡Hijo de labrador! ¡Empuja cabrón!.
Teresa había escogido uno de estos bloques decadentes como cubil donde consumar sus “travesuras”.
Como hija, ella sabía bien que locales estaban arrendados y los vecinos, gentes humildes y temerosas, callaban por miedo al desahucio, por acusarla de escándalo sin honor ni palabra capaz de refrendarles frente a sus apellidos.
Ignoro el motivo, pero a Teresa Lozano, el contacto directo con aquella miseria que tan alejada se encontraba de su vida diaria, solía excitarla más halla de lo soportable por el decoro, cuando era follada por el vulgar hijo de un labrador, en aquella oscura vivienda donde pobres y roedores, dormían y comían bajo la tolerancia mutua.
- ¡Me corro!, ¡Acelera que me corro!.
Y follaba, follaba, copulaba como una perra, igual de libidinosa que la más rastrera puta que hollara el suelo íbero.
- ¿Quién va a ser tu marido?.
La pregunta no incomodó a Teresa, cuyo cuerpo esbelto, resplandecía yaciendo sobre el jergón, desnudo y moreno, con sus glúteos firmes y las piernas, unos minutos antes apretando mis caderas para que la penetrara más profundamente, reposando ahora en toda su extensión.
Al darse la vuelta, sus pequeños y tersos pechos, desprendieron el olor caro de su perfume, meciéndose lujuriosos, aunque no tanto como cuando enloquecían, desbocados por mi miembro al propinarle brutales y cálidas embestidas contra el fulgor húmedo de su pubis.
Descendía hacia el pie de la cama y allí, claudicando ante su majestad belleza, lamí los dedos de sus pies, besé sus tobillos, devoré ensimismado la extraña atracción que sentía hacia aquellas extremidades.
- El hijo del conde de Alcubierre – gimió, sin duda complacida por mis jugueteos.
- ¿Lo amas?
- Los granos de su cara son incontables. Ummmmm. Casi tantos como granos de uva tienen las parras de padre. Uffff. Pero da título a la familia y eso impone.
- ¿Por eso te acuestas conmigo?.
- Considérate un capricho. Siiiiiii, solo un capricho……hijo de labrador.
- ¿Amas a ese capricho?.
Ella no respondió.
Aferró mis cabellos, por aquel entonces mucho más abundantes que en mi decadencia, y los empujó hacia su sexo, obligándome a devorar aquel néctar sabroso y vicioso que emanaba de sus entrañas.
- Come hijo de labrador. Siiiiiii – susurró – Jamás probarás una ostra más costosa que esta. Aaaaaaaa……
Ignoro, o por lo menos en aquel instante obcecado ignoraba, los motivos que me llevaron a caminar sigilosa y fugitivamente tras los pasos de Teresa Lozano, persiguiendo su sugerente estela por las enrevesadas y medievales calle salmantinas.
Pululando por el empedrado, paseaba del brazo materno, charlando insulsamente con aburridas amistades que amustiaban la cara y cuchicheaban puñales afilados en cuanto les daban la espalda, dejando encargo de vestidos o retales en los ultramarinos más afamados de la ciudad, tomando el te, jugando a la brisca, comentando con el obispo el tema del sermón, del cual, seguramente, apenas habrían escuchado poco más que su título…….
Cada movimiento de su cuello, cada uno de sus finos dedos, el nácar de sus dientes, sus largas pestañas………..los senos encorsetados, parecían abonados por la aviesa intención de embaucar las almas de los hombres, casados o solteros, viudos o púberes, que sudaban la gota gorda tratando de conciliar sus instintos, con la obligada compostura a mantener en público.
Teresa Lozano era demasiado hembra, demasiado carnal, demasiado erótica para ellos.
Yo gozaba de su sexo, yo arrebataba cada gemido desesperado entre el abrazo de sus uñas, clavándose en mis espaldas.
Yo, yo, solo yo la follaba hasta la extenuación de todo mi ser.
Suspendí Anatomía por primera vez, con la misma nota que hubiera obtenido el más zángano de los pupilos universitarios.
En Sintomatología confundí el brusco respirar bronquial de un enfermo de pulmonía, con el más mortífero de los tifus conocidos por la medicina del entonces.
Al examen oral de Medicina Ósea, ni tan siquiera hice acto de presencia, pues tardaba de superar la terrible resaca que acaparé en anises baratos, coleccionados por las peores tabernas de Salamanca.
Actué al fin, como el niño consentido y rico que no era y al que no le esperaba la seguridad de obtener su graduación por méritos ajenos, en lugar de los propios.
En la Gaceta se cansaron de buscarme cuando les era necesario, las amistades renegaron de mi abandono, acumulé la deuda de los alquileres malgastando el esfuerzo vano de mis pensamientos, en la obsesión inútil surgida del aroma de la Lozano, que cada semana, sin faltar, acudía presta a sus oraciones, ante el dorado altar de San Miguel.
Y tras rezar ante el santo, adoraba mi falo erecto que la penetraba, follándola por todos los cuchitriles salmantinos propiedad del rancio apellido, gozando de su sexo íntimo, amando a la puta más cara con la que nunca hubiera podido yacer y que jamás podría atesorar para la eternidad, en el abrazo indivisible del anillo.
- ¡Aaaaggg! ¡Eres un cerdoooo hijo de labrador!.
Teresa Lozano tan solo necesitaba una cosa para decidirse a poner en práctica sus fantasías; que se lo prohibiera alguien.
Con ella encima o debajo, de pie o contra la pared, percibí que nunca, por experto que uno fuera, se pueda alcanzar el clímax definitivo al que acceden aquellos, que lo han probado todo en esta vida.
Penetré lentamente en su ano, accediendo allí donde iglesia, santos y catecismos prohíben, por permitir del gozo extremo de la carne, sin el miedo atenazador de los embarazos indeseados.
- Clávalaaaaa – me susurraba, derretida por aquella pecaminosa postura, violada ya su postrera barrera - ¡Reviéntame cerdo!.
Tras sus gritos, tras las órdenes caprichosas, tras suplicar las arremetidas de mi miembro, tras gemir, abjurar, correrse y comportarse hasta donde nunca creí capaz que pudiera llegar la indecencia, Teresa Lozano se adormeció como un ángel entre mis brazos, mientras yo besaba su frente y trataba de averiguar que subyacía bajo ella, que oscuros pensamientos escondía, en aquella alma que yo sabía negra, a pesar de estar ya irremediablemente atrapado en su red de viuda negra.
- ¿De veras quieres ser médico de tu pueblo? – preguntó mientras su dedo paseaba por mi pecho – Atender sabañones, callos y piernas rotas, cobrando solo cuando se acuerden de tus padecimientos.
- ¿Llevas mucho despierta?
- No te fíes jamás de las apariencias. Recuerda que la gatita más mimosa, esconde las uñas bajo sus patitas almohadilladas.
- ¿Eres tu mi gatita? –pregunté, suplicando por una sola palabra tierna.
- Tus estudios van mal hijo de labrador. No esperarás aprobar persiguiéndome por las calles.
Quedé desarmado.
Aquella víbora cruzaba al otro lado mucho antes que yo me decidiera a dar el primer paso en su busca.
- ¿Crees que soy tonta?– prosiguió – Tranquilo, madre es demasiado idiota como para recordar una cara dos veces. Pero si algún día ata sus escasas ideas………tendrás que emigrar a Méjico si lo que quieres es encontrar trabajo.
- ¿Y no es peor obligar a su hija a casarse?. ¡Sin amor!. ¡Desdichada para toda la vida!.
- El dinero conlleva responsabilidad hijo de labrador…..y también ciertos caprichos.
- ¿Yo soy un capricho Teresa?. ¿Solo eso?. ¿Verdad?.
- No – negó – Tú jamás fuiste eso.
- Entonces…..¿que soy?.
Se levantó visiblemente incomodada.
Buscó la ropa casi al tiento, puesto que el dueño usurero, su padre para más señas, no había previsto colocar bombillas, allí donde la ignorancia y el hambre no proveían de libros.
Se vistió y antes de cerrar la puerta volvió sus ojos negros sobre mi figura, todavía desnuda y desesperada por su respuesta.
- El próximo viernes estaré de nuevo en San Miguel. No falles.
Bien sabía mi decencia, que con aquella actitud, no conseguía otra cosa que hundirme todavía más en el fango pegajoso de mis obsesiones.
Bien sabía mi decencia, el abismo de dolor al que la crueldad de Teresa me conducía por propia voluntad.
Yo ya no era yo.
Era el esclavo de Teresa. De Teresa Lozano.
Busqué una tinaja de agua y me aseé.
Luego rasuré mi cara sin mucho tiento, tapé las heridas y salí a la calle, buscando regenerarme, recuperar lo que el pubis incandescente de mi amante, me había arrebatado en su fulgor.
Encontré de nuevo empleo, como copista de apuntes para alumnos ricos, negocio que un profesor avispado había organizado, pagando una miseria que apenas servía para saldar deudas atrasadas e ir recuperando el ritmo de los estudios.
Y luché, luché contra todo lo que clamaba mi cuerpo para no acudir aquel viernes a las ocho, ante la extasiada imagen de Santa Teresa de Jesús.
Tiré el reloj al Arlanzón, caminé apresurado por sus riberas, di vueltas como un endemoniado, rodeando la plaza de toros, compre valeriana en la farmacia más alejada del templo, intenté no ver contemplar a cada mujer que cruzaba sus pasos con los míos, comparándolas con la nariz respingona de Teresa, con sus pezones color fresa, con sus maravillosos pies esculpidos por alguna divinidad dionisiaca………
Teresa era pecado negro, engalanado con sus mejores formas.
Al final, fue ella la que utilizó sus nudillos para llamar ante la puerta de mi habitación, bajo la mirada severa de la casera, que se disgustaba permitiendo compañía femenina entre los estudiantes varones a los que arrendaba las estancias.
Si aquella sesentona amargada, hubiera descubierto la inmensa variedad de posturas y pasiones varias que desatábamos con cada uno de nuestros encuentros………a lo mejor se habría arrepentido de vivir envuelta en su falsa rectitud.
- ¿Ya no deseas verme? – preguntó con fingida voz de dolida.
- Déjame tranquilo Teresa.
- ¿No recuerdas?. Tu aceptaste jugar según mis reglas – decía mientras entraba en la habitación, provocando que mis temores hacia la casera se acrecentaran – Has sido malo hijo de labrador……y vas a pagar por ello.
- Teresa yo……
Ella me arrebató toda palabra capaz de hacerle frente.
No besó mis labios.
Con una desfachatez increíble e inesperada, se arrodilló y, separados de los ojos ajenos tan solo por la endeble puerta todavía entreabierta, bajó mi cremallera y paladeó con la lengua, la creciente virilidad del miembro.
No pude más.
Dominado por el ardor, rendí armas ante aquella hija del demonio y la puse de cara a la pared, levantando sus gruesos faldones, para descubrir, absolutamente escandalizado, que la muy perra ni tan siquiera se había molestado en utilizar ropa interior que aislara sus partes, del juego travieso de los vientos.
La penetré descontrolado, no por mucho tiempo.
No hay hombre capaz de soportar en exceso, el ofrecimiento desbordante de aquella mujer incapaz de ser saciada.
Era ya noche muy entrada, en la que mis resecas pupilas suplicaban por la oscuridad que las acogiera en el sueño, cuando apagué la luz, incapaz de concentrar mis neuronas, en el estudio a conciencia de las nuevas teoría de la psicología alemana.
Oí a la casera discutiendo en el portal, echando en cara que aquellas no eran horas, que su residencia era demasiado decente y afamada como para admitir putas que mancharan su buen nombre.
Asomé un ojo por el resquicio medio abierto de la puerta, descubriendo a Lucrecia, encarada con la oronda portera.
- Hace dos meses que no se nada de ti – me echó en cara una vez rendí explicaciones y pude sacarla al rellano, donde podía discutirse con mayor disimulo.
- He estado muy ocupado.
- ¿Cómo?. Metido en el coño de esa ramera.
- ¿A quien te has tirado para averiguarlo? – pregunté enfurecido.
- ¡Toda la ciudad lo sabe! ¡Por Dios es que te falta sangre en la mollera!.
- Tenías razón – reconocí – Estoy enamorado.
- ¡Apañados vamos! – exclamó – Vamos a ver mi niño, es que no sabes que los viernes se acuesta contigo, los lunes con un estudiante de derecho y lo miércoles con un señor casado que tiene cinco hijos y vive en la calle Zurcidores.
- ¡No digas estupideces!. ¡No lo hagas o juro que…..!
- ¡Que!. ¿Me pegarás?. ¡Hazlo!. Lo han hecho tantas veces que ya no me duele.
- ¡Puta de mierda!.
- ¡Si!. ¡Soy puta!. ¡Eso lo sabe todo Salamanca!. Y también saben lo tuyo. No seas iluso mi niño. Aquí los más decentes, son siempre los que ocultan los secretos más envenenados.
- ¡No mientas! – reclamé tapando mis los oídos.
- ¡Serás cabrón hijo de labrador!. ¡Marcha a tu iglesia y descubre que no solo las putas se acuestan por dinero!.
- ¡Fuera, fuera de aquí!!Zorra!.
Y Lucrecia, entre lágrimas, hizo ademán de estampar mi cara con un merecido bofetón.
Pero solo puedo acariciarme, en llorosa ternura.
- Mi niño…..pero que dulce eres – dicho lo cual, bajó las escaleras de tres en tres, adornando sus pasos con sollozos desangelados.
Era miércoles, a las ocho en punto, cuando el señor casado, cincuentón, canoso y de carnes evidentemente flácidas, de bigote pulcramente afeitado y ropas muy costosas, postró sus rodillas ante la misma Santa Teresa que parecía morir, escandalizada ante el comercio que se gestaba en su capilla.
Era miércoles y a las ocho en punto, apareció ella, exhibiendo idéntico escote con el que engatusaba a los incautos, provocativa e impura, soslayando sin recato la tranquilidad y el rigor religioso que en apariencia inundaba aquel rincón de la fe.
Pero yo solo tenía fe ante el altar carnoso de sus pechos sobre los cuales, se ceñía ahora la abominable y gruesa mano de aquel despreciable abuelo.
Sabedor de ser el capricho fútil de su lozanía cruel, y de que conocía con perfección los indomables arrebatos de mi pasión hacia ella, permanecía camuflado, en el interior de un confesionario por el que apenas asomaban la puntera de mis zapatos, por ser el tamaño del habitáculo, mucho más enjuto que su ocupante.
Follaron sobre la misma cama donde yo le había hecho el amor apenas unos días antes, prolongando a conciencia la llegada de su orgasmo para que suplicara sometida, que empuñara mi arma sin piedad sobre su descarado coño.
El caballero apenas soportó diez minutos la visión de Teresa en toda su desnudez.
Ella apenas esbozó dos gemidos leves, tal vez fingidos, que aquel desgraciado insignificante debió tomar como prueba de una hombría que sus amantes en vida, desconocían por completo
Ni tan siquiera hablaron.
Al descender las escaleras, el hombre topó conmigo de bruces.
Sin disculparse, seguramente confundiéndome con alguno de los miserables arrendatarios que ocupaban otras viviendas del bloque, pasó ante mi, obligando a contener el arrebato de exhibir la navaja que camuflaba en el bolsillo y cuyo acero exigía degollar el cuello de aquel infeliz presuntuoso.
Pero no lo hice.
Teresa descendió unos minutos más tarde, acicalándose el peinado que sin duda, no había perdido en exceso la compostura, ante el escaso ejercicio que la vetusta virilidad de aquel arrugado había dado de si.
Al verme, se paró en seco.
Supliqué para mis adentros que se arrodillara y pidiera perdón, pero su mirada no perdió ni un gramo de la altivez con que fue parida y como epílogo, acostumbrada ya, terminó viéndome suplicar su disculpa por haberla espiado con alocada insistencia.
Aferré sus manos, la cogí en brazos sin que ella opusiera mayor resistencia que la de sus vestido enredándose entre mis piernas, la eché sobre el suelo, arranqué las telas que cubrían el obsesivo cuerpo la Lozano e incrusté mi falo hasta las entrañas que le quedaran sin ser jodidas, empujando sin un solo miramiento hacia su dolor, por puro afán de acaparar para mi todo el placer egoísta que deseaba robar a su pubis.
Ella volvió a gritar, escandalizando a las vecinas, algunas de las cuales asomaban al rellano, pensando en la violación que en realidad era, no más que consentida e incitada por su víctima.
No fingió.
Se que se corrió tres veces en los escasos cinco minutos que soporté la presión de sus piernas sobre los riñones, las manos clavadas entre mis glúteos, atrapando cada uno de los empujones con que la sacudía, para que estos perduraran, acoplándose a su suprema exhibición de desinhibición.
Nunca jamás volví a derramarme dentro de una mujer, como aquella tarde de miércoles, lo hice sobre el coño de Teresa Lozano.
Me derrumbé suplicante, casi lloroso, besando enternecido el cuello que unos segundos antes, hubiera apretado hasta privar de la vida a su dueña.
- Me caso dentro de dos semanas – explicó – No quiero volver a verte.
- Te amo – confesé en postrero recurso.
Pero ella, nunca respondió.
Las nupcias de Teresa Lozano habrían sido el acontecimiento social del año en toda la provincia, de no haber estallado la Guerra Civil justo al día siguiente.
Toda la ciudad comentó la ausencia de uniformes entre la larguísima procesión de invitados que caminaban hacia el altar mayor de la catedral tras recibir a la novia a la entrada del monumento.
Nadie sospechaba, entretenidos en comentar los enrevesados encajes del vestido de la novia, que en los cuarteles, engrasaban los fusiles, aquellos que excusaron su ausencia, por deberes más obligados que el de un casorio.
Así, mientras la Lozano lucía un blanco que no profesaba por dentro, la tropa fue apoderándose de los edificios oficiales, organizando con los falangistas locales, cribas entre las gentes más destacadas de la izquierda republicana, controlando los cruces de caminos, los puentes, las salidas y rutas de escape hacia Portugal o la sierra de Francia.
Al tiempo que el señor obispo bendecía la unión y les hablaba de la importancia del matrimonio y de la obligación de sus contrayentes, en educar a sus hijos dentro de la fe católica, una nube negra y oscura, una tormenta desoladora, surgía de los cuarteles del país, extendiéndose por cada vaguada, llanura, meseta o cresta de esta patria, agotada por la inacabable decadencia y las perennes promesas incumplidas.
Algún convidado, acomodado en los bancos más a retaguardia, hubiera reído a mandíbula batiente cuando el prelado alabó la inocencia virginal de aquella niña con alma fría que ocultaba bajo sus inmaculados ropajes, la marca de haber sido penetrada por casi toda la cohorte varonil conocida, de toda clase y calidad.
Lo habría habrían hecho de no haber interrumpido la ceremonia un mozalbete veinteañero uniformado con la camisa azul, armado con una automática que exhibía al cinto, quien brazo en alto, subió al altar, dando vivas a España y al ejército.
No, sin duda Teresa Lozano jamás olvidaría su casorio.
Como yo no olvidé su noche de miel, enfrascado en la oscuridad protectora de mi habitación, mientras Salamanca, como Burgos, Zaragoza, Barcelona, Madrid o Valdemoro, palidecía temerosa ante el eco de las descargas y la irracionalidad intolerante de las órdenes marciales.
Imaginé al heredero de Alcubierre, creyendo desflorar a aquella princesa, sin saber que acababa de comprar a una bruja irreconciliable con la fidelidad.
Y lloré.
Lloré por el cuerpo pecaminoso de Teresa, lloré por la infelicidad que se apodera de cada uno de mis glóbulos, lloré por la España plagada de yagas que echaba sal sobre sus heridas creyendo encontrar en el dolor, la cura para todos sus males.
Escuchaba las descargas.
Tapaba mis oídos.
Allí habría permanecido días, semanas y meses, eremita sin futuro, añorante del pasado copado por la humedad inabarcable de aquella hija consentida de bodegueros.
Finalmente no pudo ser así.
Uno de mis compañeros debió recordar al hijo de labrador y encontró la excusa que me movería a encontrar la luz, fuera del cenobio bajo el cual me sometía.
- ¡Quieren pegar a Don Miguel! - exclamaba mientras aporreaba la puerta.
- ¿Quiénes? – pregunté - ¿Los republicanos?.
- ¡Los militares!.
- ¡Virgen Santísima! – escuché suplicar a la casera.
Para Salamanca y Castilla, para las dos Españas, para estudiantes, profesores, abogados, doctores, comunistas o carlistas, Don Miguel de Unamuno era lo que Dios para el Vaticano, Zamora para un futbolero, Manolete y los taurinos.
Aquel abuelo gigantón y afable, serio, deprimido y realista, simbolizaba como ninguna la cordura en un país de locos, la sensatez frete a la ignorancia, razón insalvable en un mar de sinrazones e intolerancias.
Aquella escultura fea y miope, había siempre escrito ensimismado en la visión de un país que no se desgarrara las entrañas con sus propias uñas, poniendo su inteligencia al servicio de aquella decepcionante República y de la España extrema del fascismo, que respondió a sus empeños, con la bala, los paseos y las cruzadas medievales en plenos siglo XX.
Don Miguel plantó cara a los alzados, a sus fusilamientos, a su modo sangriento de entender la regeneración………
El rector de la Universidad más antigua de España, había sido zarandeado e insultado por el manco legionario Millán Astray, que exhibía la muerte ante la inteligencia, por haberse negado el maestro a darles la razón que no poseía, por mucho que fueran insuperables a la hora de bombardear ciudades o ganar batallas.
Yo y el amigo, corrimos a la Universidad, rezando porque no lo hubieran fusilado.
Media ciudad lo hacía.
Llegamos justo para verlo salir, cogido del brazo de la mujer de Franco, con el obispo escoltando las espaldas del escritor, por temor a que la malsana ignorancia del legionario, le diera por pegarle un tiro cuando este no pudiera mirarlo de frente.
Al contrario que la masa borreguil y vociferante que lo zarandeaba, la gran mente, no claudicó ante los desvaríos de las imposiciones.
-Me duele España – le oímos decir.
Y se murió semanas más tarde, para alivio de Franco y su mesnada, que temían la sinrazón del alzamiento, mostrada al mundo por la afinada lengua de Don Miguel de Unamuno.
Los que disfrutamos con su presencia, sabíamos de aquella injusticia, aunque para mi, no existía una mayor, que la de ver el cuerpo de Teresa Lozano, saciando los placeres a al granulado rostro de su flamante marido.
Su desnudez atiborraba mis obsesiones, doblegaba el cansancio obligándome a caminar por noches inacabables de insomnio, sodomizando al pensamiento para que la recordaran gozosa ante mis penetraciones, solo que cuando contemplaba el rostro de su amante, no era yo quien la montaba, sino otros de su misma estirpe, nombres con título, bolsillos repletos de dineros, dueños, propiedades, inmensos haberes…….
- Hijo de labrador.
Así sería por siempre jamás.
Perdida la vergüenza, la asalté sin miramientos a la salida de misa.
No me importaban los rumores, las miradas conocedoras, la concurrencia enlutada que acudía de liturgias por los caídos, la falsa fe de los alzados, el miedo a ser señalado, marcado como una res, tratado con todos los adjetivos del diccionario tan solo por ser fiel a mi ausencia de hipocresías.
Al verme venir, ella intentó parapetarse tras el gentío.
Pero ahora era yo el cazador y mi presa, estaba ya demasiado metida en el punto de mira como para que ahora la dejara escapar por un temor postrero y razonable.
- Quiero hablar contigo – dije, olvidándome de la mirada glaciar de la madre, del cuello estirado del marido, algo alejado, enfrascado en conversación con sus amistades, sorprendido por el coraje insensato de aquel que osaba coger del brazo a su señora, en presencia de las pepitas más jugosas de la granada social salmantina.
- ¿Quién es usted? – mintió desvergonzada.
- ¡El que te amaba en aquel cuchitril miserable!.
- ¡Como se atreve! – grito su madre, dispuesta a estampar su libro de rezos contra la cabeza del ofensor.
- ¡Miserable! – escuché al de Alcubierre antes de comenzar a ser vapuleado.
Ni uno solo de sus golpes, de las patadas, puntapiés, manotazos e insultos que recibí, encogiéndome sobre mi mismo en el suelo, dolieron tanto como su mirada desdichada. Sus ojos negros ya no parecían tan soberbios como la última tarde, en el rellano de aquel bloque para pobres donde la amaría para nunca más.
Su marido, un oficial sesentón y dos guardias civiles me llevaron, sin que mis pies tocaran el suelo, a limar mi rabia con las celdas de la cárcel municipal.
El pelotón de ejecución habría sido la pena mejor recibida por mi desolado ánimo.
Solo quería morir, recordado a Teresa, succionada por el gentío que pretendía protegerla de aquel energúmeno soez y descontrolado.
No tenía miedo de nada, salvo a la mano estirada que no pude corresponder, con la que ella trató de arrancarme de la muchedumbre que aprisionaba mi cuerpo contra el empedrado.
Lloraba, temblaba, la perdía, tal vez ella me amara, por encima del placer, del sudor, del esfuerzo, del deseo.
Pero no ocurrió nada
Surgieron presiones para que conociera la pared blanca del cementerio.
Acusaciones, falsas denuncias, carnes de partido de lo que jamás me había llegado a preocupar.
Enamorado despechado no era crimen que valiera, ni siquiera ante el etérea justicia de la España burgalesa.
Pero yo no era rojo ni republicano, ni abogado sindicalistas, ni maestro, ni izquierdista ni alcalde del Frente Popular.
Tan solo incordiaba a la muy noble familia Lozano, recordándoles con cada latido de mi corazón, la impura raza que yo había sembrado entre las piernas ofrecidas de su hija.
Finalmente, no hubo paseo a medianoche, ni confesiones, ni tiros de gracia.
Uno tras otro, mis compañeros de prisión fueron sacados a empujones nocturnos por las culatas de los celadores.
Ninguno regresaba por sus cosas.
Siempre estuve convencido de que una mano bajo mesa, quemó todo lo que contra mi se había inventado.
Sobre el nombre de mi anónimo salvador nunca supe, pero tampoco anduve interesado en enterarme de el.
No ser pasado por las armas, significó terminar en un batallón de castigo.
El castigo de sus efectivos, consistía en soportar constantemente las angustias de la primera línea, el hambre, la metralla, el enemigo canturreando, contigo agazapado a cinco metros, tratando de no respirar demasiado fuerte para que no descubrieran tu posición por semejante tontería.
No recuerdo si maldije al saber mi destino.
Si lo hice, fue sin verdadero sentimiento.
La muerte que aquella sentencia conllevaba, no podía ser otra cosa que una bendición divina
Comimos barro en Guadalajara, avanzando bajo el bombardeo rojo sobre cadáveres italianos.
Agaché el pescuezo en cada combate que mantuvimos por las miserables ruinas de Teruel, intentando no congelarme bajo el hielo de la sierra mientras nos matábamos por cada rincón de aquella ciudad mártir, crucificada ante el altar de Marte en liza por las dos Españas.
Bañé mis heridas en el agua salada del Mediterráneo, cerca de Castellón, contemplando la cicatriz que una bala republicana, me hiciera en un muslo, lamentando que la puntería enemiga, no hubiera sabido apuntar directamente al pecho.
Al entrar en Valencia, contemplé insensible la enorme hecatombe de la guerra, la desdicha humana que avanzaba plagada de pulgas y rostros preocupados, por los caminos que conducían directamente al campo de cautiverio.
Tres años sin que en aquel país soliviantado, no se sembraran los campos, mas que con tumbas y sangre joven.
Tres años en las trincheras, para regresar nuevamente a Salamanca, con el rostro de Teresa difuminado por el horror presenciado, borrado en una memoria que no deseaba recordar más allá de lo masticado dos días antes.
Mi amor, todo mi amor, estaba ahora enterrado en las innumerables fosas que había tenido que cavar con mis propias manos, en los ojos abiertos de cada compañero enterrado, en la desesperación de cada madre sobrecargada de criaturas, que ofrecía su cuerpo para pagar una miserable lata de sardinas o leche fresca con la que acallar los lloros inconsolables de sus vástagos.
Nunca temí cruzarme con ella por la calle Navajeros, por los puestos de ultramarinos o ante la iglesia de San Miguel, cerca de la cual yo vivía en un sencillo apartamento cuyo alquiler se abarataba por mi condición de herido durante la Cruzada.
Nunca pensé que alguna mañana iba a toparme con su marido mientras compraba el ABC en los kioskos de la Glorieta, e ignoro sin llegué a compartir la acera con el servicio familiar, mientras este paseaba a toda la retahíla de futuros Lozano que el vientre fecundo de Teresa había traído a esta España de posguerras.
Claro que si así hubiera ocurrido, dudo mucho que consiguiera discernir la juventud perdida, tras aquel saco huesudo y envejecido, bajo la barba corta y siniestra, a través de las ropas ajadas y atiborradas de remiendos, al iluso hijo del labrador, que ella dominaba con el sencillo aroma de su desnudez.
Solo deseaba concluir los exámenes y licenciarme.
Y lo hice en apenas un año.
Recibí mi título en la más absoluta soledad del claustro, bajo el recuerdo pesado del difunto Don Miguel, presente en espíritu por cada rincón del Aula Magna, donde durante muchas décadas, no volvería nunca a asomar una mente tan preclara y valerosa como la del ilustre catedrático.
Firme el recibo, di la mano a aquella funcionaria hastiada de burocracia hostil y fui a celebrarlo con un chocolate caliente y dos churros.
Sobre la mesa, junto al papel que certificaba ya mi condición de doctor en medicina, sobresalía el billete de autobús que a eso de las doce en punto, me llevaría de vuelta a Horcajo, tras tantos meses sin saber de padre y madre.
Disfruté pausadamente del servicio.
Pedí la cuenta a un camarero canoso, servicial y sonriente, inmensamente amable entre la humareda de humos habanos que envolvían el local.
- Una peseta.
Quedé embelesado por el precio, con la figura en papel del hidalgo manchego colgando entre mis dedos, pensativo, más no porque me parecía un chocolate pelín caro para ser que estaba aguado, sino porque antaño, haría seis, siete, no se cuantos años, se podía hacer el amor con una mujer por ese precio.
Dejé las maletas al recaudo de aquel gentil camarero, quien se resistía a aceptar la peseta de más que quería regalarle como pago por el favor, y corrí calle arriba, contemplando el reloj del ayuntamiento, que marcaba ya los veinte minutos pasados desde las once.
Salamanca no era tan grande como para que me costara demasiado llamar a la puerta tras la cual, años atrás, Lucrecia y yo solíamos desprendernos de nuestras ropas.
Abrió una niña, de siete u ocho años, dulce, bajita y rubia, con los ojos muy claros, como su madre.
- Mami es un señor mal afeitado.
Pensé al recordar mi apariencia, que su recuerdo no llegaría a tanto con aquel que apenas pasó de ser un cliente consentido.
Pero la mirada de Lucrecia, atravesó mi barba, los ropajes, las heridas del tiempo y el plomo, el mal pasado que yo agenciaba sobre las espaldas, para soltar abollando sobre las losas del suelo, la tetera barata de hojalata, cargada del café frío de la mañana.
No gritó.
No chilló ni hizo ademán teatral que expresara el sentimiento que rondaba por su cabeza.
Temí recibir sobre las fosas nasales el portazo que sin duda merecía.
Permanecimos horas, abrazados en el rellano sin decirnos una sola palabra.
Lucrecia gimoteaba, enrojecía sus mofletes llorando su desconsuelo acumulado, golpeaba mi espalda sin la fuerza que ya no le restaba en los puños, desgastados de fregar casa ajena soportando la propina de más que el patrón te da por dejarte levantar la falda y que permitirá pagar el colirio de la niña o unos zapatos nuevos para ir al colegio.
- Estoy cansada – dijo.
Y cogiéndola en brazos, la llevé hasta su alcoba, la desnude delicadamente, besé sus pies y cubrí su cuerpo con una manta.
- Te traeré el brasero – le dije.
- No tenemos brasero.
- Entonces daré de comer a tus hijos, le hablaré de mi, haré que coman, que sonrían, que sanen y luego vendré a abrazarte muy fuerte para que no te escapes, para que te pegues a mi como la tinta al papel caro.
- Mi marido murió – explicó, intentando tranquilizar mi conciencia – Lo mató al tisis.
- Me hubiera dado igual – reconocí desvergonzadamente – Y a ti también.
Al años de comenzar la guerra, mientras languidecían los postreros rescoldos de mi niñez en los campos de batalla castellanos, un grupo de falangistas engominados, vino a buscar al marido de Lucrecia para meterlo dos tiros.
Aunque esmirriado y poquita cosa, había tenido el valor de cometer un delito penado con el tajo del verdugo; tener un carné de Izquierda Republicana.
- Y no pueden ustedes hacer una excepción con el – trató de mediar
una vecina – Al hombre le quedan horas para rendir cuentas ante Dios Nuestro Señor.
El teniente nacional, temiendo una encerrona, entró en la habitación pistola en mano, rostro severo y puños tensos, para terminar tornando el arma a su funda, escuchando la respiración bronca y dolorida del agonizante.
- Señora, mis condolencias – dijo mirando a Lucrecia, cuyo pavor solo se veía superado por la incredulidad de recibir el pésame de aquellos, que venían a matarle al marido.
La viuda puta mujer de rojo, reunía todas las condiciones para ser clasificada como indeseable en aquella España resurgida de la historia, adoradora de santos e ídolos medievales, inquisidora, cruel y tiránica contra todo lo que no le oliera a la hipócrita beatitud católica que emponzoñaba todos sus resquicios.
Claro que los oficiales nacionales, no parecían tan remilgados ante ella, cuando de bajarse los calzones se tratara, aunque no faltaran aquellos que después de aliviada la carga de sus genitales, se tomaban el servicio gratis, amenazando con dejar a sus hijos huérfanos, con solo presentar denuncia por mujer de rojo.
Humillación.
Las mujeres de peineta decidieron aguar la fiesta a sus maridos y proclamar una cruzada interna que limpiara la nación del enemigo fácil, ese que no se pude defender, que nace abonado por el alma oscura de los afortunados, de los mendigos y pedigüeños, de los niños sucios y hambrientos que afeaban la España inmaculada ahogada en sangre, de las prostitutas y queridas, de los chulos, borrachos e indigentes, de los paganos sin misa y los liberales.
Aquel ejército de desarrapados, sin mayor arma que la compasión, sin honor, sin derecho ni bolsillo…….
Humillación.
Lucrecia se puso de rodillas y las descarnó hasta pulir los suelos de las mansiones ricas de toda la provincia, harta de ver llorar a sus hijos, de ser tomada por amoral e indigna, de no tener el honor que tienen aquellos que pagaban por sus servicios.
Al día siguiente, descargó sobre mi todas las iras acumuladas, en un poema de gritos y deseos acompasados por el chirriar de muelles de aquella cama a punto de expirar en mitad de nuestros arrebatos.
Mientras la empitonaba por detrás, sintiendo la excitación húmeda que la poseía, arrebatado por los gemidos desacostumbrados que brotaban de su garganta, dorados pelos, pechos más grandes, generosamente amados, regados con besos expertos y las caricias incapaces de abarcarlos de mis manos, volví a sentir la atracción animal de mi lozanía, solo que más pausada, disfrutada como se disfruta un vino añejo, un café de marca, una mujer excepcional……..
- Aaaaaaa, ¡me matas toda!, aaaaaa
La abracé por detrás cuando todavía suspira a causa de sus orgasmos y sus carnes maduras mostraban las gotitas del esfuerzo amatorio.
Besé su nuca con ternura y acerque la boca a sus oídos.
- ¿No quieres saber? – pregunté, pensando que debía infinidad de explicaciones.
- No quiero escuchar.
Marché a Horcajo con dos días de retraso.
Llevé conmigo una maleta con el cerrojo oxidado, la muda puesta, un título, un queso tierno, lágrimas, recuerdos y una mujer, Lucrecia, con dos hijos todavía infantes, con su obsceno cuerpo ávido de mi, su mirada tierna, la mano entrelazada y un beso ruborizado, como de niña quinceañera al novio que será para toda la eternidad.
Don Ángel ya no vivía.
Murió con el hígado carcomido por la cirrosis unos meses antes de terminar la guerra.
Vino entonces su hijo a fundirse conmigo y llorar.
Nos criamos juntos, y el destino mutuo de los duros tiempos, nos unió salvando la distancia de nuestras respectivas cunas.
Me instalé cómodamente.
Padre aceptó a Lucrecia a la antigua usanza, contemplándola como si en plena feria, echara el tiento sobre el vientre de una oveja para catar si es reproductiva.
Padre era antiguo, y ya tenía apalabrada boda para mí sin que el esposo supiera el fin que le espera.
- ¿A que no dijiste nada hijo? – lamentó, sin molestarse en que Lucrecia estuviera ausente – Ahora que había hecho buen trato.
Puede que la pedida fuera joven y que sus posaderas prometieran una fecundidad que su madre había exhibido en nueve ocasiones. Pero tratar de aferrarse en pleno lecho, al cuerpo exagerado de aquella hembra tetona y desproporcionada, suponía un ejercicio excesivo, que hubiera finiquitado mi existencia de un infarto, a la primera embestida que lanzara sobre ella.
Decían que era de rostro modosito, sumisa y tierna como un corderito todavía tembloroso después de ser parido.
Los mozos sin embargo, sabían que con ella, era fácil sacar provecho en la amplitud de un buen pajar.
- Costurera – dije, haciendo las presentaciones en sociedad ante la vecindad curiosa y apelotonada por descubrir a la que moza había conseguido el buen partido de un doctor en medicina.
“Mejor que puta” – pensé.
Lucrecia y yo no tuvimos hijos.
Ella así me lo pidió.
Supongo que en los tiempos republicanos, cuando para supino escarnio de los más conservadores, Sanidad instauró gratuitamente los primeros métodos para evitar el embarazo, acudiría rauda en busca de una solución para la principal inquietud de su oficio.
Solo así concibo, como tras innumerables ocasiones, en las que ambos cometimos las mayores travesuras carnales que la enrevesada mente humana pueda dar en esta materia, nunca pude conseguir que Lucrecia quedara encinta.
Recuerdo haberla penetrado en la cama, sobre el suelo de todas las estancias de la casa, sentada en la camilla del consultorio, donde en un arrebatado orgasmo mandó al carajo todo el instrumental metálico, en cada una de las sillas de la sala de espera, en todos los pajares donde mi habilidad con la ganzúa nos permitía entrar, dentro de las badinas más recónditas del río, observados por los jabalís en cualquier descampado ligeramente apartado………..
Pero de todas ellas, no existe ni existirá una sola noche, en la que no torne la presencia de su cuerpo bamboleándose sobre la mesa de pino del comedor, con los niños durmiendo y su padre adoptivo penetrando con fuerza el coño de su madre, con sus piernas sobre los hombros mientras de pie y con los pantalones bajados, conseguía que Lucrecia se derritiera en consecutivos gemidos del placer más pecaminoso.
- ¡Aaaaaaa! – gritaba mordiéndose el labio por temor a ser sentidos en mitad de aquella gozosa copulación – Ummmmmm……mi vida…..que feliz soy…..aaaaaaa.
Cesé en el empeñó y durante unos segundos, no pude dejar de contemplarla.
Yo estaba dentro de aquella mujer suplicante, con sus desnudos pechos ofrecidos en exclusiva para mi, la figura redondeada del ombligo rogando ser sometido, su coño viciosa, sus piernas atenazándome el cuello…..y sin embargo no podía bajar la mirada, más debajo de sus preciosos ojos.
- Te quiero.
Nunca antes me lo había confesado.
Aceleré el ritmo con un ansia desconocida y cuando ya la inundaba con mi semen, cuando ella sentía como todo su cuerpo, desde el clítoris hasta los dedos gordezuelos de sus pies se corría al compás, ambos, sin temores ni reverencias, gritamos nuestra libertad en un ¡!!!!!!Te quiero!!!!!! delirante, que a buen seguro, santiguaría a cualquier vecina beata y daría a toda la infancia de Horcajo, su primera lección sobre reproducción humana.
En cincuenta y seis años, jamás tuvimos una sola pelea.
Esposa atenta, madre ejemplar, amante lasciva, trabajadora, luchadora, amiga, compañera….amor.
Cada beso suturaba las heridas de mi memoria, cada potaje saciaba el hambre de cariño que revoloteaba por mi estómago, cada caricia acogía mi rostro entre sus protuberantes senos donde sentía que todavía no había sido inventado el mal, capaz de dañar mi corazón, entre el calido abrazo de aquella mujer generosa.
Murió aferrada a mi mano, ya viejos, octogenarios y agotados.
Hasta su último día en la tierra, cuando la salud irremediablemente le falló, no dejamos jamás de pasear por la dehesa, cogidos de la mano como si nos acabaran de presentar y sintiéramos el escozor pueril de aquellos que no conocen todavía del amor carnal.
Quedé viudo, al recaudo de nuestra hija mayor.
Quedé viudo y convencido de que otra cosa no quedaba por hacer, que la de dejarse embaucar por la larga agonía de una vida sosa, esperando que en el cielo, adelantaran mi turno en la lista de futuros difuntos.
La vida sin embargo, parecía no comprender los deseos de sus hijos, ensañándose con ellos, devolviéndoles inesperados los irremediables actos de su pasado.
La esquela no era actual, sino de tercer aniversario.
“Recen por el alma de Doña Teresa Lozano, viuda de……..que falleció el……sus apenados hijos……nietos…….Pompas Funerarias San Esteban C/ Lucientes 9 – Salamanca”.
Dudo mucho que aquel calambre que soliviantó mi columna vertebral, simbolizara el retorno de mis malsanas obsesiones por la hija del bodeguero.
Rogué perdón ante la tumba de Lucrecia.
No se porque.
Durante los años sinceros que nos unieron, ni una sola vez dejé que mis pensamientos volaran hasta la mansión de los condes de Alcubierre.
Y sin embargo la culpabilidad crecía en mi, remordimiento……….idéntica conciencia negra a la que había dejando olvidada entre la sencilla sociedad de aquel pueblo diminuto que acogiera mis culpas tras la guerra.
Mis hijos nunca sospecharon.
Pero la mayor era demasiado despierta, demasiado madura como para no discernir el duro conflicto que asolaba mis retinas, ante la visión testimonial e insensible de aquella esquela.
- Marcha a verla – animó.
- Esta muerta – contesté sin pretender averiguar como sospechó de mis remordimientos.
- Reza por su alma. Ten la bondad que a ella le falto para con vosotros.
- ¡Yo no le faltaré jamás a tu madre!.
- ¿Acaso crees que ella no lo sabía?. Son los actos quienes refrendan la palabra de un hombre y los tuyos…….los tuyos son el título que te falto en su momento.
Las pesadillas desaparecieron para siempre, ante el panteón familiar de los Lozano.
No quise comprar flores o estampitas.
No las hubiera depositado con sincero afecto.
Ante las letras que identificaban su lápida, pegada a perpetuidad junto al aburrimiento de un marido convenido, me era difícil reconocer en la fría piedra que la cubría, el cuerpo apasionado que poseyera en incontables oportunidades.
Fue allí donde descubrí la infelicidad de toda su vida.
Nadie me lo explicó.
Bastaba con contemplar la exhibición de costosa frialdad que emanaba de aquella tumba cara y ausente de toda estima, sin flores, poemas, misas o palabras tiernas.
Follada sin deseo, amada sin amor, pariendo sin anhelar dar hijos nacidos de la ausencia de todo sentimiento.
- ¿La conocía? – preguntó el enterrador, sin duda extrañado de que una tumba olvidada, disfrutara de tan prolongada visita.
- No – mentí - ¿Quién era?.
- La conocían como la loca de San Miguel.
- ¿Por qué?.
- A los veinte años de casada, le dio por sentarse todos los viernes por la tarde en la capilla de Santa Teresa, vestida de encaje negro, preguntando a cada uno que entraba si había visto a su amor.
- ¿Su amor?.
- Si. Su familia, que era de reales, trajo un loquero muy caro desde Madrid y sin salir de la iglesia, le preguntó quien era su amor. El hijo del labrador, decía. Pobre, al final resultó incurable y tuvieron que internarla en el manicomio de Santa Clara. Allí la tuvieron olvidada, sin visitas ni llamadas hasta que murió hace un par de años.
No sentí pena.
Al final, la vida, ofreció su cara más generosa para el hijo del labrador.
Toda la inmensa riqueza, el ennoblecido apellido de los Lozano, no dieron más que males a una mujer que en cada amante, había buscado revolverse contra el destino impuesto.
Sin títulos ni rangos, sin duros, bodegas, tierras, propiedades o lujos, la puta, la puta salmantina, fue candor calmante de mi cansada alma.
Y ante la tumba de Teresa Lozano, supe más que nunca, que ni por un solo instante deje de amar, el cuerpo lascivo y pecador de la puta Lucrecia.


Bucardo


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