viernes, 3 de agosto de 2007

"El Piropos"


"El Piropos"

- ¡Ay niña que se nos haces los ojos agua de verte aquí tan lozana!
A Felipe Gómez Ortigana, o el “Piropo” como se le reconocía entre los habituales de la pedanía, le complacía hasta más arriba aquello de dejar bien servida a toda mujer que se le cruzara por delante de la vista.
Y por eso, educado aunque incorregible, a pesar de sus setenta y unos cuantos, al “Piropo” no había plato que le gustara más que dejar bien plantado y con mucha corrección, cual era su opinión con la dama que tuviera la buena suerte de toparse con el por la calle.
- A mi es que todas se me hacen de perla- solía decir entre los amigos de taberna.
- Felipe….¿pero también la Rosa? – preguntaba con sorna uno larguirucho y de muy malas vestimentas, echando memoria sobre la oronda mujer del cartero, al que ganaba en cachas, altura y pelo en el bigote.
- ¡Eh! – levantaba el índice como si fuera predicador entre paganos – Esa la primera de todas.
Y es que para Felipe Gómez Ortigana, no había cosa más digna merecerse que una hembra, con indiferencia de si esta, consentía o no en eso del placer de sábana.
La cosa se defendía con el argumento de que siendo bien chico, cuando se correteaba detrás de cualquier pelota fabricada con trapos mojados y bien prietos pues la calderilla no daba para más lujos, en una arremetida del viento serrano, se le levantaron las faldas a Maite, la mujer de Benito el peluquero, con tal mala suerte para la pobre, buena para los parroquianos, que le quedaron al aire dos ocultas evidencias….la primera sus esculturales piernas y la segunda que aunque castellana, la mujer era de costumbres francesas en lo que de interiores se hablaba, no quedando entre falda y entrepierna poca cosa más…..que la nada.
Que las vergüenzas de la Maite se convirtieran en reina de las comidillas en los mentideros y solanas con concurrencia mayoritaria de varones, era algo que a bien pocos preocupaba.
Ni tan siquiera a Benito, el supuesto ofendido, pues del pobre todo se sabían, incluso que se caso con ella perdiendo más aire que la pelota de trapos con que se jugaba al fútbol, tan solo por acallar la boca a la beata y ciega de su madre.
Y no ciega de retina, que de esas bien veía.
Así, con el trato, Maite, que era muy suya y coqueta como para comprometerse de solemnidad con un solo macho, salió y mucho ganando, pues podía picotear tras cantadero ajeno sin que luego le fueran rebuscando por las esquinas por cuestiones de honores y cuernos, que para eso bien se los ponía a ella su marido, solo que por otros barrios.
El “Piropo” jamás soltó prenda alguna sobre lo que aquella tarde viera gracias a la serrana, por mucho que se fuera diciendo que era el por cercanía, quien había gozado de las mejores vistas.
Ya podían insistirles por izquierda, derecha, arriba o abajo, que el daba la callada por anticipado, pensando en que no hacerlo era faltarle al respeto a la señora y eso, aun tierno y algo atontado, era huerto que el no pisaba.
Maite por su parte, no se sabe si por gana o agradecimiento, tuvo el detalle de cogerlo cuando comenzaba a pensar en que debería afeitarse y desvirgarlo, demostrándole entre jadeos para que podía usarse aquello que viera apenas siete años antes.
Pero una vez conocido su secreto, desde entonces hasta aquella mañana, anduvo siempre enamorado de todas, sin saber nunca cual era la que más le agarraba.
Estaba Felisa, la “malcasada”, conocida así por tener una animal que no hombre por marido, de esos que le hinchaban los mofletes a bofetadas cada vez que regresaba borracho a casa y al echar mano a la cartera, se daba cuenta de que había malgastado en chatos la comida de sus hijos. El “Piropo” que desesperaba por darle una gota de alegría en aquel manantial de mala saña, apenas la viera, solía llamarla “carita de ángel”, aunque la misma fuera un roto de cicatrices, de moratones y narices reventadas. Y la pobre apenas sacaba la vista arriba para responderle con una sonrisa….en ocasiones algo más desdentada.
Luisa por su parte, que se había dejado preñar por el cantero cuando apenas alcanzaba los dieciséis y que le salía un hijo de las entrañas cada vez que le daba por abrirse de patas, tenía ya cinco sin llegar a los treinta y su fisonomía, algo resentida, era digamos que rellenita, sin llegar a obesa, lo que le diana para las pedradas que alguno lanzaba de calladas, si de esas calladas que se dicen sabiendo que siempre terminan por llegar a la persona sobre la quien hablas. Y el “Piropo” que se enteró de la mala fe con que algunos se las daban, a poco que la veía le decía “niña eres tentadora, tan grande como guapa”….y alguno por la Plaza se callaba avergonzado mientras Luisa echaba la cara arriba sin miedo a ocultar nada.
Bernarda la carnicera era mujer algo triste, pues se casó como pocas, enamorada hasta los riñones de un buen hombre que la tenía como se tienen a las amadas….flotando en el aire de puro quererla. Pero los destinos suelen ser algo cabroncejos y cuando piensas que tienes suerte, viene una mala fiebre y se te lleva en una noche lo que durante años has ido ahorrando. Ya años y canas después, la Bernarda seguía viuda y no por falta de quien quisiera sacarla de ardores, sino porque para ella…”marido y amor siempre son uno….y único”. Pero cuando llegaba la verbena de Santa Lucía que era cuando el marido se le marchó y el “Piropo” se acordaba de donde le venía la tristeza de los ojos, le salí un “Bernarda esa risa…que se hace de noches y nada nos ilumina”….y Bernarda se reía de oreja a oreja de pura alegría.
Pero era con María, la barragana, con quien Felipe solía tener más delicadezas. No porque fuera la más tirada de talle pues a la hora de engendrarla sus padres no anduvieron demasiado en acuerdos, sino porque en todo el pueblo, por no tener quien la amparara, era con diferencia la peor tratada.
Y es que las mujeres, que pueden ser bellas, finas y delicadas, pero a la hora de tornarse perversas ella no meten el dedo en la yaga, sino el puño entero si ven que les cabe dentro.
María nació con la doble desgracia de ser pobre y quedarse pronto huérfana, sin tíos ni primos que pudieran socorrerla y con ello sobre sus espaldas, no le quedó otra que ponerse a barrer la abadía donde vivía el cura, Don Simón, quien por otra parte, no era precisamente famoso por dejar que se le escapara Santa sin prestarle antes la devoción necesaria.
Y María que todo lo soportaba por darle callada a las tripas, caminaba como humillada por la calle de Verduleras hasta que se cruzaba con el “Piropo” que soltaba un “leches que de noches se me hacía hasta que me crucé con tu cara” y entonces a la barragana, se le escapaban una risas marchaba a casa y se quedaba tan contenta para el resto del día.
Felipe Gómez Ortigana jamás se casó ni hubo nadie capaz de afirmar que lo viera rondar a alguna mujer por la comarca…..
- Yo rondo a todas y a nada – bromeaba cuando se le decía.
Y gran verdad llevaba.
Porque el “Piropo” tenía costumbre de agasajar pero nunca decepcionaba.
Bien sabía el hombre, ya desde que era muchacho, que en cuanto se juntaba uno más de dos noches con la misma hembra, a la tercera ella siempre descubría algo que te afeaba.
Así que mejor dejar la bandera en todo lo alto, antes que echarla a perder por un “enfríame estos caldos”.
No se equivoquen no, el “Piropo” ni iba para santo ni para casto, que esos van de calladas a los mismos lugares que nuestro protagonista visitaba, solo que a diferencia unos de otros, el nunca lo ocultaba, pues todos en el pueblo sabían que la única hembra que lo había conocido sin ropa y entrando a matar, había sido la Victoria, que ejercía cerca de la ribera, profesión tan vieja como lo era la de puta oficial del lugar.
En realidad, Victoria tenía bien poco de puta y demasiado de necesitada.
Una no suele meterse en huertos tan embarrados por cuestión de vicio, sino porque el marido se descalabre en plena poda y vayas luego descontando hijos bien porque los entierres, bien porque se te los lleven al orfanato por no tener con que alimentarlos.
Victoria, que ya tendría cuarenta y bastantes, llevaba más de diez dedicada a la “labor” si bien su cuerpo no aparentaba cansancio alguno.
Podía por tanto presumir, que entre la mocedad del pueblo, había catado y de primeras a todos y cada uno, cosa que los zagales solían callar, pues de no hacerlo, bastaba una oidilla en la carnicería para que enseguida todos se enteraran que unos eran menos de lo que aparentaban o si lo eran…..pues no sabían como se usaba.
No lo sabían como nadie sabía que Victoria, había dejado de cobrarle al “Piropo” en la tercera de sus visitas, más no por enamorada ni porque Felipe supiera hacerle las cosas, que bien pensado se las sabía hacer muy bien, sino porque eran raras las ocasiones en que no les sorprendía la mañana, abrazados como parejita con los paños menores en su sitio, sin haber hecho cosa mayor que hablar….ella claro, pues amen de galante, si algo sabía hacer Felipe, era escuchar a quien necesitaba ser oído.
Y pocas lo necesitan tanto como las mujeres sin fortuna, como lo era la puta.
Al llegarle la hora de las jubilaciones, el “Piropo” bendijo la casa heredada de sus padres, pues con los quinientos miserables que le pagaban al mes, apenas le habría dado para pagarle la pensión a la Residencia de Santa Leocadia, donde era difícil no hacer algo que no fuera pecado o sacarle el discurso del adjetivo a unas monjas de aspecto marcial y legionario.
Más aunque jubilado como montero, oficio con el que se ganara la vida hasta aquel entonces, lo que no perdía ni aunque le pagaran de menos, eran las ganas de alagar a quien se le prestara con faldas por delante.
Y dado que el pueblo estaba de piedras bien dotado y tenía mucho que ofrecer al extraño, a las bellezas locales pronto se les unieron las turistas, que llegaban en rebaños grandes y de todos lados….de la capital, de Cataluña hablando raro, asturianas con sus mineros bien lavados, gallegas con acento mejicano, francesas de cortar los sustos con sus minifaldas, alemanas con más pelo en la sobaquera que toda la hombría del pueblo junta, americanas algo estiradas e incluso alguna que otra rusa, tan alta que para mirarla, había que pedirle al sol que se echara a un lado para no deslumbrar tan buen paisaje.
No importaba que el “Piropo” no dominara mayor lengua que la cervantina, castellano muy “andaluceado” el suyo o que la mayor parte de las “guiris” pusieran cara de reparo preguntándose porque no aparecía en su diccionario la mitad de la cosas que salían de la boca de Felipe…..toda le sonreían intuyendo, anda que no son jodidas las mujeres para intuir cuando le sueltan una prenda, que el buen abuelo las alababa por eso de tener un físico con tan buenos tratos.
Incluso hubo una, la de “Aviñó” que por la gracia que le debió hacer la cosa, o por catar lo que eran otras monturas, le enseñó al buen Felipe lo agradecidas que son las gabachas cuando en lugar de escuchar un “belle femme” le sueltan un “por Dios que bien saliste hecha”….
Al “Piropo” lo mismo le habría dado que no se lo hiciera, pero puesto a morirse, mejor hacerlo a lo torero, con el capote en todo lo alto y dando la vuelta al ruedo.
Pero hubo un día, ya de atardecidas, en que Avelino el Corto, así lo mentaban por haber nacido algo escaso de entendederas, bajando a rebuscar ranas al riachuelo, se topó con el “Piropo” sentado algo girado, en la solana que llevaba a la fuente Vieja.
Y como se le hizo extraño que no le respondiera al saludo, se acercó para ver porque no pestañeaba.
El pueblo enteró se enteró de que Felipe Gómez Ortigana había muerto cuando vio al Avelino gritando desbocado por toda la plaza, con el rostro hecho un paño de lágrimas y el disgusto de haber sido el quien lo encontrara.
Luego le vino el velatorio, el paseo, la misa y el entierro, el pago de las misas y la lápida que fue muy sencilla, pues poco dinero le encontraron en la cuenta y mucho menos en la caja oxidada de galletas María que guardaba junto al retrato de sus difuntos padres.
Lo que faltó, lo pusieron ellas a escote, con gusto y mucho dolor, que de haber puesto a céntimo por cada alegría que de el recibieron, habría tenido mejor entierro que cualquier Borbón.
Pero para curiosidades que uno va anotando, le vino aquella que le dijeron, aquella que aseguraba que en el pueblo, habían sido los hombres quienes más de menos echaron al “Piropo”.
Si, de mal acostumbradas que las tenía, las que ante el olvido encontraron en sus halagos el regusto de saberse queridas, las que buscaron darle algo de comer a la propia estima cruzándose a sabiendas por donde sabían que lo encontrarían, ahora andaban de morros porque en ni en la casa ni en la calle se sentían.
El único que desde que lo enterraran, se frotaba con avidez las manos era Paco, el “Florero”, que vio como le crecían los billetes de debajo del enlosado de tanta rosas que ahora vendía, agradeciéndole a Dios, la poca imaginación que para eso del halago exhibían los cabestros del pueblo.

Bucardo


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