martes, 24 de junio de 2008

La Marea


La Marea
Atardecía.
Con la noche se echaba encima la tensión y Antonia mitigaba la suya oteando los belloteros que crecían al otro lado de la valla.
Era un bosque quebrado y muy disminuido pero que con la luz tan rácana, hacía que las sombras cobraran forma y que las leves mecidas del ramaje se convirtieran en estampida.
Para observar la muchacha echaba mano de un visor.
Los NVS eran cachivaches modernos y delicados, ideados en esa América profunda, donde lo mismo levantaban fábricas de alta tecnología que las rodeaban de granjeros de rostro cadavérico, ignorantes y convencidos de que el Juicio Final no tardaría demasiado en caerles encima.
El invento le permitía ver la noche como si fuera un festejo de fuegos artificiales.
Gracias a ello, resultaba sencillo neutralizar cualquier amenaza con tiempo de sobra para dar la señal de alarma.
- Y sin embargo…no nos servirá de nada – suspiró.
En lo alto de la torre de vigilancia, su compañero, un imberbe al que los uniformes todavía atraían más que las faldas, la miró con gesto de no comprender nada.
La torre se coronaba en una garita climatizada, donde en invierno disponía de un calefactor que apenas se utilizaba y el resto del año de un aire acondicionado a punto de reventar por el destajo.
Descendieron para aprovechar el camino de regreso, decidieron hacer una última ronda.
El muchacho, aun demasiado tierno, no parecía gustarle que una mujer le dijera por donde debía llevar los recados.
Entre valla y valla discurría una carretera cerrada, exclusiva, recién lustrada con aquel doble asfalto perfectamente señalizado, donde con regularidad robotizada, le iban pisando las patrullas.
Haría menos de un mes que aparecieron los de la corbata para inaugurar una tercera hermana.
Como perros en jauría, siguiéndoles el rastro, los periodistas se dejaron las yemas escribiendo sobre aquel nuevo invento de seis metros enrejados, coronado con alambres de púas, concebidas para evitar que las treparan con garfios o cuerdas y vigiladas las veinticuatro horas por una cámara cada doscientos pasos.
Cuando le entraba el capricho, Antonia se detenía para aferrar la reja la sacudía con fuerza para comprobar si algún espabilado había abierto mella.
Si el espabilado además tenía avispa, entonces procuraba ocultar la mella y luego hacer negocio cobrando a sus iguales por el derecho a saber donde podía superarse la valla.
- Con una era fácil – presumía uno de los ingenieros que para pasar la idea del papel a la tierra, trepano el paisaje y partió en dos alguna colina – Dos difícil. Pero con la tercera, moderna, eficaz, concebida para la….les será imposible.
Parecía incluso seguro de lo que decía.
Claro que con un micrófono rascando la nariz, uno suele decir todo menos lo que se piensa.
- Y sin embargo….no servirá de nada – repitió con la vista puesta en un bosquete de jaras donde se ocultaban muchas cosas menos perdices o gangas.
Antonia conducía.
No le gustaba que otro lo hiciera.
Desde bien chica, creciendo en aquel pueblo enjuto pero hermoso, de paisajes tan extensos como estrechas eran las mentes de sus paisanos, no consentía que nada ni nadie se le impusiera por cuestión de pantalones.
Su mal genio le hizo agarrar fama y pronto los casaderos de su misma quinta, la fueron evitando como si fuera vaca brava y desbocada, eligiendo aquellas que por sumisas, les parecieron menos gritonas y adecuadas.
- Tu acabas o soltera o matando al marido – le decía su abuela.
La pobre era demasiado buena.
Tanto como para luchar por convencerse que ni antes ni luego había mejores salidas.
Antonia eligió una de esas mejores y para disgusto de un padre poco movido a verla fuera de faldas y una madre angustiada pensando en que la hija se le quería tornar macho, cogió la vereda que llevaba a conducir aquel todoterreno.
Ingeniería alemana, la más fiable y compacta.
El diseño se gestaba en algún gabinete con vistas al Ruhr y desde allí, el maletín de un rubio ejecutivo lo llevaba hasta Asia, donde sale barato eso de fabricar churros caros.
Ciento ochenta caballos capaces de trotar a doscientos veinte por hora, de rueda doble y motor robusto dotado de silenciador, llantas de aleación, cristales dobles y protegidos, blindaje antiminas y sobre todo, aquella maravilla que era el ordenador de a bordo.
Un japonés estresado se lo sacó de la chistera para permitir que la patrulla supiera con una sola tecla donde estaban ellos y los otros, cual era la previsión del tiempo, cuando fuel les quedaba, la ficha dental de un criminal a la carrera o el resultado de la Copa de Europa.
- Y sin embargo….no servirá de nada.
Antonia aferraba el volante con la dejadez del hábito, apoyando una mano sobre la ventanilla bajada y disfrutando del roce de la brisa, ese que tanto ayudaba a amortiguar aquel sofocante bochorno.
Durante unos segundo se relajaba y la memoria se le iba a la Academia, a la ventana de las duchas en horario de chica, cuando desde cerca se atisbaban los oteros y de lejos las montañas, que les enviaban aquel viento que lo mismo aliviaba el verano que crucificaba todavía más la invernada.
Allí a Antonia, no le quedaba otra que ser amiga de su propia soledad.
Al pisar la comandancia, saludo castrense y dar parte.
- Sin novedad mi capitán.
En la instrucción no se encontraban buenos oficiales.
Lo eran de la teórica muy diferentes de aquel que le respondía al saludo con aire educado y cortés, firme en las formas y extraordinariamente competente, al que le sudaban los poros tras un montón de papeles pero que se sentía como león en sabana compartiendo patrulla entre los mandados.
El centenar de ellos que le hacían las rondas llevaban orden de llevar el uniforme tan lustrado como si fuera doce de octubre y en lugar de marcar ritmo ante las cigarras lo estuvieran haciendo frente al Juan Carlos.
Lo peor era llevar el chaleco.
Era insensato el soportar aquellos antibalas apretados hasta el cuello, que hacían buen adorno en una portada pero que bajo el sol era como ponerse a fundir hierro en los altos hornos.
Pero eso no se lo sabían en el Ministerio, donde firmaron un cheque bien cebado a cambio del invento y los mandaron traer desde una Francia donde los fabricaban tan en secreto como públicamente los comercializaban.
Con el casco se llevaba el fusil cruzado al pecho.
Arma gaditana de donde antaño se hacían navajas clásicas y ahora bichos capaces de soltar en un minuto ochenta balas.
Lucir se lucían algo olvidadas.
Limpias pero procurando no exhibirlas.
El dedo y los nervios suelen mantenerse sobre el gatillo cuando se sabe que el enemigo lo es de veras y que tiene un chaleco tan lustroso y caro como el que uno lleva.
El cuartel sumaba el tercero de siete, todos iguales, con los cimientos fuertes y los muros blancos, lema sobre el portal y amplio parque de vehículos.
Todos interconectados por teléfono, todos equipados con radio y supermercado, todos al mando de capitanes, y estos de coroneles, sobre estos los generales y aun encima de estos, helicópteros y hasta aviones, que cartografiaban líneas, valles, barranqueras y fronteras, para recordar que aun estaban, que nadie las había barrido y que de costa a costa, continuaba en pie aquella “u” extraña.
Sitiados entre la mar y la nada.
- Y sin embargo….no servirá de nada – recordó mientras junto a su compañera compensaban las fatigas con una caña en la mano.
- Mira que andas rara – se quejó.
Antonia nunca hablaba si sus razones no la convencían.
Era imposible.
Todo aquello jamás los frenaría.
Lo supo a la semana de que la destinaran, tan en pañales como quien le apuraba la cerveza antes las narices, antes de la tercera valla, antes de que los políticos les hicieran patrullar como si plantaran batalla.
Fue una marea negra que asaltó las dos vallas pasando por encima de la docena de uniformados que organizar parapeto frente a aquella masa.
Entre el griterío, el polvo, los insultos, las pedradas, el esfuerzo, los empujones y las sirenas, todavía sacó arrestos para trabar a uno de los invasores.
Al tratar de inmovilizarlo este se alzó sobre ella, inmenso con su potente musculatura tensa y sudorosa asomando entre unos ropajes que apenas eran harapos.
Sus manos despellejadas, su respiración agotada, las heridas de sus rodillas, de sus brazos y su boca desde donde dejaba escapar unas palabras de súplica que ella no comprendía.
A Antonia se le perdió la vista en el mientras el se la mantenía.
Entonces supo que nada serviría.
Aquel hombre llevaba grabada la desesperación en las retinas y apenas era una gota de un enorme océano de desesperados.
Nunca más volvió a verlo.
Y aunque en el exterior jamás lo demostrara, se alegró de no hacerlo.
Cuando al día siguiente devolvieron al otro lado a los que capturaron perdidos y desorientados, pensando que estaban habían llegado al futuro cuando el futuro había ido a apresarlos, los miró uno tras otro y no logró encontrarlo.
Quiso imaginar que logró pasar el mar y que ahora, con un poco de suerte, ahora sus ojos podrían mirarla de nuevo, sin resultarle tan hirientes.
Pero eran demasiados y abandonando el trago hizo caso de la alarma y se dispuso otra vez a apostarse con la valla entre ella y la marea.
Bucardo

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