sábado, 14 de junio de 2008

Poco


Poco
Hacerlo no costaba nada y sin embargo costaba todo.
Por la mañana, frente a un escaparate de imposibles, se examinó el rostro.
Contemplándolo con detenimiento, juró no volver a verlo.
No quería.
Lo vio abandonado, sucio y harapiento aun a pesar de que en los últimos meses, se descubrió mucho más intenso y humano.
Todo comenzó con la mala racha y el día en que no tuvo suelto para pagar la cera capilar.
Todo acababa ahora, allí mismo, en ese preciso y doloroso gesto.
- Vamos – se animó a si mismo – Solo uno, uno, uno. Un solo segundo. Uno.
En torno suyo combatía un universo de empujones e intereses, de iguales que sin embargo, no perdían la molestia en descubrirlo.
Si ellos supieran.
Si ellos hubieran sabido apenas medio año antes.
Pero no lo hicieron y la lucha interna que se gestaba en el alma de aquel desconocido, la sentían tan lejana como el dolor que causaban a sus semejantes al pisarlos.
Una selva donde el ego es rey y el rey es lo único que importa.
Miró su mano.
No quedaban atisbos de manicura, los nervios carcomían las uñas y la suciedad se colaba hasta hacer ruidosa sombra de sus arrugas.
Cerró los ojos.
Lo hizo con fuerza como si pretendiera negarlo.
Pero no podía.
El hambre tiraba de el para que lo afrontara.
Alguien le había dicho que sin ver, uno logra encontrar el valor para hacerlo.
Pero ni aun a ciegas lograba encontrarlo.
Añoró el olor a café tostado, colombiano y recién hecho….y los chascarrillos de camarero que le soltaban tras un “usted” mientras jugaba partida de ases y ceros, con la copa aguada sobre el tapete y un habano haciendo ceniza entre los labios.
Ahora se conformaría con un bar aceitoso, alejado, donde el serrín camuflara el suelo y el olor de los aseos le distrajera de su cortado.
Se preguntó en que momento por perder, perdió el apetito por comer antes de ser comido.
Cuando volvió a abrir los ojos, ya estaba hecho.
La mano extendida con la cara baja, contando y recontando las colillas de la acera.
Aspiró profundamente una y otra vez hasta perpetuar la postura y lograr que esta se fundiera con las piedras que le hacían parapeto.
Sintió una leve caricia y al comprobarlo, percibió el peso liviano de tres monedas a veinte céntimos.
Cerró la mano emocionado, temblando como un octogenario.
Esa noche comería pan sin relleno. Poco….pero algo.

Bucardo

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