domingo, 15 de junio de 2008

El Gato Negro


El Gato Negro
Pétreo e insensible, el gato negro reinaba sobre la escena.
Sus ojos, inquietantes y anaranjados, partidos por la retina oscura y bífida, abarcaban toda la cocina, con su fogaril, con sus cazuelas y ollas de hierro grueso, con los cubiertos de boj y los asientos de la cadiera…con las losas del suelo donde yacía descalabrado el cuerpo del Benigno.
De su cabeza se escapaba un hilo fino de sangre que se extendía hasta topar con la puerta y colarse bajo ella, llegando incluso hasta las escaleras que descendían hasta el corral.
Siguiendo lo tétrico del rastro, los civiles, con el tricornio bien calado y el dedo tenso sobre el gatillo, llegaron hasta donde se balanceaba la Marieta.
Sentada a los pies del cadáver, la mujer contemplaba atontada y desrabiada, el cuerpo desmadejado del marido.
Había aguantado así toda la nocturna, con la sartén aferrada entre las manos y el gesto decidido y ausente de quien no parece arrepentirse por lo cometido.
Y el gato, sentado sobre la alacena, veía como le echaban los grilletes mientras el sargento le iba leyendo la cartilla.
- ¿Pero que se te ha pasado por la sesera Marieta? – pretendió avergonzarla mientras se las veía para desprenderle la sartén de los dedos.
- Fue el gato.
- ¿Qué? - insistió, acercando la oreja como si quisiera no haber escuchado.
- No fui yo señor guardia – repitió – Fue el gato.
Respirando hondo, el sargento ordenó que se la llevaran.
A punto de seguirles, echó los ojos en la alacena y el entendimiento se le quedó paralizado en la imagen recién descubierta del gato.
Era una mirada ecléctica, dominante y orgullosa, superior, propia de quienes saben lo que son y conocen las mil formas de aprovechar la debilidad y el padecimiento ajeno.
Al descender la escalera y llegar al patio, vio a la Marieta con el grillete presa y los dos guardias esperando con el aire despistado de quien sabe fácil la presa.
- A sus órdenes – saludaron con el brazo sobre el pecho y la palma mirando al suelo.
Pero el no hace caso.
En su lugar alza la sartén y de un golpe atinado, parte el cráneo de la asesina que cae al suelo muerta y como un trapo.
Aun desprevenidos, los guardias tienen arrestos para encarar sus rifles y antes de que el sargento remate, lo hacen ellos de dos certeros disparos.
Ambos asesinos se mueren el uno sobre el otro y el rastro de su sangre se extiende aun más, hasta escapar del corral y dejarse ver sobre la calle.
Ninguno de los que vieron, tuvieron la cuenta de ver al gato que les rumiaban caprichoso entre las piernas.
A todo lo más, incordiados, lo espantaron.
El minino marchó camino del camposanto con el aire tranquilo.
El que tienen los asesinos cuando no dejan testigos.

Bucardo

Registro Propiedad Intelectu@l

No hay comentarios: