domingo, 22 de junio de 2008

Crespo el Campanero


Crespo el Campanero
Para enterrar a la Benita tuvieron que subir del llano.No quedaban manos suficientes en el pueblo y por eso mandaron recado a los forestales, al secretario municipal, al cartero y a un par de mozos voluntarios que acudieron para cargar la caja y hacer como que se lloraba.Uno de ellos marchó luego al obispado para avisarles de que en el lugar, todavía presumían de dos buenas campanas y que estas, guardarían mejor servicio en cualquier parroquia donde hubiera orejas para escucharlas.Poco después volvieron a subir para buscarlas.Por eso, el entierro de la Benita fue el último en el que se oyeron campanas de difunto, resonando de pared en pared por las calles del pueblo.Alguna de esas paredes estaban ya abajo, derruidas por culpa de la humedad, las malas hierbas y el abandono.Otras se resistían a pesar de las profundas y amenazadoras grietas que no tardarían muchos inviernos en hacer de la pared suelo.Sobre el perfil de la aldea, desafiando al viento y a la sierra, todavía se erguían tres chimeneas con humo.Pero entre tan poca vecindad, tan solo Crespo era capaz de hacer hablar al campanario.Por eso cuando se las llevaron, el pobre se quedó mirándolas largo rato mientras las alejaban camino del valle, como si estuviera despidiendo los hijos y el futuro que nunca tuvo.La María lo observaba apenada, callada y en la distancia.A los hombres no les gusta llorar y menos que los descubran haciéndolo.María y su marido, José, eran de los que todavía alimentaban una de las tres casas.La tercera era la de Matías el demente, quien llevaba tanto tiempo sin usar la lengua que ninguno recordaba ya como era el sonido de su voz.
La verdad es que no necesitaba apalabrar demasiado para ir tirando.
Cuando murieron sus padres y le emigró el hermano, se quedó solo y soltero, con escasas alegrías y la soledad convirtiendo sus hábitos en manía y rareza.Sin duda andaba loco.Pero no tanto como lo estaba Crespo.De conservar algo de cordura, al día siguiente, el campanero habría echado sobre el hombro su petate y marchado al llano donde aun hubiera podido encontrar faena para sus brazos o incluso alguna viuda deseosa de que le extinguieran la soledad y se le alegraran las noches.Pero no lo hizo y ese mismo día, el siguiente, la María se lo encontró remozando el tejado del campanario como si todavía hubiera algo que guarecer bajo sus tejas.- Mientras haya ruido habrá vida – se excusó cuando la María le echó en cara que con esas edades, anduviera comportándose como un niño mal criado.- Estamos viejos – decía - ¡Que nos importa que en la sierra sepan que nos hemos muerto!.- ¡Aun no lo estamos! – gritaba enfadado.- Si, si que lo estamos. Solo que somos demasiado orgullosos para consentirlo. Además, somos los últimos vivos del último pueblo. Nadie subirá o bajará hasta aquí para echarnos tierra sobre la caja.A María le sobraban razones.Desde que Crespo pasara de mozo a hombre aprendiéndole el oficio al padre, cada aldea y casa de la sierra se había ido desgranando.
Así, poco a poco, el árbol dejó caer sus frutos sin que nadie esperara ya que volviera a germinar.Primero fue Burgasé, la mejor poblada solo que al estar tan en alto, los caminos que le llegaban, no eran ni para las cabras. Comenzó marchando la juventud y al final, hartos de no ver esperanza, lo hicieron sus padres y abuelos, dispuestos a dejarse carcomer por la añoranza pero urbanamente civilizados.Luego vino Cajol donde Crespo no pudo subir a sacar la campaneta pues hacía mucho que la escalera había cedido a la podredumbre.En secreto, concebía la idea de que la torre se viniera abajo antes que el y recuperar así el instrumento para llevarlo hasta su propio campanario.Pero la muy jodida era de muro espeso y a el, la carne no le iba a durar tanto.Mas tarde cayó Giral donde en la mocedad llegó a tener una “novieta”.Era sonrosada y ardorosa pero no quiso quedarse en el lugar por eso de las comodidades de lo urbano y terminó por casarse en Barcelona con un funcionario de correos al que no amaba, pero que daba vida segura.Aguilar sucumbió haría cinco años.Por aquel entonces su único numantino era un cura renegado que no quiso marchar del lugar donde había dado liturgia apenas salió del seminario. Las lenguas hablaban de enamoramiento y de una barragana difunta con la que deseaba que lo enterraran.Lavelilla, Lacort, Jánovas, Yeba, Ceresuela…todos fueron haciendo resta a la suma hasta que, finalmente, tan solo quedaron ellos.José, la María, el loco Matías y Crespo, el último campanero.- Aquí no nacen – aclaraba su padre mientras aseguraba el yugo al cabezal de la “Chicotona” – Aquí las trajeron vete tu a saber cuando, ya fundidas pero no listas. De eso nos encargamos nosotros. Ya sabes, de diario limpiarlas, engrasar poleas, hacerles buen uso y tenerlas firmes y dispuestas…siempre dispuestas.Aunque así muchos lo pensaran, el empleo se complicaba más de lo debido y no terminaba allí donde lo hacía el cabezal del badajo.Al campanario se le consideraba tan campana como el bronce con que le compusieron las tripas.Tan obligado estaba el campanero en afinarle los temples al bicho como en asegurarse de que al tejadillo no se le movían las pizarras, que las escaleras tuvieron los clavos libres de óxido o que el agua no se colara por la mampostería de las esquinas.Y si no era así…pues a buscarle remedio.- Ser campanero es asunto serio – presumía cuando aun le quedaban quintos ante los que aparentar – Y más en estos lugares donde no hay hilo ni paloma mensajera.Verdad pues en caso de urgencia o novedad, la forma menos sacrificada de dar aviso, era recurrir al Crespo.Por eso, aun más importante que saber encajar cuerdas con garruchas, era aprender la manera con que en la distancia, se hacía saber sin soltar palabra.Era la lengua de los campaneros, oculta, misteriosa, no muy amplia pero desde luego, necesaria.El toque apresurado que se hacía con la “Chicotona” por ser más ligera y mañosa, significaba peligro; un incendio, una partida de contrabandistas, una granizada que avanza sierra abajo….El padre de Crespo la tocó solo dos veces y las dos para cuando la guerra; una cuando subieron los milicianos y otra cuando lo hicieron los de Franco.- La campana ni vota ni sabe de banderas – justificaba – La campana solo avisa y luego cada uno que corra para el lado que quiera.Si el tañido era largo, espeso y muy pausado, sostenido durante un par de horas por boca de la “Machorra”, entonces era que había funeral y que el finado era ya de los que le sobraban arrugas por plantarle cara a la vida.Cosa muy distinta era cuando lo hacía la “Chicotona”, con idéntico eco solo que todavía más lastimero.Era el toque de niño, reservado para los que expiraban en inocencia.Crespo solo le hizo uso una vez.Ya la mocedad escaseaba más que en agosto el agua cuando a la Pilar le entraron los dolores de vientre al poco de pasar San Antón.Las nevadas lo tenían todo copado y aunque su padre y los cuatro que quedaban en el pueblo se dejaron el alma intentando ganar la carretera, la pobrecita expiró con la tripa inflada y la cara empapada en sudor por lo mucho padecido.Hasta Crespo, con fama de duro, se concedió la licencia de llorar.Y es que Crespo siempre fue algo más sentimental de lo que se concedía.Por eso para Santa Ana, cuando llegaban las fiestas mayores, se empecinaba en deslomarse haciendo enloquecer a la “Chicotona” y la “Machorra”.Las volteaba desaforadamente, anárquico y poseído, sembrando un sonido que nadie oía para una fiesta donde no se conocería verbena, ni parejas pidiendo licencia, ni padres alertas tras los pasos de la hija, ni mozos haciendo imposibles por acometerla, ni la chiquillería correteando entre músicos, solteros y casados, desde la plaza hasta la huerta del cura para comprobar si era verdad eso que decían, eso de que el cura se entendía con la Elena cuando todos les retiraban la vista.- ¡No se para que insistes! – aconsejaba la María – Solo el olvido te escucha.- ¡El olvido y yo! – contestaba ya un poco harto de justificarse – Con eso basta.Y con ello volvía a subir al campanario para que nadie le tocara el hueco, por si las campanas regresaban.- Campanero, campanero – susurraba por lo bajo la María mientras lo veía alejarse – Mudo, sordo y al loquero.

Bucardo


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