lunes, 16 de junio de 2008

El hombre que siempre perdía


El hombre que siempre perdía
El hombre que siempre perdía balanceaba las piernas sobre el vacío.
A pesar del inmenso abatimiento, el hombre que siempre perdía jamás pensaba en el suicidio.
Hasta ese momento su mala suerte había sido tal que a pesar de los siete pisos, daba por seguro que sobreviviría a la caída para condenarse a pasar los restos, sin sentir los filos de un cuchillo de cuello para abajo.
Si estaba allí era por la añoranza.
La añoranza de una infancia donde los bosques no eran bloques inhumanos y las praderas desconocían el asfalto.
Era un entonces donde se sobrecargaba por la ilusión y nunca hubiera imaginado aquello.
Aquello no era otra cosa que su vida.
Una existencia donde no hablaba pues no pintaba, donde la opinión era postre de cada día y el menosprecio el trato más cordial al que se había acostumbrado.
Una madre adicta al dominio, una esposa con la razón del grito, los amigos escasos y demasiado alejados, los hijos despreciando la baja estima, un jefe mentiroso, abusón y vago, la petulancia del compañero y hasta un perro que en cuanto le ganaba al despiste, levantaba la pata sobre la pernera del pantalón.
Callar era su única arma que el resto, tomaba por debilidad y el como defensa.
Callar y dejar volar lo que ellos no vieran, lejos del cuerpo, lejos de donde se encontrara.
El hombre que siempre perdía contemplaba las figuras liliputienses que cruzaban de acera en acera y se preguntaba si todos ellos respiraban su misma ponzoña.
Parecían tan felices, tan apresurados y carentes de sufrimiento….
Sin embargo el hombre que siempre perdía sabía ver más allá de la retina y entre sus silencios, había sembrado la costumbre de sacarle los secretos al más ínfimo detalle.
Lo supo durante una comida de empresa.
Su mujer, aquella que un día juró amarle antes de tornar el amor en desprecio, vestía traje fino y durante toda la velada, se erigió en la perfecta dama.
Perfecta estampa, perfecta pose, perfecto decoro tras una perfecta sonrisa mientras se paseaba, aparentando dominar todas las lenguas, mantener la razón en todas las charlas, comiendo con modal inglés e incluso acariciándole en público sin aparentar vergüenza.
Pero al cerrar la puerta del piso, los miedos salieron a flote, retornaron las miradas frías y el vinagre hizo pudrirse el dulce.
Ella era tan vulgar como lo era el resto y todo lo que anhelaba, no era más que estampa.
Esa con pinta de ejecutiva que caminaba a ritmo vivo con el móvil pegado al oído intentaba aparentar un dominio que luego, en la cama, convertía en inseguridad malsana.
Seguro que dejaría una luz encendida que le recordara que la noche siempre moría al hacerse de día.
Frente al kiosko, aquel que aparentaba ser el dueño de la calzada, con la música rompiendo vitrinas y los bíceps sobredimensionados asomando por un costado de la ventanilla, sin ojos ajenos tenía miedo y lloraba por la angustia que le daba sentir dolor frente a la varilla del dentista.
El abuelo ordenaba al nieto que regresara y sonreía autoritario.
Pero en el fondo temía los crecientes descaros del vástago y sabía cercano el día en que no sería capaz de doblegarle una negativa.
Suspiró conformado.
Al menos el sería triste porque así lo era.
Desde el despertador hasta la medianoche no necesitaba inventarse para sobrevivir.
Mejor triste y dueño que esclavo del impuesto.
Retiró las piernas al vacío y regreso adentro.
Allí lo esperaría su tristeza sofocada entre grito y grito.
Tristeza segura, si, pero al menos, tristeza sincera.
Bucardo


Registro Propiedad Intelectu@l

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