lunes, 31 de diciembre de 2007

El Viejo que no Sabía Leer


El Viejo que no Sabía Leer

El viejo que no sabía leer, caminaba escapando de la plaza, calle abajo, alejándose a la contraría de la marea que acudía borreguil a postrarse frente al reloj.
Al punto de la medianoche, cuando se “campanearan” las doce, los zumbidos del bronce sacudido, iría indicando el ritmo a la uva.
El viejo que no sabía leer, nunca se avergonzó por ello.
En lugar de eso, como si los iluminara un enorme foco carcelero, había sido capaz, desde bien chico, de entrever los pensamientos de las personas, de descubrir sin ser descubierto, todos sus secretos y vicios, sus mentiras y anhelos, los sueños que nunca fueron y las desdichas que los maldijeron.
A libro abierto y con letra gorda solo que el, era el único capaz de leerlo.
Por esa razón rehuía.
Al principio asustado por la anomalía, sintiéndose como un monstruo victoriano, buscaba refugio entre sus seres queridos.
Pero luego, cuando descubrió que ellos también mentaban y que sus pensamientos podrían llegar a ser más dolorosos que los ajenos, pensó que encontrarse con la soledad, era de todos, su mejor remedio.
Al comenzar con la calle, donde un grupo de desbocados sementales piropeaban a una mujer cuya tez y pelambrera revelaban un origen más norteño que el Pirineo, echo la mirada sobre una pareja que apenas sobrepasaba la treintena y que había tenido el valor o la imprudencia de desafiar la marabunta, trayéndose consigo el carrito con su correspondiente bebe.
El la contemplaba con ojos mimados, embaucándola con miradas tiernas y caricias estudias que ella agradecía autómata, sin quitarle los ojos al sueño de su niño.
“Este año la parejita” – pensaba el.
“De este año no pasa” – le respondía sin palabra – “Tengo que confesárselo”.
Un poco más adelante, allí donde quedaba el puesto de la ONCE y una tapa de alcantarilla partida, frente al escaparate de una mercería, estaba la pareja joven, ilusionaba, contemplando pícaramente el alarde de hilado fino y costoso que se les prometía.
“Ummmmm…..anda que si tuviera para ese picardías negro” – rumiaba el.
“Anda que cuando te enteres que no llevo nada debajo” – sorprendía ella.
Diez pasos más adelantados, topó con unas señoras en edad sobradamente madura, embutidas en piel sintética, rediseñadas más que maquilladas y emperifolladas bajo una permanente crónica que les tornó en alambre el capilar
Paseaban al ritmo del gentío, paso brioso como briosa tenían la lengua mientras una de ellas pregonaba lo poquita cosa que le resultaba su marido.
“Un monumento deberías ponerle zorrona” – se las callaba una entre ellas – “!La paciencia que te tuvo con lo golfa que has sido!”.
“A esta deslenguada le salen arrugas hasta en las encías. Así le va al sueldo de marido, todo invertido en potingues”.
Frente al inmenso centro comercial, catedral del único Dios verdadero, un jovencito, parapetado empecinadamente en el zaguán de entrada, miraba entre nervioso y apesumbrado en dirección a la cercana boca de metro, la cual, vomitaba una multitud de caras…todas menos la que el deseaba contemplar.
“Nada Rafa…..otra que te deja como un pino…verderón y plantado”.
Al final de la escalinata del metro, un emigrante subsahariano se ganaba el aguinaldo vendiendo gorritos importados del Papa Noel a un euro la unidad y tres euros cinco si te salía por los costados el espíritu navideño.
Con sus cuatro palabras de castellano, mal entrelazado, invitaba a un animoso público que le quitaba de las manos el género para luego tirarlo a las pocas horas, cuando se dieran cuenta que tenían un trasto inútil más y un euro de menos.
“Ojalá estuvieran aquí conmigo” – pensaba mientras no comprendía las quejas de una mocosa repintada, de falda corta o cinturón ancho que le discutía el precio del insípido capricho.
“¿Este negro de mierda me va a engañar?”.
Parapetado tras el enorme cartel de una actriz, anunciando perfume de a doscientos el tapón del frasco, bajo tamaño perfeccionismo, un orondo castañero de manos ennegrecidas por el oficio, pregonaba la mercancía entre una clientela no del género sino del calor que desprendía su caseta.
“Toda la vida tirada por tres míseros euros la docena”.
Ya asomaba al aire fresco.
Ya comenzaba a ver trechos cada vez más anchos y claros entre el asfalto.
Y descendiendo, un nutrido grupo de veinteañeros, universitarios, pelucas brillantes sobre la testa, uniforme de brookers sobre ellos, ellas como día de boda o puterío vario, hablando en grito, bebiendo con el grifo a chorro que les daba las botellas que sostenían ligeras entre las manos……
“Esta noche me la follo…….modérate que como papá me enganche termino trabajando en la ferretería….como le digo yo a Luis lo de mi retraso……este año como que me llamo Luis me hago el tatuaje….con veintidós y virgen…mejor callado….otra noche más aquí apartado….si por lo menos alguno de estos me mirara…..estoy harto…..casi tengo ganas de tirarme por un puente…..¿por que tengo que estar aquí si no me apetece”.
Sentados en la escalinata que daba entrada al teatro Alcázar, unos niños, hermanos, esperan a que sus padres terminaran de discutir con un policía, cuyo blog les regala la multa que su coche en decimocuarta fila se ha merecido.
“Estos dos siempre están enfadados” – pensaba la mayor mientras los contemplaba con cara de saber muy bien porque chillaban a un oficial que tan solo cumplía con su deber…..y encima tenía razón.
Cuando ya se las veía con el portal, el viejo que no sabía leer, sacó la llave.
La cerradura era algo tosca y tuvo que hacer sus esfuerzos para convencerla de que era el.
Aunque no vio al desconocido que silenciosamente se le acercó por la derecha, no se asustó al verlo.
En realidad su pensamiento le había traicionado varios metros antes.
“Vamos Juan, valor, es solo un paso, un paso y ya está hecho. No te conoce, no sabe quien eres, no podrán decirte nada”.
El desconocido, sobredimensionado por las mantas y harapos que lo camuflan, con el rostro ahogado bajo una barba espesa y sobrecargada, temblaba, mantenía la mirada cobarde y huidiza, olía mal y sostenía una actitud oculta y tensa.
Durante unos segundos se quedó mirando al anciano.
- Ánimo hombre – le dijo el viejo que no sabía leer - ¿Qué es lo que tanto te cuesta?.
Y el desconocido, cerrando los ojos, sacó una mugrienta mano de sus bolsillos, dejando caer con ello un pañuelo sucio y la extendió hacia donde intuía, quedaba el anciano.
- Por favor – tragó saliva buscando valor - ¿No podría darme algo?.
- Claro – dijo mientras se sacaba uno de 20 sabiendo que con el se irían los cortados de todo el mes – Eres el único hoy que tiene agallas para decir lo que piensa.

Bucardo


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