viernes, 28 de diciembre de 2007

La Nota


La Nota

El inmigrante, negro, había malgastado otro día más, tratando inútilmente de encontrar trabajo entre los mentideros de la ciudad.
De plaza en plaza, con el rostro medio oculto, agazapado tras los setos, esperaba a que aparecieran los coches en evidente intención….velocidad ralentizada, ventanilla bajada y un conductor con aires de prepotencia, invitando al acercamiento.
- Necesito cuatro….necesito tres….necesito cinco.
El inmigrante, negro, apenas sabía gesticular dos o tres palabras del idioma, lo cual no facilitaba en exceso el ser uno de los elegidos.
A los capataces no les hacía gracia eso de entenderse a fuerza de gestos y por eso preferían a los que podían comprender las cuatro ordenes básicas….”aquí…..allí….así no….si no te gusta ya sabes donde esta la puerta”.
El inmigrante, negro, supo, a las diez de la mañana, que ese día no iba a comer.
Por suerte la familia no existía y la poca sangre que le quedaba, languidecía en una lejanía que favorecía el mutuo olvido….sin lágrimas….sin arrepentimientos.
Decidió pasear por las callejas del barrio.
Buscaba las más estrechas, allí donde la policía se hacía el vago a la hora de renunciar a la calefacción del coche patrulla.
El inmigrante, negro, no encontraba en sus bolsillos ningún papel que lo justificara, ningún permiso para respirar el aire de su adoptiva patria.
De tanto que lo había buscado, de tanto tiempo que llevaba sin el, casi le costaba recordar cual era su verdadero nombre….la única herencia que sus padres le habían dado.
A media tarde, con el invierno imponiendo la luz nocturna, algo menos desconfiado, se parapetaba entre la masa para dejarse llevar por esta a través de las calles, saturadas por la iluminación navideña.
En su aldea natal recordaba una única bombilla, en torno a la cual giraba la existencia de sus paisanos y que funcionaba a fuerza de pierna y bicicleta cuyas cadenas, accionaban el generador que la alimentaba.
Allí no había bicicletas.
De haberlas, tendrían que contarse por millones.
Rodeado por la marabunta, descubrió rostros a medio camino entre la risa, el agobio y los moquillos, manos enguantadas aferrando bolsas sobrecargadas por los regalos, música melosa e invasora, un gitano pidiendo al son de su brazo manco, un igual coronado y atestado de niños, cientos de barbudos orondos del traje rojo y aspecto risueño.
- Ho, ho, ho….
El inmigrante, negro, avanzaba avanzado por la inercia, rodeado de miradas hostiles que no comprendían porque no se incorporaba al ritmo, porque ocupaba tan precioso espacio sobre la acera, porque sus manos no exhibían bolsas atestadas, sus labios no canturreaban letras facilotas y su rostro renunciaba a la felicidad navideña.
Cuando el frío tensó cuerda, el inmigrante, negro, rebuscó entre el reciclaje, algunos cartones que le ayudaran a menguar el efecto de la noche.
Llevaba tiempo sin poder arrendar un techo, un colchón, un espacio.
- ¡Feliz Navidad!, ¡Feliz Navidad!...escuchaba mientras agradecía el sándwich con un solo mordisco y un “tetra-brik” con medio contenido en vino.
Comió ávido y prefirió beber discreto.
A los que como el sufren todas las taras, solo faltaba le echaran la carga del borracho, cuando hasta su religión no le permitía mayor trago que el agua.
Pero Dios siempre duerme bajo manta y cuando la garganta pica, esta no le hace ascos al pecado.
Esperó hasta la media noche, medio escondido tras un contenedor que supuraba por los costados toneladas de papel para regalo.
A esas horas aparecía el vecino ignoto pero consciente que siempre sin girar el cuello, liberaba al pestillo y se hacía lo que menos era; el tonto.
El inmigrante, negro, no sabía porque, pero lo agradecía.
Las oportunidades eran pocas como para andar cuestionándolas.
Abrió la puerta, sintiendo sobre el rostro la calidez del artificio calefactorio.
En todo lo que llevaba de día, era la primera vez que recuperaba algo de temperatura.
Esperó media hora, parapetado entre las sombras del entrepiso, desconfiando de que alguna vecina chismosa o algún amigo del “no hay derecho”, le vinieran reclamando.
Hubo suerte.
Bajó sin hacer ruido, contento mientras veía el sofá limpio y confortable de la portería.
Aunque prestado, era un buen sitio.
De la noche anterior, recordaba el cuero rojo que lo forraba, pero no la sencilla notita que ahora lo recibía…….
”Se ha visto a un mendigo durmiendo en el rellano, Si algún vecino lo ve, sírvase llamar al 091…Feliz Navidad”.
El inmigrante, negro, no comprendió más que las dos últimas palabras.
Sonriendo, crédulo y aun con todas creyendo, pensó que alguien se las estaba felicitando.
Agradecido, enfundada la chaqueta hasta la misma nariz, se acurrucó para retener calor y dormir en espera de mayor suerte y mejores jornadas.

“Esta nota existió realmente. Yo mismo tuve la decepción enorme de leerla. Quisiera recalcar el hondo pesar que siento, al reconocer que un semejante fuera capaz de escribirla. La nota del cinismo y la hipocresía, la nota del egoísmo y la profunda injusticia que dominan el corazón que quienes la teclearon. Profundo, muy profundo asco”

Bucardo


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