lunes, 10 de diciembre de 2007

El Severino


El Severino

- Severino….¿que miras?.
- Nada y mucho.
En Vió andaban acostumbrados a las respuestas breves y misteriosas con que Severino rodeaba a quien le venía incordiando en sus pensamientos.
Severino pensaba desde el alba hasta la anochecida, apenas abriera un ojo hasta que lo cerraba, incluyendo todos los pestañeos intermedios, al masticar o arar, cazando, rascándole la barriga al mastín o cortándoles el rabo a las ovejas.
Sin embargo, por mucho que se le rogara, aunque se insistiera como perro tras conejo rara, rarísima era la vez en que podía vérselo, abriendo la boca para decir sobre que rumiaba su cerebro.
- Pareces tonto – le espetó un día Amalia de Casa Vecinal a la salida de la senda que conduce a Bergua.
A la Amalia, todos la sabían deslenguada y obtusa, demasiado amiga de entrampar al más desprevenido con esa manía que tenía de contar los chismes a su manera.
La verdad era que Amalia increpó al pobre Severino después de que recibiera una sonora callada por respuesta frente a las indirectas con que lo aseteaba.
Se había propuesto sonsacarle como iban sus avances y rondas tras las faldas de la nueva maestra y ante el silencio, la reina cotilla se sintió agraviada.
Agraviar a Amalia podía tener su cosa.
Aun enjuta, de carne escasa y manos huesudas, aunque no levantara ni metro y medio entre suelo y moño, Amalia tenía el veneno muy prieto, muy junto, todo acumulado en una lengua que usaba a gusto, pero sobre todo a disgusto, de quien no la tuviera contenta.
Decidió correr la voz por el pueblo de que a Severino le faltaban entendederas.
El pobre hizo bien callando.
Años atrás, Amalia había organizado una escabechina de las buenas cuando marchó de mentidero en mentidero, llevando sobre la cintura, una cesta vacía de mimbre que le sirvió de buena.....
- Marcho a recoger la patata - soltaba en la solana donde paraban los abuelo - Voy por la colada - mentía a las viejas que se agrupaban esperando al cura, sentadas en el banco que daba entrada a la iglesia de San Urbez.
Las ganas se le derramaban por la boca como agua de tormenta, contando hasta con detalles bien sudados, como Ceferino, el zagal de Casa Rufas, prometido como estaba con Joaquina la cartera, le había rebozado la paja a una turista francesa que vino en un cuatro caballos el viernes de la semana anterior.
Lo malo del Ceferino, bueno, lo malo de casi todos los que como el en Vió, les supuraba la testosterona por cada pelo, era que a falta de palabras y maldades, tenía la fuerza bruta como argumento.
En cuanto al aludido le sonaron las primeras cornetas, no tuvo que preguntar a nadie para saber de donde salía semejante ponzoña.
Marchó directo con el bastón bien agarrado, a aporrear la puerta de Casa Vecinal, la cual permaneció doblemente atrancada, con una Amalia carcomiéndose las uñas por detrás, amparándose en todos los santos, creyendo que con lo sulfurado que le venía, lo mismo la mandaba camino del sanatorio con la cabeza descalabrada.
Pues ni aun con esas aprendió la Amalia, callada solo después de muerta.
De ella se rumoreaba que la tarde que entregó el alma, aun joven todo hay que decirlo, fue el día en que se le cayó el velo con que cubría su espejo y de lo fea que se vió, le dejó de trabajar el corazón.
El tiempo hizo a Severino heredar el mote, perpetuado hasta que ahora, a los treinta bastante cumplimentados, continuaba rondando a la maestra mientras a las espaldas, le tildaban de tonto por andar siempre mirando al monte con cara de pasmado.
- Dejadlo en paz - lo defendía la maestra - ¿Acaso os hace feo que no os mire a vosotros?.
Claro que a la pobre, flaco favor le hacían al esfuerzo, las manías y rarezas de su perenne pretendiente.
Cuando la mocedad formaba corrillo frente a la tapia que limitaba la era donde las féminas colgaban la colada para que se la secara el viento, el solía apartarse, no más que un par de pasos, suficiente para ganarle la vista al monte, al cual miraba atolondrado, en dirección al norte, allí donde los peñascos le rascaba la espalda a Francia o el tozuelo a España, según fuera señor o Monsieur el que mirara.
Permanecía así, como enclaustrado sobre si mismo, hasta que alguno lo devolvía al entendimiento de una palmada que le descoyuntaba la espalda o con un pellizco bienintencionado que le avisaba que, calle abajo, garbosa y con la cesta meciéndose tentadora sobre la cadera derecha, bajaba María de Casa Colusco.
- Esta me deshace los frenos - susurraba Alberto de Casa Moliner - Anda que no la compusieron bien ni nada - añadía olvidando que entre ellos, no había quien no supiera que si estaba trasteando tras las tapias de los huertos con Petra, la menor de Casa Zurda, era porque antes María ya le había recordado lo gruesas que son las puertas de Vió.
- Compuesta tendrá para rato largo...- respondía Luís, el Albañil, conocido porque la fogosidad se le peleaba entre levantar las piedras a pulso y sin cuerda que le ayudara, y bajarse a cumplimentarle la "bajofalda" a las putas que traían a Barbastro -....pero a mi que me da que esa se lo tiene bien sabido. No os la llevareis de camino al altar si no son con un par de huertas como casorio.
- No hay moza que valga eso.
- !Pena no los tuviera! - bromeaba Ángel el Flaco - !Anda mira este! - incordiaba al Severino - Ya lo tenemos otra vez "espulgando" nubes.
- Severino….¿que miras? – preguntó Manuel el truchero.
- Nada y mucho.
El Severino no se llevaba bien con la cama.
Para compesarlo, le robaba la siesta al día y se la pegaba bastante larga, con pijama puesto y la estufa dispuesta media hora antes si era invierno.
Su madre era de casta vieja y todavía le hacía mimos al brasero.
- Mire que algún día se le cerrara la puerta de su alcoba y tendremos desgracia segura madre.
Doña Longina, ya algo ajada no por la edad sino por la mala vida, era una de estas mujeres piel reseca, en arruga más fina, que lo mismo soportan estoicamente una guerra que meten la mano por el culo de una vaca para ayudarla en un parto malencarado.
Preocupada por la nada, sabía lo mal que concebía su hijo el sueño y siempre andaba insistiendo en que se hirviera algo de valeriana por lo menos un par de horas antes que se fuera a la cama.
- Madre - respondía Severino - que la tarde es aburrida y la noche parece loca de lo viva que anda.
- Hijo con esas cosas tuyas, no me causa extrañeza que la vecindad te trate de esas maneras.
- ¿Maneras?...!ah lo dice usted por lo de raro!...
- Y tonto hijo, y tono. Si tu padre, Dios tenga en gloria, levantara la cabeza, se nos moriría de nuevo por la vergüenza...¿desde cuanto hemos tenido un tonto en Casa Petra?.
Don Severino Lacoma Duaso, patriarca y regidor de Casa Petra, había entregado el alma acudno su primogénito apenas pasaba de diez a causa de un mal estomacal que lo mató antes de que el médico le diera tan siquiera un diagnóstico.
Pero antes, Don Severino, había insertado entre los ventrículos de su hijo, el orgullo ancestral hacia la propia casa, el respeto al abuelo y la madre, la bendición del pan antes de cortarlo, el saber apreciar que era su silla la que presidía la mesa y sus brazos los que guiaban el techo bajo el que residían.
- Tente tieso - era de las poca cosas que le recordaba oir decir - Tente tieso zagal, que somos de Casa Petra.
Severino hijo ya se había acostumbrado a la tierna regañina materna.
Para apaciguarla y mantenerla en sosiego, el Severino le regalaba un beso sobre la frente y luego salía bajo la dovela infantona de su casa abriendo la puerta, cuando ya todos andaban atracándola, no fuera que esa noche la gabacha se despertera con ganas de jarana, abriendo puertas o desvencijando ventanucos.
Caminaba poniendo el ritmo en dirección a la gran quebrada, sorteando los sembrados para no malmeter la cosecha, saltando sobre las tapias, procurando no ahogar el pie en la canalera abierta, hundiendo las albarcas en el barro, apartando la rama, sorprendiendo el ojo inmenso de una vaca que lo contemplaba preguntándose cual de los dos se había equivocado de hora.
Llegado al Mondoto, se sentaba para contemplar el paisaje negro que con suerte y a cielo claro, dibujaba una enorme y a la vez sutil silueta, los peñascos como ballenas, la erizada de los pinos en la cresta, incluso el reflejo blanquecino, ferruginoso del hielo y la nieve que no conocen lo que es morir pues habitan demasiado en alto como para poder sentirlo.
Allí, tranquilo y quieto, se dejaba rodear por la espiral del monte que le dominaba el espíritu y así, en osmosis mútua, era capaz de andar sin caminar hasta lo más espeso del hayedo, sorprendiéndo al raboso con las orejas en punta mientras espera que aparezca por la oquedad algún lirón con careto, encarando los ojos amarillos del cárabo, sintiendo hollar la pezuña de los jabalís, un chotacabras gritón y asustado, el ramaje golpeándose, las perdices acurrucadas hasta que sienten alejarse la estampa de un enorme macho, de oso pardo claro, que las ha asustado aun sabiendose sin alas con las que poder seguirles el rastro.
El oso lo mira.
Parece ser el único capaz de sentirlo.
Se alza sobre sus poderosos traseros y husmea ruidosamente. El aire penetra por sus enormes fosas nasales.
No tiene miedo.
Severino tampoco.
Al día siguiente, compartiendo con su fiel "Corrusco" una rebanada gruesa de pan con miel más tazón bañera de leche aun caldeada, de la ubre a la mesa y de allí directa a la garganta, mira el paisaje a través de la ventana…no tiene sueño.
- ¿Qué miras hijo?.
- Nada y mucho.
Hoy en el portón de la Borda Vieja, el que hace las veces de pregonero, ha aparecido aviso del ICONA.
"Ante la aparición de plantígrados en el monte de Vió se informa, que en virtud a la Ley de Especies Protegidas de 1973, se trata de especie no cinegética y por tanto protegida por la legislación vigente por lo que se ruega el más estricto cumplimiento de las normas estipuladas".
El Severino no teme al oso.
Tampoco lo atemorizan los comentarios de sus paisanos.
De chiquillo uno aprende cuando se habla de uno.
Basta con acercarse a algún grupo como los que se forman en la plazuela después de misa o cuando alguna de las casas hace matacía y ver como los dientes muerden algún labio, para saber que se anda trasteando con la honra propia.
Valientes ellos pues lo más que le ven al aludido y de bien lejos, es la espalda.
La palabras son como la olor a fiemo....que el viento siempre las traslada allí donde menos gracia hace olerlo.
- Buenas Severino - saludan - Que te vemos bien poco el pelo.
- Será porque llevo la boina bien calada Paco.
Paco, el molinero, estaba algo parado desde que la harina se traía de tierra llana, en grandes sacos y llevaba mal eso de que algunos lo tildaran de "el último", siendo que tenía apenas cuarenta y ocho años y con ello parecían querer enterrarlo.
- Mira que es mala suerte - lamentaba - Con la de siglos que ha existido lo mío y voy a tener que ser yo quien le eche el candado al negocio.
Tampoco anda atemorizado porque el tiempo y sus ensimismamientos lo hayan convertido en el objeto predilecto para la chanza y burla de las féminas.
- A fin de cuentas - bromea con su madre cuando esta se lo recuerda - ¿No es bueno que las mujeres del pueblo anden siempre hablando de uno?.
Cuando estas hacen peña para acudir juntas al lavadero, entre enjabonar, restregar, darle piedra a la prenda y dejarse riñones y puños en el intento, relajan lenguas y hacen más llevadero su oficio de hembras, ridiculizando a quienes luego les vestirán los calzones que ahora lavan.
- Pues me dicen que de chico, el Seve ya era así - rumía Isabel de Casa Lopera - Le falta hervor desde que lo parieron y eso que cuando era más mozo, alguna de las que hay aquí se lo hubiera arremangado bien a gusto - añadía guiñando el ojo a quien de jovenzuela se le hubiera ocurrido comentarlo demasiado en alto.
Isabel suele olvidar sus noches a escondidas entre los brazos del forestal.
Conviene que lo haga o al menos que no llegue a oídos del único que no parece saberlo pues su marido, el abuelo de Casa Laguardia, con quien la casaron pensando que no llegaría a Navidades y lleva ya diez años dándoles la Nochebuena, lo mismo que tuvo fuerzas para hacerle un hijo con casi setenta, las tendría para sacar la navaja y organizar una escabechina por eso de la honra propia y el cuerno ajeno.
- Eso te lo seguro - le contesta Genoveva, la decana con las revueltas del fregadero - Si aun recuerdo cuando lo bautizaron que se quedaba mirando como un pasmarote las pinturas del techo y ni aun cuando el agua se le metió en los ojos, hizo gesto de soltar un solo lloro.
Genoveva habla de la iglesia como si fuera su propia casa.
Y en parte no le falta.
Es lo que tiene el terminar siendo la barragana de Mosen Miguel y no admitir casorio alguno con otro por eso de andar en amores y recibiéndolos, de un sacerdote amancebado, sin muchas ganas de quitarse la sotana.
Es la misma chanza, una tras otra, desde la romería de San Jorge hasta que en San Martín se esfuerzan por embutir la carne del cerdo en su propia tripa....desde Santa Elena para rogar por la hierba de mayo hasta Santa Antón y que este le conserve la salud al ganado.
- Tonto de remate - repetían - Pero bien tonto.
Al Seve tampoco le asustaba el tricornio de Don Ricardo.
A mucho tirar le imponía respeto.
El sargento llegó al pueblo nacido en Mas de las Matas, algo más grande que Vió pero mucho más llanero, lo que le hizo subirse ya bien curtido por las maldades que el aburrimiento, suele inventar en los lugares chicos.
- Dicen que le robaste unas mazorcas y algo de grano a Luisa la mesonera.
No era la primera vez que en su casa, que era a la vez hogar y cuartelillo, se le presentaba uno del pueblo queriendo poner denuncia al Severino.
Si no aseguraban que lo habían visto mirándole de más el culo a alguna señorita, le venían con el cuento de que andaba en tratos con el maquis o que si les desaparecía medio palmo de tierra en el huerto, era seguro que fueron las manos del Seve las que se la habían llevado consigo.
- Pero hombre - le espetaba el sargento - que no hay maquis en el monte desde que le quitaron la corneta a Franco.
- Eso nadie lo sabe - se defendía el denunciante, negándo la mentira aun sabiéndose bien pillado.
Sabedor de que la razón no suele andarse bien entendida con las ganas de pinchar que algunos tenían en el pueblo, hacía como que rellenaba el papeleo, lo usaba de tea para la cocina en cuanto se quedaba solo y luego marchaba a hablar con el denunciado, asegurándose desde luego, que fueran muchos los ojos que le contemplaban.
- Así aprenderá - masticaba alguna vieja, con el luto puesto y sin levantar la vista de la faena.
- Pues como te vieron el mismo día mirando cara al pinar....el robado saca cuentas y piensa que andas metido en esto - explicaba el sargento.
- Ya otros intentaron malmeterme ante usted.
- Lo se hombre pero me gano el jornal preguntando y mejor darle el gusto que tener dos a los que ir zurrando digo yo.
- Pues se puede venir a casa cuando quiera Don Ricardo y revolverla de arriba a abajo. Eso si, dígale a madre que viene por otra cosa, no fuera que me la mate del disgusto.
- Si ya lo se Seve....pero con cuatro palabras que ahora hablamos a esos que nos miran los callamos durante unos meses.
- Usted manda mi sargento.
Lo del "mi sargento" lo había conservado de los únicos meses de su vida, en los que el miedo le verdad lo tuvo bien acojonado.
Salía en rifa de quintos y cuando por fin llegó el Heraldo, Don Silverio, el secretario, sacó lista con la máquina de adonde le tocaba a los ocho que sorteaban en el pueblo para hacerla luego pública colgándola en la puerta de la Borda Vieja.
- A mi chico le ha tocado en Zaragoza - presumía Doña Rosa, la mujer de Cristobal, el herrero - Seguro que lo ven avispado y termina con los galones de cabo.
Doña Rosa siempre afilaba la punta del lápiz por el lado que más le convenía.
Y su hijo, claro, era su único lado.
El chico no tenía nada de malo.
Lo que ocurría era que Doña Rosa lo atosigaba con tal saña obsesiva que el muchacho aprovechaba la mínima para zafarse y correr como lebrato con el galgo al cuello.
De la mili no volvió.
No es que lo hicieran cabo.
Es que en cuanto vio que se le acababa la buena vida de sacarse los mocos sin que nadie le andara encima, buscó trabajo, busco novia capitalina y se casó con ella sin que desde entonces se le viera demasiado por Vió.
Severino lo sintió por Doña Longina.
Hacerle la faena de mandarle a Ibiza para sacarle brillo a los barcos era cosa gorda y ni aun los más puñeteros en el pueblo, fueron capaces de hacerle gracia a semejante putada.
- Adiós hijo de mi alma - se despedía de el cuando ya marchaba al llano - Si no vuelves a verme en vida sepas que estarás en mis últimos pensamientos.
- Madre no me sea usted cuervo - dijo, lamentándo al instante que en lugar de un "la quiero", le fuera a salir semejante expresión a modo de despedida.
Al Seve se le atragantaba el boliche viendo como entre sus pies y aquella enorme presa de mar salada, apenas había dos palmos de chapa.
- Mi teniente - se atrevió a decir tratando de ocultar el sudor del cuello - Que no se nadar.
- !A no te preocupes recluta!. Si te caes, no bebas que es salada - y reía como la madre bien negra que lo había parido.
Lo peor de todo no fue eso de andar encima de un barco.
Tampoco el que los compañeros le escogieran en la ducha para burlarse de aquello que el tenía sobrado y bien usado ni que el cabo de instrucción le cogiera la mirilla por eso de verle alumno poco aventajado a la hora de tratar con iguales que no tuvieran la montaña impresa sobre la espalda.
Lo peor, lo más jodido, lo descubrió apenas puso la bota en el muelle y se dio un rodeo a si mismo.
- Ostias - tragaba por lo bajo - Ostias, ostias y mil ostias.
Le falto el canto de un céntimo para tirarle el Cetme al sargento, mandar a tomar por culo la gloria, el honor y la patria, echarse un remo a cada brazo y remar hasta cuando el agua se acaba para salir de aquel lugar que le causaba de todo....menos buena gana.
Salía al patio, desconsolado en soledad, fiel a su ser montañés, sufriendo por lo callado, echando mirada de trescientos sesenta grados para no ver nada y volver a bajar los ojos al suelo para darle una buena patata a lo primero que sobre el se encontrara.
- Soldado....¿que andas mirando? - inquirió un oficial con aires de no admitir mayor respuesta que la que más le complaciera.
- Nada.....- respondía esta vez descorazonado.
Acurrucado en la litera, mientras el de la derecha roncaba y a su izquierda uno se releía una revista de señoritas guarras, el Severino se quedaba mirando al colchón de quien sobre el dormía, dentro de aquel barracón con ciento veinte tíos y se desesperaba con el mortal silencio, sin que nada ni nadie le hablara.
Alrededor suyo, lo más alto que en aquel lugar había, la campana y su campanario, le iban desgranando las horas, contando hasta las seis en que el corneta sacaba pecho y tocaba ducha y desayuno frío más postre de maniobra.
Alrededor, no había barranquera, no veía colina ni tajo, ni árbol con lustre haciendo piruetas con las raices para que el monte no los tirara….no veía la claridad de la noche, no sentía el frío escamándole la piel ni escuchaba el discreto silbido de un sarrio, alertando al resto de la manada ...."ya no estamos solos....¿quien es?....el Seve que anda levitando".
Y el pobre lloraba despedazado, más sin lágrima, carente de quejido o llanto, como lo hace un montañés, estoico y bien domado.
Fueron cuatro años metidos en uno bien largo.
Por eso, cuando la Tensina lo dejó a el, rodeado de maletas, en el cruce de la carretera, a cien pasos escasos del pueblo, antes de mirar a Vió, prefirió hacerlo al norte.
Y así, saludando cada picacho, iba comprobando cuanto les había nevado, si habría agua para aguantar las calorinas del verano, si la hierba llegaría hasta la cintura o se quedaría a mitad pierna, si se escuchaba el río royendo la piedra desde lejos o si al milano, le seguía gustando otear los sembrados posado entre el robledal.
- Anda descerebrado, corre con tu madre que ya sabrá que has llegado – animaba Tomás, el abuelo que en paz descanse de Casa Lucía- ¿Qué será para que andes tan entretenido?.
- Nada…..y mucho.
Bucardo


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