domingo, 9 de diciembre de 2007

Caesaraugusta


Caesaraugusta


Mis pies son el recordatorio terco de toda una vida, la mía, con ellos ahogados en barro.
De padre recibí el primer regalo en forma de nombre, Marcus, heredado como heredado fue este trabajo, el cual, muchos por no decir todos, tienen en concepto miserable, propio de los olvidados por Fortuna y ejemplo incuestionable de que en este mundo, hay ecuestres, nobles, plebe, mercaderes, soldados, sobre ellos nuestros emperadores y bajo todos….los villanos.
Hace mucho, incluso osaba rebatirles las razones.
Ahora ya lo he aceptado.
Hombro con hombro, junto a mi, han breado antiguos legionarios cuyos ahorros se esfumaron en alguna partida amañada, hombres con el rostro oculto tras marcas que hablan por lo que callan sus palabras, deudores, esclavos fugitivos, criminales suplicando por la ignorancia de su nombre, gentes que antaño se vendieron como fuera hasta que no les quedó mayor remedio que ejercer como barqueros.
- ¡Marcus, equilibra por ese lado!.
Y yo equilibro.
Sin lamento, aferro la soga, la levanto hasta que la corriente tira de la nave y esta del esparto de la cuerda hasta que se ciñe con fuerza al cuerpo, atenazándolo sin llegar a ahogar, asentándose sobre mis costillas hasta hacerme sentir todo su poderío y peso.
Luego aprieto las muelas, clavo los pies al fango y avanzo.
Llevarle la contraria al río es mal oficio.
Soy el ejército que avanza sin remedio hacia el campo de su derrota, sabiendo que el contrario no puede, por mucho que melle el escudo en el empeño, perder su condición de invicto.
Pero soy muy capaz de vencer sus remansos, salvar sus pozas, sortear las corrientes y las piedras que le asoman cuando el agua escasea y el Híberus no le saca lustre al nombre.
Desde Tarraco hasta Caesaraugusta y desde ella en perpetuo regreso.
He crecido pegado al río, sobre el cuando lo acaricio, de frente si lo que nos toca es plantarle cara y burlarlo.
- ¡Marcus afloja!.
Y Marcus afloja, sintiendo alivio, extraño goce que me transporta a las risas de un niño, a la alegría diaria de no dudar por nada que se desbordada esos días que desde las almenas, se anunciaba la llegada de nuevos barqueros al puerto.
La cordada de padre partía siempre a comienzos de cada mes y necesitaba de un ciclo entero de la luna para volverlo a ver.
El descenso lo hacían sobre la misma barcaza que luego tendrían que traer empuñándola sobre sus espaldas.
Cuando el Híberus se hacía Nostrum, entonces encaraban hacia Tarraco donde esperaban los representantes del comerciante que arriesgaba bolsa y hacienda con aquella empresa.
Si la suerte permanecía en lo alto, si la fuerza del río no quebraba la nave, si todos los fardos llegaban sin que se los hubiera tragado el agua y los bandidos se convencían de que no valía la pena una presa tan rancia entonces, al asomar de nuevo la luna plena, padre debía de estar con la mirada puesta en Caesaraugusta y nosotros esperándolo en los muelles del puerto.
Nunca descubrí en padre el esfuerzo que aquella vida le acarreaba.
No, para mi, el día en que contemplaba como la cordada del norte tiraba la cuerda al río mientras la del otro lado, reforzada con los mozos de carga, se esforzaba por atraer la barcaza y prevenirla contra la corriente del Híberus, era sinónimo de que en casa comeríamos carne y que tendríamos tres días para disfrutar de la ciudad y de todo lo que entre sus calles se escondía.
Si terciaba suerte, con padre del lado más cercano, corría empujando entre el gentío de comerciantes y pilluelos, descargadores, guardias, putas y marinos que se amontonaban entre las recientes descargas amontonadas en el muelle.
- ¿Me trajiste algo?.
- Primero será el abrazo ¿no Marcus?.
Y yo lo abrazaba.
Juro por los lares que jamás lo hice por el regalo si bien rara, muy rara era la vez que no traía algo.
Como aquel Hermes diminuto de bronce barato con las alas fundidas sobre sus tobillos, con la cara ausente de rostro y la postura poco agraciada que consideré desde el primer momento, mi primer tesoro, el segundo que de padre recibía después de recibir la vida y el nombre.
- Toma…- lo dio acariciándome la testa -….a ver si te hace volar por las calles.
Y yo volaba.
Desde el muelle, horadadas las murallas, a la sombra del callejeo, tan solo cien pasos y estábamos en el foro donde se avanzaba a ritmo de otro, donde todo era mezcla de olores y telas, de gritos, empujones, discusiones, candidatos a la toga izando sobre todos su discurso y todos olvidándonos de el para concentrarnos en nuestros asuntos…..los asuntos de Demetrio el griego que trataba de cerrar un trato con Lúculo para venderle cincuenta tinajas recias con las que transportar su aceite desde las afueras a los almacenes urbanos…..los asuntos de Isaac el judío quien no ganaba para disgustos con el nuevo aprendiz pero no lo despedía por ser hijo huérfano de su mejor amigo….los asuntos de Luciano el perfumista, preocupado por los sextercios que invirtió hacía ya un año para traer aceite de Siria, los de Torances, el cabrero que descendía desde el Pirenne para vender sus paños, sabiendo que si bien no tan finos como los que hilaban en Egipto, eran muy apreciados por su grosor y por ser los únicos que les evitaban los fríos a los de la ciudad, reducidos a hacerse un ovillo sobre si mismos cuando les soplaba el viento del oeste…..y mis propios asuntos, obsesionado con el puesto de Julia, la repostera, cuyas pastelillos mojados en vino, las empanadas de miel o el olor de sus dulces de canela ahogaba mi lengua en saliva.
De vez en cuando, cuando se despistaba y el oficial que guardaba el orden andaba galante tras alguna dama casada, echaba la mano en uno y desaparecía tras el puesto de Cómodo.
Cómodo que como yo había heredado el negocio de un Marcus, poseía la extraña habilidad de darle forma a la voz y el defecto de perder todo lo ganado, jugando a los dados entre los muros recios de las termas.
- ¿Me regalas mi nombre? – le rogué un día en que no logré sisarle pastel alguno y me urgía alejar la mente del estómago.
- Es un buen regalo – respondió mientras lo garabateaba.
Ese, junto a Hermes, fue el segundo de mis grandes tesoros de infancia.
Mi nombre escrito en letra.
Como a padre el descanso no le duraba, procurábamos buscar un motivo para recordarnos hasta que la próxima luna nos reuniera.
Ser mula no andaba bien pagado, salvo si la moneda se midiera en malas miradas.
Paseando por la Decúmana para ganar el Teatro, los de la alta alcurnia se olvidaban de los lomos les traían las especias sirias, el vino bético o los jarrones helenos y ponían cara de ofensa solo con pensar en tener que pisar idénticos escalones que hollaban las suelas del barquero.
Pero padre adoraba el teatro y estaba dispuesto a soportarlo.
Por eso sacaba de la nada tiempo para ascender los escalones hasta la “cavea” más “summa”.
La magia de la piedra permitía, casi regalado, escuchar lo mismo que se escuchaba abajo, solo que pagando mucho menos.
Madre disfrutaba con Sófocles pero padre solía decir que para tragedia estaba ya la vida propia y prefería reír con una larga comedia o emocionarse ante una velada escuchando los poemas de Juvenal o Lucrecia.
Ninguno de los tres sabíamos leer.
Pero aun en nuestro ignorancia, sentíamos la atracción por lo desconocido, mágico, admirados de cómo alguien era capaz de convertir en bello lo invisible y darle a una palabra, formas tan diferentes unas de otras como hermosas.
Roma quedaba lejos pero el teatro nos la dejaba algo más cerca.
Padre murió al poco de cumplir yo los catorce.
Se fue con el rostro algo compungido, sobre su última barcaza, despidiéndose, brazo meciéndose en alto, hasta algo más lejos de lo que habitualmente tenía por costumbre.
No llegó a Tarraco.
Cneo, un antiguo ladrón que se redimió con la soga al hombro en lugar de al cuello y que forjó con padre una amistad casi de hermanos, nos contó que a la altura de Dertosa, fortaleza que le cierra la entrada a cualquier lanza enemiga que pretendiera ganarle la corriente al río, le vino una espantosa dolencia y que, incapaz de moverse, lo dejaron al cuidado de un médico hebreo a quien pagaron buena bolsa por sanarlo.
Cuando regresaron, este les dijo que no pasó de la primera noche y que, al tomarse la libertad de abrir su cuerpo para averiguar la dolencia que lo había matado, se topó con los riñones resecos, de tamaño impropio para lo que se suponía, era un hombre adulto.
- El oficio – concluyó Cneo a modo de incuestionable explicación.
Ahora soy yo el que tira.
Lo hago pensando en el día que sienta como mi cuerpo, ya reseco, no llegué más allá de Caspe, Octogesa o Amni Imposita y termine muriendo lejos de Cesaraugusta pero pegado al Híbero, aunque el, bien poco me de a cambio.
Durante los primeros años, apenas llegaba bajo Augusto Magno, madre suplicaba para que le pagara un denario de más al funcionario de los baños y que con el, gozara de las manos de un esclavo sobre la espalda.
- Vivirás más, llegarás a viejo – animaba.
- ¿Quién quiere llegar así a viejo madre? – preguntaba sobre el lecho, temeroso tan siquiera de mover un dedo que recordara cuan agotado estaba mi cuerpo.
Hubo un tiempo en que le hice caso.
En las termas pasaba del frío al calor y luego, sobre el mármol, dejaba obrar a las manos de aquel esclavo afeminado….creo que lo llamaban Tino….que al comienzo, lograba sacarme de la espalda la impronta del yugo.
Lo hacía con aceites perfumados de romero que alejaba el olor a sudor y la esencia del barro.
- Amo tiene la espalda de viejo – decía, sin duda acostumbrado a enfrentarse a iguales mucho menos morenas y mejor tratadas – Amo debería cambiar de oficio.
El masajista era esclavo por nacimiento y guerra.
Cuando apenas era nato, las guerras contra los persas lo trajeron de la tierra de los dos ríos hasta los mercados humanos de Éfeso y de allí, ya criado, a brear para no menguara el caldarium.
Tuvo suerte.
Un día, su dueño se torció el tobillo y fue el quien logró, casi milagrosamente, recomponérselo a base de friegas.
Y su dueño, asombrado, lo puso bajo las enseñanzas de un maestro, quien no solo le mostró el secreto que se escondía entre sus dedos, sino también a saber tratar servil, humilde y sumiso, a quien se lo solicitara.
Dejé de frecuentar los baños al poco de frecuentar a Spuria.
Hija de Julia, la sufrida repostera del foro, nos habíamos visto crecer sin apenas hablarnos, la una heredando la desconfianza materna hacia aquel pilluelo y el otro, porque de rapaz, pueden más los aromas del dulce anisado que los extraños efluvios que se guardan tras la mirada de una mujer.
Una tarde, recién llegado, con el dolor de remontar una carga de ánforas de hidromiel todavía incrustándose entre los rincones de todos mis huesos, marché camino de casa, hambriento y exhausto.
Con el rostro curtido, trate de sofocar lo primero comprando pastelillos de sésamo a una Spuria que sustituía a su madre, quien, encargada de todo en el negocio, andaba a esas horas, negociando una buena tarifa en el puesto de los harineros.
- Toma – dijo mientras la pieza que compraba se convertía por arte de magia en dos, dispuestas sobre mi mano y mi mano acariciada tierna y decorosamente cuando Spuria la retiraba.
Nadie desea casarse con el hijo barquero de un padre barquero.
Hacerlo suponía disponer de medio marido, visto apenas tres días de mes en mes para verlo marchar nuevamente, diluido por el río mientras la esposa queda sola para afrontar las decisiones de la casa sin el pater que se suponía, debía regirla.
De entre mis conocidos, todos soñaban con el día de fundar su propia casa e impartir su voluntad entre los muros con que la concibieran. Pero para mi, aquello era un sueño inalcanzable, cortado en seco por la mala voluntad que todos parecían sentir hacia el oficio.
Julia nunca aceptó de buen grado el que su hija posara sobre mi sus miradas.
- Anda encorvado y cheposo – solía criticar pensando que no la escuchaba – Huele mal y el barro le llega siempre hasta más arriba del ombligo.
Pero el hijo de Marcus consentía agachar el pescuezo, tan solo cuando tocaba brear contra la corriente, tirar y que esta le desbaratara el negocio.
Tuve que encontrar una forma de sacarnos mutuo partido, agradeciendo que el padre de Spuria hubiera muerto siendo era niña. De haber respirado, su hija estaría casada a toda prisa con el primero que se lo hubiera propuesto, temeroso como muchos pater estaban, de que sus hijas, enamoradizas y ligeras con la importancia de sacarle jugo al matrimonio, se dejaran preñar por el primer desarrapado que las encandilara.
Pensé y no tardé demasiado en encontrar algo que sin ser riqueza, tierras o argentum, tan solo yo en toda Caesaraugusta poseyera.
Entre la descarga de Tarraco y su igual a una luna de marcha, solo nosotros, las mulas de tierra, sabíamos que mercancía portábamos y el precio al que había sido comprada.
Por eso, cuando nos restaba una jornada para ver la mano alta de nuestro primer emperador, acostumbraba a pagarle dos o tres monedas de cobre a algún muchachuelo de las cercanías, quien corría hasta la ciudad para encontrar en el foro, el puesto de la repostera.
De esta forma mi suegra, podía descender al puerto antes que sus competidores, conociendo de antemano cual era el precio justo del azafrán o el comino, la calidad del sésamo o la vainilla dulzona, si le resultaba mejor pujar por la nuez moscada o al contrario, podía esperar a una próxima carga donde podría regatear con mayor tiento.
Tras seis meses, su modesto negocio, que antaño apenas daba para seguir tirando, dio por primera vez beneficios, los cuales terminaron empeñados en una hermosa fíbula que sostenía la túnica de su hija, gracias a la cual, supe por fin y sin ninguna ceremonia, que me había aceptado.
Y es que Julia, aun condenada a una vida entre fogón y apuro, se consideraba por encima de un humilde barquero.
- Es comerciante – zanjaba cuando alguna de sus amistades preguntaba por el oficio.
Y aunque en cierta manera no le faltaba razón, pues pieza era del gran puzzle que se extendía por todo el Mare Nostrum, aquellos que conocían, solían callarlo con alguna risita emitida para los adentros, deseosos de no ofender a su anfitriona.
Así, ante Juno protector, pude por fin acudir a casa de Spuria para recogerla, vestida con una modesta túnica recta, acompañando el cortejo con el fuego, encendido en mi propio hogar y que luego arrojé al cielo rogando por la felicidad y ventura de ambos.
No debía lanzarlo demasiado lejos.
Spuria no me dio hijos y yo, siempre renegué, aun estando en derecho, a solicitar el divorcio.
- Si no lo haces – decía madre – se acabará nuestra estirpe.
Madre insistió un tiempo, hasta que la vejez le quitó las ganas y comprendió que a ambos nos unía mucho más que los pastelillos de miel o las ansias de procrear.
Spuria supo agradecerlo.
Sabía que divorciada e incapaz de dar descendencia, no habría ningún nuevo candidato en la ciudad y terminaría sus días presa de la soledad, orando porque alguna sacerdotisa clemente, arrojara sus cenizas al viento cuando se le agotaran las fuerzas del cuerpo.
Por eso, durante los tres días, llenaba mi existencia con una paciencia y devoción infinitas, plagándola de candor y deseo, afable, cariñosa, siempre atenta, siempre generosa.
Acudíamos a las ínsulas situadas frente a la porta sur, donde vivían algunos de nuestros conocidos, en su mayoría jornaleros humildes que araban las granjas que los ricos patricios poseían a las afueras u obreros que restauraban las murallas o adecentaban los estragos del tiempo sobre el circo para degustar con ellos empanadas de pescado y beber el vino barato que vendían en los mercados alejados del foro.
Luego nos gustaba pasear, alejados de todo río, caminando entre los olivares nocturnos para disfrutar de la digestión sentándonos bajo ellos, seguro de que nada malo pasa a grito de guardia y bajo la sombra de todo un imperio.
Si era verano, nos desnudábamos, hacíamos el amor y nos descansábamos abrazados hasta que nos despertaba el sol o la cercanía de algún rebaño de ovejas, sabedores que tras ellas siempre viene un pastor.
Luego…..todo el sabor y la mirada se los llevaba el Híberus.
- Tendrás cuidado – decía antes del último beso – Te espero.
- Caesaraugusta entera me espera.
Siempre tuvimos planes.
Pero lo malo de los planes es que cuando quisimos motivarlos, encontrábamos una excusa y cuando nos quedamos sin ellas, entonces éramos demasiado viejos.
- ¿Para que? – reponía Spuria - ¿Acaso nos falta algo? – preguntando mientras ponía paños caliente sobre mis malparados riñones.
Siempre traté de no expresar el creciente dolor y así tenerla tranquila.
Sin embargo y sin arrepentirme, no podía evitar pensar en lo que hubiera podido ser de mi de haber aceptado la oferta de aquel pescador siciliano, falto de manos, para que embarcara en su nave…..¿habría llegado hasta Rodum y de allí a Massilia y de Massilia hasta Siracusa, rozando tan de cerca Roma que podría haber olisqueado el incienso con que saturan el palacio imperial?.
¿Y si me hubiera fiado de aquel comerciante de Thydrus que voceaba en la basílica las bondades del negocio que pretendía emprender, abriendo una nueva ruta de especias hacia el sur del imperio africano?. Los que se decidieron pudieron evitar ahogos, viendo por primera vez de cerca y entre sus manos, al hipnótico brillo del oro.
Desconfiado, yo decidí no fiar en parlanchines y seguir soñando.
Incluso, abrazado al calor tenue de Spuria, imaginaba lo que de mi habría hecho la vida de hacer honor a nuestros antepasados y enrolarme en la legión por veinte años para contemplar el límite de toda tierra civilizada, desde la fiereza barbada de los germanos hasta los desiertos persas de oriente.
Es probable, quien sabe, que hubiera podido contemplar el gran río, refugio de monstruos con escamas de hierro al que alimentan con carne roja desde los templos y del cual aseguran, de ancho que es, es imposible pasar de orilla a orilla ni el más largo de los cabos.
Arribar a los muelles, girar la vista para contemplar el cuadratum de las murallas y Spuria, recibiéndome con el pelo ondulado, sacudido por nuestro perenne viento y tras ella, las piedras de la ciudad, el ruido de los venteros, los carros que no se apartan y la estatua del primero de nuestros césares que nos saluda…..ese era yo y mi destino.
El sol cae a plomo.
Aun con ello, nos consideramos afortunados.
Apenas a unos pasos, salvados los sotos, quedan los labriegos que hacen sufrir a la espalda, teniendo como único consuelo, el agua de sus cántaros.
Pegados al río como estamos, el frescor del agua se nos pega y padecemos apenas lo necesario.
Se faena con las calzas claveteadas que no obstante, en más de una, apenas sirven cuando el barro es capaz de pudrirnos los huesos y el polvo, el que se nos mete atrapado entre las bravuconadas del viento, ahoga nuestros pulmones y agota cualquier descanso.
Suspiro.
Siento una punzada en los riñones pero no paro.
- ¡Marcus, Marcus!, ¡Equilibra!.

Bucardo


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