martes, 11 de diciembre de 2007

Lo que no puede ser...además es imposible


Lo que no puede ser.....además es imposible

A mediados de marzo recibí tu carta.
Aun no terminaba de sacarla del buzón y ya sabía, sin duda, que algo haber pasado.
Eres tan vago para la pluma, tan incapaz con tinta o tecla, que cuando te empeñas en cogerlas es que la cosa debe tener su importancia.
Pero te equivocaste.
No la tenía.
Tan solo anunciabas que se había casado.
Si suponías que anunciándomelo ibas a reabrir la herida, entonces supusiste por camino errado.
El tiempo no es mas que la distancia de la memoria, la cicatriz de toda herida y aunque puedes de vez en cuando sentirla por lo bajo, latiendo, lo cierto es que a la hora de medirnos, ella y yo andábamos ya demasiado alejados.
Pero me salió la ironía por algún lado y no pude pensar en el curioso círculo que en ocasiones es la vida al convertirte a ti en el principio y final de todo lo que no había sucedido.
¿Te acuerdas para cuando Santa Elena?.
Y este mozo de tan buena presencia....- siempre gustabas de aderezarlo todo con bombo y platillo, de hacerte derrogar entre que abrías la boca e ibas directamente a lo que convenía - ....es Alberto – concluíste, regalándome una buena palmada entre los omoplatos, de esas que lo mismo resaltan lo buenos amigos que éremos que tumban largo a uno de esos toros blancos, torpes y mansos – Solo tiene algo de feo....y es que nos ha salido urbano – dijiste, bajando la voz, como pretendiendo avergonzarte al confesarlo.
Tenías, aunque te supiera mal el decirlo, semilla de buen cómico.
Tal vez por eso nos llevábamos ta a buenas.
Sin embargo, esa noche de presentaciones, andaba ya para pocas bromas, con la escasa sapiencia de los dieciocho concentrada en arramblar con la Selectividad y dar con la nota justa que me ayudara entrar por la puerta de Económicas.
Mis padre apretaban las cejas a causa de la poca afición que mostraba hacia las matemáticas y, concientes del peligro que corrían de verme sirviendo en restaurantes o peor aun, entrando en Bellas Artes, me enviaron al pueblo a que preparara los exámenes lejos de cualquier cobertura, lejos de videjuegos y garitos, con toda la atención desplegada en dilucidar el eterno dilema de los logaritmos.
Se olvidaron eso si, de lo santa que era Elena y que a la beata en cuestión, le dió por morirse a saber cuando, pero cuando ya se le da tierra a mayo.
Por eso mientras las abuelas más beatas marchaban de romería, parando cada rato a rezar sus letanias, mientras el cura aderezaba el sermón y la parroquia le respondía con “avesmarías”, los que por aquel entonces estábamos convencidos de que la vida no caducaba, esperábamos en la diminuta explanada frente a la ermita, sacándole rojo a la brasa, tentando sobre ella la costilla, calmando la fresca a fuerza de pacharán casero, con la bota de vino en alto y la hogaza enjamonada a punta de buen bocado. La boca se nos hacía tan agua como nerviosos nos poníamos ante cualquier mujer que moviera de más los paréntesis que le ponen al pandero.
Fue así como le alcanzamos la chispa justa al ánimo y con ese mismo, fuimos a la verbena.
En ella, un envejecido “Duo Silvestre”, se ganaba con dignidad las cuatro perras que le pagaban por sacarle al órgano y a la carrasposa voz de su cantante, los cuatro éxitos del momento.
A mis ojos, menos que veinteañeros, aquello resultaba patético pero para San Miguel, era oportunidad única.
Porque en San Miguel de Labagüerri, las pautas, los ritos, la costumbre y todas esas normas jamás escritas, eran cosa seria, regla de hierro tenida en mucha cuenta.
Medrar entre género sin recato, a lo abierto, solía desbocar el chismorreo de las más abuelas, las tramas entre madres mientras se tensaban los nervios y las garrotas de los hermanos mayores, siempre al otro lado de la barra, procurando por la honra de las iguales en sangre.
La vida de diario se marcaba con el ritmo del campanario, la del mes brincaba de santo en santo y el año, nacía para San Jorge y se quedaba congelado al llegar Todos los Santos.
No quedaba otro tono, no había mayor salida y era nulo, completamente nulo, el espacio.
Vengo desde que era un crío. Todos los veranos - era tan hijo del asfalto que olvidaba constantemente aquello de que en San Miguel, del paritorio al cementerio, andaban ya presentado – Soy de....
Casa Boj – interrumpió justo cuando yo iba a decir madrileño – Nuestros abuelos eran buenos amigos desde chicos. Hasta que el tuyo marchó a la ciudad claro.
Luego lo seguirían siendo supongo.
Supongo, pero ya no les sabría a lo mismo.
Sonreía.
Para una chica criada al hielo de la montaña, era raro ofrecer aquel regalo tan a la ligera.
De normales, sonsacársela a una cara tan poco dotada para expresar el ánimo, equevalía a faenarle duro la confianza, dar muestra discreta de interés, limarle la desconfianza a base de buena dosis de paciencia y soportarle, si bien eso lo mismo da montaña que llano, esas pequeñas agujas que de vez en cuando te lanzan las mujeres, por eso de irte probando.
Era, eso lo sabes tu bien, lo mejor de San Miguel y tirando hacia abajo, del valle hasta que lindabans con el Somontano.
Piel marmólea, algo rosada bajo aquella mata lisa y espesa de cabello negro, con sus manos y esos dedos chatos de las uñas olvidadas por toda lima y laca. Los brazos, algo robustos, comenzados a la vera de cada pecho y sus pechos al costado, costado que descendiendo y con ella por narices que había que hacerlo, topaba con su cintura, esculpiéndote las dioptrias hasta terminar rematando con aquellas piernas que, si bien no le alejaban demasiado del suelo, lo hacían firmes, seguras, decididas a hacerse notar, con gracia e innata chulería.
Aquella noche, desprevenido de todo lo indiscreto, olvidé lo pequeño del local, su sobrecarga de humo, el pésimo licor de manzana, la terrible música y los cuatro críos que le rendían honores, bailando torpemente mientras pugnaban por no resbalar frente a la baba de sus padres.
La miraba a ella como si mis ojos, no fueran otros que los suyos, olvidando que sobre nosotros, todo San Miguel nos contemplaba.
Tan diminuto era que sus gentes apenas necesitaban hueco para celebrar verbena.
Sentados, de pie, sobrios o borrachos, tambaleándose, gritando, quejándose por todo o mudos y apoltronados sobre la barra de plástico prefabricado, todos bien pegados, se conocían de tal manera en obra y pecados, que aun callando, sabían lo imposible que era ocultar todo lo que los otros, sabrían pronto de ellos mismos.
Son los silencios de pueblo chico que en ocasiones.....son más claros que el cielo abierto.
Desde mi castizo punto de vista, aquello se tenía por desgracia.
Pero San Miguel sobrevivía devorado por aquel leviatán pirenaico y sacrificar el detalle íntimo no resultaba tan malo cuando al viudo octogenario se le vestía con ropa limpia y marchaba a la capa bien comido, cuando las paredes del huerto se te remozaban justo cuando las piedras andaban emparedándote un riñón, cuando te limpiaban la cuadra y te pacía a gusto el ganado al tiempo que la parienta te salía de cuentas y tenías que andarte con un ojo metido sobre la barriga y el otro dándole acelerones apurados al coche....
Acostumbrado a no ver nadie en un metro repleto, a mirar para otro lado cuando le sisaban la cartera a algún abuelo, a no encontrarme ganas viendo a una madre con el carrito en una mano y el niño en la otra, tratando de ganarle el pulso a una cuesta, era incapaz de comprender todas las discretas maneras que daban forma al puzzle que nos rodeaba......ella bebía a sorbos pequeños e insulsos, procurando meter distancia a mis descarados acercamientos.....lanzando miradas confiadas a todos aquellos mozos prestos a sacarla por las bravas de cualquier apuro.
Chisporrotea la brasa – hablaba una vieja desdentada con sus manos huesudas cruzadas sobre el delantal negro mientras contemplaba, bajo la tarima del escenario, como poco a poco, nos íbamos envalentonando.
Cuando cabeza y sábana se reconciliaron, lo hicieron bien solos, con la resaca como postre y el regalo de una promesa que ella escribió a medias mientras estampaba la puerta de su casa sobre mis predispuestos morros.....
Nos veremos en verano.
Mis padres se sorprendieron.
El uno sobre el sofá, con el ABC entreabierto, la otra recogiendo la tortilla que había sobrado de la cena....
¿No vamos a tener bronca este año? - preguntaban quienes ya se habían acostumbrado a que les inventara una y mil pegar tratando de alejarme de otro verano en San Miguel y poner rumbo a la playa siguiendo el rastro de los amigos.
No.
En aquella ocasión fuí el gato más sumiso.
Hice la maleta sin rechistarle a mama esa obsesión por los “ysis”....”el chubasquero...¿y si llueve?....el jersey grueso....¿y si hace frío?....el diccionario de griego...¿y si nos encontramos con Cristina Onnasis?....”......aguanté estoicamente las historias, tan repetidas como una película navideñas, con que mi padre desgranaba su infancia entre vacas, maestros férreos, reglazos en la cara y la lista de los reyes godos, soporté las seis horas de Opel Astra, el atasco de la autopista, la nacional en obras, la autonómica mal señalizada y aquella comarcal que andaba tan sobrada de curvas como falta de asfalto.
Y si flaqueaba, me torturaba preguntándome si quince días serían suficientes para borrarle de la memoria a Alberto, el urbano y toda su pesadez verbenera.
Pero no lo había hecho y apenas volvimos a vernos....tuvimos que buscarnos un espacio.
Si nos queriamos rondar, San Miguel nos lo dejaba demasiado fácil.
La única tasca, la de Casa Mesonero, si bien limpia y bien surtida, café y bocadillo para los obreros, guiñote para viejos después de la siesta y desde las once hasta que se cansaba el amo, refugio para los que todavía creíamos que la noche tenía multiples funciones, no andaba precisamente sobrada de discrección.
La culpable era la viuda Castán quien regía con su enlutada mirada todas y cada una de las horas del día.
Casi insomne y de vida aburrida hasta el hartazgo, pasaba horas y horas con el portalón de doble hoja abierto, contemplando juiciosa a todo aquel que entraba y salía del local.
Guardia urbana de lo estricto, quien incumpliera amanecía al día siguiente con sus vasos de más estampados en los mentideros razón por la que el protocolo se cumplía fiel y metódicamente.
Los varones casaderos en una esquina de la barra, sus iguales pero mujeres al otro lado y cerca de los servicios, los solterones objetos de cierta burla, entreteniendo su soledad con la enésima repetición de un partido frente a un vaso una y otra vez vacío, los abuelos sin ganas de hablar con la mujer o el colchón, se echaba a un discreto lado, respetados si bien olvidados.....aquello era como ir a misa, solo que el altar parecía una fuente de vino.
No, ese local no era desde luego nuestro sitio.
San Miguel supo de nuestros paseos entre casa y el Puente de los Navarros antes incluso de que regresáramos del primero.
Aun con todo tuvimos suerte.
Sin hermano mayor y con un padre tenido por moderno, gozábamos de cierta libertad que su madre coartaba a su manera...esencia pura del lugar.
Hasta las canas le salen montañesas – bromeabas cada vez que rebuscando cualquier excusa, te llamaba apenas nos veía juntos.
Se debe pensar que nos preñaremos al menor despiste, yo marcharé a la ciudad y tu te quedarás a solas con el nieto. ¿Es que a ella no le gustaba retozar con tu padre?.
Por mucho que te lo explicara...no sabrías comprenderlo.
Camino del puente más el regreso, teníamos dos horas que siempre conseguiamos hacer media de más, ralentizando el paso entre confesiones y largos, largos e indefinibles silencios.
Al puente lo llaman de los Navarros porque cuando quisieron estirar la carretera hasta llegar a Francia trajeron una peonada de pamploneses. Pero como los de Madrid se quedaron sin escudos o pesetas no se, el puente se quedó a solas, sobre el barranco y sin que ninguna rueda lo halla pisado nunca.
El fue nuestra mejor excusa.
A cambio, yo le hablaba de la ciudad, de la vida bajo el “champiñon”, de la selva de esperanzas, del océanos de ganas que mis dieciocho atesoraban....le contaba un proyectos y muchos caprichos, los escasos viajes hechos y los muchos que venía soñando, de las vistas desde el Templo de Devob, del Palacio Real, de un Museo del Prado que nunca había pisado, del ordenador que tenía insertado en el cerebro, del lunar precio de un cubata, de como se hace para que con veintitantos, bajo la luminotecnia y la música tecno, la mirada tipo calibre del portero, juzgara adulto a lo que apenas era un niñato.
¿Y tu novia? - preguntó - ¿También estudia?.
No tengo novia – ella respiró aliviada – Aun. ¿Y tu?.
¿Yo que?.
¿Que estudias?.
Nada - respondiste.
¿Como que nada?. ¿Quien no estudia a nuestra edad?.
Eso será por los madriles mocé – contestaste algo burlona – Aquí, llegas a los diez años y te meten en el autobús camino del internado. Y en el internado los curas te tienen tan tiesos y andas con la morriña tan desesperada que en cuanto te sacan del pupitre y te dan a elegir, raro es el que marcha a estudiar sabiendo que nunca volverá al pueblo.
¿Te volviste?.
Aquí estoy ¿no?.
Pero...¿por que?.
Aunque te lo explicara....nunca lo comprenderías.
Su mirada entonces, se ausentaba de la mía para posarse tiernamente sobre Peña Piñera.
La Piñera era una media colina pedregosa y anaranjada que asomaba como un ombligo de otra mucho más grande y enhiesta.
Aquel macizo que procuparaba por las criaturas que bajo su amparo morían y criaban conseguía hacerle brillar las retinas como yo nunca hubiera sido capaz de hacerlo.
De no haberla despertado cogiéndolede la mano, estoy tseguro de que se había olvidado de mi.....
Al décimo paseo nos regalamos un primer beso.
Montañesa o del llano, a todos nos hace buena gracia eso de besarnos.
Quise posar la mano sobre una de sus cadera...ella me la quitó.
No hay nadie – susurré tratando de imprimir seguridad al rostro y ausencia de ofensa por el rechazo.
Mira que eres de ciudad – respondiste – Aquí....siempre hay alguien.
Incrédulo alce la vista....Peña Piñera no decía nada.
Oye Jorge me acompañas allí – le dije mientras señalaba.
¿Para que quieres trastear por Peña Piñera?.
Es solo por coronarla. ¿Te hace?.
Bueno vale, pero lo hago no sea que te salga la jabalina y tengamos que correr con el hocio arreándonos el trasero.
La jabalina era el único ejemplar de aquellos cochinos salvajes y greñudos, al que respetaban los cazadores del valle.
San Miguel era tan cazadora como largo y duro era el invierno.
No faltaban los que enmarcándola en la mira de sus escopetas pero ninguno al verla, le habían entrado arrestos para emplomarla hasta las costillas.
!Si es que hasta habla! – contaba un abuelo.
Sobre la cima, sin que hubiéramos tenido encuentro alguno el omnívoro, traté de averiguar porque la contemplaba como si aquella dura piedra fuera capaz de consolarte.
Jamás pude averiguarlo.
Abrazados el uno al otro tanto como a la ribera, con una garza aleateando y entre medio, ese puñetero viento que gana fuerza en cuanto el sol esta de atardecidas, iba contándome lo que tu eras y lo que San Miguel conseguía.
A veces me gusta quedarme de más en las solanas...hasta que el sol ya no es sol ¿sabes?. Las demás marchan después de pasarse un par de horas sacándo el filo de la lengua pero a mi, el frío me gusta, sobre todo cuando cala....cala honda, sintiéndo como rodea las venas, hace violáceos los dedos e incluso cuando pestañeo y siento que las retinas se hielan. Luego vuelvo a casa y al aspirar la primera bocanada de aire cálido, siento que estoy más viva que nunca.
A nadie le gusta el frío.
Eso es porque nunca lo has sentido.
En Madrid hace un frío del carajo.
En Madrid al frío lo teneis acojonado con tanta calefacción. Aquí, el es quien manda y dale gracias que podemos templar la casa que si no.....
Es por eso, a nadie le gusta el frío.
Aunque te lo explicara, nunca lo comprenderías.
Esa misma noche, aun agosto, la noche era negra tizonera, haciendo que las hierbas se pusieran tiesas y que no estuviera de más un buen abrigo sobre la piel y muchas prisas para andar de donde saliera a donde pretendieras.
Yo lo hice a un pequeño campo, distante apenas diez minutos del pueblo.
Allí, una solitaria vaca, se quedaba mirando, sorprendida por la deshora, preguntándose porque estaba yo en paños menores tumbado sobre la hierba, temblando y acordándome de mis muertos por la mala idea que había tenido.
Al día siguiente, yo estornudaba y ella, cogiéndome públicamente de la mano, aun rompiendo pequeña reglas y dándo que hablar a todas las abuelas, sonreía.
Mira que estás tonto Alberto.
Solo quería comprenderte – dije a modo de excusa, comenzando a reconocer que antes de quitarme los pantalones, en San Miguel ya lo sabían.
Anda vamos. Antes de que se haga de noches y te de por quedarte en bolas delante de la vaca de Casa Solans....pobrecilla que susto le has dado.
A finales de agosto ya no quedaban vírgenes en el valle a las que festejarles en romería.
Se habían quedado sin santos las iglesias y sin excusas los mozos para rondarles a las mozas en verbena.
El invierno anda cerca – decías.
Pero si aun no hemos llegado a septiembre.
Aquí contamos de otra manera.
Con tantas orquestas que hacían las maletas poniendo rumbo al sur, donde la metereología era algo más complacida con quien la soportaba, con la chiquillería empezando a pensar que otra vez les llegaba el ritual del lunes preparando maleta, cinco días de internado y viernes de regreso con permiso de fin de semana, con los primeros ocres en el roble y los cencerros del ganado sonando camino del establo, la noche se nos ceñía antes y escaparnos a los Navarros era algo más complicado.
Entonces, entre comida y cena y de la cena al descanso, apenas quedaba otra faena que echar unas partidas al parchis en casa Mesonero, pasear que era cosa de veinte pasos hasta la borda de Don Julián que daba hacia el sur y por tanto atesoraba más rato la luz, calor y cobijo, ir hasta el pueblo vecino para saludar a la tía abuela que estaba ya muy mayor y no sabía que hacer para tenernos contentos, acariciar al perro, escuchar a tu padre repetir sus historias de maquis, saludar al cura y evitarle al mismo tiempo para que no te engachara de monaguillo o ir hasta el río para ver las truchas peleando en alguna badina contra la invencible corriente.....
Estoy cansado – dije – Pero no se de que.
De mi no – contestó – Eso lo se. La mano me la estas apretando con mayor gana que en junio.
¿Entonces?.
Echas de menos no conocer a nadie en el metro.
Miraba al fondo de aquella badina en agua clara con motitas de musgo verde a los lados.....el agua era la ciudad inmensa, el musgo verde, los pocos San Migueles que quedaban....una trucha iba del claro al verde.....pero siempre regresaba.
Ven....- cogiste mi mano - ....daremos que hablar.....pero así nos recordaremos.
Se que aun sin despertarnos, todo el mundo sabría lo pasado.
El olor a paja reseca nos impregnaría durante días, semanas incluso, por muchos que le pusiéramos agua y colonia, por muchas veces que nos cambiáramos la ropa.
Lo teníamos clavado en las entrañas.
De aquella noche, tan solo recuerdo, que aunque no fuera la primera vez que me enfrentaba a la cintura de una fémina, si sería la primera en la que deseé que todo fuera eternamente lento, pausado, bien cosechado, que no acabara, que no nos amaneciera.....
Se que no dormía mientras abrazaba mi pecho.....pero tu también ella sabía que yo no lo hacía acariciendo su pelo.
¿Me quieres? - preguntaste con el coche arrancado, la primera puesta y padre dispuesto a olvidarse que estaba asomada a la ventanilla. Yo...a punto de lágrima.
Si – dije sin avergonzarme.
¿Y a San Miguel?.
El coche petardeaba acompasado por algún adios de paisanos y ella se quedó allí, bajo las piedras centenarias del ayuntamiento, con el perro ladrando y los brazos bien cruzados.
Se que no lloró.
Jamás lo haría en público.
No se que les dáis a las montañesas para que sean tan paño y tengan tanta capacidad para absorver dolores.
La escribí durante casi un años...a tres o cuatro cartas al mes.
Ella solo respondía con una cartita casi vacía, con escaso cuento, sin fecha, sin firma, aunque sabía que era su letra.
¿Quien sino iba a escribir aquello de?....”¿Y a San Miguel?”.
Nunca contesté a la pregunta.
Nunca deseó que lo hiciera.
Y así, dejámos de sabernos.

Bucardo


Registro Propied@d Intelectual

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