martes, 18 de diciembre de 2007

La Niña y la Caja


La Niña y la Caja
A la niña Clara le encantaba correr durante los recreos.
Aquello no le hacía ninguna gracia a Doña Rosalía la cual, en cuanto le chivaban quien se había escapado del patio, lo perseguía y castigaba con saña propia de solterona.
Pero a la niña poco o nada le importaba.
Doña Rosalía no sabía correr y sus gritos no podían hacerlo por ella.
En cambio la niña Clara, era capaz de hacerlo como si un perro la estuviera persiguiendo, como si los niños del barrio pretendieran embarrarle el traje, como si se escondiera de alguna raiz cuadrada, de la cara agriada del portero, de los pescozones que regalaban los mayores o de la agotadora clase de gimnasia.
Apenas intuía el sonido del timbre, con la maestra tratando inutilmente de imponer los últimos deberes, anticipándose a la jauría de compañeros que saldrían en tropel, chillando, empujando, estirando las coletas, arañando, agotando la voz y paciencia de la rectora, la niña Clara esquivaba con habilidad felina, saltaba como una gamuza por las escaleras, resbalaba con decoro sobre el suelo recién fregado para levantarse con agilidad de niña, abrir la puerta y correr delante de la estampida.
Corría desbocada, respirando ansiosa a causa de la carrera, sedienta de aire, dejando con la boca abierta a quien le preguntara adonde iba.
¿Como iba a responder si ni siquiera ella lo sabía?.
Los niños nunca planean el futuro y las decisiones importantes, esas, siempre se toman por el camino.
Unas veces se dejaba caer bajo la alameda, en el parque sin verde, cerca de la fuente que no sabe lo que es el agua y los bancos que ignoran al niño, donde tan solo los abuelos se sentaban, hambrientos de recuerdos y del sol que los caldeaba.
Las menos guiaba los pasos hasta el acueducto...romano por supuesto, el cual, aun ajado, partido y con algún arco desparramado por los suelos, todavía levantaba enhiesto, orgulloso, disfrutando, eso
se notaba, al acoger bajo su sombra algo joven y fresco.
Sin embargo, era el río quien más la acaparaba.
Aun rancio de caudal, bajando negro y emponzoñado, sin truchas, ranas ni nutrias que lo achisparan, oliendo en verano a todo lo putrefacto, el curso aun era capaz de imponer sus respetos, sobre todo si se era niña con diez años y cuando le crecía el caudal, era capaz de limpiarse el solito la ribera.
Allí le tiraba piedras, tratando de acertar con las pocas badinas que ofrecía, intentando contar sus rebotes sobre la superficie del agua hasta que esta tragaba.
Una vez, rebuscando bajo un sofá abandonado, encontró un pedrusco pequeño, diminuto, fino, plano y pulido casi a idea humana, con un color negro y brillante que lo hacía parecer casi obsidiana.
Al aferrarlo, aquello le pareció su nuevo tesoro más preciado y por eso decidió entregárselo al río.
Para ti amigo.
El tiro resultó tan preciso o el ancho tan poquita cosa, que de bote en bote, atravesó el río hasta ir detenerse a los pies de un viejo que, tranquilamente, estaba sentado al otro lado.
El anciano, al que aun de lejos se le podía ver alto y fornido, bajo su boina negra, la chaqueta de pana, dos zapatos con bastón como calzado, recogió la negra piedra y, mirando a la niña Clara, izó la mano para saludarla.
Y esta, adoctrinada en el “con arrugas y desconocido mejor a distancia que amigo”, salió a escape, temiendo que la conociera por vivir en el mismo barrio y que le fuera con el cuento a sus padres por eso de andar apedreando abuelos a la vera del río.
La niña Clara necesitó dos días para reunir valor y regresar.
Cuando lo hizo, se topó con el viejo, sentado y pacíficio, esperándola paciente justo donde ella le había lanzado sin quererlo, su obsidiana.
Esto es tuyo, niña Clara.
Gracias – estiró la mano desconfiada - ¿Como es que sabes mi nombre?.
Yo lo se todo.
Nadie lo sabe todo. Ni siquiera Doña Rosario.
Si niña Clara. Los años son el libro a través del cual todo puede ser visto. Y yo con noventa y tantos, lo se todo sobre tu pasado, todo sobre tu presente y todo, si, todo sobre tu futuro.
Aunque la niña Clara no terminaba de creérselo, se encontraba a gusto junto al anciano.
Con sus ojos claros bajo las cejas espesas y prietas, con sus manos finas y algo azuladas y su aspecto algo desastrado, el le contaba cuando en los tiempos del blanco y negro, solía bajar con la caña y algo de hilo justo hasta ese mismo sitio, para ver si había suerte y picaban, para vigilar la trampa del cangrejo y andarse con cuidado, pues el guardia siempre andaba al acecho y la multa podía ser de las gordas.
Así hasta que una mañana, lo encontró con que entre sus manos, el anciano sostenía una sencilla caja de madera gruesa, sin pulido ni dibujo, sin ornamento, cerrojo o candado.
¿Que es eso?.
¿No lo ves? - respondió – Una caja.
¿Y que guardas en esa caja?.
Es el futuro niña Clara.
¿El futuro?. El futuro no se guarda porque no se ve.
Te equivocas niña Clara. Yo si puedo verlo y lo guardo aquí dentro....mi futuro, el futuro de Doña Rosario, el futuro de tus amigos, el futuro del río y de la piedra y si...también guardo aquí tu futuro.
¿Y por que no la abres para que pueda verlo?.
!Oh no!. Eso está prohibido. La vida dice que debes ser tu, solamente tu quien lo descubra....sola...niña Clara.
Tras lo cual se levantó y, tras limpiarse el polvo de los pantalones, sin decir adios ni regalar una última mirada, se marchó, dejando a la niña en silencio...frente a un río reseco.
Aquella tarde, sentada y ausente en los asientos más resguardados, mientras la profesora hablaba de Viriato y los romanos, la niña Clara, mirando hacia el camino, no podía dejar de pensar en la caja, en todo lo que dentro de ella se ocultaba....oscilando....entre las manos del viejo.
Fue al día siguiente, apenas levantada, mientras su madre calentaba la leche, que robó de la despensa una bolsa de galletas inglesas, que por sabrosas y recargadas de mantequilla, gustaban tanto a sus amigas.
Toma – le dijo – Te cambio las galletas por tu caja.
Gracias niña Clara – respondió con una sonrisa – Pero vengo ya comido de casa y no me interesa.
!Pero aquí tienes galletas!. !Míralas! - exclamó abriéndo la bolsa - !Te las doy!. !Todas!.
No...te lo agradezco. Pero prefiero esta caja...mi caja.
La niña Clara se enfadó.
!Vaya si lo hizo!.
Aun exhausta, la noche se le hizo día y no fue capaz de concebir el sueño.
Apenas se vio sola, abrió la librería de su padre y de allí, extrajo el libro más raro de los que contenia, uno de tapas rojas, papel fino y letras doradas impresas sobre el cuero.
Toma – le dijo – A cambio de tu caja.
No niña Clara. Soy viejo y apenas veo. Pero la caja me hace sentirme seguro así que me quedo con ella.
Sin embargo con cada negativa, la niña Clara se tornaba más y más agria, cegada por el ansia de poseer lo único que se le negaba.
¿Que encontraría una vez estuviera abierta?.
¿Que era lo que más deseaba?.
Tal vez muñecas de porcelana de tez clara y labios rojos, vestidas con mil tipos diferentes de telas....a lo mejor inagotables entradas al circo, cuentos con ilustraciones coloreadas, una guitarra, una bicicleta de montaña, unos zapatos nuevos, la videoconsola, una tarta cada domingo, un aprobado en matemáticas o mejor aún....la cara se tornaba ansia a poco que lo imaginaba....dinero.
Si, dinero, dinero con el que tenerlo todo....las muñecas, todos sus vestidos, zapatos y tartas para cada día, una guitarra y si, entradas, entradas y mucho circo.
Si – se aseguraba a si misma.
La caja estaba llena de dinero.
Debía conseguirla como fuera, al precio que costara y si era necesario, incluso robarla.
Oculta tras el tronco de un roble, la niña Clara contemplaba al viejo, sentado sobre una enorme piedra, con el río de frente y la caja depositada descuidadamente en su costado.
Desamparada.
Descalza para que el ruido de las suelas no la delatara, pasito a pasito consiguió acariciar su presa e incluso levantarla.
¿Que haces niña Clara?.
Y la niña, asustada más no por ser descubierta, sino por temer que le fuera arrebatado lo que más ansiaba ahora que lo tenía allí, entre sus dedos, gritó, propinando un tremendo empujón al viejo, apartándolo hasta lograr ventaja...ventaja con la que puso distancia suficiente para abrirla sin que nadie se lo impidiera.
Y una vez abierta, dentro....no había nada.
!No hay nada! - gritó - !Nada!.
La caja dió mil vueltas entre sus manos desesperadas, sin encontrar pista alguna que la guiara y mientras lo hacía, el anciano caminaba hacia donde se encontraba.
!Me has mentido viejo! - le gritó - !Aquí no hay nada!.
No Clara, no te he mentido- contestó con rostro triste y conciliador - Ese es el futuro...nada.
Fue así como la niña Clara, dejó de ser niña para ser conocida desde entonces, sencillamente, como Clara.

Bucardo


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