sábado, 7 de julio de 2007

¿Verdad que te Acuerdas?


¿Verdad que te Acuerdas?

Desde hacía mil ochocientos treinta y ocho días, Herminia había escuchado tantas veces aquella pregunta, como tantas la olvidara sin responderla.
Cuando se lo dijeron, mientras ella se sumergía en sus propias aguas, Dionisio pareció empecinarse en contrariar a todas las batas blancas que se lo negaban y sacando fuerzas de su propia tozudez, comenzó a sobrecargar la casa con fotografías que extraía con mimo de los álbum que durante años habían permanecido criando telarañas en el fondo del cuarto trastero.
Junto al viejo teléfono puso esa que de niña le hicieron sonriendo pícaramente, sentada en el borde de la fuente del pueblo, con los pies que todavía no le llegaban al suelo, calzando unos zapatitos de charol que su madre, para disgusto de la avaricia paterna, le había comprado a un gitano trashumante. Su risa la regalaba con los hombros y el cuello encogidos, como si le pudiera la vergüenza mientras la retrataban así de linda, acostumbrada como estaba a andar descalza entre las jaras del monte.
Cuando la veía solía contar que el abuelo Blas se había llevado tal disgusto al enterarse del precio de los zapatos que por primera vez en su vida, se quitó la boina en público, mostrando una testa pulida y ausente de todo pelo que se rascaba mientras mascullaba….”no se, no se”.
Junto a ella puso la que le sacaron de aprendiza, con las otras costureras que trabajaban en el taller de Doña Remedios, cerca de Gran Vía. Doña Reme solía escoger a sus chicas no solo porque se llevaran bien con la aguja, sino por como le chispeaban los ojos a sus distinguidos clientes cuando eran atendidos por ellas. Aquella picardía de hembra madura le agenciaba los caballeros más selectos y la clientela más abundante y mejor pagadora de la capital, de esa que vivía en Salamanca o cerca del Paseo Rosales. Incluso contaba Herminia, que de vez en cuando, asomando el cuello por encima del ventanal que comunicaba el taller con la tienda, vio un día a Don Julián Besteiro, el rojo socialista que, aunque algo estrafalario y muy feo, siempre se mostraba sonriente y cordial con el servicio.
Un día en el que la televisión, pusieras el canal que pusieras, no daba otra cosa que noticias negras o pedanterías amarillas, decidió poner sobre ella aquella que tanto le gustaba a ambos, cuando de novios, paseando del brazo junto al lago del Retiro, se pusieron a elegir sobre que cartón asomaban la cabeza. Los “cartoneros” no eran otra cosa que fotógrafos sin estudio pero muy avispados, que buscando negocio y novedad, pintaban sobre madera cualquier escena que se les ocurriera, dejando dos agujeros redondos para que sus clientes asomaran la cabeza y pudieran presumir y reírse viéndose de toreros, de policías o incluso de obispos. Ellos eligieron al que hacía ese servicio cerca de las barcas, pues aunque debían hacer cola por lo solicitado que estaba, había demostrado agudeza y sentido del humor, dibujando una chacha con uniforme negro y delantal blanco, llevando un carrito de niño. Dionisio, claro está, eligió ser el niño, con cofia y todo mientras que Herminia, incapaz de aguantarse la risa, desesperaba al fotógrafo que pretendía se estuviera quieta los dos segundos que le costaba darle al “clic”.
Al final hizo tan bien su trabajo que le dieron el cambio como propina.
Ahora estaba algo ajada pero cuando en el Noticiero hacían recuento de accidentes, guerras o maltratos, el solía desviar la mirada y sonreír, aun incluso sesenta años después de que la viera por primera vez.
La del día que se casaron la puso junto a la mesita de noche.
Por esas rarezas de los octogenarios, ella se quedaba dormida apenas rozaba el colchón y solía abrir los ojos mirando siempre al lado derecho. A el le encantaba verla con la vista fija en el retrato cuando la levantaba a las nueve en punto.
El traje era de encaje blanco, precioso pero muy caro. No se lo hubieran podido permitir de no ser porque Doña Remedios era tan madre de sus empleadas como si las hubiera parido ella misma y no hubiera consentido jamás que Herminia fuera al altar con vestido de los domingos como si se tratara de una cualquiera.
El, como pasante, no ganaba todavía lo suficiente como para pagarse trajes ingleses de importación por lo que tuvo que mandar recado al pueblo para que padre le enviara el suyo, pues de estaturas andaban muy iguales y si no, estaba su futura esposa para solventarlo. Padre no pudo acudir pues era tiempo de siega y al cereal no le da por comprender las bodas de los hijos únicos.
De la foto hicieron dos copias.
Una la enviaron a Alcañices, donde Herminia tenía a una hermana tiona, con poca herencia y menor belleza con la que se llevaba tan mal que en el pueblo decían, rompió la fotografía apenas verla de pura envidia que le tenía. La otra la conservaron hasta su muerte los padres de Dionisio, pero en cuanto los enterraron, la casa se la quedó un sobrino suyo de Valdepeñas y de la misma nunca más se supo. Así que aquella era la única prueba de que ambos un día, se dijeron un si que nunca más tuvieron que repetirse.
Estaba tan guapa, con un talle tan hermoso, tan redondito y generoso de caderas. A veces, aun con los años tan pesados, a el le sorprendía su vigor contemplándola y recordando todas esas veces en las que ambos, apagadas las luces, se ponían de acuerdo para dormir de menos y quererse de más.
La de Alvarito la puso sobre la alcoba, frente al espejo donde antes de vestirla, solía pasarse una hora larga peinando y poniendo en orden esos pelos de alambre. Cuando la cosa fue a peor, las primeras veces que lo intentaba, ella se resistía y lo insultaba tratándolo de cualquier forma, pero ahora que ya no habla, la fuerza se le diluye como el azúcar en el café, viéndose a ella misma junto a su primogénito, el con la toga sobre los hombros y ella con un estampado algo atrevido pero que siempre la vistió muy bien. Aunque el cuerpo se les moviera urbano, en el fondo, su mente seguía conservando esos retazos rurales que a fin de cuentas, era donde habían sido engendrados y paridos.
Por eso Alvarito, ahora ya canoso, algo corto de pelo pero siempre tan apuesto y seguro de si mismo, seguía siendo la alegría primigenia de la primera cuna.
Para entonces a Dionisio le sobraba el buen oficio y los clientes le merodeaban de tal forma que en ocasiones, ella fingía enfurruñarse cuando de vinos por la Plaza Mayor, acompañándolos con unos tacos de jamón o unas tostadas con pimientos fritos, se le acercaban para saludarle con la doble intención de sacarse una consulta gratis por algún asunto de tierras o un desliz con el ayuntamiento.
Justo antes de llegar al salón, en el descansillo donde solía vestirla por ser algo más espacioso y estar cerca del armario ropero, puso la de Cristina con apenas año y medio, dando esos primeros pasos dubitativos y tambaleantes, con sus dos manitas cogidas de las de su madre. Pero a Cristina las dudas y tambaleos no tardaron demasiado en extinguírseles y con la juventud, le cogió el gusto a la vida nocturna y las amistades inoportunas, a la música prohibida y las visitas a comisaría, donde algún inspector conocido llamaba a Dionisio para que se la llevara antes de que su nombre apareciera en algún expediente por andar en rebeldías contra todo lo que fuera gris.
A los dos les gustaba recordarla así…..de niña.
Y más ahora que viviendo en el sur de Francia, las visitas eran tan escasas como larga la distancia, la geográfica menor que la íntima, que los separaba.
Del menor, Andrés, no quiso poner foto.
Incluso ciertas adversidades pueden tener un lado positivo si con ellas pueden borrarse esas heridas tan negras e irreparables como insondables.
Encima del ganchillo que cubría la mesa de invitados, la que de haber tenido boca bostezaría hastiada, puso la de su doble aniversario.
Ella lo llamó así, doble aniversario, porque en mitad de la cena, entre el cocktail de marisco y el ternasco, Dionisio mandó traer un cava gran reserva cuyo precio, de haber vivido, habría devuelto la luz a la calva del abuelo Blas y le anunció oficialmente que se jubilaba.
Ya podrían planear sus viajes sin el temor de un imprevisto surgido de algún cliente en dificultades tan acuciantes como grande era su cuenta con el despacho, ni se quedaría la sopa fría al otro lado de la mesa, esperando al Dionisio emprendedor, incapaz de dejar un papel fuera de su sitio, un fleco sin peinar aunque Herminia se quedara sola intentando calentar la inmensidad de la cama.
Brindaron.
Y entonces el camarero les sacó esa instantánea, surgida de las tripas de aquella Kodak dos en una, que hacía y reproducía, eso si, con aquellos colores tan borrosos donde el verde claro era azul y el rojo se convertía en naranja aunque respetara las sonrisas, abiertas y felices, la tez colgante y algo pálida y una mano sosteniendo la copa mientras las otras se entrelazaban, regresando al Retiro y su paseo entre Alfonso XII y los castaños del indias.
Ella lucía un collar de oro chapado algo exagerado y demasiadas pulseras, excesivamente mal combinadas. Y Dionisio, cada vez que echaba un ojo sobre la fotografía, recordaba como en su juventud, siempre que veía a una señora tan sobrecargada de joyas y aderezos, sabía que estaba ante una mujer sobrepasando ya el límite entre la madurez y la senectud.
Tal vez fuera allí, en ese preciso instante cuando todo comenzó.
Sin embargo, sus fotogénicos ojos seguían siendo tan fascinantes, tan vivos.
Frente al sofá donde pasaba quince de las veinticuatro horas del día, muda, con los pañales puestos y la mirada vacía, puso aquella que le sacó el mismo día que se lo dijeron.
Ella contemplaba la calle a través del ventanal mientras la tenue luz del invierno, traspasaba el cristal endulzando su rostro.
Estaba tan pensativa, tan consciente…..
En ocasiones, mientras le ataba el babero antes de darle la comida, hablándole, recordándole cualquier anécdota, susurrándole algún mimo, ella giraba la cabeza y lo miraba, fijamente primero como si ante ella tuviera un extraño pero luego, en un único y milagroso instante, su expresión muerta mutaba por una mirada tierna, cálida, arrebatadoramente agradecida.
- ¿Verdad que te acuerdas?.


Bucardo

Este relato esta dedicado a mi fiel amigo Romualdo Piñol y a su esposa Paquita quienes tanto se amaron y tanto sufrieron juntos.

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