jueves, 19 de julio de 2007

Le Petit Gorrion


Le Petit Gorrión
Cuando la Piaf cantaba, conseguía abordar sus recuerdos como quien asalta una fortaleza a cuchillo y fuego, con el ariete por delante y afrontando lo que salga al otro lado de la puerta.
Cuando la Piaf hacía eso, piaba, se sentía capaz de retornar sobre su dolor y pensar que tal vez fuera posible superarlo, en el recuerdo de la voz dolida y quebrada de la gabacha, de la vida plagada de misterio, cuestas y padecimientos de aquella cantante hija de una farola a la que, hasta la fealdad, se le hacía chiquita cuando frente a un micrófono tan amorfo como los de la época, abría la boca y era capaz de convencerte que aun fea y dislocada, huérfana, pobre y a saber si asesina, la vida era un puro ramo de rosas y ella, la más esbelta de ellas.
Cuando la Piaf trinaba se miraba al espejo imaginándola.
No a la Piaf que era de baja cuna y alta estopa, sino a Margerite y a la reventada mañana de mayo que la dejó allí a solas, tan plantada y enraizada, como aquellas rosas gorrionas a las que cantaba la desmelenada parisina.
Si a Margerite que le pudo el convencionalismo del apellido, el invisible poder de la mirada ajena, la siempre perniciosa influencia de la opinión ajena que acompasaban esas miradas como el piano lo hacía con la voz de la Piaf, solo que desafinando o haciendo que su amor desafinara, desentonando como jamás antes lo hicieron como nunca pensaron que lo harían.
Antes todo les olía como huelen los campos de septiembre, los que sueñan con la siega que les libere del peso que tanto les hace padecer…antes todo les olía a fresca madurez, a goce intenso y profundo mientras se perdían o se dejaban perder por las interminables filas de viñedos, dejándose rozar las manos como quien no quiere o paseando junto a la ribera, allí donde por no acudir, no acudían ni las carpas, para abrazarse, sentirse, traspasarse sin que la ropa se deshiciera, sin que su cuerpo sintiera el alivio del aire fresco que las estremecía, pensando una que la felicidad era tan imperecedera como la tierra vieja que pisaban y la otra que aquello era demasiado placentero como para no ser puro pecado.
Nadie jamás debería saberlo, nadie.
Saber que la amaba, saber que la gozaba, si la gozaba en la intimidad de su ser cuando se acostaba sola y la imaginaba sobre, bajo, al lado de ella, mezcladas, rozándose, si, tan siquiera rozándola mientras dejaba que sus gemidos, sus gritos de placer fueran ahogados por el gramófono donde el gorrión la camuflaba al son de “Milord”, “Boum sur Paris” o “La Joie de Vivre”……sabiendo, esas cosas siempre se saben entre quienes se unen con el corazón mucho antes que con el cuerpo, que en el lecho contiguo, separadas por una pared de ladrillo y un muro de convencionalismos, Margerite suspiraba de idéntica manera, mordiéndose los labios para sofocar el goce…sabiendo que solo las notas de aquellas canciones rotas y profundas eran capaces de traspasar lo que les separaba y unirlas en una sola.
Pero ni tan siquiera Edith era capaz de cegar lo evidente y una mañana…..los malos recuerdos siempre suelen ocurrir por la mañana, paseando por el pueblo, aun en aceras separadas por las calles estrechas y los petardeos de los Citroen DS, sintieron sobre sus conciencias las miradas huidizas y el corretear de los niños que las señalaban sin el rubor de los adultos, sintieron las prisas del panadero por despacharlos y verlas salir de su Boulangerie y en el Instituto, por primera vez, la maestra, cejas prietas y regla en mano, las obligó a separarse siendo que nunca conocieron un pupitre donde no estuviera la otra al lado.
Margarite era la más débil, la más sufrida y una noche, no fueron goces lo que apagaba la gorriona sino lloros, lloros sofocados sobre la almohada y que al otro lado de las notas, le acompasaban…..la una por querer y no poder…..la otra por querer y poder.
Margerite marchó y aquella mañana, mayo, mientras el coche se alejaba levantando la polvareda acumulada por el camino que separaba la finca de San Jean de Paux con la carretera que conectaba con Lignon, ella se quedo sola, contemplándola, rezando desesperada para que girara la cabeza una última vez y mirara a la ventana abierta desde donde la despedía al son del “Je ne regrette rien” que nunca más nadie, escucharía en vivo, pues ese mismo día se murió su esperanza que no su amor, pues ese mismo día, carcomida por la morfina y medio loca, por desamor y dolor, por el sufrimiento y la desgana de vivir, en un pueblo pescador, dejó de piar el “petit” gorrión y ella al saberlo, al saber que ya nada la unía con Margerite, arrojó todos sus discos por la ventana que se estamparon deshaciéndose en mil añicos sobre el suelo empedrado de aquella casona claustrofóbica que las viera amarse y dolerse.
Bucardo

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