miércoles, 18 de julio de 2007

El Maestro



El Maestro


A poco que cerrara los ojos los escuchaba.
A poco que cerrara los ojos se veía de nuevo absorbido por la chiquillería….si, por su chiquillería y el olor a fiemo y paja reseca que los envolvía.
A poco que cerrara los ojos se sentía capaz de distinguirlos a todos, sin error alguno, uno tras otro, sin necesidad tan siquiera de verlos, solo escuchando sus gritos….o sus silencios.
Cuando los volvió a abrir estaban todos allí, en corrillos o en fila, solos o agrupados, correteando de lado a lado o cuchicheando con la vista avergonzada y el rostro nervioso de quien apenas sabe guardarse un secreto lo justo que dura el recreo.
Lo hacían frente a las escuelas, las que lindaban pared con pared con Casa Hipólito, las que olían a la cuadra de Mingorús, las que coronaban la subida del río, a dos pasos de la llanada, justo debajo de la Consistorial.
Tan debajo que no era rara la ocasión, en la que, si coincidía pleno con matemática, le tocaba subirse al piso de arriba para exigir que le dejaran explicar la tabla del ocho sin tener que perder la voz gritándola.
Miró a Fidel, metiendo un palito afilado y diminuto por entre las piedras sueltas de la tapia que limitaba el huerto de Ambrosio el Sordo. Seguramente trataba de ensartar a alguna desafortunada lagartija. El muchacho era basto y sonrosado, tan fuerte como inocente, tan falto de maldad como para no saber cuando parar, cuando el daño superaba lo permisible. Y es que aun a pesar de su buen corazón, era de nervio fácil y empentón brusco por lo que más de algún chiquillo había tenido que sacarle uso a las piernas cuando Fidel trataba de ajustarle las cuentas por arrearle con un bolo de nieve en la cara o cazar en los cantaderos de ranas que el tenía localizados.
Justo a su lado, tan enclenque y débil que ni su sombra era capaz de proyectar el sol, Mariano de Casa Lazurda permanecía atento a la maniobra, tratando de indicarle con su mano sana por donde le había parecido ver escabullirse al apurado reptil.
Al ser parido le falto aire y aquello le hizo crecer algo corto de talla y entendederas, con la mano izquierda cruelmente doblada en dirección al ombligo y el rostro contraído y arrugado, como si todavía estuviera padeciendo los dolores con los que vino a este mundo. La crueldad de quienes todavía no saben que la tienen por nacimiento lo tildaban del “Torcido” pero en el fondo debía guardar algo de sentido común cuando siendo apenas un recental con siete invierno sobre las espaldas, ya sabía agenciarse amistades que lo respaldaran ante cualquier gallo de pelea. Por eso Fidel estaba siempre cerca de el o el cerca de Fidel según lo mirara la madre de cada uno.
Tan cerca como lo estaban Gloria y Asunción.
La primera había nacido en Zaragoza y presumida como era, le gustaba alardear de que siendo chica, la pasaron por el manto de la Virgen y los curas decían que nunca vieron niña más guapa a los pies de la Santísima. Ella era hija del cabo de la Guardia Civil, razón por la que ahora andaba tan destinada a aquellas montañas como lo estaba su padre, viviendo de pensión en el Hostal de Jal porque por no haber, en el pueblo no había ni cuartelillo para la Benemérita y los expedientes, sanciones, pasaportes y papeleos, se solían hacer en la cantina del establecimiento, a la vista de medio pueblo.
A Asunción sin embargo, la bautizaron de escondidas y con muchos arrepentimientos de por medio por eso de saber muy bien el nombre de su madre y andar para los restos, condenada a llevar Expósita como primer apellido.
Todos en el pueblo rumoreaban de un tal Paco el Portugués, un peonero más pobre que las pulgas de un calvo quien en realidad era gallego pero que para la ignorancia de aquellas gentes, igual de malo era uno que otro, el cual prometió hacer y deshacer como prometen todos, hasta montarse a la madre en las eras del Santo Cristo y escapar luego allí donde por no llegar, no llegan ni las cartas con doble sello.
Al uniformado bigote del padre de Gloria no le hacía demasiada gracia el que su hija hubiera hecho tan buenas migas con aquella tal Asunción. No todos los guardias eran de igual parecer, pues los había que para Nochebuena, hacían colecta, tricornio en mano, para comprarle alguna pastilla de chocolate Lacasa o un vestido algo menos remendado que el que llevaba un día si y diez seguidos también.
Pero el cabo era de lo más Ahumada que se podía encontrar, uno de estos fanáticamente convencidos de que quien había nacido de semejantes coños, en cuanto crece y saca pecho, hereda iguales condiciones, por lo que veía en la medio expósita una influencia no demasiado recomendable.
Al contrario de lo que por su edad se podría suponer, la callada era la respuesta más larga que Joaquín solía dar a todos. El no gustaba de chillar espectacularmente cuando conseguía que la piedra rebotara tres veces seguidas sobre el charco, ni incordiaba ruidosamente las trenzas de las niñas intentando afearlas en misa de Domingo o Pascua.
Pero el que no gritara no significaba, más bien todo lo contrario, que en los recreos se mantuviera aparte o en el pupitre quieto. La seriedad de su parecía querer estallar en cualquier momento en la risotada más descarada cuando dibujaba unas orejas de burro en la pizarra con la altura perfectamente calculada para que recayeran sobre la testa del maestro. Su paseo, tieso y ufano, indicaba sin regodeos que era el quien acababa de ganar jugando al cuadro o a los bolos, buscando renacuajos por las charcas del Sorrosal o murciélagos en la borda abandonada de la Ahorcada.
Joaquín era de Casa Pardo y aunque todos en el pueblo sabían la diferencia que suponía para los demás el haber nacido entre aquellas paredes, para quienes no encontraban mayor placer en el mundo que hundir bajo el empentón de su propio peso la fila del temblorosa fila del adversario mientras se jugaba al borriquillo, el era sencillamente Quinito el Callao.
Mucho más habladoras eran Aurora y Felisa, las dos primas de Casa Cazcarro, siempre tan gallináceas y unidas, siempre planeando alguna algarada con la que hacer padecer y humillar a algún zagal de los de la voz a medio camino. A veces las veía hacer promesa solemne por Dios y la Virgen, por los Santos y Difuntos de darles un beso en los mofletes si antes cerraban los ojos y se lo ofrecían como quien da un caramelo para luego, en cuanto el iluso picaba, y rara vez era que no lo hacían, darle a cambio un palo untado en alguna boñiga fresca de vaca.
Cruel recompensa que no obstante, no evitaba que los hubiera picando cuatro, cinco o incluso indefinidas veces cosa que no le ocurría nunca a los muchachos más pequeños, tal vez por eso de que en las niñas, tan solo veían una compañera de juego.
Ni la una ni la otra eran demasiado aplicadas con los libros aunque no le cabía duda alguna de que con ese arte para el manejo que demostraban ante quienes con los años se convertirían en pretendientes, la vida les iría por el camino que ellas les fueran marcando.
Más preocupado andaba con Esteban de Casa Allué, quien rechazaba tercamente cualquier compañía que no fuera la de su perrita Canela, apenas un cachorro de dientes afilados a la que nadie le comprendía el nombre, pues su pelaje era de un negro azabache tan liso como intenso.
Parecía que solo el recordaba a Isabel, su hermanita pequeña, que se murió por las viruelas con cuatro años escasos, a la misma que llevaron al camposanto con un vestidito precioso y diminuto que le había bordado su abuela para celebrar el quinto aniversario y que entretejió con la lana basta y mal cardada de una oveja canela.
Esteban parecía mucho más sensible que los que preferían andar aplastando lagartijas y no era extraño verlo correteando por los prados de junio todavía sin segar, gritando, riendo y chillando como un poseso mientras la perra jadeando, lo pasaba y rodeaba, le ladraba y lo derribaba tocándole con el hocico los tobillos.
Así hasta que pasaba algún paisano con el dallo sobre el hombro y la piedra de afilar al cinto y se lo quedaba mirando sorprendido de verlo tan chistoso siendo que en el pueblo no decía cosa mayor que “si” o “no” y aun así lo hacía moviendo la cabeza y no la lengua.
Más tarde o más temprano tendría que asumir que no se puede vivir apartado de sus iguales, dependiendo de los lametones de un animal aunque tampoco tan camino de malmeterse como andaba José de Fumanal.
José era el mayor de la clase y aunque con sus doce años y viniendo de casa pobre, ya debería andar camino de la muga en verano y de los Monegros en invierno, su padre prefería que se lo mantuvieran allí quieto, no porque quisiera hacer de el todo un Costa, que para ello hacía falta talento y no solo voluntad, sino por andar sobrado de hijos y falto de hogazas con lo que el desayuno que daban en la Escuela Nacional le evitaba ciertas angustias.
Pero el patriarca de aquella Casa, el padre del José, era un hombre rencoroso y cargado de odios, sin moral y dominado por sus resentimiento hacia cualquiera que hubiera tenido en la vida, algo más de suerte que el. Y como la lista era larga como tiempo de Cuaresma, no había vecino que no lo hubiera visto rumiando para sus adentros quieto o caminando, sobrio o de copas, en la partida del mesón o ante el discreto chisporroteo del fogaril.
Y a el, que creía con beatitud que a los niños no se les podía educar bajo el peso de los odios heredados sino abriendo de par en par las puertas carcomidas de la ignorancia y dejando que el vendaval arrastrara el polvo y las telarañas acumuladas, le dolía observar como poco a poco, José iba trasladando esos mismos odios hacia los hijos de aquellos que su padre detestaba.
Más sencilla era Flor.
Cuando llegó la República y con ella la posibilidad de inscribir a los niños sin someterlos al martirio del santoral de turno, sus padres, ni mucho menos gentes de izquierdas, quisieron ponerle el nombre de Flor sencillamente, porque les parecía tan hermoso como la criatura que habían engendrado. Los peor pensados que casi siempre suelen ser los menos románticos, andaban diciendo que para explicarse semejante mote, había que buscar la razón en los prados que había detrás de la ermita de San Mamés, adonde los entonces novios acudieron de romería más o menos por la época en que su hija fue engendrada……”sin andar casados”….añadían maliciosamente con la boca gacha. Pero las malicias de los pueblos pequeños parecían resbalar como el agua sobre el cuero engrasado sobre el espíritu dócil y sonriente de su madre, siempre garbosa con el cesto de la ropa sucia camino del lavadero o canturreando jotas de enamorada cuando una vez limpia, la echaba a tender en el patio empedrado de su casa.
- Don Lorenzo tome.
Tan ensimismado andaba en sus pensamientos que no había visto acercarse a Higinia, la benjamina de la Escuela.
- ¡Mi pequeña repatán! – exclamaba fingiendo sorpresa - ¿Pero que preciosa joya me regalas hoy?
Higinia era diminuta y menuda, graciosilla con aquellos mofletes tiernos enmarcando sus labios de muñequita de Charol y el pelo liso, corto y caído aunque le dibujara un gracioso rizo sobre la testa, como si se tratara de la corona real de toda una Cenicienta.
A Higinia la traían a clase porque a su madre, incapaz de encontrarse más brazos con los que sacar adelante tanta faena, con los abuelos enterrados desde la gripe del diecisiete y el marido empinando el codo por cualquier bodega bien surtida de rancio, no le quedaba otro remedio que pedirle al maestro que comenzara a ilustrarla antes de hora.
- ¿De donde la sacaste cielo? – le pregunto mientras recibía sobre la palma de su mano una piedrecita redondeada y plana sobre la que el capricho había cincelado una veta blanca que la atravesaba semejando ser un rayo.
- Del río.
- ¿Pero fuiste tu sola?. ¿No sabes que al río no debes ir si nunca sola?.
- El tato vino conmigo – respondió esbozando una amplia sonrisa mientras lo señalaba, subiendo por la empinadísima y malquerida cuesta de Santa Eugenia, con una trucha recién pescada, todavía palpitante, colgando del hilo de la caña.
A Higinia siempre se le iluminaban los pómulos cuando señalaba a su hermano Félix y a Félix siempre se le iluminaban los suyos a poco que sintiera cerca a Higinia. Aunque en realidad eran hermanastros y el era mucho mayor que ella, Félix se libró del cayado por el estoicismo y tozudez con que su madre encajaba los bofetones del marido cuando ella, se empeñó en conseguir que llegara a bachiller y el en lograr que zumbara monte arriba detrás de la oveja.
Y sus robustas razones tenía la buena mujer para soportar durante semanas los gritos e insultos del borrachuzo de su consorte.
Pues de oídas e indiscretas, se enteró de que Don Lorenzo, quien por lo demás tenia fama de ser hombre reservado en el trato y moderado a la hora de juzgar a sus iguales, había dicho en la verbena de San Miguel, que en todos los años que llevaba entre pupitres, jamás había visto persona más aplicada con las cuentas y gramáticas que Félix.
Su padre era demasiado montañés como para comprenderlo pero ella, que se quedaba embobada contemplando como el viento empujaba las nubes por encima del puerto, estaba segura de que al otro lado, había un mundo plagado de oportunidades que ella jamás vería……pero su hijastro si.
Ahora, a punto de terminar su último curso, el maestro lo veía contemplando con mayor detenidamente los detalles de cada barranco o colina, acariciando la corteza rugosa de los robles, paseando pensativo por la llanada, disfrutando con los pasos cada vez más seguros y decididos de Higinia…..consciente al fin y al cabo, de que antes del próximo invierno, marcharía lejos, al Instituto, donde gracias a los buenos oficios de Mosén Miguel con el señor obispo, le habían conseguido una plaza becada.
“Sueño de ricos en casa de pobres” – pensó.
Si, toda aquella algarabía que lo rodeaba, que lo invadía, toda aquella chiquillería, con sus defectos, con sus virtudes, con su hermosa vida por delante era, bajo la calidez del sol de junio que le obligaba a cerrar de nuevo los ojos……toda suya.

Cuando volvió a abrirlos miro sus manos, arrugadas y temblorosas, sosteniendo aquella foto que les sacaron el once de junio de mil novecientos treinta y tres frente a las escalinatas de la Escuela.
Hacía mucho que se había dejado la vista sobre los libros pero no le hacía ninguna falta buscar las gafas para saber quienes eran aquellos dieciocho niños y veintidós niñas, vestidos de domingo, como si, de hecho así lo era, la llegada del fotógrafo fuera la noticia más importante que acontecería aquel verano en el valle.
Estaban todos repeinados, con los pantalones bien subidos y las trenzas tensas, con ese rostro de falsa seriedad que intentaban mantener mientras por detrás Lucas de Casa Solans tiraba de la chaqueta de Rodolfo de Marazuela para que saliera con la chaqueta arrugada o Blasa intentara desajustarle las coletas a la pobre Enriqueta de Casa Cadena que salió con el rostro compungido, a punto de estallar en una lagrimosa rabieta.
Los miraba allá lejos, en la Residencia de Nuestra Señora de Guadalupe, adonde lo mandaron desde el Geriátrico de Jalisco cuando vieron que era tan viejo que le iba a costar un rato largo el morir.
Allí llegó con la miserable pensión del maestro refugiado, un par de pantalones, cuatro camisas, dos jerséis de invierno, uno de verano, la bata de andar por casa, la boina, unos zapatos de domingo que ya no se ponía y las pantuflas de diario, todo en una maleta que llevaba en una mano mientras en la otra, se sostenía con la garrocha que le regalara su hermana de Zaragoza el año que se rompió la cadera saliendo del cuarto de baño.
Sin otra cosa que hacer que esperar y dejarse morir, miraba y remiraba la foto tratando de no recordar……..pero lograrlo era imposible.
Imposible no imaginar la ruda inocencia de Fidel marchitándose, languideciendo por el tifus y la hambruna en los campos nazis, mirando al cielo austriaco, gris y espeso, preguntándose por unas montañas a las que nunca regresaría.
Imposible no imaginar como la Torcida mano de Mariano era vista incluso con envidia cuando llegó la guerra y con ella hicieron falta las manos jóvenes y firmes de las que el carecía por nacimiento para ir a morir al frente.
Imposible olvidar la noche en que se llevaron al cura y al padre de Gloria, juntos y atados del cuello como si de un yugo de bueyes se tratara, para matarlos de dos tiros a las afueras del pueblo…..un pueblo que calló, salvo Asunción que no lo hizo y apenas salió el sol se puso de luto y marchó a abrazar a Gloria, a darle el pésame y ayudarla a amortajar a su padre.
Imposible no recordar como sonó el eco de la descarga que mató a Joaquín, cogido de la mano de su padre, por ser un Pardo, por haber escuchado los milicianos por boca de un Fumanal que todo lo que tenía se lo había ido robando a la gente humilde y trabajadora como el.
Imposible borrar la mañana en que Aurora y Felisa se separaron, la una camino a Francia por temor al que venía, la otra decidida a arriesgar y esperarles para ver que pasaba, esperando años y más años hasta que el destino las volvió a ver abrazadas, con más canas y disgustos, con más fatigas y cansancio, con ninguna gana de gastar broma alguna.
Imposible taparse los oídos para no escuchar el grito desesperado de Esteban el día en que unos soldados, por practicar con el Mauser, le mataron a la Canela y como desapareció sin dejar rastro, dejándose tragar por el robledal, que no lo escupiría hasta muchos años más tarde, ya en forma de huesos y camino del camposanto. Por lo no vio otra que ahorcarse.
Imposible que la sangre no se le volviera a helar recordando la mirada cargada de rencor que José mostraba el día que marchó, fusil al hombro, tras los milicianos que mataron a los Pardo o aquella tarde de retiradas, noche triste en la que tuvo que huir a Cataluña con las cicatrices de metralla en el cuerpo y de las heridas lacerantes de la derrota en el alma, con la sangre fría, a saber de donde la sacó, para arrearle un tiro en la cabeza al viejo Tomás, al que buscó por todo el pueblo hasta ajustarle las cuentas, porque de pequeño le había arreado un garrotazo cuando le sorprendió robándole la puesta de la mañana.
Imposible no ver a Flor que ahora se llamaba María Inmaculada y que cuando le dijeron que con los cambios podría volver a llamarse Flor se hizo la tonta, por temor aun tan de mayores, a que regresaran para volver a violar a su madre delante de sus aterrados ojos por creerla roja cuando en realidad solo era algo soñadora.
Y Félix…..Félix casi Bachiller, Félix roto aquella tarde en la que todos lo vieron regresando tambaleante por el camino del túnel con el brazo destrozado, colgando como si fuera un guiñapo, casi cercenado por la granada que se encontró tirada por el campo y que, bueno como era, no se le ocurrió otra, que recogerla y llevarla al arsenal que los rojos tenían en San Miguel por temor a que estallara y le hiciera daño a otro que no fuera el.
Ese día, Higinia dejó de sonreír cuando lo veía.
En su lugar, solía cogerle el muñón y acariciárselo como si de la magia que surtían sus manitas de niña pudiera lograr que volviera a brotarle lo amputado. Y cuando se cansaba de hacerlo, lo llevaba al río y se pasaba la tarde recogiendo piedras, las más extrañas y curiosas que encontrara, para dárselas.
El las guardaba todas, sin dejarse perder una sola.
Tras marchar a la Argentina, nadie volvió a saber Félix….e Higinia…Higinia se quedó un poquito más sola…..un poquito menos niña.
Fue entonces cuando si quiso recordar.
Recordó su bien más valioso, el más preciado que conservaba, el que desde que subiera a aquel barco en Brest rumbo al ya no tan nuevo continente, guardaba siempre, republicano como era, en el bolsillo izquierdo de su pantalón.
Echó la mano al hueco y apretándola como quien encierra dentro de si su más valioso secreto, la abrió perezosamente mientras, a medida que la luz iluminaba la piedra del rayo blanco, iba ofreciendo una sonrisa desdentada.
- ¿Qué maestro, hoy andamos de buen humor? – preguntó una enfermera.
- Será que tenemos buenos recuerdos.

Bucardo




Este relato está dedicado a la memoria del Lorenzo Berdala Pardo, maestro de Linás quien por encima de todas las causas, defendió una sola.....la tolerancia.


Registro Propiedad Intelectu@l

2 comentarios:

Unknown dijo...

Me encanta,dedicado a mi abuelo...

Unknown dijo...

Me encanta,dedicado a mi abuelo...