lunes, 16 de julio de 2007

El Coleccionista


El Coleccionista

La mirada de Don Rigoberto contemplaba orgullosa y detenidamente toda la esplendidez de su rebosante pabellón de caza.
Lo hacía tal y como a el más le complacía…..en la más absoluta de las soledades, rodeado únicamente por el lento, cadencioso y metódico paso con que sus suelas, rompían el vació de aquel enlosado blanco y negro, pulcramente pulimentado.
Por lo visto uno de sus ingeniosos antepasados, de los que hacía siglos andaba deshuesándose en el panteón familiar, obligaba a la servidumbre a deslomarse manteniendo la brillantez del suelo con la exclusiva intención de que las brillantes pinturas que ordenara realizar a un desconocido y barato artista italiano, allá por los tiempos del tercer Carlos, se reflejaran sobre el como si fuera un espejo, contemplándolas sin necesidad de dejarse el cuello en el intento.
En principio aquel pabellón, alejado del palacete principal y al que tan solo se podía acceder a el tras sobrepasar el enmarañado seto que lo bordeaba, había sido concebido precisamente para eso, para la caza.
Pero el animal monotemático en las monterías que dentro del edificio se realizaban, solían ser las amantes, muchas y muy variadas que sus ancestros habían ido coleccionando como si de vulgares obsesivos filatélicos se trataran.
Para ello, solían usar la única de las estancias que disponía para su caldeamiento de una chimenea de recio alabastro blanco, hace tiempo olvidada por sus funciones la cual, recordaba Don Rigoberto, era presidida por un lecho dieciochesco, coronado por un doselete sostenido por churriguerescas columnas ante las cuales, fornicaron y se precipitaron entre las delicias del pecado, todos los varones predecesores de su familia con excepción, claro estaba, de la suya.
De esta forma desde renombradas actrices de variedades hasta camareras de burda taberna, desde prostitutas de adoquín hasta lujosas damas de muchos reales entre las piernas, pasando por aterrorizadas criadas a muy nobles señoras de muy innoble moral, aquel camastro había demostrado sobradamente, las constantes embestidas e infidelidades que tuvieron que soportar las féminas del clan por mantener posición y buen nombre.
Pero desde su acolchada infancia, Don Rigoberto no parecía sentir pasión alguna por los placeres púbicos por lo que en cuanto la edad hormonal llamó a las puertas de su vida, en lugar de acudir discretamente a quien por unas monedas le hubiera servido de cómodo y despreocupado alivio, se presentó ante sus sorprendidos padres, rogándoles que le escogieran entre las jóvenes de rica familia que así lo pretendían, aquella que ellos prefirieran para que le sirviera de esposa y desahogo.
La razón de su negativa a heredar aquella propensión familiar hacia los escarceos amorosos había que buscarla en la que con el tiempo se convirtió en la gran pasión de Don Rigoberto…..una pasión menos pecaminosa y más sangrienta por la que estaba dispuesto a pagar y perder lo que fuera por satisfacerla…..la cinegética.
Si, fue la caza quien lo guió aquella mañana a quemar, ante los atónitos ojos de los criados, todos los muebles del salón de la chimenea.
Aunque el servicio, como tal era su oficio, murmuraba postulando mil y una teorías que justificaran tan enigmática decisión, siendo además que apenas hacía dos días que su padre había sido enterrado y el era su nuevo señor, mientras chisporroteaban ante sus ojos las parras de vid y angelotes mofletudos, las telas de ornamentación vegetal y los tapices de temática picaresca, el recordaba la noche en la que todavía niño, buscando sorprender al chotacabras cantor, la casualidad lo guió hasta el pabellón y en el, a descubrir lo que nunca debería haber visto.
Hasta entonces había considerado a su padre como un varón recto y seco, de virtudes intachables, serio ante el sermón e inquebrantable en todas y cada una de sus convicciones……pero toda aquella fachada de orgullo y convencionalismo parecía no haber existido nunca, doblegada ante esa puta de desconocida faz, tapada tras una máscara felina que golpeaba las desnudas y enrojecidas nalgas de su progenitor, obligándole a lamer sus pies calzados con tacón negro y alto.
Aquella dolorosa revelación, insufló en su carácter toda la soberbia, toda la arrogancia a las que su padre parecía renunciar sometiéndose a aquella locura servil y carnal, razón que le instigó a buscar todavía con mayor vehemencia a aquella esposa de altar, que le agotara los ardores y las ansias eyaculatorias mucho antes de que tuviera que verse a el mismo postrado como un caniche de feria ante los pies de cualquier fulana.
Y así, tal y como acontece con todos los mortales, por estirados o humildes que estos sean, los primeros años de su matrimonio, los más febriles por eso de catar en vivo lo que hasta entonces tan solo había escuchado chismorreándose a la luz de algún candil falto de aceite, los más faltos de sueño por aprovechar la más mínima oportunidad en favor de sofocar ardores, los más ilusos e inconscientes, transcurrieron sobre esa nube de felicidad a la que el hábito y el hartazgo, terminan siempre por disipar como el sol a la niebla matutina.
Apenas parido el primero de sus cuatro vástagos, todos varones por supuesto, el neonato se transformó en la primera obsesión de su esposa, en el más posesivo de sus dominios, postergando todo lo demás a la vigilancia de su salud y buena educación, transformando la calidez y buena disposición de sus apetitos, en el simple cumplimiento sumiso hacia el deseo del marido.
Postergado el placer a lo estrictamente necesario, Don Rigoberto dio rienda suelta a la segunda de sus apetencias, la cual fue dominándolo de tal forma que sacrificaba rentas, tiempo y buenos negocios para la satisfacción de la misma, para el aprendizaje de cada triquiñuela, truco o hábitos para alcanzar la más absoluta de las perfecciones en todas y cada una de sus modalidades.
Y era ahora, al punto de la senectud, paseando relajadamente por el largo pasillo que servía de divisoria a las numerosas estancias del pabellón, reconocía haber logrado postergar en el olvido, la lacerante imagen de su antecesor lamiendo aquel trozo de cuero taconeado pues cada paso, en lugar de recordarle aquel desagradable incidente, lo situaba ante el fruto taxidérmico de tantos años de cultivo por su pasión cinegética.
Cada ojo vidrioso, cada pellejo polvoriento y reseco, cada cuerna deshuesada o con cabeza, le traía a la memoria todos los empeños y dineros, todos los alardes y reveses, todos los momentos en que tuvo que lidiar contra lo legal y amoral para lograr aumentar su espléndida colección de disecados.
Como el tigre, de Bengala, auténtico, abatido directamente en la India de Gandhi, la Indira, la descendiente del Mathama que quiso convertir al felino en el símbolo del país y a su conservación en una cuestión de Estado tan importante como lo pudiera ser la Cachemira o el hinduismo.
Pero para muchos indios, absorbidos por la pobreza y la necesidad, desesperados mientras enterraban uno tras otro a todos sus hijos, consumidos por el hambre o las debilidades, el orgullo patrio, el peligro de la cárcel o la muerte a manos de los bien armados guardas era aceptable cuando Don Rigoberto exhibía ante sus ojos un billete de mil dólares.
La fiera cayó mansamente.
Tanto que el cazador sintió cierta decepción cuando la enorme habilidad de su guía logró aproximarlo a escasos doscientos metros de un felino despistado por el viento de cara, adormecido por la gacela que acababa de devorar.
Por suerte su taxidermista, único y exclusivo, quien viajaba junto a el en todas y cada una de sus cacerías, sabía obrar tanto como cobrar y tras congelar de inmediato la pieza, la despellejó con sumo cuidado, moldeó su cuerpo, fabricó un postizo perfecto e inconfundible de su poderosa dentadura y lo consiguió combinar con semejante maestría, que de sus restos fabricó un tigre de aspecto amenazador y descontrolado.
Sobre la bestia, un impala hierático y pensativo, de enormes y profundas retinas, negras y cristalinas, capaces de reflejar el Don Rigoberto, y su tremenda cuerna alzándose majestuosamente hasta casi rozar al Poseidón pictórico del techo, de cabeza exagerada y cuerpo fofo, que ensartaba un pez con su tridente.
Continuó su paseo hasta situarse frente al elefante, tan africano como el impala, tan inútilmente protegido como el tigre. A pesar de sus insistencias, conservar aquella mole había sido del todo imposible y tuvo que conformarse con la cabeza, seccionada por dos rudos porteadores de piel de ébano y músculos fibrosos que la separaron del cuerpo ayudados por afilados machetes de manera hábil y rápida.
Luego vino la carrera con aquella camioneta destartalada, acelerando despreocupadamente por caminos de ñus para conseguir que la pieza no terminara descompuesta por el calor keniata y llegar hasta el congelador del hotel donde, previo soborno al director, aquella cabeza sanguinolenta terminaría por convertirse en algo decente que poder exhibirse.
Aquel monstruo y sus colmillos lo contemplaban ahora tan fría y retadoramente como cuando lo hicieron aquel mes de enero sobre la sabana, mañana tan calurosa que parecía iba a derretir hasta el plomo de sus balas explosivas.
Lo vio acercarse, sacrificándose a favor de su manada, tratando de salvar a las hembras y sus crías, seguro de que moriría al hacerlo.
Pero aun con todo cargó.
Cargó aun cuando vio a Don Rigoberto quitar el seguro del rifle, cargó aun cuando lo vio encarar el arma, aun cuando sintió el estallido de la primera bala sobre su cuello que lanzó un gorgojeo sanguinolento sobre el polvo que levantaba su suicida locura y aun continuó haciéndolo hasta que el segundo impacto le destrozo los sesos y puso su cráneo allí mismo, presidiendo el pabellón de caza.
Pasó luego al lado oriental, donde se situaban los ventanales, altos y amplios, que recibían directamente la luz de la amanecida, aunque la discreción que imponía el contenido de aquella sala, hubiera obligado a cambiar los cristales convencionales por otros tintados, mucho más convenientes.
Allí, sentado como si oteara el horizonte, estaba el gran gorila.
No, no uno de esos del llano cuya caza era tan sencilla como aburrida. Esos desgraciados tenían costumbres tan fijas que todo el mundo sabía donde estaban localizados sus bebederos y abatirlos era tan sencillo como matar moscas. Cuando mató a uno de esos sintió tanto asco por su docilidad que lo dejó allí tirado para que los escarabajos se dieran un buen festín con sus restos.
El que contemplaba era uno de esos bravos y escasos montañeses, enormes, duros, un auténtico y espléndido espalda plateada, acostumbrado a sobrevivir a las guerras fronterizas y el acoso de unos furtivos tan perseguidos como el objeto de sus persecuciones.
Su hombre en Ruanda había hecho un buen trabajo.
Era difícil desde que la doctora local, la doctora mono como la tildaban quienes la despreciaban, andaba chillando histéricamente que el gorila de montaña se nos perdía para siempre y chorradas por el estilo.
La muy jodida sabía bien que contra más focos hubiera sobre su causa, más se asustaba a aquellos que como el, estaban dispuestos a pagar por matar.
Durante meses había seguido a ese enorme macho hasta que, acosado por la tala y el hambre, se vio obligado a descender a las plantaciones del monte bajo.
Entonces lo llamó y al día siguiente, Don Rigoberto, su hombre y cinco transportadores sanos se trasladaron en todoterreno casi hasta donde se distinguía el monumental lomo del animal.
La doctora Leakey no escuchó el disparo que derrumbó a su “monito” mientras masticaba tranquilamente las hojas de un platanero.
De haberlo visto se habría descompuesto contemplando el agujero del tamaño de un puño que le partió en dos el pecho, sentenciándole aunque el animal se resistiera a morir colocando sus gruesos dedos sobre la herida, suplicando por su vida con la retina.
Durante el proceso de disecado los ojos se dan de comer a los perros pues como todo órgano es imposible de salvar durante el proceso.
En su lugar se sustituyen por imitaciones de cristal o plástico sólido.
Don Rigoberto no toleraba el plástico.
Hacía años había asistido a una cacería de politiqueo cerca de las dehesas de Montfragüe, antes de que prohibieran a los incapaces lo que pagando se podía hacer en cualquier lugar del mundo, por civilizado que pretendiera ser.
Mientras los monteros recontaban una y otra vez las cerca de dos mil perdices abatidas, contempló el gato montés disecado y dispuesto sobre un armero saturado de viejas escopetas de esas que se dejan a los resacadotes para que asusten a la pieza pero no puedan matarlas y así esta llegue sana aunque agotada a los pies de quien la paga.
Por mucha hectárea y cartera que tuviera el dueño de la finca, por muchas buenas relaciones y esposa modelo de los que presumiera, no gustaba de la perfección y aquel delito se demostraba en la vulgaridad de aquellas retinas plastificadas y en la ausencia de una temperatura ambiente que evitara a la lengua del animal, el haberse derretido como hielo bajo los rigores del verano extremeño.
Tampoco le costaba mucho acordarse del okapi, tan raro como caro, el más costoso de cuantos hubiera conseguido derrumbar más no por su fiereza sino porque cargar con el baleado cuerpo de aquel gigante bajo la bruma fétida, agobiadora y putrefacta que invade la selva congoleña fue tarea tan infernal como para costarle uno de sus porteadores, fulminado a causa de un golpe de calor a dos días escasos de su aldea y cuya mujer lloraba con lágrimas de sincera alegría cuando Don Rigoberto le pagó con la calderilla de un billete de cien dólares el entierro del marido y la dote de su próximo matrimonio.
¿Y como iba a olvidar a aquel groenlandés de fuerza sobrehumana y mirada penetrante e insumisa?. Si, ese monumental ser humano que lo mismo susurraba tiernas palabras de consuelo a uno de sus perros de tiro cuando chillaba de puro dolor por haberse quebrado la pata en una mala pisada que rompía enormes pedazos de hielo en mitad de la tormenta más desbocada para levantar un iglú salvador en menos tiempo de lo que se necesitaba para congelarse en aquel universo de glaciares.
Si, aquel groenlandés de rostro curtido, respetado incluso por los mismos inuit, tan acostumbrados a su mar helado como desacostumbrados a que un blanco fuera capaz de oler al gran polar mucho antes de que el lo hiciera.
Solo los elegidos, los más duros, los que saben escuchar podían sorprender al gran rey en sus dominios.
Con facilidad podría haberse agenciado un ejemplar canadiense, uno de tantos que acostumbrar a cebar en los vertederos de cualquier asentamiento aislado para luego abatirlo a buen precio bajo la excusa de que son un peligro para el ser humano.
Aquello le habría costado la mitad de dinero y lo habría podido hacer desde un puesto con calefacción y con el trípode dispuesto para asegurar el disparo.
Pero aquellos ejemplares eran mucho más pequeños que los enormes machos de la gran isla de hielo y el, como ya sabía desde pequeño, solo gustaba de lo mejor.
Por eso cuando lo vio aparecer tras una loma blanca, temió que tras padecer semejantes temperaturas el temblor de sus manos lo traicionara.
Pero no lo hizo.
El tiro lo alcanzó en el lomo, destrozando la espina dorsal sin llegar a matarlo.
El animal, sufriendo terriblemente, trataba en vano de defenderse intentando inútilmente erguirse para hacer frente a su agresor
Tardó casi diez minutos en recordar que debía rematarlo.
Al volverse sonriente, creyó ver lágrimas en los ojos del groenlandés.
Pero nunca sabría si lo eran o no.
Solo que desde entonces, nunca más volvió a responder a las llamadas de aquellos amigos a los que Don Rigoberto recomendaba al groenlandés cuando estos querían imitar su hazaña.
Subió las escaleras del coro.
Su bisabuelo, un amante infatigable hasta del arte más vulgar, gustaba de mostrar las pinturas del pabellón a sus visitantes y amistades, presumiendo de que se trataba de su particular Capilla Sixtina, algo posible en aquellos parajes donde los aldeanos y vecinos no acostumbraban a ver arte más sacro que el de sus rudas iglesias.
Por eso hizo levantar el coro a unos metros del suelo y de esta forma poder contemplar con quietud las frescos de la techumbre.
Pero a Don Rigoberto esos frescos podían humedecerse y venirse abajo.
A el lo que le gustaba sobremanera era observar desde allí, sentado en el sofá que mandara disponer a tal efecto, los frutos de tantos y costosos años de llenar de casquillos lo largo y ancho del mundo.
Así, bajo su mirada, se extendía una inmensa Arca de Noé inerte, pétrea, un Jardín del Edén momificado, un inútil ejercicio de biología, un incomprensible derroche de vida…..jaguares, pumas, rinocerontes blancos y negros, ciervos europeos, chitales, gacelas, gamuzas, chimpancés, varias perdices blancas dispuestas como todavía fueran capaces de entonar su parada nupcial, un oso pardo de pie tratando de husmear el viento pues el tiro le penetró por la boca destrozándole los dientes e impidiendo una pose mucho más agresiva, zorros rojos, polares y del desierto, una hiena, un hipopótamo enano pues el gigante era imposible de disecar y tuvo que conformarse con la fotografía dispuesta sobre, demostrando que pequeño o grande los dos terminaron en iguales, un cocodrilo australiano y encima otro del Nilo, una anaconda malamente conservada, un orangután macho al que su cuidador vendió entre lágrimas para saldar la deuda con unos traficantes de droga locales que finalmente terminaron por matarlo a causa de otros asuntos, un lince boreal y otro ibérico más pequeño y moteado, un ibex macho italiano y otro hembra francesa con su cría al lado que se dejó matar sin resistencias por no saber que hacer delante de aquellos hombres que destripaban el cuerpo de su madre ante sus inocentes ojos, una nutria europea diminuta ante su gigantesca pariente del amazonas, un ocelote, un oso negro, otro bezudo, dos buitres leonados, uno negro y otro plateado del Sinaí, un cóndor andino, un águila calva, tres faisanes intentando huir del ataque de una gineta, una imitación de tronco de donde colgaban una ardilla roja, un agateador norteño, un pito negro y en su base, un chotacabras de infausto recuerdo, corzos, gamos, dos muflones y una cabra de Creta, un macho de urogallo, otro de grevol y un pavo real salvaje no de criadero, casi todos los lemures conocidos y cazables, un dingo de bochornoso aspecto, un canguro y un demonio de tasmania, un puercoespín, un hormiguero macho, dos grullas cortejándose, seis o siete ánsares imitando una partida en vuelo, una avutarda, sisones, una garza imperial, la cabeza de una jirafa, una cebra de cuerpo entero mostrando su equina dentadura, pelos, pelos y más pelos……así hasta poseer una colección que solo el y su taxidermista conocían, apreciaban y conservaban.
Y su taxidermista callaba.
Callaba porque gustaba del lujo, callaba porque ese lujo tenía un precio y callaba porque Don Rigoberto le daba acceso a ese lujo gracias a su chequera y el buen uso que daba de ella.
El dinero todo lo compra…..lo que más; el silencio.
Pero le faltaba uno.
Uno nada más.
Pero ese uno le obsesionaba hasta la locura más extrema, hasta la inapetencia, hasta el insomnio, hasta sentir la taquicardia de su corazón en las sienes, con su nombre embutido en el cerebro, repitiéndose una y otra vez, rompiendo los tabiques de su cordura, escalando, sobrepasando todas y cada una de sus prioridades.
Así, cuando de madrugada su señora se dejaba invadir por los somníferos que endulzaban el aburrimiento, imaginaba una y otra vez el encuentro, el decisivo momento en el que se enfrentaría a aquel reto, en la munición que utilizaría, en si usaría la ballesta, la escopeta de postas, el rifle de cerrojo o la automática de cinco disparos, en si un calibre convencional sería lo más adecuado o por el contrario aseguraría con una “dumdum” .
Y mientras paseaba por los palmerales de su jardín camino del picadero, cerraba los ojos y se veía encarando el rifle, apuntando, acariciando el gatillo como se hace con una amante, lenta y tiernamente hasta dejarse sorprender por el disparo, en como reaccionaría el animal al recibir el impacto, si caería fulminado o por el contrario todavía tendría algo de fortaleza para ser consciente de que iba a morir.
Sus mejores ejemplares lo fueron siempre a segunda bala.
Según su taxidermista, el dolor tensaba los músculos y con ellos la piel, facilitando luego separar la uno de los otros y que el moldeado en cal del cuerpo fuera mucho más firme y realista.
Pero el, tan capaz como era de extraerle las tripas a cualquier bicho que el previamente hubiera derrumbado, jamás había sentido en sus manos el ego del cazador….ese que le lleva a buscar la testa y cumplimentar por la vía más resolutiva.
Luego pensó en donde dispondría su nueva pieza. Pensó en colocarla en el lugar del elefante, cuyos colmillos destacaban mucho sobre la pared o en una mesita en el centro, entre los monos de pequeño tamaño. Incluso llegó a idear en reservar en exclusiva la sala de la chimenea y disponer un sofá donde el pudiera sentarse y disfrutar pausadamente de la coronación final de su particular zoo de bestias muertas.
Y meditando sobre ello estaba, cuando su experto en preservación lo interrumpió.
- Don Rigoberto – dijo con fingida reverencia pues tras tantos años compartiendo pasión, la complicidad se había instaurado entre ambos.
- ¿Esta listo?.
- Aquí mismo señor.
- ¿Aquí? – preguntó siguiendo el dedo que se lo señalaba- Bien….- afirmó con creciente ansia-…..muy bien.
Descendió las escaleras y se acercó.
A dos pasos extrajo la daga que mantenía oculta tras el cinto de sus pantalones de diseño y se la clavó certeramente entre el costillar.
Sintió su nauseabundo olor, sintió su miedo.
El mendigo no comprendía porque le faltaba el aire…..el solo acudió convencido de que allí le darían trabajo……no entendía porque aquel dolor intenso le traspasaba el corazón…….solo vino seguro de que por fin su mala suerte se había terminado…..no vislumbraba porque la sangre le manaba a chorros, derramándose sobre aquel enlosado donde se reflejaba su rostro mugriento y barbado…….tan solo deseaba dormir aquella noche por primera vez en años bajo techo, caliente y sobre un colchón.
Al caer sus ojos, claros, hermosos y abiertos de par en par fueron poco a poco vidriándose hasta morir el alma y su viveza con ella.
- Es una pena que no puedas conservarlos – dijo Don Rigoberto.
Fue lo último que escuchó antes de que sus piernas se estiraran y en un postrero estertor se entregaran a la muerte.
- ¿Cuándo lo podrás tener?.
- Un par de meses como siempre.
- No le afeites – añadió – Le da un toque…..salvaje.

Bucardo


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