martes, 24 de julio de 2007

El Puente de la "Suicidada" - I Parte


El Puente de la "Suicidada"

Cuando uno comienza a sentir sobre su cuerpo los efectos de la plena senectud, se sorprende siendo capaz de recordar con viveza casi presente aquello que le aconteciera años atrás y a la par impotente para acordarse lo que desayunó por la mañana.
Es la remembranza añorante, esa puñetera traidora que te lleva allí donde la felicidad superaba la dicha, porque si bien es cierto que apenas nacemos comenzamos a morir, también lo es que a medida que vamos creciendo, la dosis de felicidad mengua gota a gota hasta reducirse a pequeños momentos, ridículos reductos.
Y es hoy, no se porque razón, que a la caprichosa de mi memoria le da por recordar aquel atardecer de noviembre, noviembre seco pero frío, como suelen serlo en las montañas que escoltaron mi infancia, que la protegieron de todo lo malo que luego, en la edad adulta, me vino todo a una sin defensa ni escudo que me ayudara.
Como solía ser habitual, la escasa veintena de ojos que evitaban el cierre de la escuela del pueblo, mirábamos con impaciencia las manecillas del gigantesco reloj de fondo blanco y números negros, escrupulosamente compenetrado con el del campanario de San Pedro, objeto de todas nuestras devociones y rezos pues apenas estampaba los cinco toques sobre la campana, salíamos como un reventón sin dar tiempo a la apurada maestra para que prosiguiera con su retahíla de deberes, ansiosos por aprovechar al máximo aquella hora y media que nos regalaba el día entre la misa de seis y los deberes frente a una rebanada de pan con chocolate o el vaso de leche con galletas María contemplando como la abuela hacía calceta con el enjuto cuerpo bien arrimado a la estufa de leña.
Si, aquella tarde tocaba jugar al escondite, pero no a un escondite cualquier, de esos que limitaban esquinas y posibilidades a las que ofrecía la Plaza Mayor o algún descampado franqueado por tapias, bojes y algo de matorral.
Aquel iba a ser un escondite ancho y largo como lo era el pueblo y sus bordas más cercanas, comenzando por los soportales del Ayuntamiento, pasando por los muros del camposanto, la fuente de San Miguel, los nogales de la Resu, los bajos del retablo mayor, la sacristía, el cuartel abandonado, las huertas del camino de Loar o los gallineros que todavía algún viejo se empecinaba en mantener contra toda razón y ley antisalmonelosis.
Mientras los mandamases, si de esos que los hay hasta en edades tan tempranas, acordaban las normas por las que se regiría la competición, yo trataba de encontrar un lugar que me asegurara no ser encontrado, un lugar alejado y tranquilo, un lugar evitado aunque fuera arriesgado aunque nos hubiera sido una y mil veces prohibido, el acercarnos hasta el.
Y es que para los que de zagales hemos sido pasicortos en el andar, inútiles para los juegos, faltos de rabia en la rivalidad y enclenques de tamaño, para los que como yo nos quedábamos recomprobando nuestra soledad cuando tocaba elegir equipos de fútbol y mirando a diestra y siniestra volvías a ver el escaso aprecio que te tenían….ganar, resaltar, destacar, convertirte por un día, que digo un día por un solo minuto en un héroe, llegaba a convertirse en pura obsesión que te acunaba entre sueños y momentos de sesteo durante cualquier clase.
Quería sorprender a todos los que de mi se reían, callar sus bocazas abiertas y sobre todo, las risitas menos bruscas pero mucho más hirientes de las niñas, quería no dejarme atrapar, encasillar en el eterno papel de perdedor, quería que Ramón de Casa Cajal, Luís de Casa Capablo, Carmen de Casa Ballarín o María la Moflis cada vez que organizaban una merendola me llamaran, cada vez que invitaban a un cumpleaños desearan tenerme entre sus amistades, cada vez que planeaban una travesura me consideran parte de ella y no objetivo de la misma.
Por eso elegí el puente de la “Suicidada”.
Si bien con ocho años uno sabe el significado de muchas palabras y luego a medida que va creciendo, se limita a afinar las conocidas y limitar su vocabulario a las que verdaderamente necesita, la infancia suele vivirse entre pañales de oro, con el hambre y el sueño bien sosegados, deseando solo vivir por lo que la sola idea de la muerte no tenía mayor cabida que cuando la abuela te obligaba a ir de monaguillo a misa para llevar la cruz en procesión tras el ataúd de algún abuelo claudicado.
Pero el padre de mi madre, mi abuelo Sereno, tan del pueblo que parecía haber sido fundado e impuesto en sus normas por el mismo, se encargaba regularmente de advertirme que jamás, nunca me acercara a ese lugar…..mucho menos solo……mucho menos de oscurecidas y sobre todo, ante todo……ni por locura durante la noche de San Juan.
Lo decía tajante, con cara tan seria como seria la tenía, solo que todavía más y claro, eso a un niño de aquella edad, que soñaba con ponerse pantalones largos en verano, era demasiada seriedad como para no ser tenida en cuenta.
Sin embargo, el abuelo y su mesurado rostro no estaban frente a Fernando de Casa Loca el día que se organizó otra escondida igual que la que se preparaba aquella tarde y me dio por buscar escondrijo camuflado por la paja suelta de la era Simona, que estaba cerca del poste de salvación donde el buscador contaba hasta ciento…haciendo por la vereda mil recortes, miradas furtivas y trampas.
Como ya era habitual Fernando, que hacía justa fama a lo de Casa Loca, no tardó más que lo que se necesita para comerse un Sugus en encontrarme, solo que el muy hijo de….en lugar de gritar mi nombre al viento para que todo el mundo supiera que una vez más yo era el primero en caer, se bajo la bragueta y, sacando su imberbe pene, meó encima mío.
Y el meado, o sea yo, salió aterrado de debajo de las pajas calado de humedad y peste a orín, sin saber muy bien como reaccionar puesto que Fernando, como todos los que luego le rieron la gracia acrecentando mi bochorno, era de mayor porte y brutalidad que yo.
Por eso a las cinco y cuarto corrí como si estuviera solo en una calle pamplonesa frente a toda una manada de Miuras, para esconderme bajo la arcada del puente prohibido, sabedor de que a ninguno de mis rivales se le iba a ocurrir buscarme allí, dado que no había abuelo ni abuela en el lugar que no les hubiera hecho igual advertencia que la que el mío hiciera…..solo que yo siempre fui demasiado cohibido como para que pensaran que fuera capaz de desobedecerla.
La intención no era dejar que atraparan a los demás y salir luego sigilosamente para salvarlos de la prisión alzándome en vencedor y liberador. La intención sencillamente era quedarme allí hasta que la torre tocara seis y media, salir, merendar, hacer los deberes, hacer rabiar a mi hermana, jugar con el perro, cenar, ver la tele, dar un beso a mis abuelos y marchar a la cama.
Pero los nervios y el cansancio terminaron por jugarme una mala pasada.
Olvidé que en la montaña la madrugada no conoce edad, que una casa se despierta a una y no en orden creciente, que las matemáticas agotaban la mente y la falta de presupuesto para la calefacción la piel, que los recreos siempre terminaban en disputados partidillos de fútbol, de esos de patada en la espinilla, empujón directo al suelo, patadón y gol…..olvidaba los malos ratos que te hacía pasar la mirada de una maestra enojada porque por enésima vez no te sabes la tabla del nueve y que el hilillo fino de agua que transcurría bajo el arco del puente era como un susurro que acunaba el cansancio hasta conseguir que me durmiera como si estuviera en brazos de mi madre.
Cuando desperté era noche cerrada.
El viento gélido, nacido en las alturas, se precipitaba barranco abajo, ululando cuando traspasaba el puente y este lo mandaba despedido valle abajo, directo a la ribera del río. Se anunciaba tormenta, ventisca y nieve.
El invierno llamaba a nuestras puertas.
Como no tenía reloj ni forma de averiguar la hora que era, así, con la falta de preocupación que se tiene a los ocho, cuando uno se sabe vivo y piensa que eso también lo saben los que le aman, salí de mi escondrijo frotándome las manos pero no a causa del frío, sino imaginando el paseo ufano que me daría por la mañana camino de la cola de entrada a la escuela.
Afronté la cuesta que salvaba el barranco hasta conectar con la cañada que luego conducía al pueblo, dejando a mi diestra el acueducto y a la izquierda un enorme boj centenario.
Pero no era lo mismo subir que bajar, ni hacer lo uno con luz y lo otro tanteando, ni las sombras ni los tamaños se perciben igual y, como uno era torpe por naturaleza, terminé por confiar en una piedra suelta y esta, al traicionarme, por mandar contra el suelo raspándome dolorosamente la rodilla.
Y con ella entre los brazos y el gesto dolorido, al echar la cabeza hacia arriba……la vi.
Vi su figura esbelta y gris, en realidad con mil tonos grises, todos apagados, con los ropajes anchos, dejándose mecer por el viento y sus cabellos, larguísimos, azotando un rostro triste, pensativo y profundamente melancólico.
No había, tal vez a causa de oscuridad, tal vez a causa de mi desmemoria, ningún color que pudiera recordar de ella pero si lo cabizbajo de sus ojos, el infinito dolor que inspiraban sus manos crespadas y pegadas al cuerpo.
Y ella, que sin duda debería haberme visto ascendiendo por las bravas y a trompicones, no hizo ningún gesto, ningún movimiento o mueca…..tan siquiera dirigió una mirada hacia mi.
- ¡Hijo!.
La voz en grito de padre hizo que me olvidara del dolor y, devolviéndome a la realidad, me dio nuevos bríos para ascender por el barranco hasta coronarlo.
Pero cuando giré nuevamente la vista……..ella ya no estaba.
No tuve miedo.
Tal vez porque a lo lejos distinguía la vigorosa figura de mi padre saludándome brazo en algo y la más achacosa del abuelo haciendo lo propio con el bastón, lo cual si que daba verdadero miedo.
- Hijo ¿se puede saber donde te habías metido? – preguntó papa – Son casi las ocho y tu madre ya andaba con sus dramas y lloros. A punto estaba de llamar a la Guardia Civil.
- Estábamos jugando al escondite – explicaba al tiempo que percibía como el abuelo se santiguaba sin quitar ojo al puente, desatendiendo al nieto por el que supuestamente hasta ese momento se había desvivido buscándolo – Me escondí allí abajo – señalé el barranco - y al salir del escondrijo he visto a una mujer con la cara gris….¿no la habéis visto? . Tenía la ropa…..
- ¡Calla! – exclamó el abuelo cuyo rostro se parecía contraerse a causa de la mezcla entre cabreo y temor que parecía dominarlo- ¡Cuantas veces te dije que por aquí ni asomar un dedo!.
- Abuelo – trató de mediar papa – eso son solo habladurías de la….
- ¡He dicho que no lo quiero ver aquí y se acabó!.
Al abuelo le podía faltar la fortaleza a la hora de andar pero no la voz si lo que quería era imponer sus razones cuando se le llevaba la contraria. Por eso cuando estaba de semejantes, cosa por lo común bastante frecuente, casi todo el mundo solía consentirle o fingir que le consentían, no más porque era mayor e incapaz de comprender ciertas cosas.
Aquella noche dormí poco.
No fue a causa de la reprimenda, ni por el cargo de conciencia o la falta de postre.
Aquella noche, se me formó una pregunta en la cabeza……una pregunta cuya respuesta mi edad era incapaz de encontrar y que el tiempo, los juegos, las preocupaciones y la vida fueron postergando…….pero jamás condenando a definitivo olvido.

Bucardo


Registro Propiedad Intelectu@l

No hay comentarios: