domingo, 8 de julio de 2007

El Austria


El Austria
Felipe del Río, hijo de infanzón, nieto de infanzón, infanzón desde que cualquier viejo, notario, piedra o legajo pudieran dar fe de ello en Linás, contemplaba desde las vetustas piedras de Morillo como ardían y se resquebrajaban los muros del castillo de Torla.
Arropado por las ruinas del antiguo torreón que en su día protegiera a sus ancestros de las razzias moras, el orgulloso señor del Valle de Broto, observaba como su mundo se desmoronaba al tiempo que lo hacían los últimos defensores de la fortaleza. Pronto las descargas cerradas de la artillería abrirían la brecha por donde penetrarían los infantes gascones que ya avanzaban, fila marcial y bayoneta calada, sobre los desesperados que aun creían posible defender el fortín.
A últimas horas de la tarde, primeras de la anochecida de aquel triste ocho de octubre, ya tan de atardecidas que costaba ver incluso el aliento gélido que exhalaban hombres y monturas, el incendio que consumía las murallas, iluminaba la flor de lis izada sobre el campanario de San Salvador.
Del Río pensó en el destierro, en la huída más que retirada, rumbo al Cinca y de allí hasta Barcelona donde de seguras su señor Don Carlos, estaría intentando reunir dineros y hierros con los que recuperar todo lo que se había perdido en Elche, Orihuela, Cartagena, Madrid……
- Señor – le recordó la fidelidad de Tomás – Los hombres andan impacientados.
Los hombres si, aquellos miqueletes bravos y correosos como el cuero envejecido, acostumbrados a cabalgar durante jornadas enteras sin que sus pies toquen el suelo ni su boca pruebe alimento para luego pelear a mosquete, cuchillo o espadón, con los dientes o las manos, sin temblar ante el enemigo, sin temer a Dios ni al infierno, a la derrota o la muerte.
Si, debía pensar en ellos, en que jamás podrían esperar mayor piedad que la horca de aquellos borbones ufanos y engreídos, venidos de Jaca a los que durante dos años habían derrotado y humillado una y otra vez hasta encerrarlos tras los gruesos murallones de la ciudadela, obligándoles a padecer hambres y mil penalidades.
La horca sería su única prisión si los gascones abandonaban el saqueo de la villa y se lanzaban en su persecución.
Sin embargo, tanto el enemigo como del Río, sabían perfectamente que la oscuridad marcaría el final de aquella sangrienta jornada y que en cuanto las vanguardias del usurpador vieran amanecer el nueve de octubre, tan solo encontrarían la estela de sus herraduras, sobre lo que quedaba del antiguo torreón de Morillo.
Felipe del Río, hijo y nieto de infanzones, pensó entonces en su casona, en su escudo usurpado, sorprendido de ver aquellos uniformes extraños, aquellas lenguas desconocidas. Pensó en su lecho ofreciendo cobijo a los oficiales franceses, en su bodega, en sus vinos, granos y bestias, saqueadas para proveer de alimento al ejército invasor. Pensó, más que en nada, en su mujer Isabel, la madre de sus tres hijos, encinta del cuarto que, conociéndola, soportaría todas aquellas afrentas con serena y estoica abnegación montañesa, protegiendo a su descendencia con su propio cuerpo, con su propia vida, negándose a servir como si de una vulgar se tratara, la mesa de los vencedores, negándose a comer ante sus ojos, negándoles el saludo, la hospitalidad, la mirada…..
Una lágrima surcó su rostro, abriendo una fina línea, limpia del hollín negro que lo recubría. Negro pólvora, toda la disparada, la respirada durante aquellos seis días de aterradora lucha en la que se perdió toda honra, razón y decoro, en los que desaparecieron el miramiento y la dignidad y en los que la desesperación de unos y el hambre de venganza de otros, borraron toda piedad de sus entrañas.
Y maldijo.
Maldijo la infertilidad de Don Carlos, hijo del cuarto Felipe, maldijo el día en que las postas trajeron consigo, siete años atrás, la noticia de su muerte, tan inesperada, tan inoportuna. Maldijo la carta que enviaron a las Cortes de Aragón, firmada y lacrada por todos los infanzones de derecho del lugar….los Lardiés y Viu de Torla, los Santamaría de Broto, los del Río, Pardo y Palacio de Linás, los Villacampa y Allué de Asín y en la que exigieron que sucediera quien sucediera al malogrado monarca, este jamás sería respetado en aquellos montes si antes el no respetaba los fueros y privilegios del Valle de Broto. Ya era de por si demasiado duro afrontar cada año los rigores del invierno, las incertidumbres del verano, las banderías, los bandoleros, los asaltos y robos de ganado, el escaso trigo y el mucho riesgo de aquellas montañas fronterizas para que encima se les tratara de iguales frente a otros más vasallos y menos bravos que ellos.
Dos años más tarde, lo único que recibieron como contestación fue la noticia que trajeron los ambulantes de que las tropas francesas del rey Luís habían entrado en Jaca sin gastar una sola bola de plomo y que su nieto exigía obediencia para un futuro que solo el decidiría.
Todos miraron al este.
Y en el este, el emperador mascullaba sus derechos y posibilidades. En el este, las naves inglesas traerían a Don Carlos que sería el tercero en el trono y el primero de los dos candidatos en jurar, apenas tocaron sus reales pies los muelles de Barcelona, que respetaría y acataría los derechos y fueros que siempre gozaron aragoneses, catalanes y valencianos.
Apenas se tuvo noticia del juramento, Melchor de Santamaría, Justicia del Valle de Broto, Pascual de Urieta su igual en el de Tena y Antón de Lacasa, el anciano de Biescas, acudieron rodeados de sus infanzones y montañeses, de sus pocas armas de fuego y muchas de filo, de su orgullo y templanza, para olvidar diferencias y rencillas, para jurar todos juntos, ante las piedras mojonas que marcaban límite entres sus respectivas jurisdicciones, fidelidad a su señor natural quien no era otro que Carlos de Hagsburgo.
Entre los que aquella mañana gritaron el….“!Por Aragón y Don Carlos!”….se encontraba Tomás de Casa Orús. Tomás nació con la doble desgracia de hacerlo segundón en casa pobre y como tal, se le negó el derecho a la hacienda y mujer propia y se le dio a elegir entre quedarse y someterse o la incertidumbre de emigrar en pos de un futuro mejor. Pero Tomás prefería pasar hambres que añorar para los restos los valles que tanto amaba. Por eso una mañana, se tragó su orgullo torlense y llamando a la puerta de los del Río, se puso a su servicio. Servicio que incluía fidelidad ciega hasta el mismo momento de su muerte. Servicio por el que a cambio, Felipe le proveería de techo bajo el que dormir, una escudilla caliente al día, ropa y una sepultura lo más cercana posible a San Miguel de Linás.
Aunque Felipe del Río fuera hijo y nieto de infanzones, aunque su casal ya defendiera la causa de los reyes aragoneses desde las invasiones gabachas, dos siglos atrás, aunque el aspecto sucio, rudo y furo de Tomás no inspirara mayor sentimiento que el alejamiento, su enorme corazón, sus desvelos y padecimientos por la suerte de su señor hacían que confiara y le tuviera en mayor estima que a muchos de sus estirados iguales con los que trataba en la cadiera de la Casa del Valle. Porque era Tomás quien compartía junto a el las gélidas nocturnas de Bujaruelo, las vigilias en pos del pasto o el rebaño, el riesgo de oír ladrar a un mastín e interponerse entre el y lo que no se sabe es bestia o ladrón armado. Y ahora, desde que jurara ante la mojona, nunca le escuchó una sola queja por las hambres y las heridas, por las cabalgadas y las derrotas, por los innumerables peligros que aquel juramento trajo consigo.
Pierre de Jurancon, gobernador gascón de Jaca, hizo público el pliego que declaraba rebeldes y por tanto condenados a muerte a todos aquellos montañeses. Confiaba en su par de miles de mercenarios, tropa pagada y bien armada, sin otro oficio que la guerra, sin otro beneficio que la derrota de sus enemigos.
No supo ver que aun labriegos y pastores, fueran o no titulados como infanzones, aquella raza de montaña, poseía el orgullo criado al amparo de los gigantes de piedra que los protegían, dominaban cada vereda, cada paso, vericueto, senda, barranco o camino de cabras, conocían y nadie podía en ello superarlos, los secretos que ocultaban las paredes del Alto Aragón.
Y así, una mañana, le desapareció una patrulla entera frente a los valles de Izas mientras la muralla de Santa Elena desperdigaba los esfuerzos de una de sus mejores compañías. Otro día aciago donde los hubiera, le informaron que los pasos del Serrablo habían quedado copados y que el gobernador de Ainsa lanzaba desesperados ruegos de ayuda con su plaza sitiada, escasa de vituallas y prácticamente perdida. Para cuando logró reunir las piezas y sus mejores monturas, a punto de salir del amparo de su ciudadela, se topó con que el gobernador del castillejo de Canfranc le esperaba frente a la misma puerta con la cabeza gacha, el cuerpo dolorido y el alma doblegada, encabezando los restos deshonrados de su tropa, los mismos que no habían sabido conservar la plaza para su señor Felipe.
Estaban por todas partes, surgían de la nada y desaparecían en la nada, ayudados por los ojos que el creía fieles pero solo miraban para el enemigo Austria, degollando sus correos, engañando a sus guías, emponzoñando el agua potable o enviando a sus avanzadillas a una muerte emboscada.
Aquel día de junio en el que Ainsa claudicó, Felipe del Río entró en la fortaleza, con los arreos de su caballo engrasados y su espada pulida, abrillantada, acompañado a pie por Tomás, que portaba sobre sus simiescos hombros el mosquetón de su señor y el suyo propio.
Y tras el, la compañía de los del Valle de Broto, la de los de la Solana, la de Fiscal y Bielsa todo aquel puñado de labriegos, de pastores tercos en sus razones, intratables en sus convencimientos, odiándose mortalmente entre ellos generación tras generación pero que puestos todos a una, eran temibles, terribles, capaces de toda proeza que se propusieran.
Al atardecer, sentado sobre las almenas del castillo, del Río daba cuenta de un queso sano que su sirviente había encontrado bajo las sábanas sucias de la enfermería del castillo mientras Tomás, algo alejado pero atento, hacía lo propio con el pedazo que su señor le había dado.
Bajo ellos, con la culata de los fusiles en alto, desfilaban los doscientos defensores capturados con sus banderas y vidas respetadas, parte del pacto que llevó a su comandante a rendir una plaza armada con cuatro cañones frente a un ejército sin artillería y con la mitad de mosquetes que el suyo.
Si, mientras sus montañeses y los miqueletes aullaban la victoria por las calles de la villa, Felipe del Río miraba al oeste, a Jaca, donde bien pronto Pierre de Jurancon desearía haber muerto a causa de la disentería que diezmaba a su tropa antes que remitir a sus jefes, la mala nueva de la caída de Ainsa.
- Esto no quedará así – dijo el infanzón.
- Padre decía que cuando el jabalí sale herido y lo cura el bosque, vuelve con peor saña y sabiendo como usar sus colmillos.
Tomás nunca hablaba antes de que su señor lo hiciera. Solo que cuando movía la boca, conseguía que del Río cavilara y temiera porque el difunto padre de su asistente tuviera tanta razón como escasa hacienda.
- Ya veremos – contestó – Ya veremos.
Aun noble y vanidoso, aunque jamás le diera la razón públicamente al poco nombre que era la casa de Tomás en el Valle, para si mismo, sabía de sobras que aquella bandera, la de Don Carlos el tercero, ondeando sobre lo que en otra época fuera morada de los Condes del Sobrarbe, no iba a quedar sin castigo.
Vino pronto, muy pronto, tan súbito, tan cruel, tan desbocado como la crecida de un barranco bajo las nubes de una tormenta estival.
Desde Pamplona partieron los engalanados oficiales del usurpador, seguidos de aquel ejército breado y dispuesto a, reina de ironías, limpiar de montañeses la montaña. Y mientras, desde Barcelona, a los avisos de socorro y ayuda, respondieron con un centenar de duchos aunque insuficientes miqueletes, sin cañones, sin cabalgaduras, sin fusiles de chispa ni el dinero de las pagas.
Sobraba tanto orgullo aquella tarde de principios de octubre sobre los llanos de Biescas como bocas de fuego con las que sacarle buen partido.
Desacostumbrados al campo abierto, mirando atemorizados a sus oficiales, deseosos de que ordenaran retirada allí donde hubiera un estrecho que hiciera prevalecer sus cuchillos a la metralla de los cañones, la línea austria se deshizo apenas recibió las primeras andanadas de los disciplinados gascones.
Cuando la riña estaba ya perdida, con las espadas borbonas cargando sobre ellos, Antón de Lacasa, dolido y rabioso, con la testa y los ropajes ensangrentados, se giró hacia los de Tena y Broto…..
- ¡Marchad!. ¡Yo moriré con mis piedras!.
Y aunque luego colgaron su cadáver de una soga frente al concejo, para que todo el que lo viera supiera que les esperaba a los traidores al usurpador, la verdad oculta a los papeles pero susurrada ante el fogaril, era que Antón de Lacasa, Justicia de Biescas, murió como solo saben hacerlo los infanzones aragoneses….plantando cara, con el filo de su daga en alto, ensangrentado, rodeado por los cadáveres de sus enemigos.
Luego lo haría Pascual de Urieta, breando porque los gascones no traspasaran la torre de Santa Elena.
Pero no tenía balas ni víveres e intuyendo que su amado Valle Tena quedaría tan arrasado como la cosecha tras el pedrizo, ordenó una salida, sabiendo que aunque de ella solo sacarían la muerte, lo harían en paz con ellos, con las almas de quienes le precedieron y con el mundo que veían desmoronarse.
Melchor de Santamaría, Miguel Lardiés, Manuel Pardo y Felipe del Río sin Pedro de Villacampa al que disparo entre las costillas segó cerca de Gavín, se retiraron hacia el Valle de Broto, rezando porque Dios los protegiera con una nevada temprana y trajera antes de tiempo el otrora temido invierno, impidiendo al enemigo traspasar el puerto del Cotefablo con toda su artillería.
Pero Dios miraba hacia el oeste y ahora, Felipe del Río veía desaparecer ante sus ojos, consumido por el fuego que arrasaba el castillo de Torla, los fueros, derechos y privilegios, las casonas de sus señores, las tumbas, el patriarcado, la historia, las libertades y el orgullo del último infanzón del Valle de Broto.
Tan solo podía ofrecer su espalda y dirigirse al este.
- Señor – insistió Tomás, tocándole las espuelas.
- Ya voy – respondió malhumorado – Y no vuelvas jamás a tocarme sin mi consentimiento.
- Si mi señor.

Bucardo


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