viernes, 6 de julio de 2007

La Hucha


La Hucha

Siempre me había preguntado porque los adultos nos miran con esa cara de envidia.
A poco que prestes atención, resulta algo tremendamente fácil de percibir.
Basta con que salgamos en tropel de la escuela y nos ocupemos de romper el silencio de la plaza, jugando al borriquillo, al escondite inglés, al cuadrado o la peonza para que no tarde en aparecer, siempre en torno nuestro un corro de mayores, desde la mujer que pasa por la calle con la lechuga asomando las hojas fuera de la bolsa hasta los abuelos, arrimados como lagartijas sobre cualquier banco donde el sol tenga más aguante de lo normal.
Lo hacen sin disimulo, pasando horas y más horas contemplándonos, atentos ante cada uno de nuestros gritos, viendo como corremos, lloramos o nos enrabietamos, aguzando la vista si reímos, si sobre todo cuando reímos, el momento en el que veo que ponen esa cara tan suya de desear algo secreto y misterioso que tan solo nosotros poseemos y ellos anhelan tener, tal vez recuperar más que otra cosa en este mundo.
Sin embargo me era imposible comprenderlo.
Nosotros éramos niños, solo niños y no poseíamos nada con la salvedad de a nosotros mismos.
En ocasiones, cuando íbamos al ultramarinos por pan o leche, el abuelo, haciéndome prometer que no se enteraría la yaya, pues para esas cosas era algo más tiesa, me compraba bajo manos Sugus de todos los colores, pero sobre todo agrios, de los de naranja o limón que me gustaban tanto como para metérmelos en la babeante boca de dos en dos, con prisas y casi sin desempapelarlos.
Entonces en cuanto notaba que algún adulto entraba y me echaba su mirada, creía que era por los caramelos y se los ofrecía con intención de comprobar dicha teoría.
Pero casi siempre que lo hacía, soltaban una excusa....que si la caries, una úlcera, estómagos delicados o dietas del perejil.
Desestimada pero no desanimado, me convencí entonces de que se trataba de los recreos.
Aquella media hora de juegos y carretillas, eran los más escandalosos de la insípida “matiné” del pueblo y solían congregar en torno a la chiquillería desde la típica alpargatera quejándose por la ruidera que organizábamos, porque le rompíamos la puerta a pelotazos o asustábamos a sus gallinas hasta a los hombres, esos que en misa se arrinconaban bien atrás, junto a la puerta como si el Cristo les produjera urticaria y no ocultaran sus ganas de salir pitando de la iglesia, que se reían cuando les tirábamos de la coleta a las zagalas o fingían enfadarse si saltábamos sobre un charco embarrado al paso de la más coqueta de las niñas cuando en el fondo creo que habían aguardado pacientemente a que alguno de nosotros lo hiciéramos.
Pero como no me parecía demasiado consistente la idea, quise averiguar se sería a causa de la poza.
Las rentas del pueblo no daban para piscinas públicas por lo que con la sesera reblandecida por el calor de agosto, recurríamos a la poza, un enorme remanso del río donde la corriente se sinceraba, dejándose templar por los rayos del sol y clareando de tal forma que a poco que tuvieras un poco de tino, podías tirar picando de cabeza y rozar con la yema de los dedos a alguna trucha despistada. Incluso cuando estábamos confiados y en confianza, echábamos abajo los bañadores y nos rebozábamos en el agua para salir luego medio tiritando, porque agua montañesa hasta en verano te deja bien tieso, para ponernos sobre las rocas cuan lagartos, con el cuerpo temblando y la picha tan diminuta como la de un bebe recién nato.
Claro que aquello duraba hasta que, recién terminada la faena con los campos, aparecían los más mozos, que yo consideraba ya adultos por eso de afeitarse, tener pelos en las piernas, la voz ronca y la mala leche de apartarnos a empujones si en alguna cosa les andábamos incordiando.
Para ellos el agua no existía por lo que la excusa para molestarse en bajar al río era, que siendo como era lugar retirado de miradas, podían contemplar y guiñarse el ojo con alguna de las mozas que se bañaban en bikini al otro lado de la corriente. Si el guiño era correspondido, como hacían los gallos si los pones a dos juntos en el mismo corral, entonces si se lanzaban al agua retándose a ver quien era más habilidoso nadando hasta la piedra donde estaba la "guiñosa".
A mi me extrañaba esas sonrisas, carcajadas estridentes y exageradas, fingidas diría yo, aderezadas con miradas pastelosas e innecesarias y que siempre terminaban con ese secretismo que los llevaba cogidos de la mano detrás de los enormes bojes que tapaban las ruinas del antiguo molino.
Mi hermana, que me sacaba años y experiencias, decía que allí se iba a "moler" pero yo sabía por los más viejos, que al último molinero que vivió en el pueblo, lo mataron cuando la guerra por eso de ser de derechas y que desde entonces nadie molía allí y menos con el tejado echado abajo.
Al final dejé de buscar respuestas.
Y debí dejar de hacerlo antes.
La mayor parte de las veces, de tanto buscar se termina ciego para encontrar las cosas y en estas cosas de la vida, es el tiempo y el cambio de talla, lo que te va aclarando los cuartos oscuros.
Mi respuesta llegó o comenzó a venir el mismo día en que apagué las diez velas que derramaban su cera sobre mi tarta de cumpleaños.
Fue una tarde espléndida.
En el jardín de casa, acompañado por los amigos, jugamos a las sillas, a la gallinita ciega, al pañuelo y a revolcarnos por la hierba sin que mi madre, por una vez tolerante y concesiva, se enfadara por aquello de tener que restregar la muda. Nos pusimos las botas de tarta y rosquillas, nos atragantamos con naranjadas y chocolate caliente y bien espeso, nos hartamos de comer crespillos, crepes de nata y por una vez, cuan milagro inimaginable, escuchamos como tañían las campanas de la iglesia llamando a misa de seis sin que apareciera por la puerta mi abuela, persiguiéndome calle arriba, calle abajo para terminar llevándome a la sacristía del pobre Don José con la oreja tiesa y las pocas ganas que tenía de andar "repartiendo ostias".
Dos días más tarde la vi.
Fue en una tienda de recuerdos para turistas que había en una esquina de la calle Mayor.
Entre ceniceros horteras, postales de rebecos disecados, flores edelweiss resecas y acartonadas, supuestas gastronomías tradicionales y camisetas de a dos mil pesetas talla única, lucía la novedad de una pequeña hucha en forma de caja fuerte, con una ranura superior por la que introducir monedas y nada más que justificara lo astronómico de su precio....!ciento cincuenta pesetas!.
Los ojos se me posaron sobre la diminuta puerta que asomaba en su frontal, donde brillaba una ruleta con pequeños números dibujados en negro y que al girarlos combinándolos adecuadamente, daba acceso al interior sin necesidad de utilizar el martillo cada vez que se quisiera recontar lo ahorrado.
No era aquel ridículo trozo de plástico azul, con la puerta amarilla y las bisagras en negro brillante lo que podía atraer a un chico como yo. No era que mis amigos no la tuvieran ni que fuera la única hucha caja fuerte del mundo, aunque del pueblo seguro que si, sino el secreto que se ocultaba tras aquella ruleta de combinaciones numéricas y el hecho de que yo, solo yo poseyera ese secreto.
Verla…quererla.
Comencé primero a preguntarme como la habría conseguido el tendero luego como podría conseguirla yo, al final trazaba metódicamente la manera en que le pediría que me la envolviera para al final, antes incluso de irme a la cama, desearla sobre mi mesita de noche más que cualquier cosa en este mundo.
Por eso y a sabiendas de que mi abuelo y la longaniza casera eran compañeros muy bien avenidos, me acerqué a el con cara compungida y lastimera, sabiendo que en cuanto el embutido se acercaba a su estómago, su ánimo no tardaba en equipararse al de su tripa.
¡Que sencillo era tenerlo contento!.
Pero al escuchar mi ruego, tragó, empujando lo masticado con medio vaso de buen rancio y, arrodillándose hasta quedar a la altura de mis ojos, me dijo que ciento cincuenta pesetas eran demasiadas pesetas y estas, no crecían como las judías que plantábamos en el huerto.
- Ya lo se yayo – respondí – Los dineros crecen en los bancos…..en las cajas fuertes de los bancos.
- Aprendes demasiado deprisa montañés – dijo despeinándome tiernamente la melena – Deberías disfrutar un poco más de tu decena.
No le comprendí.
En realidad creo que la venda que yo mismo me había puesto sobre el entendimiento, era tan gruesa y negra que ni siquiera lo escuché.
Así que viendo la naranja reseca o mejor dicho sin intención alguna de dejarse sacar jugo, acudí a padre con idéntica expresión lastimera y pedigüeña.
A papa la vida no le había sido demasiado sencilla.
Llevaba una de esas existencias duras, de despertador despertado que nunca sabe cuando su dueño lo va a reprogramar de nuevo antes de reconciliarse con la almohada.
Por esos sus ratos de esparcimiento eran más bien escasos y uno de ellos, era tirar con fuerza del cordel que daba vida al motor del cortacésped y paseo arriba, paseo abajo, iba poco a poco dando buena cuenta de la crecida hierba del jardín. Tanto le gustaba la faena que en ocasiones, las menos que el tiempo no le apuraba, le echaba algo de su sobrado ingenio y lo cortaba en forma de espiral, en líneas rectas y marciales e incluso ajedrezado con un cuadrado más apurado que el de al lado.
- ¿Ciento cincuenta pesetas? - preguntó sorprendido - Hijo, tu cumpleaños fue hace nada. Si hay algo que ahora te sobra son juguetes.
- No es un juguete - aclaré - Es una hucha caja fuerte.
Y el, besándome la frente, tan cálida y tiernamente como siempre lo recuerdo en esos momentos que tanto lo echo en falta, sonrió.
- Aprendes demasiado deprisa bicho - dijo - Deberías aprovechar ahora más que nunca a disfrutar de tus juguetes - añadió golpeando levemente con uno de sus gruesos dedos frontal, como si con esos golpecitos quisiera arreglar algún tornillo roto que por allí dentro anduviera.
Pero no le entendí.
Yo no quería juguetes.
Yo solo quería, anhelaba, enloquecía por tener aquella dichosa hucha de plástico azul con la puerta amarilla y las bisagras de aluminio en negro metalizado.
Así que como último recurso, acudí a casa de mi tía abuela.
La tía era una de estas mujeres rurales que toman la desesperación de la vida tan estoicamente que visten de negro por el motivo más nimio, desde la muerte de un marido acaecida décadas atrás hasta la del gato fofo, vago y orondo que solía rogarle galletas en vez de sardinas.
A la pobre la vista se le fue cuando aun no tenía cumplidos los cuarenta, cuestión de tener la sangre tan dulce como el sirope en unos años en los que la insulina era cuestión de urbanos.
La desgracia cayó de manera tan fulminante e imprevista que la tía se quedó sin poder ver crecer a sus hijos y jamás pudo, si no era al tacto, saber que rostro teníamos sus nietos o sobrinos.
Aquello lo soportaba con menos estoicismo que su permanente luto por lo que era oírnos subir las escaleras de su casa y ponerse irremediablemente a llorar.
- ¿Y para que necesitas tu esa hucha sobrino? - quiso saber - ¿Acaso tus padres no te dan todo lo que necesitas?.
- Pues si fuera verdad eso que me lo dan, la comprarían para tenerme contento- respondí tajante.
Y ella, cuyas yemas eran tan sensibles como los cinco sentidos que en ellas se concentraban, las depositó dulcemente sobre mis carrillos.
- Anda marcha......deberías apreciar más lo que tus padres te dan ahora que lo que te pudieran dar en el futuro.
!Pero si a mi el futuro era cosa que me traía sin cuidado!.
Bueno…salvo, eso si, siempre que viniera con la hucha entre mis manos, acurrucado en ese rincón secreto que tengo junto a las cuadras de las salinas, cerca del río, abriendo y cerrando su portezuela sin decir a nadie, ni siquiera a quien lea este relato, lo que pensaba poner dentro de ella.
¿Que podía hacer?.
Todos mareaban la cabeza de izquierda a derecha y viceversa en cuanto les pedía el dinero y salvo hacer de sombra del cura, no sabía oficio alguno con el que ganarse honradamente esos duros.
Monaguillo eh......olvidé sin conciencias lo de honradamente.
Desde que a la memoria le daba por eso, por tener memoria, llevaba haciendo los recados del mosen, marchando a por el moscatel que luego el consagraba poco antes de misa, trayendo del correo las cajas de ostias sin que jamás llegaran todas las que ponían en el paquete, aguantando los empastes de oro de las feligresas cada vez que les ponía la bandejita cuando la comunión, vistiendo aquella ridícula levita blanca con el cordel atado al cinto que a mi abuela le provocara caras de beatitud cuando veía a su nieto embutido en ella y a mi terribles picores desde el cuello hasta el tobillo……
Y eso por no hablar de la cruz procesional, una de esas viejas y pesadas, concebidas para ser llevadas por hombres de pelo en pecho y no por manos todavía acostumbradas a la plastilina. Portarla era, según las más viejas, un privilegio, privilegio del cual yo me habría librado gustosamente de no ser porque para beata la yaya, con lo cual terminaba cada procesión de Corpus, Pilares y San Miguel, con los brazos agotados y el resuello por los suelos.
Si a todo eso añadimos que según el Don José, nuestro paciente párroco, a Dios eso de las cosas materiales le traía sin cuidado….¿por que le iba a importar que céntimo a céntimo fuera yo sisando el dinero del cepillo o de la cesta que se pasaba entre la consagración de la ostia y el Padre Nuestro?.
Satisfecho por haber dado con la solución a mis dilemas, la puse en práctica.
Así, con una paciencia y falsedad hasta entonces desconocidas en mi, fui, poco a poco, como avanza la rabosa detrás del conejo, echando en mi bolsillo aquello que en teoría debía marchar para pagar las velas y renovar las deshiladas casullas del cura, las cuales tendrían que esperar un poquito más para alcanzar la jubilación.
El fruto del delito lo iba guardando dentro de una pequeña cajita metálica de puros Reig, a los que mi padre había hecho pasar a mejor vida y que escondía, cuidándome bien las espaldas de que nadie me siguiera, entre las pacas con las que el abuelo alimentaba a los conejos que criaba, los cuales entre que no hablaban mucho y siempre terminaban en la cazuela, eran los testigos perfectos de mi crimen.
Durante el tiempo que estuve sisando del dinero divino, visitaba a diario el escaparate de la calle Mayor, rezando, era irónico lo se, porque nadie en este mundo tuviera aquellas ciento cincuenta pesetas que yo necesitaba y le diera por amargarme la alegría arrebatándome lo que durante tantas semanas había estado soñando.
No, desde luego que no habría sido justo después de tanto arriesgar y pecar.
Por fin, vísperas de Santa Lucía, conté con avidez de banquero lo que acaparaba en mi cajita de puritos y peseta a peseta, moneda a moneda, de media, rubia o plateada de cinco, descubría lo mal que se me daban eso de las sumas cuando me sobraban cuatro pesetas con lo que decidí celebrar mi triunfo añadiendo a la hucha uno de esos pastelitos de nata recubiertos con azúcar caramelizada en color rosa que tanto me gustaban a mi y tan poco a mis careados dientes.
Aquella tarde habría cambiado las pilas de Silverio, el tendero, que siempre parecía quedarse a mitad de todo, caminando lenta y desesperadamente del mostrador al escaparate para luego bajar a la bodega y subir con la polvorienta caja, apartar delicadamente cada pieza hasta alcanzar la hucha y luego regresar al mostrador donde con una parsimonia aderezada por mis impacientes taconeos, iba envolviendo el invento. Y luego sacar la cuenta, una, dos, tres veces, cobrar, contar una, dos, tres veces, sacar los cambios, recontarlos, uno, dos….y a la tercera, harto, no esperé más y se los dejé en la mano que a fin de cuentas, criaba yo más telarañas allí que el travesero de cualquier buhardilla.
Fue al salir de la tienda cuando lo escuché.
No, no fue una voz divina bajada directamente desde el cielo para reprenderme por lo que acababa de hacer.
Fue el simple y vulgar tintineo de la máquina registradora el que, como si de una pedrada en mi conciencia, despertó todos los malos fantasmas que había estado cebando durante todas aquellas semanas.
Allí lo supe.
Así de sencillo.
Si.
Apenas puse un pie fuera del comercio, oculté el paquete primero debajo del sobaco, luego dentro del abrigo y al final tras la espalda, caminando apresuradamente, preocupado porque nadie lo viera….lo viera y ansiara quitármelo, preguntarme de donde lo había sacado, como había conseguido el dinero para pagarlo donde podía encontrar una igual.
Era mía.
No, aunque así lo afirmen, los adultos no envidian de la infancia su lozanía ni su vitalidad, ni su perfecta dentadura y ausencia de dolores crónicos.
Lo que en verdad desean es recuperar la inocencia de no ambicionar mayor cosa que acostarse igual que se levantan…..felices.
Y la felicidad de un niño es tan sencilla de obtener como siéndolo.
Por eso nos asedian, nos tientan, nos pinchan, nos sitian, animados por nuestra indefensión, excitados por robarnos el derecho a nuestra sonrisa, obligándonos a crecer apresuradamente, a ser los que tenemos el carrito más caro, el pañal mejor puesto, el apetito más insaciable, la mejor ropa, a no eructar en público a correr más que los hijos de los demás vecinos, sacar las notas más sobresalientes y en definitiva, comportarnos como ellos para que no podamos recordarles que ellos, nunca más podrán comportarse como nosotros.
Cuando claudicamos, y siempre claudicamos la risa se va para siempre.
Es entonces, en ese preciso instante cuando comenzamos a sentir que ya no gozamos como antes jugando con nuestros iguales, que no disfrutamos correteando con los pies desnudos sobre la hierba fresca, que ya no somos capaces de idear mil juegos y aventuras con el inacabable juguete que es nuestra imaginación, que ya no reímos pícaramente levantándoles la falda plisada a las niñas o comprobar quien mea más lejos comienza a parecernos una guarrería y nada consigue desperezarnos y hacer que brinquemos de un salto de la cama.
"Cuanto más tengamos....cuanto más tengamos.......".
Hoy la hucha está por allí, creo que abandonada en una esquina de la habitación.
Ni siquiera la he abierto.
Tengo miedo.
Miedo de que al abrirla, dentro, me tope con la misma envidia con la que hasta ayer, me miraban los adultos.

Bucardo




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