jueves, 30 de octubre de 2008

La Gabacha


La Gabacha
La gabacha ya no nos trae olores sobre el lomo.
Anda desalada, perdida y huérfana.
Antaño, siendo yo muy crío, contemplaba ensimismado las enormes fosas nasales del abuelo.
Inflándose velludas, aspirando y expirando, parecían ser capaces, con cada bocanada, de averiguar todas las cosas que la gabacha traía consigo.
La gabacha nunca se veía.
Solo podía sentirse.
Era un viento tan helador como el norte donde lo parían y con el, portaba fiel el recuerdo de todo aquello que hubiera rozado.
Desde los Gaves franceses hasta las llanuras del Somontano.
Si mecía los pastizales, olía a hierba.
Si provocaba el crujido de los hayedos, olía a níscalo y a húmedo.
Si jugaba con el pelaje del oso...olía a oso.
Para destriparlo, el abuelo lo encaraba impasible, mudo y serio, terriblemente serio.
Como si fuera juez supremo de un juicio supremo.
Esta tarde lluvia.... – sentenciaba –....y jabalís bien gordos por la barranquera de Lomenás.
Desde su seriedad supe robarle aquella extraña enseñanza.
Tras muchos años, a base de paciencia y fallos, aprendí a descifrar el jeroglífico diario que la gabacha portaba hasta el llano.
De mañanas, apenas amanecía, cuando el día era limpio y el calor naciente animaba, me solazaba con largos paseos que duraban casi hasta el almuerzo y en los que procuraba aguzar las orejas por donde mejor les llegara el viento.
Es así como puedo llegar a saber que la lluvia arrecia gorda sobre el Soaso, que la nieve será espesa la próxima ocasión que se presente, que los rebaños anduvieron inquietos la pasada noche por culpa de unos ladridos, que los sarrios se persiguen encelados o que el águila, llora por una mala crianza.
Todo lo que la gabacha rozaba era chisme...pero solo a mi me lo contaba.
Antaño ya es mucho antaño y ahora, con los nietos renegando desde el asfalto, quedo viudo y descuidado, recordando aquellas narices grotescas que abultaban la cara del abuelo.
No ando solo.
Al menos cuando charlo con el viento.
Solo así puedo saber antes que nadie.
Saber que desde que subieron las máquinas, no soy capaz de oler la frondosidad del hayedo.
Saber que desde que llegaron los del maletín, el monte que roza es menos tierra y más asfalto.
Saber que desde la cabañera, llega más olor a hombre que a cordero, a todoterreno que a cayado.
Una mañana, desmigando el pan sobre la leche caliente, la gabacha vino enrabieta, abriendo las ventanas e inundándome la casa.
La noche pasada, los hombres, encorajinados por tener una escopeta cruzada, habían salido al monte para vengar en otro sus frustraciones.
Y el viento me dijo que lo habían conseguido.
Desde entonces, jamás volví a oler un oso.
Durante semanas, a mis espaldas algunos insensatos anduvieron presumiendo sin vergüenza...sin miedo.
Apenas me dejaban sentirlo con mi silencio.
“Solo el tonto puede llegar a querer... – pensé –....levantarse un día siendo más pobre que ayer”.
Bucardo

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