miércoles, 15 de octubre de 2008

Las Añoranzas de Rufina


Las Añoranzas de Rufina
Aplastada bajo el sol de agosto, Rufina no hacía otra cosa que añorar aquel calor endeble y acobardado de su infancia montañesa.
!Hijo que bien se estaba en la solana!.
En el “Haren”, el bar de media vida, dejaba que el aire acondicionado la adormeciera mientras hordas de sonrosados turistas entraban con el sofoco en la lengua y cara de súplica.
Water, agua, eau, waser, please, si vouz plait, bitte....!porfavor!.
En el local, Rufina no era dueña...sino vieja.
Vieja como mujer, vieja como clienta.
Por eso los camareros la dejaban tranquila, sentada en su esquina bajo el retrato de un Bienvenida dándole cabriola al toro mientras daba cuenta de un cortado sin azúcar que le duraba hasta que tocaba cena y retirada.
Rufina...¿te acompaño?.
Siempre se ofrecían y siempre se lo negaba.
Le jodía que la vieran ya achacosa y de paso lento pero aunque Rufina sabía que era poca resistencia para cualquier raterillo que pretendiera sisarle el bolso, lo cierto es que el orgullo la cegaba y no consentía acompañamiento.
No voy a malgastar ni un segundo perdido en miedos.
Bajo la nocturna, la piel se refrescaba y con el pase podía ordenar su mayor riqueza, la única que, a menos que no escribiera, tan solo la muerte lograría robarle.
Entonces regresaba bajo las encinas que salpicaban como pecas de viruela la sierra de Andujar y se reencontraba consigo misma, correteando desnuda entre el pueblo y la vaguada para llevarle el almuerzo a su padre cuando aun tenía bríos para sacarle jugo a la tierra del señorito.
Aquí moriré yo hija – le explicaba mientras masticaba el tocino – Mis huesos darán alimento a las encinas. Si eliges a una.....esa misma – señalaba con la navaja - ...será como si al verla, volvieras a verme a mi.
Y así hizo.
Cuando el corazón dijo basta y tuvieron que hacer colecta y pedir un ataúd prestado, Rufina escogió la encina que crecía cerca del camino de la ermita y que por su porte y sombra, le era la más favorita.
Pero de aquella sombra no se callaba el estómago.
Para hacerlo tendría que bajar al llano.
Y el llano era algo que entre las gentes de la sierra, sonaba como la Argentina a un madrileño o México a un valenciano.
Quien baja ya no sube – le advertía el maestro – Y quien sube – añadía, recordando que el no era oriundo del lugar – no hace otra cosa que pensar en bajar.
A la abuela Cándida, la bondad le surgía tan incrustada en su propia alma, como las arrugas a los bordes cansinos de su mirada.
Buena, buena, casi tonta, llegó incluso a hospedar al falangista que se llevó preso a su marido.
Mirará usted por el ¿verdad? - rogó.
Lo poco que yo mande – hizo promesa – se pondrá a faenar en ello.
Al abuelo lo devolvieron, si bien entre el paredón y su salvación, debió dejarse la mitad de loco y la mitad de cuerdo.
En ocasiones le entraba la razón y servía como hombre útil.
Pero las más, tenían que pararlo para que no se tirara por el puente de Santa Ana.
Cuando Rufina preguntó a su abuela sobre si debía marcharse y en caso de afirmación hacia donde debía hacerlo, esta solo supo responder con una copla.
“Entre Andújar y Sevilla, de la sierra al paraíso, queda perdida Écija, en la tierra el peor de los infiernos”.
Si marchas hija – daba consejo – hazlo bien lejos. A Sevilla. No lo hagas a Granada, que se te quedaran las rodillas frías ni a Málaga. Allí solo hay moros y mucho ratero. A Sevilla hija, donde hay catedral y tren. Seguro que allí te puedes casar con un hombre que gane jornal fijo en las fábricas.
Y le hizo honor al consejo.
Cuando el autobús hizo reposo en Écija, el marzo, que en el monte era ventoso, allí resultaba bochorno inhumano que vaciaba las despensas de gaseosa y mareaba el aire a fuerza de abanicos.
Rufina mastico sus dudas y tiro adelante.
A pesar del miedo y de aquella ciudad enorme que le privaba de la visión del campo.
Mujer – la calmaba su marido en una de estas, una de tantas, en la que pudo pillarla con lágrimas silenciosas sobra la cara - ¿Donde vas a estar mejor que aquí?. Si en el monte solo hay bichos y mala yerba.
El no comprendía.
Mucho antes de que se amaran ella amó a otro.
Y ese amor no llevaba el cuerpo forrado con carne y hueso.
Su amor era hacia aquella tierra inmensa y alzada sobre las marismas, de donde brotaban todas las aguas y todavía resonaban entre sus huecos, los aullidos de un lobo o las huellas del lince.
Su amor era aquella Andujar que, de no ser obligado el comer de diario, ella jamás hubiera abandonado, condenándose feliz a aquella extraña castidad de casada.
Rufina vieja gustaba del Guadalquivir y su paseo.
Aunque el río bajara lechoso y canela, todavía era capaz de proteger algo de vida.
Algo de vida y un recado.
- Cándida hija....muérete ya....aquí arriba te estamos esperando.
Bucardo

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