domingo, 9 de marzo de 2008

Lorenza

Lorenza
- Si hubieras dicho que marchabas…te habría preparado algo.
No podía evitarlo.
Lorenza era así y tal vez necesitaba sentir que lo era, mucho más que el aire, el cobijo o el alimento.
Ya con la cincuentena demasiado superada, con los cabellos demasiado encanecidos, con las manos demasiado callosas o la vida demasiado agriada, Lorenza era, para bien o para su mal, una mujer de demasiados, de esas que pidiendo corrusco, terminas saliendo con la hogaza.
Ya no hay señoras como ella.
Las mujeres que hoy respiran, lo hacen bajo su propio y egoísta compás, incapaces, como lo era ella, de dar y darse, de regalar desde lo que abunda hasta lo que falta, a quien le sobre, a quien lo precise, a su sangre, a cualquiera que lo pida, tan solo por verle algo de agradecimiento y saberse buena cristiana por algo más que ir a misa.
Hoy, en caso de dar, se suele pensar antes en lo perdido que en lo ganado.
Lorenza no daba licencia al agotamiento ni tregua al hartazgo.
Sus siestas se extinguieron cuando los griegos hicieron polvo las murallas de Troya y lo poco que dormía, aun escaso, le parecía siempre excesivo, como si soportar todos aquellos cilicios, machacándole las espaldas, fuera incluso poca cosa, frente a sus ignotos pecados.
Beata de todo lo demás, menos de si misma.
Cuando la contemplaba, no podía evitar sentirme algo confuso….en parte admirándola en parte preguntándome donde paraba la veta se tan exagerada fortaleza, impropia de aquel cuerpo esquilmado por los insomnios y las fatigas, por cuatro preñamientos engendrados de un marido que poco tiempo gastaba en agradecer el habérselos parido.
A mi, a poco que resoplara, me parecía una espiga a finales del verano, cuando se ofrece reseca, quebradiza, a punto de deshacerse con poco que alguien la apriete entre los puños.
- Esta – solían decir las que sabían-…el día que no la veas en faena, es porque la estamos amortajando.
De la Lorenza se hablaba poco.
Bueno, el pueblo no era cosa de muchos y siempre había tiempo y lenguas para rozar a cada uno lo suyo.
Pero ella era poca razón para protagonismos y si algo averigüé escuchando, es que quienes más alardeaban, suelen ser los que menos verdades pueden contarte.
Tan discreta como andaba, tan discreta vivía.
Por lo menos hasta que encontraron al Silverio muerto, de un infarto mientras hacía la leña del invierno.
Silverio y Lorenza no se trataban, no se hablaban, vivían el uno al contrario de donde el otro.
No es que anduvieran hostiles, sino que, sencillamente, el difunto vivía callado e inhóspito, reservado e incluso arisco….Lorenza en cambio se ofrecía franca y generosa, abierta y rara, muy rara vez seria.
Al primero cuando lo supieron muerto, tuvieron que rebuscarle la cartilla, para saber como se iba a pagar el funeral, alguien que no tenía apellidos que heredarse.
El dinero le sobraba, tanto como las ausencias en su entierro.
Yo era de los que estaba.
No es que le conociera, sino que atemorizado por el catecismo, había comenzado a ganarle puntos al cielo, ejerciendo de monaguillo.
El cura no andaba con prisas y este pobre, al que le pesaba la cruz procesional y la vejiga, buscaba un lugar discreto donde apoyar la una y aliviar la otra.
Haciéndolo con la mirada, fui a dar con Lorenza, bajo el ciprés, apartada y sola, con un luto tan riguroso, tan enquistado, que parecía ser más piel que tela.
Desde entonces nadie más supo verla como era.
Si, salía de casa al ultramarino, al mercado o a la romería, a recoger la colada para que no se la mal metiera el agua o a la consulta para sacarle las recetas a un marido tan inútil como un niño.
Pero entre medio, nadie sabe donde, se dejó olvidado el moño, la compostura de la ropa, la sonrisa o el ofrecimiento sincero a quien se lo pedía.
Lorenza no era Lorenza y algo me decía que durante aquella liturgia, al son del cura dando y rogando por quien apenas conocía, enterramos a dos, donde solo uno cabía.
Se dejó llevar por la inercia de quien ya nada espera, hasta que a ella misma se la llevaron bajo la sombra del ciprés.
Y mientras escuchaba aquel sonido tétrico que es la tierra con piedrecillas, golpeando la madera barnizada de la caja donde paraba Lorenza, recordé un respuesta, con forma de ella, atisbada a través de un ventanal en madrugada, su mano lanzando un beso al aire y una sombra sin cara, que lo recogía justo donde durante años, creía que el Silverio masticaba a solas sus sábanas frías.
A mis siete años, no dije nada.
Son edades en las que no se comprende que las hojas, suelen ser escritas con dos páginas.
Y cuando por fin lo entiendes, eres ya lo suficientemente mayor, como para seguir callado, pues ya has escrito las propias.

Bucardo

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