jueves, 20 de marzo de 2008

El Literato


El Literato
- Lo bueno de la vida, es que siempre nos resulta, una historia con final conocido.
Mariano, maestro de Literatura Española en un mundo donde primaban los números canturreados en inglés, ácrata ejerciendo en un antiguo Seminario reconvertido a Instituto Católico, liberal y coherente bajo los dominios de la sonrisa conveniente, gustaba de soltarnos, así, a la brava y repentina, una de esas frases que, por consistentes y jugosas, arrancan el tedio en que nos sumían sus soporíferas clases.
Lo malo de la quincena es que no suelen valorarse las burlas de Quevedo ni las prosas de Galdós y los profesores filósofos, estos que pretenden instruir hombres y no adoctrinar borregos, pasan tristemente a engrosar las filas de quienes, entre chanzas y pasotismos, se quedan para siempre postergados, entre las nieblas del olvido.
Cuando nos brindaba aquel regalo inmerecido, lo solía hacer con la vista puesta más allá del ventanal, el que daba al Parque de los Amantes, contemplándolo todo con ese aire nostálgico y bohemio, tan desgreñado, tan desapegado de su propia compostura, que la cazadora olía a cuero desgastado, sus rizos nunca andaban ordenados y las ojeras le hacían juego a la media papada que daba final a su cuello y comienzo a la cabeza.
Si, Mariano era desordenado, olvidadizo y nada dado a devolver los golpes recibidos.
Por eso algunos lo tenían en estima y los más, lo trataban de tonto para arriba.
Yo me quedaba, al menos en ese momento, en un punto bastante intermedio.
- Lo importante cacho tontos, no es saber cuando vas a morir, sino pensad en lo que vais a hacer hasta el momento de estirar la pata.
Al contrario que la mayoría, bueno, tal vez con mayor intensidad, Mariano conseguía eclipsarme cada vez que intuía una de aquellas precipitaciones de sinceridad vital.
Mientras, a mis espadas, los compañeros desencajaban las mandíbulas bostezando, planeaban furtivas borracheras o malgastaban erecciones, pensando en las precoces eyaculaciones que les provocarían los pezones púberes del alumnado femenino que con tanta saña torturaba nuestras virginales entrepiernas.
Ante tamaño derroche hormonal, contenido y siempre sopesando, Mariano, conseguía que envidiara aquella pose de goce que el ofrecía y que solo tienen los que saben, los que pueden ver, los sabios que intuyen las ostias, el paso por delante, los golpes y la puta vida.
Por descontado que aquel ensimismamiento mío con las letras, no era del gusto púbico, por lo que ante el desprecio femenino, el único consuelo solía encontrarlo en la lectura, tan apasionadamente descriptiva como tristemente irreal….en lo que a mi vida amorosa se refería.
- Has elegido mal lado – me soltó el docente literato una mañana, cuando a las once y media, tocaba recreo.
Alrededor nuestro la mitad del Instituto corría detrás de un balón y la otra mitad hacía corrillos exclusivos, donde ya desde tan críos, a unos se les rechazaba por no ser pijos, a otros por no ser guapos, a los más por no estar en la onda y a tres o cuatro por no ser ninguna de las tres cosas.
Lo malo de abrirle las compuertas a la letra impresa, es que resulta ser veneno no letal, pero expansivo.
Cuanto más leía, mayor gana tenía en callar la curiosidad que sentía hacia aquel Mariano y sus propios planes.
Y como no tenía valor para poner interrogante, comencé a seguirlo con aire inocente, como quien va a comprar el pan o el periódico, evitando la sorpresa o inventando excusa por si esta se producía.
Fue así como di con su piso, algo intermedio, ni egregio ni mediocre, a doscientos metros de los Cuarteles de la Victoria y otros doscientos del Palacio Episcopal.
Aquello resultaba totalmente incoherente, teniendo en cuenta que el “Rizos”, como alguno lo tildaba, eran tan poco amigo de las liturgias como de los patriotismos y que tanto la levita como la artillería pesada, solían provocarle sarnas propias de paquidermos.
Luego vino lo de saberlo solo.
Si, estaba solo y sin embargo, no parecía dolerle.
Siempre estuve convencido de que la soledad andaba demasiado bien emparentada con la locura, con el dolor, la necesidad o ausencia de alguna cosa.
Como a un manco la mano o a un cojo la pierna, el solitario parece que carece de algo tan grandioso, tan sufrido como intangible…inalcanzable, incomprensible.
Imaginar a una persona tan cincuentona como lo era el, sin mayor compañía que las propias canas, resultaba un destino más temible que hacerle la guerra al moro con un cuchillo entre los dientes y en solitario.
Pero aunque permanentemente creía verlo herido, no parecía dolerle ni lo necesario.
Porque aliviado desde luego, andaba bien aliviado.
Tenía catorce años y observando, una tarde si y otra insistiendo, fui aprendiendo cosas, tales como que su buzón nunca era abierto, que la portera apenas lo saludaba, tal vez a causa del enorme rosario que le colgaba del cuello o que nuestra decente, casada y católica profesora de inglés, con sus golosas y sugerentes caderas, solía hacerle un larga visita los martes de siete a nueve, visita de la que retornaba con la camisa peor abotonada de cómo estaba….a su entrada.
- ¿Y como le gustaría haber vivido?.
La pregunta surgió sin más, como si no me la pensara, aunque lo cierto es que la había diseñado tan milimétricamente, que más que una pregunta, parecía ingeniería urbanística.
Con la clase callada, unos pensando en la imbecilidad que acababa de soltar, otros confirmando los rumores de marica, las chicas en lo poco que les resultaba un pene con aires sensibles e incluso alguno afinando la puntería del papel mascado, Mariano retornó a esa postura tan favorita, firme frente a la luz, frente al ventanal, con la mirada puesta donde a esas horas, las parejas de novios comenzaba a cerrar candados.
- Libre – respondió.
Y allí fue como se me terminaron las preguntas.
Bucardo

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