domingo, 16 de marzo de 2008

La Inutilidad


La Inutilidad

Francisco callejeaba con pocas paradas y contemplaciones, a través de una ciudad aburrida, sobre un asfalto que le resultaba soporiferamente reconocido.
Somnoliento por culpa del incomprensible e inquietante calor de marzo, pasaba frente a los escaparates sin hacerles la menor carantoña, sin pensar en el donde y como del siguiente paso, dejándose llevar sin mayores obligaciones que respirar y velar porque, en los pasos de cebra, un urbano consiguiera que dejara de hacerlo.
Fue al girar la esquina de San Gil, aquel cuadrado perfecto y despersonalizado, donde aun gris y uniforme, alguna osaban llamarlo bulevar, encarando ya la callejuela del Pescador, donde topó con el coche…blanco, con señales de óxido en sus bajos y toda la pinta de llevar mas tiempo del debido, sin moverse de aquella plaza.
Sobre su carrocería, sobre todo a vista de cristalera, se esparcía una fina capa de polvo incrustado, revelador del abandono que lo condenaba a las peores querencias.
Con la fama del barrio, sorprendía verle las lunas intactas, sin que nadie se las hubiera reventado para echar mano a todo lo que quedaran de valor entre los asientos.
Pero salvo la gasolina del depósito, no quedaba cosa con ceros a la diestra, dentro del vehículo.
Si no hubiera sido, habría pasado frente a el, tan recto y ausente como los treinta minutos que llevaba paseando.
La culpa recayó en el cartel, un letra imprenta en Arial veintitantos donde el dueño, anunciaba que lo vendía a quien le pusiera 350 euros en la mano.
El amo no era tonto…lo que resultaba ser es demasiado honesto.
Con igual tamaño, advertía, dos líneas más abajo, que quien se lo agenciara, debía pensar en la forma de moverlo, puesto que el vetusto coche, llevaba ya medio años sin que nadie hubiera sido capaz de arrancarlo.
Francisco se lamentó por haberse dejado la digital en casa.
Aquella buena foto bien publicitada, continuaría recordando a quien lo dudara, que España continuaba siendo, para lo malo y lo curioso, diferente.
Prosiguió con el paseo, solo que con la cabeza algo más ocupada.
En media hora rato había distraído la sombra frente a cientos de vitrinas y miles de sus productos.
En “vogue” o con imagen de casta, “in” o “out”, cutres, laboriosas, estéticamente diseñadas o artesanía pura, los escaparates pretendían convencer para que la cartera aflojara, ofreciendo servicios de masaje, abdominales de chocolatina, viajes exuberantes, aventuras, miel de romero y pizza grasienta, ofertas de supermercado barato, películas con imagen de rostro subyugante, promesas de sexo sin complicaciones, abusos inmobiliarios, lámparas rococó, antigüedades con certificado, billetes a Budapest o perros de auténtica raza, gorritos de baño, preservativos en oferta tan caduca como ellos mismos, pan recalentado, dietas de San Judas Tadeo y milagros del Evangelista de turno.
Todo se prometía, todo debía ser ofrecido, tan solo si se tenían argumentos para comprarlo.
Pero aquella era la primera vez que Francisco descubría, que en el mundo donde vivía, pesara o no pesara, hasta la inutilidad, podía ser vendida.
Bucardo

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