martes, 11 de marzo de 2008

Las Manos


Las Manos
María tenía un don.
No por nacimiento sino por práctica.
Acariciando con suavidad una mano, cualquier mano, era capaz de descubrir como había sido, como era o como sería.
No hacía falta que conociera al dueño, ni su nombre ni sus antepasados.
Tan solo necesitaba palpar delicadamente y como si de viera a través de un telescopio, visualizaba las respuestas.
No, desde luego que María no era vidente ni astróloga, ni uno de esos bichos raros con sotanas de lentejuelas que andan prometiendo cielos en el infierno cuando las televisiones aburren a la madrugada.
Su virtud surgió desprevenida, un día, en que le dio por encapricharse de las venillas azules que se dibujaban entre los dedos de abuelo.
Hasta un ateo debía reconocer los “divino” que anduvo Dios el día que le dio por crear barro, del barro hombres, de sus costillas mujeres y como extremidades de ambos….dos manos.
Por eso ahora, trabajaba restaurando.
A las que cojeaban, las rectificaba, a las que iban a hacerlo, las prevenía y si ya no había remedios, las consolaba sabedora que no hay mejor placebo que una sonrisa franca y sin falsas promesas.
- Es como leer un libro – justificaba ante los incrédulos – Solo que en lugar de páginas, tienen dedos.
Los intrigados, los incrédulos, los subidos e ignorantes, aprovechaban cualquier ocasión para retarla y ella, paciente hasta la tontería, les concedía el capricho, no fuera por enfadarlos o que consideraran un “no” como la peor respuesta.
Aquella noche nos reunimos media docena.
Se suponía que éramos adultos pero lo cierto es que como si fuera Noche de Reyes, acudimos bajo la promesa de un Rioja que a saber como Sergio, había conseguido bajo el chaparrón perpetuo de la Gran Bretaña.
El vino y el castellano, terminaron por animar la chispa y con ella, surgió de nuevo el reto que ella, suspirando, aceptó con un vendaje de ojos entre medio.
Ian nos miraba con esa cara de interrogante que ponen aquellas criaturas con pañales y esfínteres incontrolables.
Gustavo era presa fácil.
Los pescaderos suelen tener las manos como si las hubieran puesto dentro de una máquina de Braille, punteada por las espinas convertidas por tanta escama descuartizada, en una consistencia muy parecida a la que ofrecen las resbaladizas truchas.
A cada acierto un brindis y el clima, parecía sernos menos hostil y húmedo.
A Sara la delataron sus uñas.
Era uñas sin gana de nómina, con ganas de dejarse preñar por el primer ingeniero desprevenido pero con buen sueldo que se le metiera entre las piernas.
Demasiado frescas, demasiado procuradas, con el trazado firme que suele proporcionar una visita semanal a la esteticista.
Con Sergio no era mérito.
Sus dedos eran como arietes, en ocasiones bruscos, en ocasiones tercos, pero carentes de mala intención, inflamados por el pico y los hierros, por el calor sin derecho a sombra, por la soledad, la angustia, los sofocos y el miedo al hambre.
Dedos que lo mismo partían nueces sin esfuerzo que le erizaban a María todo lo innombrable, irremediablemente sumisa ante aquella mezcla de rudo con cara de tierno o loco con aspiraciones a cuerdo.
Ian quiso jugar aun a pesar de estar vendido.
Incluso sin ser su madre, aquellos dedos se delataban por el tamaño y la inocencia, por desconocer el dolor y las prisas.
Y así, rebotándonos las risas, parecíamos olvidar toda la hostilidad que dejamos afuera, esa que de diario parecía doblegarnos pero que en ese momento, en ese instante, nos daba igual, nos importunaba un poco menos o nos brindaba una leve tregua.
Al menos hasta que mi zurda se posó entre sus manos y la sonrisa de María, escasa y difusa pero siempre auténtica, se esfumó como la niebla cuando se torna cálida.
¿Acaso no me reconocía?.
No.
No había duda dibujada, ni ignorancia, ni mentiras.
María sabía perfectamente quien era.
Pero a pesar de las confianzas no se atrevía a confesarlo, y la faz se le borró sin alegría.
Se quitó la venda y me miró, como lo hacen quienes exigen respuestas.
- ¿Qué tienes? – preguntó sin que ninguno, salvo nosotros, comprendiera.
- Unas manos frías.
- Nadie muere y luego camina.
Pero ya no la escuchaba.
Algo incomodado, lo reconozco, salí de la casa y con abrigo puesto, dejaba que los pasos fueran poco a poco introduciéndome en la oscuridad, sin mirar atrás, sin desear verlos, sabiendo que por primera vez, alguien me vio desnudo….con todo el ropaje puesto.
Bucardo


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