domingo, 30 de marzo de 2008

La Parada del Treinta y Cuatro


La Parada del Treinta y Cuatro
Son las siete y diez de la mañana y como siempre, desde hace seis años, me siento a esperar el treinta y cuatro de las siete y cuarto.
Lo hago agazapada bajo una marquesina oxidada de la calle Echegaray, entre el mapa resquebrajado del transporte urbano y las pintadas callejeras que ponen algo de sincero sobre el rostro retocado de un anuncio de cosméticos.
Cuando llego a la parada, espera ya el universitario.
A juzgar por la puntualidad, es un muchacho disciplinado y cumplidor que trata de ocultarse bajo el aspecto desinhibido de sus rastas y una barba deshilachada y tan sucia que casi espanta.
Pero lo traicionan sus ojos azul mar, ojos de buena persona que se empeñan en llevarle la contraria, aliados con los versos escritos con tinta blanca sobre la tapa negra de su carpeta.
Son letras de Neruda que por lo visto, atraviesan hasta las cubiertas más tozudas.
Son las siete y doce cuando llega la esposa.
Lo se porque siempre lo hace acompañada por el marido y por la manera que tienen de despedirse, con un breve y desanimado “no vemos”, donde no se sabe si se oculta una amenaza o una condena.
Suele sentarse codo con codo, a mi vera.
Por lo corriente, viste falda larga y media gruesa con una permanente desfasada y el maquillaje casi hortera, desmesurado que dicho sea de paso, lejos de hacerle un favor, la empeora.
Tiene un amante.
De lunes a jueves se engalana con perfumes baratos.
Pero los viernes lo hace con “Amour, Amour” y junto al “amour”, la falda se le acorta, el pintalabios es menos grueso y por su media sonrisa, parece disfrutar con su cita inconfesable entre el “nos vemos” y su acatamiento.
Al otro lado faena el basurero.
Es un muchacho aun joven, fibroso y magrebí, con una mirada tímida y huidiza, fiel a la escoba y su basura.
De vez en cuando se desconcentra.
Es cuando la espalda le cruje y tiene que recuperar su rectitud, poniendo las manos sobre la zona renal y estirándose hasta que el chasquido, se deja sentir al otro lado de la acera.
El dolor es inexplicable.
También para quien lo escucha.
A un minuto de y cuarto, ella asoma por el balcón del primer piso, en el bloque veintitrés.
Es una mujer rozando los cuarenta, con la bata chillona y siempre despeinada, si bien haciendo honor a esa especie de atractivo que poseen las donas que hace mucho dejaron de creer en los príncipes azules tras besos de sapo.
Se apoya, casi sensual, sobre la barandilla, con una taza humeante de café que paladea con regusto, sin perder la vista a un muchacho en edad de bachiller, que sale del portal sin echar la vista en alto para despedirse.
Se intuye que en su vida no hay calzoncillos pero sobra el genio.
Son y cuarto cuando llega.
Es puntual.
Abre la puerta, enseñó el carné y cuando siento las puertas cerrándose tras mis espaldas, respiro, pues todo esta en orden.
Son dos mil días, incluso más, viéndolos a todos, siendo lo mismo que yo para ellos, una referencia, un motivo, una comunicación sin necesidad de saludo.
Al verlos, siento que la vida sigue girando con idéntico ritmo y que en pleno sueño, nadie a jugado a trastocarme las cosas sin mi consentimiento.
Sentada ya en el autobús, cierro los ojos.
Respiro tranquila.
Todo sigue, por un día más, en su sitio.
Bucardo

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