lunes, 31 de marzo de 2008

El Niño y la Niña


El Niño y la Niña
Las niñas del Parque Grande siempre se las agencian para salirse con la suya.
No es culpa de ellas, sino de sus genes.
Otra cuestión son los niños, mucho menos racionales y sibilinos.
Para ellos quedan las grescas, los empujones, las pedradas, los azotes de palo, los lloros, las rabietas y las patadas a una pelota.
En cambio ellas, sin llegar aun a mujeres pero siempre féminas, andan ya con el pie adelantado y con la vista puesta en la próxima.
Saben desde el paritorio que a poco que sonrían, manipulen, tergiversen, dejen entrever, sonrían o sepan manejar el arte de la falsa promesa, tendrán lo que pretendan.
Los críos son más puros pero también más ilusos.
Aprenden lo que es la supremacía como los guepardos del Serengueti, a interponerse entre ellos a base de puño prieto y mordisco pero parecen ignorar que una vez impuestos sobre la tribu, entre medio se les ha colado otro mandato….el que imponen aquellas que con la maña justa…imponen la superior sesera.
Y los demás, meando de pie y para recaderos.
Las niñas del Parque Grande no se esfuerzan para disfrutar de los mejores balancines, desconocen lo que es no tener silla libre en las atestadas terrazas de agosto y si bajo la calorina sobrevive algo de sombra, de seguro que las tienen ya reservadas.
Y si la víctima hace como que resiste, tan solo deben hacerle creer que puede….para que esta pierda su presa e incluso les agradezca eso de regalarla.
La mujer lo es desde que asoman por el coño y a medida que crece, va perfeccionando sus armas.
Por el contrario el hombre, lo único que sabe, es saber ser cada vez más hombre, cada vez más bestia.
Uno es sangre y la otra…veneno.
Yo lo aprendí de manos de la Mariajo, una niña modelo, rechoncha, malencarada y con coletas, por lo físico tirando más bien a fea pero que aun con esas, sabía imponer sobre todos su propia norma, tan siquiera con echarnos una vista encima que poco bueno nos auguraba.
Si la Mariajo quería el rincón con más arena….pues entonces ponía los brazos a lo jotero y acercándose a este sufrido, juraba que mi mejor amigo, ese de toda la vida que era un enclenque y un asmático, pregonaba por allí las facilidades de mi hermana.
Bien sabía la muy Agripina, que mi tontura nunca desaprovecharía la oportunidad de cerrar el puño, menos ante la victoria fácil frente a un indefenso tan apropiado.
Y si resultaba que frente a la heladería se formaba cola, entonces imploraba por que le colara, prometiendo merendola en su casa.
Iluso de mi al dejarla pasar pues luego me salía con que su madre no tenía pan para tantos bocadillos, claro que cuando lo hacía, ella ya tenía el helado en la mano y yo un turno menos y una cara de atontado.
Con el tiempo he ido aprendiendo.
Me case con la Mariajo para ser el primero con los helados.
Por supuesto que sin la parienta atosigando y aun de viejo, sigo cediendo la fila ante cualquier mujer cuyos vaqueros le mantengan retenida y prieta su buena carne.
La idiotez es lepra que no tiene cura.
Pero ahora prefiero mirar el culo con cara de ensimismado, aceptando lo que ya se….que nunca alcanzaré a tocarlo.
Ella promete sin soltar palabra insinuando a base de tela o por la brevedad de ellas.
Y yo sigo siendo hombre……con la diferencia que a fuerza de años, lo he ido aceptando.

Bucardo

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domingo, 30 de marzo de 2008

La Parada del Treinta y Cuatro


La Parada del Treinta y Cuatro
Son las siete y diez de la mañana y como siempre, desde hace seis años, me siento a esperar el treinta y cuatro de las siete y cuarto.
Lo hago agazapada bajo una marquesina oxidada de la calle Echegaray, entre el mapa resquebrajado del transporte urbano y las pintadas callejeras que ponen algo de sincero sobre el rostro retocado de un anuncio de cosméticos.
Cuando llego a la parada, espera ya el universitario.
A juzgar por la puntualidad, es un muchacho disciplinado y cumplidor que trata de ocultarse bajo el aspecto desinhibido de sus rastas y una barba deshilachada y tan sucia que casi espanta.
Pero lo traicionan sus ojos azul mar, ojos de buena persona que se empeñan en llevarle la contraria, aliados con los versos escritos con tinta blanca sobre la tapa negra de su carpeta.
Son letras de Neruda que por lo visto, atraviesan hasta las cubiertas más tozudas.
Son las siete y doce cuando llega la esposa.
Lo se porque siempre lo hace acompañada por el marido y por la manera que tienen de despedirse, con un breve y desanimado “no vemos”, donde no se sabe si se oculta una amenaza o una condena.
Suele sentarse codo con codo, a mi vera.
Por lo corriente, viste falda larga y media gruesa con una permanente desfasada y el maquillaje casi hortera, desmesurado que dicho sea de paso, lejos de hacerle un favor, la empeora.
Tiene un amante.
De lunes a jueves se engalana con perfumes baratos.
Pero los viernes lo hace con “Amour, Amour” y junto al “amour”, la falda se le acorta, el pintalabios es menos grueso y por su media sonrisa, parece disfrutar con su cita inconfesable entre el “nos vemos” y su acatamiento.
Al otro lado faena el basurero.
Es un muchacho aun joven, fibroso y magrebí, con una mirada tímida y huidiza, fiel a la escoba y su basura.
De vez en cuando se desconcentra.
Es cuando la espalda le cruje y tiene que recuperar su rectitud, poniendo las manos sobre la zona renal y estirándose hasta que el chasquido, se deja sentir al otro lado de la acera.
El dolor es inexplicable.
También para quien lo escucha.
A un minuto de y cuarto, ella asoma por el balcón del primer piso, en el bloque veintitrés.
Es una mujer rozando los cuarenta, con la bata chillona y siempre despeinada, si bien haciendo honor a esa especie de atractivo que poseen las donas que hace mucho dejaron de creer en los príncipes azules tras besos de sapo.
Se apoya, casi sensual, sobre la barandilla, con una taza humeante de café que paladea con regusto, sin perder la vista a un muchacho en edad de bachiller, que sale del portal sin echar la vista en alto para despedirse.
Se intuye que en su vida no hay calzoncillos pero sobra el genio.
Son y cuarto cuando llega.
Es puntual.
Abre la puerta, enseñó el carné y cuando siento las puertas cerrándose tras mis espaldas, respiro, pues todo esta en orden.
Son dos mil días, incluso más, viéndolos a todos, siendo lo mismo que yo para ellos, una referencia, un motivo, una comunicación sin necesidad de saludo.
Al verlos, siento que la vida sigue girando con idéntico ritmo y que en pleno sueño, nadie a jugado a trastocarme las cosas sin mi consentimiento.
Sentada ya en el autobús, cierro los ojos.
Respiro tranquila.
Todo sigue, por un día más, en su sitio.
Bucardo

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sábado, 29 de marzo de 2008

El Error


El Error
- Oye…¿tu esperabas algo así?.
- La verdad, no. Nunca imaginé semejante desastre.
Hubo un silencio, largo pero no incómodo, que ambos amigos invirtieron en mirarse con el pensamiento puesto en otros lados.
- Bueno, siempre puedes volver a intentarlo – trató de animar el diablo.
- Deja, deja, que con una metedura como esta ya ando servido y harto.
Y dando el tema por zanjado, Dios y el Maldito, se marcharon, charlando sobre sus propias cosas.
Bucardo

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viernes, 21 de marzo de 2008

Mejor Así


Mejor así
Decir adiós habría resultado demasiado desleal.
Si, ya se, lo correcto tras una noche de dos, hubiera sido cumplir con el protocolo de largas miradas y promesas contra el mal recuerdo.
Pero resulta que o nací o me impusieron esta mala virgen y soy de los que creo que, tratándose de encamados, lo cuerdo es esquivar el desengaño y no andar derrochando aquello de lo que no se anda sobrado.
Y es que hace mucho descubrí que el tiempo respirando resulta tan escaso como las esperanzas y procuro ahorrar de lo uno y atesorar de lo otro para que sacando sumas, la cuenta resulte menos inútil y agria.
Mejor así para ambos.
Con mucho de lo primero y lo justo de lo segundo, para no fingir, para no creer, para no alimentar los falsos anhelos y que luego estos nos mientan.
Bucardo

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El Vagabundo


El Vagabundo
- Perdone….¿es este el mundo?.
El anciano, hasta ese momento mimado por el tibio sol de marzo, entreabrió los ojos y con un solitario vistazo, expresó, sin abrir boca, lo extraña de la pregunta y lo extraño de quien la realizaba.
No andaba errado.
Surgido entre la neblina, le venía aquel personajillo de aire estrafalario, con bombín abollado y chaqueta raida, los pantalones bombachos, los zapatos circenses, el bigote esmeradamente rasurado, los ojos de no haber roto un solo plato y el bastón de puro adorno, pues aunque caminaba como si el caballo se lo hubiera dejado en la cuadra olvidado, cojo, lo que se dice cojo, desde luego que no lo estaba.
El ejemplar comprendió aquella mirada hostil y prosiguió con su camino en dirección al kiosko, donde un tendero con aires requemados, cortaba con navaja manchega los cordeles que hasta entonces, habían retenido la ración matinal de realidades manipuladas.
Una nueva jornada, una nueva remesa.
Sin hacer mención de pagarlo, pues en realidad por no tener no tenía ni bolsillos, el vagabundo cogió el primer diario y lo abrió sin mucha idea ni tiento, dejándose guiar por el azar o el capricho.
Una fotografía que ocupaba cuarto y mitad de la hoja, ofrecía la estampa llorosa de una viuda…¿o era hija?...rodeada de flores funerarias e iguales en lágrima…anuncios vivientes de la muerte que sin necesidad de leer más…se intuía.
Hizo un largo pero al volver a detener la vista, se le apareció un apretón de manos con sonrisa informáticamente estirada, flashes, ademanes teatreros, victorias de despacho bajo el retrato de un hombre con uniforme de otros siglos y justo a lado, otra instantánea donde un cañón motorizado, pavoneaba toda su maquinaria en una calle letrina donde los niños no tenían derecho de libro, pero si a plomo.
Cambió deprisa y entonces la descubrió…a ella….la mujer…una naturalmente oronda, con sus caderas, pechos, ombligo, muslos y hombreras de hembra, con una facciones que denotaban infelicidad profunda no como la comparsa, otra supuestamente en igual género, que con hubiera sido spagueti con algo de adobo boloñesa y que sin embargo, los titulares presentaban como saludable, atractiva o incluso bella.
Esquelas, balones, rostros sudados, crucigramas, anunciaos de entrepierna y cemento a saldo, corbatas en nudo Windsor, felicidad empaquetada con índice bursátil en todo lo alto, programación de veinte canales que por la variedad parecen ser uno, gritos escritos en páginas malgastadas sobre un papel sacrificado.
Derroche que llaman periódico y semeja panfleto.
Al pobre, más irritado que entristecido, no le quedó otra, que calarse nuevamente el bombín, mecer los labios como si con ello reajustara la comicidad de su bigote, dar un giro al bastón y caminar, con los pies a noventa grados, hasta dejar que la bruma, nuevamente, lo devolviera a la calma donde había permanecido, durante tantos años.
- Si – se dijo – No hay duda de que este es el mundo.
Bucardo

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jueves, 20 de marzo de 2008

El Literato


El Literato
- Lo bueno de la vida, es que siempre nos resulta, una historia con final conocido.
Mariano, maestro de Literatura Española en un mundo donde primaban los números canturreados en inglés, ácrata ejerciendo en un antiguo Seminario reconvertido a Instituto Católico, liberal y coherente bajo los dominios de la sonrisa conveniente, gustaba de soltarnos, así, a la brava y repentina, una de esas frases que, por consistentes y jugosas, arrancan el tedio en que nos sumían sus soporíferas clases.
Lo malo de la quincena es que no suelen valorarse las burlas de Quevedo ni las prosas de Galdós y los profesores filósofos, estos que pretenden instruir hombres y no adoctrinar borregos, pasan tristemente a engrosar las filas de quienes, entre chanzas y pasotismos, se quedan para siempre postergados, entre las nieblas del olvido.
Cuando nos brindaba aquel regalo inmerecido, lo solía hacer con la vista puesta más allá del ventanal, el que daba al Parque de los Amantes, contemplándolo todo con ese aire nostálgico y bohemio, tan desgreñado, tan desapegado de su propia compostura, que la cazadora olía a cuero desgastado, sus rizos nunca andaban ordenados y las ojeras le hacían juego a la media papada que daba final a su cuello y comienzo a la cabeza.
Si, Mariano era desordenado, olvidadizo y nada dado a devolver los golpes recibidos.
Por eso algunos lo tenían en estima y los más, lo trataban de tonto para arriba.
Yo me quedaba, al menos en ese momento, en un punto bastante intermedio.
- Lo importante cacho tontos, no es saber cuando vas a morir, sino pensad en lo que vais a hacer hasta el momento de estirar la pata.
Al contrario que la mayoría, bueno, tal vez con mayor intensidad, Mariano conseguía eclipsarme cada vez que intuía una de aquellas precipitaciones de sinceridad vital.
Mientras, a mis espadas, los compañeros desencajaban las mandíbulas bostezando, planeaban furtivas borracheras o malgastaban erecciones, pensando en las precoces eyaculaciones que les provocarían los pezones púberes del alumnado femenino que con tanta saña torturaba nuestras virginales entrepiernas.
Ante tamaño derroche hormonal, contenido y siempre sopesando, Mariano, conseguía que envidiara aquella pose de goce que el ofrecía y que solo tienen los que saben, los que pueden ver, los sabios que intuyen las ostias, el paso por delante, los golpes y la puta vida.
Por descontado que aquel ensimismamiento mío con las letras, no era del gusto púbico, por lo que ante el desprecio femenino, el único consuelo solía encontrarlo en la lectura, tan apasionadamente descriptiva como tristemente irreal….en lo que a mi vida amorosa se refería.
- Has elegido mal lado – me soltó el docente literato una mañana, cuando a las once y media, tocaba recreo.
Alrededor nuestro la mitad del Instituto corría detrás de un balón y la otra mitad hacía corrillos exclusivos, donde ya desde tan críos, a unos se les rechazaba por no ser pijos, a otros por no ser guapos, a los más por no estar en la onda y a tres o cuatro por no ser ninguna de las tres cosas.
Lo malo de abrirle las compuertas a la letra impresa, es que resulta ser veneno no letal, pero expansivo.
Cuanto más leía, mayor gana tenía en callar la curiosidad que sentía hacia aquel Mariano y sus propios planes.
Y como no tenía valor para poner interrogante, comencé a seguirlo con aire inocente, como quien va a comprar el pan o el periódico, evitando la sorpresa o inventando excusa por si esta se producía.
Fue así como di con su piso, algo intermedio, ni egregio ni mediocre, a doscientos metros de los Cuarteles de la Victoria y otros doscientos del Palacio Episcopal.
Aquello resultaba totalmente incoherente, teniendo en cuenta que el “Rizos”, como alguno lo tildaba, eran tan poco amigo de las liturgias como de los patriotismos y que tanto la levita como la artillería pesada, solían provocarle sarnas propias de paquidermos.
Luego vino lo de saberlo solo.
Si, estaba solo y sin embargo, no parecía dolerle.
Siempre estuve convencido de que la soledad andaba demasiado bien emparentada con la locura, con el dolor, la necesidad o ausencia de alguna cosa.
Como a un manco la mano o a un cojo la pierna, el solitario parece que carece de algo tan grandioso, tan sufrido como intangible…inalcanzable, incomprensible.
Imaginar a una persona tan cincuentona como lo era el, sin mayor compañía que las propias canas, resultaba un destino más temible que hacerle la guerra al moro con un cuchillo entre los dientes y en solitario.
Pero aunque permanentemente creía verlo herido, no parecía dolerle ni lo necesario.
Porque aliviado desde luego, andaba bien aliviado.
Tenía catorce años y observando, una tarde si y otra insistiendo, fui aprendiendo cosas, tales como que su buzón nunca era abierto, que la portera apenas lo saludaba, tal vez a causa del enorme rosario que le colgaba del cuello o que nuestra decente, casada y católica profesora de inglés, con sus golosas y sugerentes caderas, solía hacerle un larga visita los martes de siete a nueve, visita de la que retornaba con la camisa peor abotonada de cómo estaba….a su entrada.
- ¿Y como le gustaría haber vivido?.
La pregunta surgió sin más, como si no me la pensara, aunque lo cierto es que la había diseñado tan milimétricamente, que más que una pregunta, parecía ingeniería urbanística.
Con la clase callada, unos pensando en la imbecilidad que acababa de soltar, otros confirmando los rumores de marica, las chicas en lo poco que les resultaba un pene con aires sensibles e incluso alguno afinando la puntería del papel mascado, Mariano retornó a esa postura tan favorita, firme frente a la luz, frente al ventanal, con la mirada puesta donde a esas horas, las parejas de novios comenzaba a cerrar candados.
- Libre – respondió.
Y allí fue como se me terminaron las preguntas.
Bucardo

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domingo, 16 de marzo de 2008

La Elección


La Elección
La última vez que lo sintió, salió bastante bien parado.
Le sucedió de tardes, para esas cosas presumía de buena memoria.
Ese día anduvo inquieto, rebelde, crítico con el esquema y tras padecer con el noticiero, escuchando esos discursos de mucha palabra con vista escasa, viendo al tiempo como el abuelo sacaba cuentas con los dedos, para ver si ese mes la pensión le daría para medicamentos, escapó de casa escaleras abajo, con ganas de nada y ansias de mucho.
El mundo desanimaba, atosigando con insistencia de claxon y publicidad impuesta, forzada, intentando venderle la felicidad de tener aunque en el empeño, la cartera se le quedara menguada.
Aquella noche, le salvaron las risas.
Hoy sin embargo, se encontraba demasiado lanzado, disfrutando de la inconsciente sensación que engaña a quienes, aun sabiéndose limitados, piensan que su reciente buena fortuna, les va a durar hasta el camposanto.
Se conocía demasiado bien. Tenía que decidirse para que el bajón no le viniera a lo bestia. Con el, así lo temía, solía entrar un estado apático, deprimido, que rara vez se solucionaba sin arañar algo en el empeño.
- Esta – se dijo, escogiendo a ojo la tercera empezando a la derecha de la cartelera.
Era una de corrupciones, políticos y ladrillos.
Lo que una risa trae, un disgusto lo cura…..y viceversa.

Bucardo

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El Vagón


El Vagón
El vagón chirría y con cada curva, el rebaño, apelotonado, sigue la mecida, de izquierda a diestra, según la curva les marca.
Parada tras parada, una autómata sin cara, informa donde, abre las puertas, vomita y traga para luego volver a chirriar, meciendo la silenciosa carga.
Si, a pesar de la mucha boca, allí solo el silencio habla.
Pensamientos callados, pensamientos por las vergüenzas sofocados, sufrimiento atenuado por los auriculares, recelo, bolsos prietos, miradas fijas sobre el suelo de goma.
Asientos repletos, sudor rancio, pasillos donde solo se empuja, turistas rojizos sonándoles el hábitat pero no el idioma, pensionadas agrias, pelados agresivos, pijas con falda a cuadros y raterillos escurridizos.
De nuevo la robótica anuncia, libera parte de la carga, traga la que espera, queda la cosa igualada salvo por el ratero y la cartera, que faltan.
La nueva remesa trae consigo una niña, del brazo de su madre, temerosa por el retraso o porque la selva se la trague.
- Hola.
La niña saluda porque se cree educada.
Pero lo que recibe son miradas incomprensivas, agresivas pues se sienten interrumpidas en su acostumbrado chirrido.
- Calla hija – la silencia - ¿No ves que molestas?.
Bucardo

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La Inutilidad


La Inutilidad

Francisco callejeaba con pocas paradas y contemplaciones, a través de una ciudad aburrida, sobre un asfalto que le resultaba soporiferamente reconocido.
Somnoliento por culpa del incomprensible e inquietante calor de marzo, pasaba frente a los escaparates sin hacerles la menor carantoña, sin pensar en el donde y como del siguiente paso, dejándose llevar sin mayores obligaciones que respirar y velar porque, en los pasos de cebra, un urbano consiguiera que dejara de hacerlo.
Fue al girar la esquina de San Gil, aquel cuadrado perfecto y despersonalizado, donde aun gris y uniforme, alguna osaban llamarlo bulevar, encarando ya la callejuela del Pescador, donde topó con el coche…blanco, con señales de óxido en sus bajos y toda la pinta de llevar mas tiempo del debido, sin moverse de aquella plaza.
Sobre su carrocería, sobre todo a vista de cristalera, se esparcía una fina capa de polvo incrustado, revelador del abandono que lo condenaba a las peores querencias.
Con la fama del barrio, sorprendía verle las lunas intactas, sin que nadie se las hubiera reventado para echar mano a todo lo que quedaran de valor entre los asientos.
Pero salvo la gasolina del depósito, no quedaba cosa con ceros a la diestra, dentro del vehículo.
Si no hubiera sido, habría pasado frente a el, tan recto y ausente como los treinta minutos que llevaba paseando.
La culpa recayó en el cartel, un letra imprenta en Arial veintitantos donde el dueño, anunciaba que lo vendía a quien le pusiera 350 euros en la mano.
El amo no era tonto…lo que resultaba ser es demasiado honesto.
Con igual tamaño, advertía, dos líneas más abajo, que quien se lo agenciara, debía pensar en la forma de moverlo, puesto que el vetusto coche, llevaba ya medio años sin que nadie hubiera sido capaz de arrancarlo.
Francisco se lamentó por haberse dejado la digital en casa.
Aquella buena foto bien publicitada, continuaría recordando a quien lo dudara, que España continuaba siendo, para lo malo y lo curioso, diferente.
Prosiguió con el paseo, solo que con la cabeza algo más ocupada.
En media hora rato había distraído la sombra frente a cientos de vitrinas y miles de sus productos.
En “vogue” o con imagen de casta, “in” o “out”, cutres, laboriosas, estéticamente diseñadas o artesanía pura, los escaparates pretendían convencer para que la cartera aflojara, ofreciendo servicios de masaje, abdominales de chocolatina, viajes exuberantes, aventuras, miel de romero y pizza grasienta, ofertas de supermercado barato, películas con imagen de rostro subyugante, promesas de sexo sin complicaciones, abusos inmobiliarios, lámparas rococó, antigüedades con certificado, billetes a Budapest o perros de auténtica raza, gorritos de baño, preservativos en oferta tan caduca como ellos mismos, pan recalentado, dietas de San Judas Tadeo y milagros del Evangelista de turno.
Todo se prometía, todo debía ser ofrecido, tan solo si se tenían argumentos para comprarlo.
Pero aquella era la primera vez que Francisco descubría, que en el mundo donde vivía, pesara o no pesara, hasta la inutilidad, podía ser vendida.
Bucardo

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martes, 11 de marzo de 2008

Las Manos


Las Manos
María tenía un don.
No por nacimiento sino por práctica.
Acariciando con suavidad una mano, cualquier mano, era capaz de descubrir como había sido, como era o como sería.
No hacía falta que conociera al dueño, ni su nombre ni sus antepasados.
Tan solo necesitaba palpar delicadamente y como si de viera a través de un telescopio, visualizaba las respuestas.
No, desde luego que María no era vidente ni astróloga, ni uno de esos bichos raros con sotanas de lentejuelas que andan prometiendo cielos en el infierno cuando las televisiones aburren a la madrugada.
Su virtud surgió desprevenida, un día, en que le dio por encapricharse de las venillas azules que se dibujaban entre los dedos de abuelo.
Hasta un ateo debía reconocer los “divino” que anduvo Dios el día que le dio por crear barro, del barro hombres, de sus costillas mujeres y como extremidades de ambos….dos manos.
Por eso ahora, trabajaba restaurando.
A las que cojeaban, las rectificaba, a las que iban a hacerlo, las prevenía y si ya no había remedios, las consolaba sabedora que no hay mejor placebo que una sonrisa franca y sin falsas promesas.
- Es como leer un libro – justificaba ante los incrédulos – Solo que en lugar de páginas, tienen dedos.
Los intrigados, los incrédulos, los subidos e ignorantes, aprovechaban cualquier ocasión para retarla y ella, paciente hasta la tontería, les concedía el capricho, no fuera por enfadarlos o que consideraran un “no” como la peor respuesta.
Aquella noche nos reunimos media docena.
Se suponía que éramos adultos pero lo cierto es que como si fuera Noche de Reyes, acudimos bajo la promesa de un Rioja que a saber como Sergio, había conseguido bajo el chaparrón perpetuo de la Gran Bretaña.
El vino y el castellano, terminaron por animar la chispa y con ella, surgió de nuevo el reto que ella, suspirando, aceptó con un vendaje de ojos entre medio.
Ian nos miraba con esa cara de interrogante que ponen aquellas criaturas con pañales y esfínteres incontrolables.
Gustavo era presa fácil.
Los pescaderos suelen tener las manos como si las hubieran puesto dentro de una máquina de Braille, punteada por las espinas convertidas por tanta escama descuartizada, en una consistencia muy parecida a la que ofrecen las resbaladizas truchas.
A cada acierto un brindis y el clima, parecía sernos menos hostil y húmedo.
A Sara la delataron sus uñas.
Era uñas sin gana de nómina, con ganas de dejarse preñar por el primer ingeniero desprevenido pero con buen sueldo que se le metiera entre las piernas.
Demasiado frescas, demasiado procuradas, con el trazado firme que suele proporcionar una visita semanal a la esteticista.
Con Sergio no era mérito.
Sus dedos eran como arietes, en ocasiones bruscos, en ocasiones tercos, pero carentes de mala intención, inflamados por el pico y los hierros, por el calor sin derecho a sombra, por la soledad, la angustia, los sofocos y el miedo al hambre.
Dedos que lo mismo partían nueces sin esfuerzo que le erizaban a María todo lo innombrable, irremediablemente sumisa ante aquella mezcla de rudo con cara de tierno o loco con aspiraciones a cuerdo.
Ian quiso jugar aun a pesar de estar vendido.
Incluso sin ser su madre, aquellos dedos se delataban por el tamaño y la inocencia, por desconocer el dolor y las prisas.
Y así, rebotándonos las risas, parecíamos olvidar toda la hostilidad que dejamos afuera, esa que de diario parecía doblegarnos pero que en ese momento, en ese instante, nos daba igual, nos importunaba un poco menos o nos brindaba una leve tregua.
Al menos hasta que mi zurda se posó entre sus manos y la sonrisa de María, escasa y difusa pero siempre auténtica, se esfumó como la niebla cuando se torna cálida.
¿Acaso no me reconocía?.
No.
No había duda dibujada, ni ignorancia, ni mentiras.
María sabía perfectamente quien era.
Pero a pesar de las confianzas no se atrevía a confesarlo, y la faz se le borró sin alegría.
Se quitó la venda y me miró, como lo hacen quienes exigen respuestas.
- ¿Qué tienes? – preguntó sin que ninguno, salvo nosotros, comprendiera.
- Unas manos frías.
- Nadie muere y luego camina.
Pero ya no la escuchaba.
Algo incomodado, lo reconozco, salí de la casa y con abrigo puesto, dejaba que los pasos fueran poco a poco introduciéndome en la oscuridad, sin mirar atrás, sin desear verlos, sabiendo que por primera vez, alguien me vio desnudo….con todo el ropaje puesto.
Bucardo


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Cerrados se disfruta Más


Cerrados se disfruta más
Supongo que no es normal.
Cuando a uno lo hunden entre sábanas, con el pene viscosamente insertado entre los vaginales labios de una hembra, lo que más suele saturar la cabeza, todas las masculinas cabezas, son las súplicas por un mayor aguante o un menor ridículo.
Pero como ese pequeño lujo que llaman normalidad, no suele precisamente saturar mis neuronas, mientras ella cabalga y yo aferro con dedos suaves sus caderas, me resulta imposible el no reparar en sus ojos, ignotos, ocultos por eso de girar la cabeza de un lado a otro mientras los sostiene cerrados.
¿Por qué no me mira?.
A esta, que a costa de misas es ya cura, no le deberían sonrojar las primeras vueltas en que se la ve desnuda.
Por mucho que sea cuestión de media noche convenciendo, cuarto de hora buscando cosquillas y cinco minutos ejerciendo, aunque los dos sepamos que antes de cerrar ella la puerta o dejarme el ascensor frente a la portería, habremos olvidado nuestros respectivos números, aquel ridículo detalle, resultó ser demasiado perturbador, aunque la obscenidad de su pendular ombligo y sus pezones rosados, continuaron manteniendo mi erección con la bandera bien plantada.
Pero….¿en que estaría pensando?.
Imagino, solo tengo que mirar el espejo, que a esas horas, tal vez con el sentido menos embotado por la cerveza, andaría ya con los arrepentimientos por haberse dejado sobar por alguien a quien creía con menos barriga y más tacto.
Imagino que puestos a pecar, pues pecado es lo que estamos haciendo, cierra los ojos para soslayar lo prohibido, para que a través de sus retinas, no descubra nadie que su corrida le viene al ritmo que otro le marca…..mas moreno, mas fornido, egregio dios griego y con nombre desconocido.
La cuestión de su goce, se me antoja desde entonces una sosa pérdida de tiempo.
Los hombres, queramos o no queramos, somos sencillamente, los borregos más sumisos, engañados por las promesas de una falda, hipnotizados por el péndulo oscilante que viene a ser un clítoris.
Pero da igual.
En realidad poco, nada importa.
De bachilleres y con la testosterona más crecida que la sangre, suele considerarse como grave ofensa cualquier duda acerca de la virilidad propia.
Pero cuando la treintena ya no asoma sino que asola, el hecho de que anden cuestionados nuestros centímetros o la frecuencia de su uso, suele tomarse con el sarcasmo o la ironía de quienes aceptan la ausencia de todo remedio.
Está acelerando y por sus gritos, deduzco que ya toca la aldaba el señor orgasmo.
Si, aunque entre ellas supongo ya lo sospechan, resulta que poseo, aquí donde lo ven, un arma infalible aunque conocida, que me libra de semejantes apuros, que equilibra y logra convencerme de la buena idea que supuso, el poner relleno al condón.
Cierro los ojos.
Oooooo….si……si desde luego…..ahora, ya cerrados, merece más la pena.
Bucardo

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lunes, 10 de marzo de 2008

Soy Inmortal


Soy Inmortal
El mundo arde pero sus cenizas no se regeneran.
De costado a costado, sin paz, descanso o tregua, cada vez más suicida, cada vez más acelerado, todo eso que nos rodea, va transformándose en tornado, absorbiendo incluso a quienes no lo pretenden, a quienes ofrecen resistencia y sobre todo a quienes pueden revelar el destino al que se les condena.
Es inevitable y aunque cierro los puños y me quejo……la edad, la desilusión, mi soledad o el desafecto, hacen que cada día digiera mejor que lo acepto.
Morir en vida antes de hacerlo muertos.
Por eso, sin esas prisas, aun siendo hombre, parí mi criatura como la ilusión más perfecta.
Por eso, aun a pesar de los insultos que son miedo, superando las críticas que ocultan envidia y las espaldas de aquellos que temen la verdad que su ego no tolera, cuanto por fin te sostuve entre mis manos, descubría, sin aspavientos ni eurekas que desde ese momento, mi nombre era inmortal aun cuando la carne del cuerpo, como la de todos, tarde o temprano se me pudriera.
Cuando las tumbas sean hierba y las lápidas polvo, cuando el paisaje que descubrimos mute tanto que reconocerse no pueda, bastará con que alguien desconocido, pronuncie mi nombre, para que del recuerdo retorne a la memoria y con ello, se me devuelva la vida.
Son las cosas buenas de amar la tecla y los símbolos impresos que las coronan.
Son las cosas buenas de saber como mientras las banderas y los himnos, los rencores y las avaricias manipuladas separan, la lenguas, las muchas lenguas, incluso las casi extintas, consiguen unir a quienes las hablan y a quienes se esfuerzan por comprenderlas.
Bucardo

Registro Propiedad Intelectu@l

domingo, 9 de marzo de 2008

Lorenza

Lorenza
- Si hubieras dicho que marchabas…te habría preparado algo.
No podía evitarlo.
Lorenza era así y tal vez necesitaba sentir que lo era, mucho más que el aire, el cobijo o el alimento.
Ya con la cincuentena demasiado superada, con los cabellos demasiado encanecidos, con las manos demasiado callosas o la vida demasiado agriada, Lorenza era, para bien o para su mal, una mujer de demasiados, de esas que pidiendo corrusco, terminas saliendo con la hogaza.
Ya no hay señoras como ella.
Las mujeres que hoy respiran, lo hacen bajo su propio y egoísta compás, incapaces, como lo era ella, de dar y darse, de regalar desde lo que abunda hasta lo que falta, a quien le sobre, a quien lo precise, a su sangre, a cualquiera que lo pida, tan solo por verle algo de agradecimiento y saberse buena cristiana por algo más que ir a misa.
Hoy, en caso de dar, se suele pensar antes en lo perdido que en lo ganado.
Lorenza no daba licencia al agotamiento ni tregua al hartazgo.
Sus siestas se extinguieron cuando los griegos hicieron polvo las murallas de Troya y lo poco que dormía, aun escaso, le parecía siempre excesivo, como si soportar todos aquellos cilicios, machacándole las espaldas, fuera incluso poca cosa, frente a sus ignotos pecados.
Beata de todo lo demás, menos de si misma.
Cuando la contemplaba, no podía evitar sentirme algo confuso….en parte admirándola en parte preguntándome donde paraba la veta se tan exagerada fortaleza, impropia de aquel cuerpo esquilmado por los insomnios y las fatigas, por cuatro preñamientos engendrados de un marido que poco tiempo gastaba en agradecer el habérselos parido.
A mi, a poco que resoplara, me parecía una espiga a finales del verano, cuando se ofrece reseca, quebradiza, a punto de deshacerse con poco que alguien la apriete entre los puños.
- Esta – solían decir las que sabían-…el día que no la veas en faena, es porque la estamos amortajando.
De la Lorenza se hablaba poco.
Bueno, el pueblo no era cosa de muchos y siempre había tiempo y lenguas para rozar a cada uno lo suyo.
Pero ella era poca razón para protagonismos y si algo averigüé escuchando, es que quienes más alardeaban, suelen ser los que menos verdades pueden contarte.
Tan discreta como andaba, tan discreta vivía.
Por lo menos hasta que encontraron al Silverio muerto, de un infarto mientras hacía la leña del invierno.
Silverio y Lorenza no se trataban, no se hablaban, vivían el uno al contrario de donde el otro.
No es que anduvieran hostiles, sino que, sencillamente, el difunto vivía callado e inhóspito, reservado e incluso arisco….Lorenza en cambio se ofrecía franca y generosa, abierta y rara, muy rara vez seria.
Al primero cuando lo supieron muerto, tuvieron que rebuscarle la cartilla, para saber como se iba a pagar el funeral, alguien que no tenía apellidos que heredarse.
El dinero le sobraba, tanto como las ausencias en su entierro.
Yo era de los que estaba.
No es que le conociera, sino que atemorizado por el catecismo, había comenzado a ganarle puntos al cielo, ejerciendo de monaguillo.
El cura no andaba con prisas y este pobre, al que le pesaba la cruz procesional y la vejiga, buscaba un lugar discreto donde apoyar la una y aliviar la otra.
Haciéndolo con la mirada, fui a dar con Lorenza, bajo el ciprés, apartada y sola, con un luto tan riguroso, tan enquistado, que parecía ser más piel que tela.
Desde entonces nadie más supo verla como era.
Si, salía de casa al ultramarino, al mercado o a la romería, a recoger la colada para que no se la mal metiera el agua o a la consulta para sacarle las recetas a un marido tan inútil como un niño.
Pero entre medio, nadie sabe donde, se dejó olvidado el moño, la compostura de la ropa, la sonrisa o el ofrecimiento sincero a quien se lo pedía.
Lorenza no era Lorenza y algo me decía que durante aquella liturgia, al son del cura dando y rogando por quien apenas conocía, enterramos a dos, donde solo uno cabía.
Se dejó llevar por la inercia de quien ya nada espera, hasta que a ella misma se la llevaron bajo la sombra del ciprés.
Y mientras escuchaba aquel sonido tétrico que es la tierra con piedrecillas, golpeando la madera barnizada de la caja donde paraba Lorenza, recordé un respuesta, con forma de ella, atisbada a través de un ventanal en madrugada, su mano lanzando un beso al aire y una sombra sin cara, que lo recogía justo donde durante años, creía que el Silverio masticaba a solas sus sábanas frías.
A mis siete años, no dije nada.
Son edades en las que no se comprende que las hojas, suelen ser escritas con dos páginas.
Y cuando por fin lo entiendes, eres ya lo suficientemente mayor, como para seguir callado, pues ya has escrito las propias.

Bucardo

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jueves, 6 de marzo de 2008

No es culpa suya


No es culpa suya

- No es culpa tuya ser tan fea…..a fin de cuentas….eso que llamas cara, debe venirte de padres.
- ¡Y a ellos les viene de abuelos! – añadió la sombra.
La aludida soportaba aquella galerna, parapetándose contra la esquina, aprisionada por la inquina de tantas miradas agresivas y burlescas que la acosaban como lo hacen las hienas tras los pasos torpes de una cría de gacela.
- Y lo malo no son solo esas orejas de paquidermo. Lo malo es que con ese pelo de estropajo que te gastas, no eres capaz ni de taparlas – los insultos se aupaban cuanto más risa le hacían corrillo.
- ¡Podríamos ver “El Tomate” a poco que tuviéramos un televisor cerca! – añadió la sombra.
La aludida trataba infructuosamente de ocultar aquellas prominencias hostiles, metiendo el cuello entre los hombros, como si con ello pudiera soterrarlas a ellas y a su vergüenza.
- Échale un vistazo a tus pechos. ¡Si casi no nacen!. ¿Pero a ti por que te parece que me miran los hombres?. ¡Por esto! – exclamó al tiempo que remarcaba la forma de sus tetas, redondeándolas, apretujándolas obscenamente con ambas manos.
- ¡Eso, eso! – escoltaba la sombra
La aludida intentaba encorvar su cuerpo, camuflando sus carencias tras el jersey de lana gruesa, protegiéndose tras el hombro derecho, mostrando menos cara que espalda.
- Y esa cintura….!si pareces tres en una!. Estás tan gorda que parece se te cruzó el palo que comiste. Y con ese culo….tan orondo, tan flácido….aun eres joven y ya tienes más hongos en el trasero que mi abuela.
- ¡Gorda, gorda que estás bien gorda! – sazonaba con sal la sombra
La aludida luchaba estérilmente por zafarse del agobio pero con cada hueco que se le ofrecía, antes de que pudiera colarse, se lo cerraban, empujándola nuevamente contra el paredón.
- Vistes como una gitana, tal vulgar, con esa ropa de mercadillo, tan barata y hortera que se te deshace a poco que llueva….¿quien conoce esas marcas?.....¿a quien pretendes engañar?....no ganas ni para comprar unas zapatillas decentes, que no sean estas de….¿Sabeco dominguero?.
- ¡O del Carrefour! – gritaba enardecida la sombra.
La aludida escondió los dedos de los pies como si con ellos, siguieran las trazas de su mediocre calzado.
- ¡Si ni siquiera te maquillas!. Nena….con esa cara que ni Cristo sabe donde te para cada cosa, lo menos podrías engañarnos algo. ¿Así quién va a quererte?. Vas a terminar más Virgen que Teresa de Calcuta. Si, al final resultará que tu marido será alguno de esos moros que se casan con cualquiera, soportando incluso a alguien como tu con tal de que no los echemos.
- ¡Mora, serás una mora!.
Acuclillada, ocultaba su rostro entre las palmas extendidas, mientras lloraba, tratando de contener las lágrimas, para que estas no ejercieran de pila con las que recargar aquel ensañamiento.
- Y además tienes una lorza que ni…..
¡!!!RIINNNNNGGGGGGGG!!!.
Al compás del timbre, desde el pórtico cubierto de la escuela, la maestra palmeaba, llamando a sus pupilas.
- ¡Niñas….se acabó el recreo!.
Y las niñas, dócilmente, se pusieron en fila india, para regresar al pupitre.

Bucardo

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