martes, 8 de abril de 2008

La Nota Amarilla


La Nota Amarilla
Sentado sobre el borde de la cama, Román examinaba la foto.
Era la de un muchacho todavía joven, algo flaco, algo apuesto, de ojos azules y tristes aunque en su tímida sonrisa se dejara entrever un alma grande y una profunda inteligencia.
Pegada en el borde del marco, una notita minúscula de color amarillo, tenía escrito “MI HIJO” con letras rojas y grandes.
Román retiró los ojos con el rostro mustio y confundido, las manos entrelazadas entre las piernas y aquella postura tan suya, a medio camino entre lo temeroso y lo sumiso.
Aquella cara le sonaba a propia, solo que algo menos arrugada, con las cejas más ligeras y separadas, la calva todavía incipiente y ni rastro de papada bajo la barbilla.
Durante cinco minutos se palpó a si mismo, comparándose con la imagen que veía en la fotografía.
Mirando de frente, hacia el espejo insertado en la hoja central del armario ropero, descubrió otra nota con idéntica letra roja rezando un “ERES TU” visible desde la cama.
Y sin embargo no se encajaba, no terminaba de sentirse el.
Alrededor suyo, tuvo conciencia de que la habitación estaba punteada por docenas de aquellas misteriosas y amarillas anotaciones, que brillaban con la tenue oscuridad como si se tratara de pequeñas estrellas atrapadas.
Estrellas a modo de farolillos que parecían quererle indicar un camino que Román no terminaba de hallar en ningún mapa.
Se miró las manos que le temblaban como si fueran las de un recién nacido.
Fue entonces cuando la puerta se abrió, iluminando repentinamente la estancia y al pobre, acobardado, no se le ocurrió otra cosa que bajar la cabeza al suelo como si al hacerlo, negando la vista a lo que entrara, ningún peligro existiera.
Poco a poco, a medida que pasaban los segundos y nada malo le ocurría, cogió valor para levantar los ojos y contemplar la figura que parecía esperarlo a medio camino entre el interrogante tenso y la ternura.
Román lo miró primero y luego hizo lo mismo con el retrato de la mesilla.
- ¿Hijo?.
Y el hijo ya sin el interrogante, se acercó para acuclillarse ante el y abrazarlo.
Román, aunque dubitativo, se sintió reconfortado.
Un abrazo era cosa importante, un abrazo no se lo lleva cualquiera y aunque le costaba esfuerzo reconocerlo, sin duda quien se lo daba, debía de ser su hijo.
Bucardo


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