miércoles, 16 de abril de 2008

Espero que tengan razón


Espero que tengan razón.
Los Jardines de San Braulio eran un buen lugar para el retiro.
Braulio sin embargo, no podía explicar de donde le sacaron el nombre.
El parque se inauguró después de ser bautizado y con los ochenta tan de cerca, ya no le quedaba nada de santo.
Pero el lugar agradaba y apenas jubilado, encontró aquel banco, pegado al kiosco oxidado, junto a la fuente reseca, detrás del estanque donde no nadaban patos.
En la elección pesaba y mucho, el hecho de que el sitio, anduviera bien provisto de sol durante toda la jornada.
Prudentemente, calló el descubrimiento si bien, al poco, comenzaron a surgirle los novios, esos que con su misma añada, se sienten tan fascinados por el calor como los lagartos por las paredes rugosas.
Allí se fueron reuniendo los viejos del barrio, los que nacieron de idéntica comadrona, los que gozaron o padecieron de una existencia de disgustos y experiencias que bien podría haberles parecido la misma.
Enero tras enero, sin que a los huecos carecieran de candidato, permanecían impasibles y mudos, los unos aferrados al bastón, otros sordos como la piedra, todos con los comunes achaques y los menos presumiendo por padecer dolencias más extrañas.
Y entre medio, lo único que les abundaba, era el silencio.
Al banco se venía para juzgar la brisa o caldear el hueso, a dar malas nuevas o recordar lo que en su un día fueron.
Al que ya nada obliga, se le descubren delicias que en otros tiempos se les hacían alejadas e impropias…..los arrullos empecinados del palomo, las disputas del gorrión tras la miga, la mecida del platanero a poco que el viento soplara más fuerte de lo acostumbrado….
Lenta, constante e irremediablemente.
Así pasaba el tiempo en los jardines de San Braulio.
Pero con los meses, el “sin novedad en el frente”, les fue poco a poco mutando.
Cuando al Colegio de San Carlos le cerraron el recreo para reformarlo, la chiquillería se negó en rotundo a renunciar al su derbi de las cinco.
A falta de alternativas, a la vorágine de chillidos, no le quedó otro remedio que invadir los jardines para aprovechar aquel césped de poco llano y repleto de calvas grises.
Allí organizaban aquel anárquico frenesí de desvaríos, donde la defensa era ataque y el ataque eran todos, donde se celebraban los goles a gritos, las faltas a empentones y se desacralizaba sin remedio, el hasta entonces sacrosanto silencio.
- Pesaditos andan los críos – solía quejarse alguno cuando, todavía resonando el tañido de las campanas de San Ginés, se les escuchaba llegar desde el otro lado del seto.
A Braulio, como a otros que preferían callarlo, aquella cantinela no le disgustaba tanto.
En su mocedad pateó balones mejor incluso de cómo ahora los pateaban ellos y con el guirigay le llegaba el entretenimiento de sufrir por una mala entrada o aplaudir con las palmas separadas ante un buen regateo.
- Míralos – incordiaba otro, reciente de la nómina fija, quien parecía querer escalar puestos a costa de roñar con más pecho contra todo lo que oliera a nuevo – Cada día más mezcladitos.
La vista que no el intelecto, le funcionaba.
Cada curso, los que antaño eran equipos de inmaculada tez y acento, habían poco a poco girado hacia una combinación foránea de morenos y diferentes formas de festejar la victoria.
Los había morenitos a la andaluza, tostados como el café molido, oscuros como noche sin bombilla, de tono aflautado como canalla de telenovela, de pelo corto y rizadito como “Barriguitas” o de morros rojos y exagerados, como mujer sin tino con el pintalabios.
En ello se distraía cuando la pelota hizo un extraño contra una torpeza del terreno y con el impulso, terminó por llegar, apaciguada, justo donde se parapetaban los viejos.
Persiguiéndola llegó un muchacho de ojos apenados y tan oscuros como su cuerpo lo era.
- Perdonen – se disculpó, recogiendo el balón y correteando de vuelta el improvisado terreno.
Al alejarse, se giró y Braulio, a pesar de las dioptrías, pudo ver como entre la tristeza que bajo la piel del chico supuraba, este le regalaba una sonrisa.
“Hace mucho que nadie me sonríe” – descubrió intrigado.
- Si es que no nos están invadiendo – bravuconeó el nuevo – A estas alturas nos van a quitar hasta los bancos del parque.
Braulio no lo soportó más.
Levantándose, salió de los jardines sin hacer caso a los “hasta luego” que lo despedían.
El anciano vivía en la calle Rosales, a diez minutos si no andaba tropezado.
Aunque la urbe se había desbocado, plantando urbanizaciones sin orden ni talento, el barrio permanecía firme e inmutable, con escasos cambios frente a lo que el descubriera siendo un niño.
Los mismos ultramarinos, la botica de estanterías rojas y letras oro, el hijo del carnicero, el ABC de cada día en la librería de toda la vida, iguales vecinos o descendientes y la misma marca, en el dintel del número trece.
La hizo el a punta de navaja, henchido por la felicidad que le dio Higinia con aquel primer beso y la promesa de muchos más durante el tiempo que la vida les diera.
Inexplicablemente, no se había borrado.
Resistía, como lo hacía Braulio y el barrio.
Un par de portales y llegó al quince.
Luego tres pisos sin ascensor y el piso que le olía a limpio.
De casado, aquella manía mujeril de limar suelos y cristales a base de fregona y paño, le resultaba desquiciante.
De viudo, se empecinó en no ceder ante lo sucio, tan solo fuera porque al entrar, el olor, le hiciera creer que aun estaba junto a ella.
Paró ante una estantería carcomida por los libros, donde se amontonaban marcos con fotos, frutos del recuerdo que ya se finiquitaba….los padres, los amigos de infancia, esa moza que no pudo ser, el taxi, la boda, el primer bautizo de cuatro, los viajes a Benidorm, pantalones y gafas de otra época, cambios, el balcón de Europa, la última que les sacaron….
En la cartera se reservaba dos.
Un retrato coloreado de la Higinia y otra que contemplaba a diario, aunque las caricias la estaban borrando.
Creía como que hay sol, que cuando la figuras fueran ya blanco, no le quedarían razones para continuarle a la vida.
Era el y sus nueve años, con el abrigo en la nariz y el sombrero en la ceja, mostrando aun en lo poco, un semblante acobardado, cenizo y agotado.
Padre le cogía la mano mientras en torno suyo, un “mare mágnum” de rostros estoicos y aborrecidos, corrían huyendo del gris casi negro, que se les levantaba al fondo.
A la derecha, enhiesto sobre una piedra gris, un gendarme contemplaba mezclando impotencia y alejamiento.
Ya no se emocionaba.
Como los viajes largos, uno sufre por el tiempo y las distancias.
Pero ahora la distancia era por fin corta.
Miró al Cristo doliente que presidía la salita pero no le rezó.
Hacía mucho que se le olvidaron los Padres Nuestros.
- Espero que tengas razón – le dijo conformado.
Mientras Braulio abandonaba su privilegiado asiento, Moses, devuelta la pelota, se despedía de los amigos.
- ¿No te quedas un rato más? – le preguntó Yasim.
- Tengo muchos deberes.
Moses vivía cerca pero aun con todo, no le hacía ninguna gracia retrasarse hasta que a la tarde no le quedara luz.
En verano todo le reconfortaba.
Sin frío ni colegio, arañaba horas para disfrutar de la calle, sin temor a aquellos inviernos donde el frío mordía y la oscuridad lograba hacerle sentir un profundo e inexplicable miedo.
Subió por la calle de Roque hasta la esquina de Rosales, cruzando frente al bar donde servía cafés su padre.
Al dueño no le complacían los saludos en horario de tapa y barra.
En su lugar, acordaron que al pasar, canturrearía un “djembe”, suficientemente bajo como para no incordiar a la clientela, sobradamente alto para que el supiera.
Llegó al trece y acarició el corazón de la puerta.
Sin el ni su punzón, haría mucho que la mugre lo habría soterrado.
Cada mañana, al salir, lo tocaba para ver si le prestaba algo de la suerte que tenía oculta.
Con el regreso, volvía a hacerlo como agradecimiento.
Nunca supo quien lo hizo pero tampoco se lo preguntaba.
El que se molestara en grabarlo, tendría dentro algo bueno.
La mala gente no pierde el tiento de estas trazas.
Subió al sexto saludando a la portera, una mujer sufrida y oronda, siempre acompañada por el olor agrio del sudor reseco y que sin embargo, mantenía la higiene tan asida al bloque, como ausente de su propio cuerpo.
Al entrar se descubrió solo.
Madre y los hermanos mayores, aun andarían trabajando.
Tendría una hora por delante para regalarle al estudio.
Marchó a su tercio de habitación y, antes de abrir el libro, lo hizo con una diminuta carpeta azul de las de medio euro en los chinos.
La carpeta andaría vacía de no ser por una fotografía en color.
Era el, levantando seis años escasos, lloroso y aterrorizado, sostenido en alto por los brazos de su padre.
Juntos y deshumanizados, lograron salvar la pasarela del muelle al barco.
De fondo, la ciudad vomitaba aquella masa de desesperados, suplicando porque aun les quedara una última esperanza a bordo del último barco.
Aunque lo sabía, todavía se dejaba los ojos, tratando de identificar algún rostro que le recordara como eran sus parientes o amigos, cuando aun estaban vivos.
Pegada a la cabecera, la diminuta estampita de un Cristo ario, al que sus hermanos imploraban devotamente antes de rendirse al sueño.
Por mucho que le insistieran, cada día le costaba más encontrar una excusa para el rezo.
Peor aun con todo lo finge.
- Espero que tengas razón.
Pero lo dice sin mucho convencimiento.

Bucardo

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